lunes, 26 de septiembre de 2016

Anton P. Chejov. La Sala Número 6.






I

En el patio del hospital hay un pequeño pabellón rodeado de un verdadero bosque de cardos, ortigas y cáñamo silvestre. Su techumbre está oxidada, la chimenea medio caída, los escalones de la entrada se hallan podridos y cubiertos de hierba, y del yeso del enlucido no quedan más que las huellas. Su fachada da al hospital, y por la parte trasera empieza el campo, del que lo separa una valla gris coronada de clavos. Estos clavos, con las puntas hacia arriba, la valla y el propio pabellón tienen ese aspecto particular, triste y repulsivo, que en nuestro país sólo se encuentra en los hospitales y las cárceles.

Si no teméis que os piquen las ortigas, sigamos el estrecho sendero que lleva al pabellón y veremos qué pasa dentro. Abrimos la primera puerta y pasamos al zaguán. Aquí, junto a la pared y la estufa, hay verdaderas montañas de trastos y ropas. Colchonetas, viejas batas hechas un guiñapo, pantalones, camisas a rayas azules, zapatos rotos que no sirven para nada: todos estos harapos están amontonados, arrugados, revueltos, medio podridos, y de ellos emana un olor pestilente.

Sobre esta basura se halla siempre tumbado, con la pipa entre los dientes, el loquero Nikita, viejo soldado licenciado de galones descoloridos. Su cara es dura, de hombre aficionado a la bebida, de cejas arqueadas, que le infunden el aspecto de mastín de la estepa, y de nariz roja; es más bien bajo, enjuto y nervudo, pero su aspecto impone y posee unos puños enormes. Pertenece al género de personas simples, cumplidoras de su deber y obtusas que ponen por encima de todo el orden y que por eso están convencidas de que hay que emplear los puños. Pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en cualquier sitio, y tiene la seguridad de que de otro modo no mantendría aquello en orden.

Luego entraréis en una pieza grande, muy espaciosa, que ocupa todo el pabellón, a excepción del zaguán. Las paredes están pintadas de un color azul sucio y el techo se encuentra ennegrecido como una de esas isbas que carecen de chimenea: se ve que en invierno encienden la estufa y que ésta despide mucho humo. Las ventanas están protegidas por la parte de dentro con barrotes de hierro. El suelo es gris y sus tablas abundan en astillas. Apesta a col agria, ahumo de la mecha de la lámpara, a chinches y a amoníaco, y este olor nauseabundo os produce en el primer momento la impresión de haber entrado en una jaula de fieras.

En  la  habitación hay  varias  camas  sujetas  al suelo. En ellas permanecen sentados o tumbados unos hombres envueltos en azules batas hospitalarias y tocados con unos gorros de dormir como los que se usaban en otros tiempos. Son locos.

En total son cinco. Sólo uno de ellos es de origen noble; los demás son menestrales. El primero conforme se entra es un hombre alto y flaco, de bigote rojizo y brillante y ojos llorosos; está sentado, con la cabeza apoyada en las manos y la mirada fija en el vacío. Pasa los días y las noches sumido en la tristeza, meneando la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente; en muy contadas ocasiones interviene en la conversación y de ordinario no contesta a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando le dan. A juzgar por la tos que le desgarra el pecho, lo flaco que está y el color de las mejillas, tiene comienzos de tisis.

Sigue un viejo pequeño muy vivaracho que no cesa de moverse, de barbita en punta y un pelo oscuro y crespo como el de un negro.

El día se lo pasa yendo y viniendo de una ventana a otra, o bien permanece sentado en su camastro con las piernas recogidas a la manera de los turcos, silbando como un pinzón, cantando a media voz y riendo con una risita suave. Su alegría infantil y vivo carácter se manifiestan también por la noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes de pecho y hurgar en la puerta. Es el judío Moiseika,  un  imbécil  que  perdió  la  razón  hace veinte años, cuando un incendio acabó con su taller de sombrerería.

Es el único habitante de la sala número seis a quien se le permite salir del pabellón y hasta del patio del hospital, a la calle. Es un privilegio que disfruta desde hace  mucho, probablemente en consideración al tiempo que lleva recluido y porque es un tonto tranquilo e inofensivo, el hazmerreír de la ciudad, a quien todos están acostumbrados a ver en las calles rodeado de chicos y perros. Con su bata y su ridículo gorro, en zapatillas, a veces descalzo y hasta sin pantalones, va y viene, deteniéndose en las puertas de las tiendas y pidiendo limosna. En un sitio le dan un mendrugo, en otro un kópek; así que, cuando vuelve al pabellón, suele hacerlo con el estómago lleno y rico. Todo cuanto trae se lo arrebata Nikita. El soldado lo hace brutalmente, con gran celo, dando vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que no volverá a dejar salir al judío, mientras asegura que para él no hay en el mundo cosa peor que el desorden.

A Moiseika le gusta hacer favores. Da agua a sus compañeros, los tapa cuando duermen, les promete traer un kópek a cada uno cuando salga a la calle y coserles gorros nuevos. También da de comer a su vecino de la izquierda, que es paralítico. Y hace todo esto no por compasión ni por consideraciones de índole humanitaria, sino por imitar a Grómov, su vecino de la derecha, al que se somete sin él mismo darse cuenta.

