lunes, 2 de febrero de 2009

Piera Aulagnier: Angustia e identificación

Piera Aulagnier Intervención de Piera Aulagnier en el Seminario del Jacques Lacan del miércoles 2 de mayo de 1962



Durante las últimas jornadas provinciales, un cierto número de intervenciones llevaron sobre sí la cuestión de saber si es posible definir diferentes tipos de angustia. Se llegó así a preguntar si se debía dar por ejemplo un estatuto particular a la angustia psicótica. Diré que soy de distinto parecer: la angustia, ya sea que aparezca en el sujeto llamado normal, en el neurótico, o en el psicótico, me parece responder a una situación específica e idéntica del Yo, y está incluso ahí lo que parece ser uno de sus rasgos característicos.


En cuanto a lo que se podría llamar la posición del sujeto frente a la angustia, en la psicosis por ejemplo, hemos podido observar que si no se intentan definir mejor las relaciones existentes entre afecto y verbalización se puede llegar a una suerte de paradoja que se expresaría del siguiente modo: que por una parte el psicótico sería alguien particularmente sujeto a la angustia, -es incluso en la respuesta en espejo que suscitaría en el analista donde habría que buscar una de las dificultades mayores de la cura-, y por otra parte, se nos dice, que sería incapaz de reconocer su angustia, que la mantendría a distancia, se alienaría en ella.

Se enuncia así una posición insostenible si no se intenta ir un poco más lejos: en efecto, ¿qué podría significar reconocer la angustia? Ella no espera y no tiene necesidad de ser nombrada para sumergir al Yo y no comprendo lo que se podría querer decir diciendo que el sujeto está angustiado sin saberlo. Podemos preguntarnos si no es justamente propio de la angustia no poder nombrarse: el diagnóstico, la apelación, no pueden venir sino del lugar del Otro, de aquél frente al cual ella aparece. Él, el sujeto, es el afecto angustia, él la vive totalmente y es esta impregnación, esta captura de su Yo que se disuelve lo que le impide la mediación de la palabra.

Se puede, a ese nivel, hacer un primer paralelo entre dos estados que por diferentes que sean me parecen representar dos posiciones extremas del Yo, tan opuestas como complementarias, -voy a hablar del orgasmo. Hay en este segundo caso la misma incompatibilidad profunda entre la posibilidad de vivirlo y el tomar la distancia necesaria para reconocerlo y definirlo en el hic et nunc (Aquí y Ahora) de la situación de desencadenamiento.

Decir que se está angustiado indica en sí mismo ya haber podido tomar una cierta distancia en relación a la vivencia afectiva, muestra de que el Yo ha adquirido ya un cierto dominio y objetividad frente a un afecto del que podemos dudar que a partir de ese momento merezca aún el nombre de angustia. No tengo necesidad aquí de recordar el papel metafórico, mediador, de la palabra, ni la distancia existente entre ella y su traducción verbal.

A partir del momento en que el hombre pone en palabras sus afectos hace justamente otra cosa, hace de esto por la palabra un medio de comunicación, los hace entrar en el dominio de la relación y de la intencionalidad transforma en comunicable lo que ha sido vivido a nivel del cuerpo y que como tal en último análisis permanece como algo del orden de lo no verbal.

Todos sabemos que decir que se ama a alguien no tiene sino muy lejanos vínculos con lo que es sentido en función de ese mismo amor a nivel corporal: decir a alguien que se lo desea, -nos recordaba Lacan-, es incluirlo en nuestro fantasma fundamental, es también sin duda, hacer de esto el testimonio de nuestro propio significante. Sea lo que fuera que pudiéramos decir a ese sujeto, todo está hecho para mostrarnos la distancia existente entre el afecto en tanto que emoción corporal, interiorizada, en tanto algo que extrae su fuente más profunda de lo que por definición no puede expresarse en palabras,-voy a hablar del fantasma-, y la palabra que nos aparece así en toda su función de metáfora.

Si la palabra es la llave mágica e indispensable que sola puede permitirnos entrar en el mundo de la simbolización, y bien, pienso justamente que la angustia responde a ese momento entre (...) donde esta llave no abre más ninguna puerta, dónde el Yo al afrontar lo que está antes o detrás de toda simbolización, donde lo que aparece es lo que no tiene nombre, "esta figura misteriosa", ese "lugar de donde surge un deseo que uno no puede más aprehender", donde se produce para el sujeto un pasaje, un telescopiage entre fantasma y realidad: lo simbólico se desvanece para dejar lugar al fantasma en tanto tal, el Yo se disuelve y es a esta disolución que llamamos angustia.