Iván Dmítrich Grómov, un hombre de treinta y tres años de origen noble, antiguo ujier del juzgado y secretario provincial, sufre manía persecutoria. O permanece tumbado en la cama, hecho un ovillo, o va de un rincón a otro como si hiciese un paseo higiénico;  rara  vez  se  queda  sentado.  Siempre  se muestra excitado, inquieto, en una tensión como si esperase algo confuso e indefinido. Basta el más pequeño rumor en el zaguán o un grito en el patio para que levante la cabeza y quede alerta: ¿vienen por él?, ¿lo buscan? Y en estos instantes su cara refleja gran inquietud y miedo.

A mí me agrada su cara ancha de grandes pómulos, siempre pálida y desgraciada, espejo de un alma atormentada por la lucha y un miedo que nunca le abandona. Sus muecas son extrañas y morbosas, pero sus finos rasgos, que el profundo y sincero sufrimiento ha  dejado  en  su  semblante,  denotan inteligencia, y en sus ojos se advierte un brillo cariñoso y sano. Me agrada él mismo; es cortés, servicial y extraordinariamente delicado en el trato con todos, a excepción de Nikita. Cuando a alguien se le cae un botón o la cuchara, él se levanta al instante de la cama y se lo entrega. Todas las mañanas da los buenos días a sus compañeros y al acostarse les desea una buena noche.

Además de la tensión permanente y de las muecas, su locura tiene otra forma de manifestarse. A veces, al hacerse de noche, se envuelve en su bata y, temblando y castañeteando los dientes, empieza a caminar con paso rápido de un rincón a otro y entre las camas. Es como si tuviera una fuerte calentura. Por el modo como se detiene de súbito y contempla a sus compañeros, se ve que quiere decirles algo muy importante, mas, al parecer, pensando que no le escucharán o no le entenderán, sacude impaciente la cabeza y sigue andando. Pero pronto el deseo de hablar se hace más fuerte y da rienda suelta a la lengua; habla con calor, apasionadamente. Su discurso es desordenado, febril como un delirio; no siempre se comprende lo que dice, mas, aun así, en él se percibe, en las palabras y en la voz, algo extraordinariamente bondadoso. Cuando habla, uno ve en él al loco y al hombre. Es difícil llevar al papel sus desvaríos. Habla de la vileza humana, de la violencia que pisotea la justicia, de la hermosa vida que con el tiempo reinará en la tierra, de los barrotes y de las ventanas, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y crueldad de los opresores. Resulta un desordenado revoltijo de cosas viejas, pero no caducas.

II

El  funcionario Grómov, hace  doce  o  quince años, vivía con su familia en la ciudad, en casa propia situada en la calle principal. Tenía dos hijos: Serguei e Iván. Cuando estudiaba en el cuarto curso, Serguei enfermó de tisis galopante y murió. Esto fue el comienzo de toda una serie de calamidades que cayeron súbitamente sobre la familia de los Grómov. A la semana de haber sido enterrado Serguei, el viejo padre fue procesado por desfalco y malversación de fondos, y no tardó en morir en la enfermería de la cárcel, donde había contraído el tifus. La casa y cuanto en ella había fue vendido en almoneda; Iván Dmítrich y su madre quedaron sin el menor recurso.

Antes, en vida del padre, Iván Dmítrich vivía en Petersburgo, estudiaba  en  la  Universidad, recibía todos los meses sesenta o setenta rublos y no sabía lo que eran las necesidades; ahora tuvo que cambiar por completo de vida. De la mañana a la noche se veía obligado a dar clases muy mal pagadas y a hacer copias, a pesar de lo cual pasaba hambre, pues cuanto ganaba lo mandaba a su madre. Iván Dmítrich no lo resistió, perdió los ánimos, su salud decayó y, abandonando los estudios, se fue a su casa. Allí, en la pequeña ciudad, merced a recomendaciones obtuvo una plaza de maestro. Pero no congenió con sus compañeros, no le agradaron los alumnos y pronto presentó la renuncia. Murió su madre. El anduvo medio año cesante, sin más alimento que pan y agua, hasta que entró como ujier del juzgado, cargo que ocupó hasta que fue dado de baja por enfermedad.

Nunca, ni aun en los años de estudiante, dio la sensación de ser un hombre sano. Siempre estuvo pálido, delgado, y se resfriaba fácilmente. Una copa de vino le producía mareos y ataques de histerismo. Buscaba la sociedad, pero su carácter irritable y sus recelos le impedían intimar con nadie y carecía de amigos. De la gente de la ciudad hablaba siempre con desprecio, diciendo que su torpe ignorancia y su soporífera vida de animales eran algo infame y repulsivo. Hablaba con voz de tenor, alta y apasionada, descontenta e indignada, o con entusiasmo y asombro, y siempre era sincero. Cualquiera que fuese el tema, siempre llegaba a una conclusión: la vida en la ciudad era agobiante y aburrida; la sociedad carecía de intereses elevados; era una vida absurda y oscura en la que los únicos elementos que contribuían a darle variedad eran la violencia, la grosera corrupción y la hipocresía. Los miserables estaban hartos y bien vestidos, mientras que los hombres honrados se alimentaban de migajas. Hacían falta escuelas,  un  periódico local  con  una  orientación honesta, un teatro, conferencias públicas, cohesión de los intelectuales. En sus juicios sobre la gente empleaba grandes pinceladas de blanco y negro, sin admitir ningún otro matiz: la humanidad se dividía, para él, en honrados y canallas, sin nada intermedio. De las mujeres y el amor hablaba siempre apasionadamente, con entusiasmo, pero ni una vez siquiera estuvo enamorado.