Es cierto que el psicótico no espera al analista para conocer la angustia, es cierto también que para todo sujeto la relación analítica es en ese dominio un terreno privilegiado. Esto no es para sorprendernos si se admite que la angustia tiene las relaciones más estrechas con la identificación. Ahora, si en la identificación se trata de algo que sucede a nivel del deseo, deseo del sujeto en relación al deseo del Otro, resulta evidente que la fuente mayor de angustia en el análisis va a encontrarse en lo que es su esencia misma: el hecho de que el Otro en este caso es alguien cuyo deseo más profundo es no desear, alguien que por eso mismo, si permite todas las proyecciones posibles, las devela también en su subjetividad fantasmática y obliga al sujeto a plantearse periódicamente la cuestión de lo que es el deseo del analista , deseo siempre presumido, jamás definido, y pudiendo por ahí mismo en todo instante devenir ese lugar del Otro de donde surge para el analizante la angustia.

Pero antes de intentar definir los parámetros de la situación ansiógena, parámetros que no pueden dibujarse sino a partir de problemas propios de la identificación, se puede plantear una primera cuestión de orden más descriptivo y que es ésta: ¿qué entendemos cuando hablamos de angustia oral, de castración, de muerte?

Intentar diferenciar esos diferentes términos a nivel de una suerte de escalonamiento cuantitativo es imposible: no hay angustiómetro, no se está poco o muy angustiado, se lo está o no se lo está. La única vía que permite una respuesta a ese nivel es la de situarnos en el lugar en que nos toca: aquél de quien sólo puede definir la angustia del sujeto a partir de lo que esta angustia le señala. Si es verdad, como lo señala Lacan, que es muy difícil hablar de la angustia en tanto que señal a nivel del sujeto, me parece seguro que su aparición designa, señala al Otro en tanto que fuente, en tanto lugar de donde ella surge, y no puede ser inútil a este respecto recordar que no hay afecto que soportemos peor en el otro que la angustia, que no hay afecto al cual no arriesguemos responder de manera paralela.

El sadismo, la agresividad, puede por ejemplo suscitar en el partenaire una reacción inversa, masoquista o pasiva, la angustia no puede provocar sino la huida o la angustia. Hay aquí una reciprocidad de respuesta que no deja de plantear una pregunta.

Lacan se ha rebelado contra esa tentativa hecha por muchos que sería la búsqueda de un "contenido de la angustia"; esto me recuerda lo que ha dicho a propósito de otra cosa, que para sacar un conejo de la galera es preciso haberlo puesto previamente ahí. Y bien, yo me pregunto si la angustia no aparece justamente no sólo cuando el conejo ha salido sino cuando él se ha ido a pacer la hierba.

Cuando la galera no representa sino algo que recuerda al toro [topológico], pero que rodea un lugar negro del que todo contenido nombrable se ha evaporado, frente al cual el Yo no tiene más ningún punto de referencia pues la primer cosa que se puede decir de la angustia es que su aparición es signo del hundimiento momentáneo de toda referencia identificatoria posible. Es solamente partiendo de ahí que se puede responder tal vez a la cuestión que yo planteaba en cuanto a las diferentes denominaciones que podemos dar a la angustia, y no a nivel de la definición de un contenido, ya que lo propio del sujeto angustiado, se puede decir, es haber perdido su contenido.

En otros términos, no me parece que se pueda tratar de la angustia, en tanto tal, por tomar un ejemplo, diría que hacer eso me parecería tan falso como querer definir un síntoma obsesivo quedándonos a nivel del movimiento automático que puede representarlo. La angustia no puede aprehender algo sobre ella misma más que si la consideramos como la consecuencia el resultado de un impasse en el que se encuentra el Yo, signo para nosotros de un obstáculo surgido entre esas dos lineas paralelas y fundamentales cuyas relaciones forman la llave de bóveda de toda la estructura humana, la identificación y la castración. En las relaciones entre esos dos pivotes estructurales en los diferentes sujetos que voy a intentar delinear para intentar una definición de lo que es la angustia, de eso de lo que, según los casos, nos da testimonio.

Lacan, en el seminario del 4 de Abril de 1962 al cual me refiero a lo largo de esta exposición, nos ha dicho que la castración podía concebirse como "un pasaje transicional entre lo que está en el sujeto en tanto que soporte natural del deseo y esta habilitación por la ley gracias a la cual va a devenir la prenda por donde va a designarse en el lugar donde tiene que manifestarse como deseo".

Este pasaje transicional es lo que debe permitir alcanzar la equivalencia pene-falo, es decir que lo que era, en tanto soporte natural, el lugar donde se manifiesta el deseo en tanto afecto, en tanto emoción corporal, debe devenir, ceder, lugar a un significante, pues no es sino a partir del sujeto y jamás a partir de un objeto parcial, pene u otro, que puede tomar un sentido cualquiera el término deseo. El sujeto demanda y el falo desea, decía Lacan, el falo pero jamás el pene. El pene no es sino un instrumento al servicio del significante falo y si puede ser un instrumento muy indócil es justamente porque en tanto falo es el sujeto al que designa.Y para que eso marche es necesario que el Otro justamente lo reconozca, no lo elija en función de ese soporte natural sino en la medida en que él es en tanto sujeto, el significante que el Otro reconoce desde su propio lugar de significante.

Lo que diferencia, en el plano del goce, el acto masturbatorio del coito, -diferencia evidente pero imposible de explicar fisiológicamente- es que el coito, en tanto los dos partenaires hayan podido en su historia asumir su castración, hace que, en el momento del orgasmo, el sujeto vuelva a encontrar, no como algunos lo han dicho, una suerte de fusión primitiva (pues después de todo no sé porqué el goce más profundo que el hombre puede experimentar debiera estar ligado a una regresión tan total) sino por el contrario ese momento privilegiado en el que por un instante él alcanza esta identificación siempre buscada y siempre fugitiva donde él, -el sujeto-, es reconocido por el Otro como el objeto de su deseo más profundo pero donde al mismo tiempo, gracias al goce del Otro él puede reconocerlo como aquél que lo constituye en tanto significante fálico; en este instante único, demanda y deseo pueden por un instante fugitivo coincidir, y es esto lo que da al Yo esa expansión (épanouissement) identificatoria de donde extrae su fuente el goce.

Lo que no hay que olvidar es que si en ese instante demanda y deseo coinciden, el goce lleva no obstante en él la fuente de la insatisfacción más profunda pues si el deseo es antes que nada deseo de continuidad, el goce por definición es algo instantáneo: es esto lo que hace que enseguida se restablezca la separación entre deseo y demanda, y la insatisfacción que es también prenda de la perennidad de la demanda.

Pero si hay simulacros de la angustia, hay muchos más simulacros del goce, pues para que esta situación identificatoria, fuente del verdadero goce, sea posible, falta aún que los dos partenaires hayan evitado el obstáculo mayor que les espera y que es que, para cada uno de los dos, o para los dos, la apuesta haya quedado fijada sobre el objeto parcial. En fin, de una relación dual en la que ellos en tanto sujetos no tienen lugar; pues lo que nos muestra todo lo que está ligado a la castración es que lejos de expresar el temor de que se lo corten, aún cuando es así que el sujeto puede verbalizarlo, de lo que se trata es del temor de que se lo deje y se le corte todo el resto, es decir que se quiera a su pene o a su objeto parcial, soporte y fuente del placer, y que se lo niegue y se lo desconozca como sujeto. Es por esto que la angustia tiene no sólo relaciones muy estrechas con el goce, sino que una de las situaciones más fácilmente ansiógenas es aquella dónde el sujeto y el Otro tienen que afrontarse a su nivel.

Vamos entonces a intentar ver cuáles son los obstáculos que el sujeto puede encontrar en ese plano. No representan otra cosa que las fuentes mismas de toda angustia. Para lo cual tendremos que referirnos a lo que llamamos las relaciones de objeto pregenitales, en esta época entre todas determinante para el destino del sujeto donde la mediación entre el sujeto y el Otro, entre demanda y deseo, se hace en torno a este objeto cuya ubicación y definición queda ambigua, y que es llamado el objeto parcial.

La relación entre el sujeto y este objeto parcial no es otra que la relación del sujeto a su propio cuerpo, y es a partir de esta relación que queda como fundamental para todo humano que toma su punto de partida y se modela toda la gama de lo que es incluido en el término de relación de objeto.

Que uno se detenga en la fase oral, anal, fálica, son las mismas coordenadas las que se vuelven a encontrar. Si he elegido la fase oral es simplemente porque para el psicótico, del que hablaremos, me parece ser el momento fecundo de lo que en otra parte he llamado la apertura de la psicosis.

¿Porqué podemos definirla? Por una demanda que desde el comienzo, se nos dice, es demanda de otra cosa. Por una respuesta también que es no sólo y de una manera evidente una respuesta a otra cosa, sino que es -y es un punto que me parece muy importante- lo que constituye lo que es un grito, un llamado tal vez, como demanda y como deseo. Cuando la madre responde a los gritos del niño, ella los reconoce constituyéndolos como demanda pero lo que es más grave es que los interprete sobre el plano del deseo del niño de estar cerca de ella, deseo de tomarle algo, deseo de agredirla, poco importa. Lo que es cierto es que por su respuesta, el Otro a dar la dimensión de deseo al grito de la necesidad -y por lo que el niño es investido siempre- es al comienzo el resultado de una interpretación subjetiva, función del sólo deseo materno, de su propio fantasma.

Es por el sesgo del inconsciente del Otro que el sujeto hace su entrada en el mundo del deseo, y tendrá ante todo que constituir su propio deseo en tanto respuesta, en tanto aceptación o rechazo (refus) de tomar el lugar que el inconsciente del Otro le designa.

Me parece que el primer tiempo del mecanismo -clave de la relación oral-, que es la identificación proyectiva, nace de la madre: hay una primera-proyección sobre el plano del deseo que proviene de ella, el niño habrá de identificarse o combatir, negar una identificación que podrá sentir como determinante.

Y en ese primer estadio, de la evolución humana es también la respuesta que podrá hacer al sujeto el descubrimiento de lo que oculta su demanda. Desde ese momento el goce, que no espera la organización fálica para entrar en juego, tomará ese lado de revelación que conservará siempre. Pues si la frustración es lo que significa al sujeto la diferencia existente entre necesidad y deseo, el goce, por el camino inverso, le devela, respondiendo a lo que no estaba formulado, lo que está más allá de la demanda, es decir el deseo.