En la ciudad, a pesar de la dureza de sus juicios y su nerviosismo, le querían, y cuando él no estaba presente lo llamaban con el cariñoso diminutivo de Vania. Su innata delicadeza, su espíritu servicial, su decoro y pureza moral, su raída levita, su aspecto enfermizo y sus desgracias familiares despertaban un sentimiento bueno, cariñoso y triste; además, era culto y había leído mucho, lo creían al tanto de todo y en la ciudad era a modo de un viviente diccionario de consulta.

Leía muchísimo. Se pasaba largas horas en el club, acariciándose nervioso la barbita y hojeando revistas y libros; por la cara se veía que no leía, sino que devoraba, sin tiempo casi de masticar. Hay que suponer que la lectura era para él una costumbre morbosa, puesto que se lanzaba con igual avidez sobre todo lo que le venía a mano, hasta sobre periódicos y calendarios de años anteriores. En casa siempre leía tumbado.

Una mañana de otoño, con el cuello del abrigo subido y chapoteando por el barro, Iván Dmítrich se dirigía por callejones y patios traseros a la casa de un menestral, donde había de hacer efectiva cierta ejecutoria. Estaba de un humor sombrío, como todas las mañanas. En uno de los callejones se tropezó con dos presos, cargados de cadenas, que conducían cuatro soldados armados con sus fusiles. Muy a menudo se había encontrado antes con presos, que siempre despertaban en él sentimientos de piedad y desazón, pero esta vez le produjeron una impresión particular y extraña. Le pareció que también a él podían cargarlo de cadenas y conducirlo por entre el barro a la cárcel. Después de despachar con el menestral, de vuelta a casa, se encontró cerca de Correos con un inspector de policía casi amigo, quien le saludó y siguió con él unos pasos. Esto le pareció sospechoso. Ya en casa, en todo el día no se le fueron de la cabeza los presos y los soldados con los fusiles; una incomprensible inquietud espiritual le impedía concentrarse en la lectura. A la caída de la tarde no encendió el quinqué en su cuarto y la noche la pasó en vela, pensando que podían detenerlo, cargarlo de cadenas y meterlo en la cárcel. Se sabía inocente y podía asegurar que en el futuro nunca mataría a nadie, no quemaría ni robaría nada; pero ¿acaso era tan difícil cometer un delito de manera casual, sin intención? ¿No era posible la calumnia, un error judicial, en fin? No en vano la secular experiencia del pueblo dice que nadie está asegurado contra el riesgo e cargar con las alforjas del mendigo o de ir a la cárcel. Y el error judicial, con el actual sistema de administración de justicia, era muy posible, no era nada extraordinario. Quienes en razón de su cargo deben tratar con los sufrimientos  ajenos,  por  ejemplo,  los  jueces,  los policías y los médicos, con el tiempo, por la fuerza de la costumbre, se insensibilizan hasta tal extremo que, aunque lo quisieran, no pueden mirar a sus clientes más que de un modo formal; por otra parte, no se diferencian en nada del mujik que, en el corral, degüella carneros y becerros sin reparar en la sangre. Con esa actitud formal e insensible hacia la persona, para desposeer a un inocente de todos sus derechos y bienes y condenarlo a presidio, el juez no necesita más que una cosa: tiempo. Sólo tiempo para observar ciertas formalidades, por lo cual le abonaban su sueldo, y luego todo había terminado.

¿Quién iba a buscar justicia y defensa en aquel sucio villorrio, a doscientas verstas del ferrocarril? ¿Y no era ridículo pensar en la justicia cuando cualquier proceder violento era acogido por la sociedad como razonable y conveniente, y cualquier acto de piedad, por ejemplo, una sentencia absolutoria, provocaba una verdadera explosión de vengativos sentimientos de descontento?

Por la mañana, Iván Dmítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío y convencido ya de que en cualquier momento podían llevárselo preso. Si las penosas ideas de la víspera tardaban tanto en abandonarle -pensaba-, era porque en ellas había cierta dosis de verdad. En efecto, no podían venirle a la cabeza sin razón alguna.

Un guardia municipal pasó lentamente por delante de su ventana. Sus motivos tendría. Dos hombres se detuvieron en silencio frente a la casa. ¿Por qué callaban?

Y para Iván Dmítrich llegaron unos días y noches horribles. Todos cuantos pasaban por delante de sus ventanas y entraban al patio le parecían soplones y polizontes. Hacia el mediodía solía pasar el jefe de la policía, que en su carruaje, tirado por dos caballos, se dirigía desde su hacienda de las afueras de la ciudad a sus oficinas; pero Iván Dmítrich creía cada vez que iba demasiado de prisa y con una expresión particular: seguramente iba a anunciar que en la ciudad había aparecido un delincuente de singular importancia. Iván Dmítrich se estremecía a cada llamada en la puerta, angustiado, cuando el ama de la casa recibía a una persona nueva; al encontrarse con los policías y gendarmes, sonreía y silbaba para dar muestras de indiferencia. Pasaba las noches sin pegar ojo, esperando que vinieran a detenerlo, pero suspiraba y hacía como que roncaba para que la dueña creyese que dormía; porque, si no dormía, era que le remordía la conciencia. ¡Qué indicio! Los hechos y la lógica sensata le llevaban a la convicción de que todos estos temores eran un absurdo, una psicopatía, que en realidad, bien miradas las cosas, la detención y la cárcel no tenían nada que ver cuando la conciencia de uno estaba tranquila; pero cuanto más lógicos eran sus razonamientos, mayor y más dolorosa era su inquietud espiritual. Era como si un ermitaño quisiera despejar un pequeño espacio en la selva virgen para vivir en él: cuanto más afanoso trabajaba con el hacha, más espeso y vigoroso crecía el bosque. Iván Dmítrich, viendo la inutilidad de sus intentos, acabó por abandonarlos, dejó de razonar y se entregó por entero a la desesperación y al miedo.

Empezó a reunir a la gente; trataba de permanecer a solas. El cargo que ocupa, que ya antes le desagradaba, se  le  hizo  insoportable. Temía que  le jugasen una sola pasada, que le pusieran dinero en el bolsillo para acusarle de cohecho, o que él mismo cometiese en documentos oficiales, sin quererlo, un error equivalente a una falsificación, o perdiese una suma que no era suya. Cosa extraña: nunca, en ningún otro tiempo había sido su pensamiento tan lúcido ni su inventiva tan grande como ahora, cuando cada día discurría mil motivos distintos para sentir serios temores por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó sensiblemente su interés por el mundo exterior, de manera particular Por los libros, y la memoria empezó a hacerle traición.

Al llegar la primavera, cuando se derritió la nieve, en un barranco, cerca del cementerio, aparecieron    dos cadáveres en avanzado estado de descomposición -de una vieja y un chico-, con señales de muerte violenta. En la ciudad no se hablaba más que de estos dos cadáveres y de los desconocidos asesinos. Iván Dmítrich, para que no se pensase que el autor del crimen había sido él, caminaba sonriente por las calles, y al encontrarse con un conocido se ponía pálido y rojo, insistiendo en que no había nada más infame que el asesinato de personas débiles e indefensas. Pero esta hipocresía no tardó en fatigarle, y después de pensarlo llegó a la conclusión de que en su situación lo mejor era esconderse en el sótano de la casa. Allí permaneció un día, una noche y otro día, hasta que, muerto de frío, cuando hubo oscurecido, deslizándose como un ladrón, se metió en su cuarto, donde permaneció hasta el amanecer sin moverse, prestando atención al menor ruido. A primera hora de la mañana, antes de la salida del sol, llegaron unos obreros. Iván Dmítrich sabía muy bien que habían acudido, llamados por la dueña, para arreglar el horno de la cocina, pero el miedo le hizo creer que eran policías disfrazados. Salió disimuladamente de su cuarto y, aterrorizado, sin gorro y sin levita, echó a correr por la calle. Le siguieron ladrando los perros, alguien gritó a sus espaldas, el viento le silbaba en los oídos... Iván Dmítrich creyó que la violencia de todo el mundo se había reunido tras él tratando de darle alcance.

Lo detuvieron, lo llevaron a casa y mandaron a la dueña en busca del médico. El doctor Andrei Efímich, de quien hablaremos más adelante, le recetó compresas frías en la cabeza y gotas de laurel y guindas, meneó tristemente la cabeza y se marchó, diciendo a la dueña que no volvería más, puesto que era imposible hacer nada cuando la gente quería volverse loca. Como en la casa no se le podía atender, de ahí a poco Iván Dmítrich fue trasladado al hospital, donde lo instalaron en la sala de enfermedades venéreas. De noche no dormía, se mostraba caprichoso y molestaba a sus vecinos, por lo que no tardaron en llevarlo, por disposición de Andrei Efímich, a la sala número seis.

Pasado un año, en la ciudad habían olvidado por completo a Iván Dmítrich, y sus libros, que el ama de  la  casa había amontonado en  un  trineo, dentro de un cobertizo, se los habían llevado los chiquillos.

IV

El vecino de la izquierda de Iván Dmítrich, como ya hemos dicho, era el judío Moiseika. El de la derecha era un mujik adiposo, casi redondo, de cara embotada y estúpida; un animal inmóvil, glotón y sucio, que hacía mucho había perdido la capacidad de pensar y sentir. De él emanaba siempre un hedor fétido y asfixiante.

Nikita, encargado de la limpieza, le pegaba terriblemente, sin escatimar los puñetazos; y lo terrible no era que le pegasen -a esto, uno se puede acostumbrar-, sino que aquel animal insensible no respondía con nada a los golpes, ni con un sonido, o un movimiento, ni con la expresión de los ojos, y se limitaba a balancearse ligeramente como un pesado barril.

El quinto y último habitante de la sala número seis era un hombre que en tiempos había servido en Correos, donde seleccionaba las cartas; era un tipo pequeño, flaco, rubio y de cara bondadosa, aunque con cierta malicia. A juzgar por sus ojos inteligentes y tranquilos, de mirada serena y jovial, en su cabeza guardaba un secreto muy importante y agradable. Bajo la almohada y la colchoneta tenía algo que no mostraba a nadie, pero no por miedo a que se lo pudieran quitar o robar, sino por vergüenza. A veces se acercaba a la ventana y, de espaldas a sus compañeros, se ponía algo en el pecho y lo miraba con la cabeza inclinada; si en aquel momento alguien se acercaba a él, se turbaba y se lo quitaba. Pero no era difícil adivinar el secreto.

-Felicíteme - decía a menudo a Iván Dmítrich- he sido propuesto para la orden de San Stanislav de segunda clase, con estrella. La segunda clase con estrella se  concede únicamente a  los  extranjeros, pero conmigo, no sé por qué, quieren hacer una excepción -sonreía, encogiéndose perplejo de hombros- ¡Le confieso que no lo esperaba!

-Yo no entiendo nada de estas cosas- replicaba sombrío Iván Dmítrich.

-Pero tarde o temprano lo conseguiré, ¿sabe? - proseguía el antiguo seleccionador de cartas, guiñando astutamente el ojo.- Conseguiré sin falta la Estrella Polar sueca. Es una orden que merece la pena trabajar para conseguirla. Cruz blanca y cinta negra. Resulta muy bonito.