¿Qué vemos en lo que es la relación oral? Antes que nada, que demanda y respuesta se significan para los dos partenaires en torno a la relación parcial boca-seno. Ese nivel podemos llamarlo el del significado: la respuesta va a provocar a nivel de la cavidad oral una actividad de absorción, fuente de placer; un objeto externo, la leche, va a devenir sustancia propia, corporal: la absorción, es de ahí que extrae su importancia y significación.

A partir de esa primera respuesta, es la búsqueda de esta actividad de absorción, fuente de placer, que va a devenir el fin de la demanda. En cuanto al deseo, habrá que buscarlo en otro lado, aunque es a partir de esa misma respuesta, de esa misma experiencia de saciedad de la necesidad que va a consituirse.

En efecto, si la relación boca-seno y la actividad absorción- alimento son el numerador de la ecuación que representa la relación oral, hay también un denominador, el que pone en causa la relación niño-madre , y es ahí que puede situarse el deseo. Si, como yo pienso, la actividad de amamantamiento en función del investimento de que es objeto de una parte y de otra, a causa del contacto y de experiencia corporales a nivel del cuerpo entendido en sentido amplio que permite al niño representado por su escansión repetitiva incluso la fase fundamental esencial del estadio oral, hay que recordar que nunca como aquí parece iluminarse el proverbio que dice: "La manera de dar vale más que lo que se da". Gracias, o a causa de esta manera de dar, en función de lo que esto le revelará del deseo materno, el niño va a aprehender la diferencia entre el don del alimento y el don de amor.

Paralelamente a la absorción-alimento veremos entonces desprenderse en el denominador de nuestra ecuación la absorción o mejor la introyección de un significante relacional, es decir que paralelamente a la absorción alimento habrá introyección una relación fantasmática donde él y el otro estarán representados por sus deseos inconscientes. Ahora, si el numerador puede fácilmente ser investido con el signo "+", el denominador puede ser fácilmente investido con el signo "-", y es ésta diferencia de signo que da al seno su lugar de significante, pues es de esta separación entre demanda y deseo, a partir de ese lugar de donde surge la frustración, que encuentra su génesis, que se desprende (dégage) todo significante.

A partir de esa ecuación que mutatis mutandi (cambiando lo que se tenga que cambiar) podría reconstituir para las diferentes fases de la evolución del sujeto, tenemos cuatro eventualidades posibles: ellas conducen a lo que se llama la normalidad, la neurosis, la perversión, la psicosis.

Intentaré esquematizarlas simplificándolas de una manera tal vez un poco caricaturesca y ver en cada caso las relaciones existentes entre identificación y angustia.

[Normalidad]

La primera de esas vías es sin duda la más utópica, aquélla en la que vamos a imaginar que el niño puede encontrar en el don del alimento el don de amor deseado. El seno y la respuesta materna podrán entonces devenir símbolos de otra cosa, y el niño entrará en el mundo simbólico, podrá aceptar el desfile de la cadena significante. La relación oral en tanto que actividad de absorción podrá ser abandonada y el sujeto evolucionará hacia lo que puede ser una solución normativa.

Pero para que el niño pueda asumir esta castración, pueda renunciar al placer que le ofrece el seno en función de ese pequeño vale o letra de cambio aleatorio sobre el futuro, es necesario que la madre haya podido ella misma asumir su propia castración, es necesario que desde ese momento, desde esa relación dual, el tercer término, el padre, este presente en tanto referencia materna. Sólo en este caso lo que ella buscará en el niño no será una satisfacción al nivel de una erogeneidad corporal, equivalente fálico, sino una relación que, constituyéndola como madre la reconozca a la vez como mujer de un padre.

El don de alimento será entonces para ella el puro símbolo de un don de amor y porque ese don de amor no será justamente el don fálico que el sujeto desea, el niño podrá mantener una relación a la demanda; el falo tendrá que buscarlo en otra parte, entrará así en el complejo de castración, el único que puede permitirle identificarse a otra cosa que a un sujeto.

[Neurosis]

La segunda eventualidad es que para la madre misma la castración haya quedado como algo mal asumido: entonces todo objeto capaz de ser para el otro la fuente de un placer y el objetivo de una demanda corre el riesgo de devenir para ella el equivalente fálico que desea. Pero en tanto el seno no tiene una existencia privilegiada sino en función de aquél a quién es indispensable, el niño, vemos producirse esta equivalencia niño=falo que está en el centro de la génesis de la mayor parte de las estructuras neuróticas.

El sujeto entonces en el curso de su evolución tendrá siempre que afrontar el dilema de serlo o de tenerlo, cualquiera sea el objeto corporal, seno, pene, falo, que devenga soporte fálico. O bien tendrá que identificarse a aquél que lo tiene, pero a falta de haber podido superar el estadio del soporte natural, falto de haber podido acceder a lo simbólico, tenerlo significará siempre para él un haber castrado al Otro, o bien renunciará a tenerlo, se identificará entonces al falo en tanto objeto de deseo del otro, pero deberá entonces renunciar a ser él, el sujeto del deseo.

Este conflicto identificatorio entre ser el agente de la castración o el sujeto que la sufre es lo que define esta alternancia continua, esta cuestión siempre presente en el nivel de la identificación que clínicamente se llama una neurosis.

[Perversión]

La tercera eventualidad es aquélla que encontramos en la perversión. Si esta última ha sido definida el negativo de la neurosis, esta oposición estructural la volvemos a encontrar a nivel de la identificación. El perverso es aquél que ha eliminado el conflicto identificatorio sobre el plano que hemos elegido, el oral, diremos que en la perversión el sujeto se constituye como si la actividad de absorción no tuviera otro fin que hacer de él el objeto que permite al Otro un goce fálico. El perverso no tiene y no es el falo, es este objeto ambiguo que sirve a un deseo que no es el suyo; no puede extraer su goce sino en esta situación extraña donde la única identificación que le es posible es aquélla que lo hace identificarse, no al Otro ni al falo, sino a este objeto cuya actividad procura goce a un falo del que en definitiva ignora su pertenencia. Se podría decir que el deseo perverso es responder a la demanda fálica. Para tomar un ejemplo banal, diré que el goce del sádico para aparecer tiene necesidad de un Otro para que, haciéndose látigo, surja el placer.

Si he hablado de demanda fálica,- lo que es un juego de palabras-, es que para el perverso el otro no tiene existencia sino en tanto soporte casi anónimo de un falo para el cual el perverso cumple sus ritos sacrificiales.

La respuesta perversa lleva siempre en ella una negación del otro en tanto sujeto, la identificación perversa se hace siempre en función de un objeto fuente de goce para un falo tan potente como fantasmático.

Hay aún una palabra que quisiera decir sobre la perversión en general. No pienso sea posible definirla si uno se queda sobre el plano que podríamos llamar "sexual" entre comillas, aún cuando es a eso a lo que parece llevarnos las perspectivas clásicas en la materia. La perversión es -y en esto me parece estar muy próxima a las perspectivas freudianas- perversión a nivel del goce, poco importa la parte corporal puesta en juego para obtenerlo. Si comparto la desconfianza de Lacan sobre lo que se llama la genitalidad es que es muy peligroso hacer el análisis anatómico.

El coito más anatómicamente normal puede ser tan neurótico o tan perverso como lo que se llama una pulsión pregenital: lo que signa a la normalidad, la neurosis o la perversión no está sino a nivel de la relación entre el Yo y su identificación, permitiendo o no el goce que ustedes pueden ver.

Si quieren reservar el diagnóstico de perversión sólo a las perversiones sexuales, no sólo esto no conducirá a nada, pues un diagnóstico puramente sintomático nunca quiso decir nada, sino que aún estaríamos obligados a reconocer que hay pocos neuróticos que escapen a esto. Y no es tampoco a nivel de una culpabilidad de la que el perverso estaría exceptuado donde hallarán la solución: no hay, por lo menos en mi conocimiento, un ser humano lo bastante feliz como para ignorar lo que es la culpabilidad.

La única manera de aproximar la perversión es intentar definirla ahí donde está, o sea a nivel de un comportamiento relacional. El sadismo está lejos de ser desconocido o tenido siempre en menoscabo en el obsesivo. Lo que significa en él la persistencia de lo que se llama una relación anal, una relación donde se trata de poseer o ser poseído, una relación donde el amor que se experimenta o del que se es objeto, no puede ser significado al sujeto sino en función de esta posesión que puede llegar hasta la destrucción del objeto. El obsesivo se podría decir es verdaderamente aquél que castiga bien porque ama bien: es aquél para quién la paliza del padre ha quedado como la marca privilegiada de amor, y busca siempre alguno a quién darla o de quién recibirla. Pero habiéndola dado o recibido, habiéndose asegurado de que se lo ama, el goce lo buscará en otro tipo de relación al mismo objeto, y que esta relación se haga oralmente, analmente o vaginalmente, no será perverso en el sentido en que yo lo entiendo y me parece lo único que puede evitar poner la etiqueta perversa sobre un gran número de neuróticos o sobre un gran número de nuestros semejantes.

El sadismo deviene perversión cuando la paliza no es más buscada o dada como signo de amor sino cuando es en tanto tal asimilada por el sujeto a la única posibilidad existente de hacer gozar a un falo; y la mira de este goce deviene la única vía ofrecida al perverso para su propio goce.

Se ha hablado mucho de la agresividad de donde el exhibicionista extraería su fuente: se lo muestra para agredir al otro sin duda, pero lo que no hay que olvidar es que el exhibicionista está convencido de que esta agresión es fuente de goce para el Otro.