Probablemente, en ningún otro sitio era la vida tan monótona como en el pabellón. Por la mañana, los enfermos, excepción hecha del paralítico y del mujik gordo, se lavaban en el zaguán, en una tina, y se secaban con los faldones de sus batas. Después de esto tomaban té en unas jarras de hojalata que Nikita traía del pabellón principal. A cada uno le correspondía una jarra. Al mediodía comían sopa de col agria y gachas; al anochecer cenaban las gachas que habían quedado de la comida. En los intermedios permanecían tumbados, dormían, miraban por la ventana y se paseaban de un rincón a otro. Y así cada día. Hasta el antiguo seleccionador de cartas hablaba de unas mismas condecoraciones.

Eran muy pocas las caras nuevas que se veían en la sala número seis. Hacía tiempo que el médico no admitía más locos, y no son muchos, en este mundo, los aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos meses acudía al pabellón Semión Lazárich, el barbero. No vamos a hablar de cómo tapaba a los locos y cómo le ayudaba Nikita en esta empresa, ni de la confusión que se producía entre los enfermos cada vez que aparecía el barbero con su sonrisa de borracho.

No había nadie más que se asomase al pabellón. Los enfermos estaban condenados a ver, un día tras otro, únicamente a Nikita.

Por lo demás, últimamente se había extendido por el hospital un rumor bastante extraño: se decía que el médico había empezado a visitar la sala número seis.

V

¡Extraño rumor!

El doctor Andrei Efímich Raguin era un hombre notable en su género. Se divulgaba que en su primera juventud había sido muy devoto y se preparaba para la carrera eclesiástica; que en 1863, al terminar los estudios en el gimnasio, abrigaba el propósito de ingresar en el seminario, pero que su padre, doctor en Medicina y cirujano, se burló mordazmente de él y manifestó categóricamente que no lo consideraría como hijo suyo si se hacía pope. No sé hasta qué punto esto es verdad, pero el propio Andrei Efímich confesó en más de una ocasión que nunca había sentido vocación por la Medicina y, en general, por las ciencias especiales.

Como quiera que fuese, al terminar los estudios en la Facultad no se hizo sacerdote. No mostraba gran devoción, y al principio de su carrera médica se parecía tan poco a un pope como en el momento en que da comienzo nuestra historia.

Su aspecto era pesado, lento, de mujik; por su cara, su barba, su pelo liso y su complexión fuerte y torpe, recordaba a un ventero gordo, dado a la bebida y brusco. Su cara era severa, surcada de venillas azules, de ojos pequeños y nariz roja. Muy alto y ancho de hombros, sus brazos y piernas eran enormes, y parecía capaz de matar a uno de un puñetazo. Pero su andar era suave y cauto, como sinuoso; al tropezarse con alguien en el estrecho pasillo, siempre se detenía el primero, cediendo el paso, y no con voz de bajo, como uno esperaba, sino con una fina y suave vocecita de tenor, decía: «¡Perdón!» Un pequeño bulto le impedía usar cuello duro, almidonado, por lo que siempre llevaba camisa de hilo o de algodón. Su manera de vestir no era la de un médico. Los trajes le duraban diez años, y la ropa nueva, que solía comprar en la tienda de un judío, parecía tan raída y arrugada como la anterior. Con la misma levita recibía a los enfermos, comía e iba de visita. Pero no hacía esto por tacañería, sino porque no se ocupaba en absoluto de su persona.

Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el «establecimiento de beneficencia» se encontraba en un estado horrible. En las salas, pasillos y patio del hospital, el hedor era tal, que resultaba difícil respirar. Los mozos, las enfermeras y sus hijos dormían en las mismas salas que los enfermos. Se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía era imposible acabar con la erisipela. Para todo el hospital no había más que dos bisturíes, no disponían ni de un solo termómetro y las bañeras servían para guardar patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban a los enfermos, y del viejo médico, el que había precedido a Andrei Efímich, se contaba que vendía bajo cuerda el alcohol del hospital y se había creado un harén entre las enfermeras y las enfermas. En la ciudad se conocían muy bien estas anormalidades, e incluso las exageraban, pero las toleraban tranquilamente. Unos argüían, para justificarlas, que en el hospital sólo había gente del pueblo y mujiks, que no podían estar descontentos, puesto que en casa vivían mucho peor. ¡No les iban a dar faisanes!

Otros decían que la ciudad, por sí sola, sin ayuda del zemstvo no podía costear un buen hospital; a Dios gracias, había uno, aunque fuese malo. Y el zemstvo, recién constituido, no abría establecimientos sanitarios en la ciudad ni en sus cercanías, pretextando que la ciudad tenía ya su hospital.

Después de revisarlo todo, Andrei Efímich llegó a la conclusión de que el establecimiento era inmoral y nocivo en el más alto grado para la salud de la gente. Según él, lo mejor que se podía hacer era mandar a casa a los enfermos y cerrarlo. Consideró, sin embargo, que esto no dependía sólo de su voluntad y que sería inútil; si se expulsaba de un sitio la inmundicia física y moral, se desplazaría a otro. Había que esperar a que ella misma desapareciese. Además, si habían abierto este hospital y lo toleraban, quería decirse que la gente lo necesitaba; los prejuicios y todas las infamias de la vida son necesarios, ya que con el tiempo se convierten en algo útil, como  el  estiércol en  tierra  negra.  No  hay  en  el mundo nada bueno que en su origen no contuviera una infamia.

Una vez hubo tomado posesión de su cargo, Andrei Efímich pareció mostrar bastante indiferencia hacia estas anormalidades. Lo único que hizo fue pedir a los mozos y las enfermeras que no durmiesen en las salas; también hizo poner dos vitrinas para el instrumental. En cuanto al inspector, a la encargada de la ropa, al practicante y a la erisipela quirúrgica, siguieron en sus puestos.

Andrei Efímich profesaba extraordinario amor a la inteligencia y a la honradez, mas para organizar a su alrededor una vida inteligente y honrada le faltaban carácter y fe en el derecho que le asistía. No sabía en absoluto ordenar, prohibir e insistir. Era como si hubiese hecho voto de no levantar nunca la voz ni emplear el imperativo. Le resultaba difícil decir «dame» o «tráeme»; cuando quería comer, carraspeaba indeciso y decía a la cocinera: «Si pudiera tomar una taza de té...», o «Si pudiera comer... » Decir al inspector que dejase de robar, o despedirlo, o suprimir por completo aquel cargo inútil y parasitario, era algo superior a sus fuerzas. Cuando le engañaban, o  le  adulaban,  o  le  presentaban una cuenta a sabiendas de que era falsa, se ponía rojo como un cangrejo y se sentía culpable, pero, a pesar de todo, estampaba su firma. Cuando los pacientes se le quejaban de pasar hambre o de los malos tratos de las enfermeras, se desconcertaba y balbuceaba, como si él tuviera la culpa:

-Está bien, está bien, me ocuparé de ello... Probablemente se trata de un mal entendido...

En  un  principio Andrei Efímich  trabajó  con mucho celo. Tenía abierta la consulta desde por la mañana hasta la hora de la comida, operaba e incluso asistía a las parturientas. Las señoras decían de él que diagnosticaba perfectamente las enfermedades, sobre  todo  las  de  niños  y  mujeres. Pero  con  el tiempo todo esto acabó por aburrirle con su monotonía  y  su  evidente  inutilidad.  Hoy  recibía  a treinta enfermos, mañana eran treinta y cinco, y pasado mañana cuarenta, y así un día tras otro, un año tras otro, sin que la mortalidad disminuyese, y los enfermos no cesaban de acudir. Prestar una ayuda seria a los cuarenta enfermos que acudían desde la mañana hasta la hora de la comida era físicamente imposible; resultaba, pues, un engaño. Si en un año había atendido a doce mil enfermos, se decía, eso significaba que había engañado a doce mil personas. Internar a los enfermos graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, tampoco era posible, porque las reglas existían, pero no había ciencia; y si dejaba aparte la filosofía y se limitaba a seguir de un modo formalista las reglas, como los demás médicos, para ello necesitaba, ante todo, limpieza y ventilación, y no suciedad, una alimentación sana, y no la sopa de repulsiva col agria, buenos auxiliares, y no ladrones.

Además, ¿para qué impedir que la gente se muriese, si la muerte es el final normal y lógico de cada uno? ¿Qué resultaba si un ricachón o un funcionario vivían cinco o diez años más? Si se considera que el fin de la Medicina consiste en aliviar el dolor, surge la pregunta: ¿Para qué aliviarlo? En primer lugar, dicen que el dolor lleva al hombre a la perfección y, en segundo, que si la humanidad aprende, en efecto, a aliviar sus dolores con ayuda de píldoras y gotas, abandonará por completo la religión y la filosofía, en las que hasta ahora había encontrado no sólo defensas contra todas las desgracias, sino incluso la felicidad. Pushkin, a la hora de la muerte, sufrió horribles tormentos; el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Por qué, entonces, no iban a padecer enfermedades cualquier Andrei Efímich o cualquiera Matriona Sávishna, cuyas vidas no encerraban ningún contenido y serían completamente vacías y parecidas a las de una ameba si no fuese por los sufrimientos?

Abrumado  por  estas  reflexiones, Andrei  Efímich lo abandonó todo y dejó de ir al hospital a diario.

VI

Su vida transcurría como sigue: De ordinario, se levantaba a las ocho, se vestía y tomaba el té. Luego se sentaba a leer en su despacho o iba al hospital. Allí, en un pasillo estrecho y oscuro, estaban los enfermos que acudían de fuera, esperando la hora de ser recibidos. Junto a ellos, haciendo gran ruido con sus botas en el suelo de ladrillos, pasaban los mozos y enfermeras, cruzaban los flacos enfermos internados, envueltos en sus batas, retiraban los muertos y los orinales, lloraban los niños y soplaba el viento. Andrei Efímich sabía que para los enfermos con fiebre, los tísicos y los impresionables, esto era un tormento, pero ¿qué podía hacer? En el despacho le esperaba el practicante Serguei Serguéich, un hombre pequeño, rechoncho, de redonda cara afeitada y lavada, de ademanes suaves, y que con su holgado traje nuevo más bien parecía un senador que un practicante. En la ciudad tenía numerosa clientela, usaba corbata blanca y se consideraba con más conocimientos que el doctor, quien carecía por completo de clientes. En un rincón de su despacho había una gran imagen con la correspondiente lámpara y, a su lado, un reclinatorio con funda blanca. En las paredes había retratos de prelados, una vista del monasterio de Sviatogorsk y varias coronas secas de flores de anciano. Serguei Serguéich era un hombre religioso y le gustaba el esplendor. La imagen la había costeado él; los domingos un enfermo, obedeciendo sus órdenes, leía en voz alta el libro de oraciones y después de esto el propio Serguei Serguéich recorría todas las  salas  con  el  incensario, ahumándolas concienzudamente.