El obsesivo, en tanto vive una tendencia exhibicionista, intenta, se podría decir, engañar al otro: muestra lo que piensa que el otro no tiene y codicia, muestra lo que tiene para él en efecto las relaciones más estrechas con la agresividad. Piensen en lo que pasa en el Hombre de las Ratas; el goce del padre muerto es la última de sus preocupaciones, mostrar al padre muerto lo que éste, el Hombre de las Ratas, piensa que el padre muerto habría deseado arrancarle fantasmáticamente he aquí algo que se llama agresividad, y de esta agresividad el obsesivo obtiene su goce.

El perverso, no es sino a través de un goce extraño que busca el suyo. La perversión es justamente eso: ese encaminamiento en zig-zag, ese rodeo que hace que su Yo esté siempre, haga lo que haga, al servicio de una potencia fálica anónima; poco le importa quién es el objeto le bastará que sea capaz de gozar, que pueda hacerse el soporte de ese falo frente al que se identificará y sólo al objeto presumido capaz de procurarle a éste el goce. Es por esto que contrariamente a lo que se ve en la neurosis, la identificación perversa como su tipo de relación de objeto es algo donde lo que sorprende es la estabilidad, la unidad.

[Psicosis]

Y llegamos ahora a la cuarta eventualidad, la más difícil de aprehender: la psicosis.

El psicótico es un sujeto cuya demanda no ha sido jamás simbolizada por el Otro, para quién lo real y simbólico, fantasma y realidad no han podido jamás ser delimitados a falta de haber podido acceder a esta tercera dimensión que es la única permite esta ésta diferenciación indispensable entre esos dos niveles, lo imaginario. Pero aquí, aún intentando simplificar al máximo las cosas, estamos obligados a situarnos en el comienzo mismo de la historia del sujeto, antes de la relación oral, es decir en el momento de la concepción.

La primera amputación que sufre el psicótico ocurre antes de su nacimiento, él es para su madre el objeto de su propio metabolismo; la participación paterna es por ella negada, inaceptable: él es, desde ese momento y durante todo el embarazo, el objeto parcial que viene a colmar una falta fantasmática a nivel de su cuerpo. Y desde su nacimiento, el rol que le será por ella asignado será el de ser testigo de la negación de su castración. El niño, contrariamente a lo que a menudo se dice, no es el falo de la madre, es el testigo de que el seno es el falo, lo que no es la misma cosa. Y para que el seno sea el falo y un falo omnipotense (tout puissant), es necesario que la respuesta que él aporta sea total y perfecta. La demanda del niño no podrá ser reconocida por ninguna otra cosa que no sea demanda de alimento, la dimensión deseo a nivel del sujeto debe ser negada; y lo que carácteriza a la madre del psicótico es la interdicción total hecha al niño de ser sujeto de algún deseo.

Se ve entonces cómo desde ese momento va a contituirse para el psicótico una relación particular a la palabra, cómo desde el comienzo le será imposible mantener su relación a la demanda; en efecto, si la respuesta no se dirige jamás a él sino en tanto boca a alimentar, sino en tanto objeto parcial, se comprende que para él toda demanda en el momento mismo de su formulación lleva en ella la muerte del deseo. A falta de haber sido simbolizado por el Otro, será llevado a hacer coincidir en la respuesta simbólico y real. Puesto que sea lo que sea que demande es alimento lo que se le da, será el alimento en tanto tal que devendrá para él el significante clave. Lo simbólico a partir de ese momento hará irrupción en lo real en lugar de que el don del alimento encuentre su equivalente simbolizado en el don de amor, para él todo don de amor no podrá significarse sino por una absorción oral. Amar al otro o ser amado se traducirá para él en términos de oralidad: absorverlo o ser absorbido.

Habrá para él siempre una contradicción fundamental entre demanda y deseo: pues, o bien mantiene su demanda y su demanda lo destruye en tanto que sujeto de un deseo, debe alienarse en tanto que sujeto para hacerse boca, objeto a alimentar, o bien buscará constituirse en tanto que sujeto bien o mal y estará entonces obligado a alienar la parte corporal de sí mismo fuente de placer y lugar de una respuesta incompatible para él con toda intención de autonomía.

El psicótico está siempre obligado a alienar su cuerpo en tanto soporte de su Yo, o de alienar una parte corporal en tanto soporte de una posibilidad de goce. Si no empleo aquí el término de identificación es porque creo justamente que en la psicosis no es aplicable: la identificación, en mi óptica implica la posibilidad de una relación de objeto donde el deseo del sujeto y el deseo del Otro están en situación conflictiva pero existen en tanto dos polos constitutivos de la relación.

En la psicosis, el Otro y su deseo, es a nivel de la relación fantasmática del sujeto a su propio cuerpo que habría que definirla. No lo haré aquí, esto nos alejaría de nuestro tema que es la angustia. Contrariamente a lo que se podría creer es de ella que he hablado a lo largo de esta exposición. Como dije al comienzo, no es sino a partir de los parámetros de la identificación que me parece posible alcanzarla.