Los enfermos son muchos y el tiempo poco, por lo que todo se reduce a un breve interrogatorio y a recetar cualquier remedio, un ungüento o una purga de aceite de ricino. Andrei Efímich permanece sentado, con la mejilla apoyada en una mano, pensativo, y hace las preguntas maquinalmente. Serguei Serguéich, también sentado, se frota las manos e interviene de tarde en tarde.

-Padecemos enfermedades y sufrimos miserias - dice - porque no rezamos conforme es debido a Dios misericordioso.

Andrei Efímich no hace operación alguna; ha perdido la costumbre y la vista de la sangre le produce una sensación desagradable. Cuando tiene que abrirle la boca a un niño para examinarle la garganta y el pequeño llora y se defiende con las manecitas, el ruido le produce marcos y se le llenan los ojos de lágrimas. Se apresura a escribir la receta y hace un gesto para que la madre se lleve cuanto antes al niño.

Con la agradable idea de que, a Dios gracias, no tiene clientes particulares y nadie va a venir a molestarle, Andrei Efímich, en cuanto llega a casa, se acomoda en su despacho y se pone a leer. Lee mucho y siempre con gran placer. La mitad del sueldo la invierte en libros y tres de las seis habitaciones de su piso están abarrotadas de libros y revistas viejas. Lo que más le agradan son las obras de historia y filosofía. De Medicina, únicamente está suscrito a «Vrach», que siempre empieza a leer por las últimas páginas. La lectura se prolonga siempre varias horas, sin interrupción alguna, y no le fatiga. No lee con tanta rapidez y afán como en tiempos lo hacía Iván Dmítrich, sino despacio y tratando de penetrar bien en el sentido, deteniéndose a menudo en los párrafos que le agradan o que no entiende. Junto al libro hay siempre una garrafita de vodka y un pepinillo en salmuera, o una manzana conservada en su jugo, sobre el mismo tapete, sin plato alguno. Cada media hora, sin apartar los ojos del libro, se sirve una copa de vodka, la toma y luego, también sin mirar, busca a tientas el pepinillo y le da un bocado.

A las tres se acerca sin hacer ruido a la puerta de la cocina, carraspea y dice:

-Si pudiera comer, Dáriushka...

Después de la comida, bastante mala y servida sin limpieza, Andrei Efímich, con los brazos cruzados, pasea por sus habitaciones y medita. Dan las cuatro, las cinco... y él sigue sus paseos y meditaciones. De tarde en tarde rechina la puerta de la cocina y asoma el rostro rojo y soñoliento de Dáriushka.

-Andrei Efímich, ¿no es hora de que le sirva la cerveza? -pregunta solícita.

-No, todavía no... - contesta él -. Esperaré un poco... esperaré...

A la caída de la tarde suele acudir Mijaíl Averiánich, el jefe de Correos, la única persona en toda la ciudad cuya compañía no le es fastidiosa.

Mijaíl Averiánich había sido en tiempos un terrateniente muy rico y sirvió en caballería, pero se arruinó y la necesidad, ya casi viejo, le obligó a ingresar en el Departamento de Correos. Su aspecto era jovial y rebosante de salud, lucía unas espléndidas  patillas grises, sus  modales denotaban buena educación y poseía una voz fuerte y agradable. Era bueno y sensible, pero vehemente. Si en Correos alguien protestaba, no aceptaba las explicaciones o empezaba simplemente a razonar por su cuenta, se ponía todo rojo, estremeciéndose, y gritaba con voz de trueno: «¡A callar!», de tal modo que la oficina se había ganado la reputación de lugar al que la gente tenía miedo acudir. Mijaíl Averiánich  estimaba  y quería a Andrei Efímich por su cultura y nobleza de espíritu; al resto de sus convecinos los miraba con altivez, como si fuesen sus subordinados.

-¡Aquí estoy! - dice al entrar en casa de Andrei

Efímich-. Buenas tardes, querido mío. ¿No se ha cansado de mí?

Los amigos toman asiento en el diván del despacho y durante algún tiempo fuman en silencio.

-Dáriushka, si nos trajeras cerveza... - dice Andrei Efímich.

La primera botella la toman también en silencio: el doctor, pensativo, y Mijaíl Averiánich, con el aspecto alegre y animado de quien tiene que contar algo muy interesante. La conversación la inicia siempre el médico.

-¡Qué lástima -dice en voz lenta y baja, meneando la cabeza y sin mirar a los ojos de su interlocutor (nunca mira a los ojos) -, qué lástima, estimado Mijaíl Averiánich, que en nuestra ciudad no haya lo que se dice nadie que sepa y a quien le agrade mantener una conversación espiritual e interesante! Para nosotros significa una gran privación. Ni siquiera los intelectuales se elevan sobre la vulgaridad; el nivel de su desarrollo, se lo aseguro, no es mejor que el de los estamentos bajos.

-Tiene toda la razón. De acuerdo.

-Usted mismo sabe - sigue el doctor, en voz baja y alargando las palabras - que en este mundo todo carece de importancia e interés, excepción hecha de las supremas manifestaciones espirituales de la  razón humana. La inteligencia marca acusadas fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el carácter divino de este último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad, que no existe. Partiendo de esto, la razón es la única fuente posible del placer. Nosotros, en cambio, no vemos ni advertimos junto a nosotros manifestaciones de la razón: quiere decirse que nos vemos privados del placer. Cierto que tenemos los libros, pero esto es algo muy distinto a la conversación viva y el trato. Si me permite una comparación no muy afortunada, los libros son las notas y la conversación el canto.

-Completamente cierto.

Se hace un silencio. De la cocina sale Dáriuslika y con una expresión de estúpido arrobamiento, con la  cabeza  apoyada  en  el  puño,  se  detiene  en  la puerta a escuchar.