[Conclusión]

Ahora, ¿qué hemos visto? Que ya sea en el sujeto llamado normal, en el neurótico o en el perverso, toda tentativa de identificación no puede hacerse sino a partir de lo que él imagina, verdadero o falso poco importa, del deseo del Otro. Tomen ustedes al sujeto llamado normal, al neurótico o al perverso, ustedes han visto que se trata siempre de identificarse en función o contra lo que él piensa ser el deseo del Otro. En tanto ese deseo puede ser imaginado, fantaseado el sujeto va a encontrar las referencias necesarias para definirlo, o él, en tanto que objeto del deseo del Otro o en tanto que objeto rechazante del ser. En los dos casos él es alguien que puede definirse, encontrarse.

Pero a partir del momento en que el deseo del Otro deviene algo misterioso, indefinible, lo que se devela ahí al sujeto es que era justamente ese deseo del Otro lo que lo constituiría en tanto sujeto; lo que encontrará, lo que se desenmascarará en ese momento frente a esa nada es su fantasma fundamental: es que ser el objeto del deseo del Otro no es una situación sostenible sino en la medida en que a ese deseo podamos nombrarlo, modelarlo en función de nuestro propio deseo.

Pero devenir el objeto de un deseo al cual no podemos más dar un nombre es devenir nosotros mismos un objeto sin nombre habiendo perdido toda identidad posible, es devenir un objeto cuyas insignias no tienen más sentido en tanto son para el Otro indescifrables, ese momento preciso en que el Yo se refleja en un espejo que le reenvía una imagen que no tiene más significación identificable, esto es la angustia. Llamándola oral, anal o fálica no hacemos sino intentar definir cuáles eran las insignias con las que el Yo se presenta para hacerse reconocer; somos nosotros en tanto lo que aparece en el espejo los únicos en poder ver de qué tipo son las insignias que se nos acusa de no reconocer mas. Pues si, como decía al comienzo, la angustia es el afecto que más fácilmente arriesga provocar una respuesta recíproca, es que a partir de ese momento devenimos para el Otro aquél cuyas insignias son de tal modo misteriosas, inhumanas. En la angustia no es sólo el Yo que es disuelto, es también el Otro en tanto que soporte identificatorio.

En ese mismo sentido, me ubicaré diciendo que el goce y la angustia son las dos posiciones extremas en que puede situarse el Yo: en la primera, el Yo y el Otro por un instante intercambian sus insignias, se reconocen como dos significantes cuyo goce repartido asegura durante un instante la identidad de los deseos; en la angustia el Yo y el Otro se disuelven, son anulados en una situación en que el deseo se pierde, falto de poder ser nombrado.

Si ahora, para concluir, pasamos a la psicosis, veremos que las cosas son un poco diferentes. Seguramente aquí también la angustia no es otra cosa que el signo de la pérdida para el Yo de toda referencia posible. Pero la fuente de donde nace la angustia es aquí endógena: es el lugar de donde puede surgir el deseo del sujeto, es su deseo para el psicótico la fuente privilegiada de toda angustia.

Si es cierto que es el Otro el que nos constituye reconociéndonos como objeto de deseo, que su respuesta es lo que nos hace tomar consciencia de la separación existente entre demanda y deseo, y que es por esta brecha que entramos en el mundo de los significantes, y bien, para el psicótico este Otro es aquél que no le ha significado nunca otra cosa más que un agujero,  un vacío en el centro mismo de su ser.

La interdicción (veto) que le ha sido hecha en cuanto al deseo hace que la respuesta le haga aprehender no una separación sino una antinomia fundamental entre demanda y deseo, y de esta separación que no es una brecha sino un abismo lo que arriba no es el significante sino el fantasma, o sea lo que provoca el telescopiage entre simbólico y real que llamamos psicosis.

Para el psicótico, y me excuso de atenerme a simples fórmulas, el Otro está introyectado a nivel de su propio cuerpo, a nivel de lo que rodea esta béance, abertura primitiva que es la única que lo designa en tanto sujeto.

La angustia está ligada para él a esos momentos específicos donde a partir de esta abertura aparece algo que podría nombrarse deseo; pues para que pudiera asumirlo sería necesario que el sujeto aceptara situarse en el único lugar desde donde podría decir "je" (Yo) Sea que se identifique a esta abertura que, en función de la interdicción del Otro, es el único lugar donde él es reconocido como sujeto. Todo deseo no puede reenviarlo sino a una negación de él mismo o a una negación del Otro.

Pero en la medida en que el Otro es introyectado a nivel de su propio cuerpo esta introyección es lo único que le permite vivir.

Por otra parte he dicho que para el psicótico la única posibilidad de identificarse a un cuerpo imaginario unificado sería la de identificarse a la sombra que proyectaría ante él un cuerpo que no sería el suyo. Toda negación del Otro sería a para él equivalente de una automutilación que no harta sino reenviarlo a su propio drama fundamental.

Si en el neurótico es a partir de nuestro silencio que podemos encontrar las fuentes desencadenantes de su angustia, en el psicótico es a partir de nuestra palabra, de nuestra presencia. Todo lo que puede hacerle perder consciencia de que existimos en tanto diferentes de él, en tanto sujetos autónomos y que por eso mismo podemos reconocerlo, a él como sujeto, deviene lo que puede desencadenar su angustia. En tanto él habla, no hace sino repetir un monólogo que nos sitúa a nivel de este Otro introyectado que lo constituye, pero si viene a hablarnos entonces en la medida en que podemos en tanto objeto devenir al lugar donde tiene que reconocer su deseo, veremos desencadenarse su angustia; pues desear es tener que constituirse como sujeto, y para él el único lugar donde puede hacerlo es el que lo reenvía a su abismo.

Pero ahí aún, en conclusión, ustedes lo ven, se puede decir que la angustia aparece en el momento en que el deseo hace del sujeto algo que es una falta de ser, una falta a nombrarse.

Hay un punto que no he tratado y que dejaría de lado, pues es para mi fundamental y habría querido poder hacerlo, lamentablemente hubiera sido necesario, para poder incluirlo, que tuviera más dominio respecto del tema que intento tratar: quiero hablar del fantasma. El también está íntimamente ligado a la identificación y a la angustia, a tal punto que hubiera podido decir que la angustia aparece en el momento en que el objeto real no puede más ser aprehendido sino en su significación fantasmática, que es desde ese momento en tanto toda identificación posible del Yo se disuelve que aparece la angustia.

Pero si es la misma historia no es el mismo discurso y por hoy me detendré aquí. Pero antes de concluir quisiera aportarles un ejemplo clínico muy breve sobre las fuentes de la angustia en el psicótico.

No les diré de la historia sino que se trata de un esquizofrénico, delirante, con distintas internaciones. Las primeras sesiones son una exposición de su delirio, delirio bastante clásico, lo que él llama el problema del hombre-robot.

Y luego, en una sesión en la que como por azar es cuestión del problema del contacto y de la palabra, donde él me explica que lo que no puede soportar es la "forma de la demanda" que el apretón de manos es un progreso sobre las civilizaciones salutantes, verbales donde la palabra, eso falsea las cosas, eso impide comprender, donde la palabra es como una rueda que da vueltas donde cada uno vería una parte de la rueda en momentos diferentes, y entonces cuando uno intenta comunicar es forzosamente falso: "hay siempre un diálogo".

En esta misma sesión, en el momento en que aborda el problema de la palabra de la mujer, me dice de golpe "lo que me inquieta es lo que se me ha dicho sobre los amputados, que sentirían cosas por el miembro que no tienen más". Y en ese momento este hombre cuyo discurso conserva en su forma delirante una dimensión de una precesión, de una exactitud matemática, comienza a buscar sus palabras, a embarullarse, me dice no poder seguir sus pensamientos y finalmente pronuncia esta frase que encuentro verdaderamente fuerte en cuanto a lo que es para el psicótico su imagen del cuerpo, "un fantasma sería un hombre sin miembros y sin su inteligencia solamente percibiría sensaciones falsas de un cuerpo que no tiene.. Eso, eso me inquieta enormemente".

"Percibiría sensaciones falsas de un cuerpo que no tiene", esta frase va a encontrar su sentido en la sesión siguiente cuándo vendrá a verme para decirme que quiere interrumpir las sesiones que no es más soportable; que es malsano y peligroso y lo que es malsano y peligroso, lo que suscita una angustia que durante toda esta sesión me hará sentir pesadamente, es "que me he dado cuenta que usted quiere seducirme y que podría hacerlo". Aquello de lo que se ha dado cuenta es que a partir de esas "sensaciones falsas" de un cuerpo que él "no tiene", podría surgir su deseo y entonces tendría que mirar lo que, a falta de haber podido ser simbolizado no es soportable para el hombre: la castración en tanto tal.

Siempre en esta misma sesión dirá él mismo, mejor de lo que yo podría hacerlo, donde está para él la fuente de su angustia: "Usted tiene temor de mirarse en un espejo, pues el espejo, eso cambia según los ojos que lo miran, no se sabe demasiado lo que se va a ver, si usted compra un espejo dorado es mejor,,,'' Uno tiene la impresión que de lo que quiere asegurarse es de que los cambios son del espejo. . . .Lo ven: la angustia aparece en el momento donde él teme que yo pueda devenir un objeto de deseo; pues, a partir de ese momento, el surgimiento de su deseo implicaría para él la necesidad de asumir lo que he llamado la falta fundamental que lo constituye. A partir de ese momento la angustia surge pues su posición de fantasma, de robot, no es más sostenible: él arriesga no poder negar más sus sensaciones falsas de un cuerpo que no puede reconocer. Lo que provoca su angustia es el momento preciso en que frente a la irrupción de su deseo se pregunta qué imagen de mí mismo va a reenviarle el espejo y esta imagen el sabe que arriesga ser aquella de la falta, del vacío, de lo que no tiene nombre, de lo que vuelve imposible todo reconocimiento recíproco y que nosotros espectadores y autores voluntarios del drama llamamos angustia.