-¡Bah!- suspira Mijaíl Averiánich- ¡Quería usted pedir inteligencia a la gente de hoy!

Y se pone a hablar de la vida de antes, sana, alegre e interesante, de lo inteligentes que antes eran los intelectuales de Rusia y de su alto concepto del honor y la amistad. Se prestaba dinero sin exigir un pagaré y se consideraba vergonzoso no tender una mano en ayuda del compañero necesitado. ¡Y qué campañas, qué aventuras, qué reyertas, qué mujeres!

¡Y, el Cáucaso, qué maravilloso país! La esposa de un jefe de batallón, una mujer muy extraña, se vestía de oficial y se iba por la tarde a las montañas sola, sin acompañante. Se decía que tenía en aquellas aldeas amores con un reyezuelo.

-Reina de los cielos, madrecita... - suspira Dáriushka.

- ¡Y cómo se comía! ¡Cómo se bebía! ¡Y qué liberales aquellos!

Andrei Efímich escucha y no escucha; piensa en algo y toma un sorbo de cerveza.

-A menudo sueño con personas inteligentes y que converso con ellas - dice de súbito, interrumpiendo a Mijaíl Averiánich-. Mi padre me dio una educación excelente y, bajo la influencia de las ideas de los años sesenta, me obligó a hacerme médico. Me parece que si entonces no le hubiese hecho caso, ahora me encontraría en el centro mismo del movimiento intelectual. Posiblemente, figuraría en una Facultad. Claro que la razón tampoco es eterna, es un fenómeno pasajero. Pero usted sabe por qué siento afición por ella. La vida es una trampa enojosa. Cuando el hombre que piensa alcanza la madurez y es consciente de sus actos, se siente, sin quererlo, dentro de una trampa en la que no hay salida. En efecto, contra su voluntad, en virtud de diversas casualidades, ha sido sacado del no ser a la vida... ¿Para qué? Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y no le dicen nada o le dicen estupideces. Llama y no le abren. La muerte viene a él también contra su  voluntad. Y  lo  mismo que  en  la cárcel los hombres, unidos por un infortunio común, sienten un alivio cuando se reúnen, también en la vida uno no advierte la trampa cuando los hombres inclinados al análisis y a las generalizaciones  se  juntan  y  pasan el  tiempo intercambiando ideas orgullosas y libres. En este sentido, la inteligencia es un placer insustituible.

-Tiene usted toda la razón.

Sin mirar a su interlocutor a los ojos, en voz baja y con pausas, Andrei Efímich sigue hablando de hombres inteligentes y de conversaciones con ellos, mientras, Mijaíl Averiánich le escucha atento y coincide con él: «Tiene usted toda la razón.»

-¿Es que usted no cree en la inmortalidad del alma? -pregunta de pronto el jefe de Correos.

-No, estimado Mijaíl Averiánich, no creo ni tengo razones para creer.

-Pues yo también albergo mis dudas, se lo confieso. Aunque, por lo demás, tengo la sensación de que no moriré nunca. A veces Pienso: ¡Ya es hora de morir, vicio verde! Pero cierta vocecita dice en mi alma: ¡No lo creas, no morirás! ...

Poco después de las nueve Mijaíl Averiánich se retira. Al ponerse el abrigo en el recibidor, dice suspirando:

-Sin embargo, ¡a qué rincón perdido nos trajo el destino! Y lo más desagradable de todo es que tendremos que morir aquí. ¡Bah! ...

VII

Después de despedir a su amigo, Andrei Efímich se sentaba a la mesa y reanudaba la lectura. Ni el menor ruido turbaba el silencio de la tarde, y de la noche. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido junto con el doctor y su libro; era como si no existiese más que este libro y el quinqué, con su pantalla verde. El rostro tosco, de mujik, del doctor se iluminaba poco a poco con una sonrisa enternecida y entusiasta ante las inflexiones de la inteligencia humana. «Oh!, ¿por qué el hombre no es inmortal? -pensaba-. ¿Para qué sirven los centros y circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, el habla, el sentimiento de uno mismo, el genio, si todo esto va a ir a parar a la tierra y, a la postre, se enfriará junto con la corteza terrestre, y luego, durante millones de años, seguirá junto con la Tierra, sin sentido alguno y sin finalidad, girando alrededor del Sol? Para enfriarse y luego recorrer los espacios, no hacía falta alguna sacar del no ser al hombre, con su inteligencia divina, y después, como para burlarse de él, convertirlo en barro.»

¡El intercambio de materias! ¡Qué cobardía consolarse con  este  sucedáneo de  inmortalidad! Los procesos inconscientes que se suceden en la naturaleza se hallan por debajo incluso de la estupidez humana, ya que en la estupidez, después de todo, hay conciencia y voluntad, y en los procesos no hay nada en absoluto. Sólo el cobarde, en el cual el miedo a la muerte es superior a la dignidad, puede consolarse pensando que su cuerpo vivirá con el tiempo en la hierba, en una piedra, en un sapo... Ver la propia inmortalidad en el intercambio de materias es tan absurdo como prometer un brillante futuro a la funda después que el valioso violín se ha roto y quedado inservible.

Cuando dan las horas, Andrei Efímich se retrepa en el sillón y cierra los ojos para meditar un poco. Y, sin darse cuenta, movido por los buenos pensamientos que ha leído en el libro, vuelve la vista a su pasado y a su presente. El pasado es algo que repele, es mejor no recordarlo. Y el presente, tres cuartos de lo mismo. Sabe que mientras sus pensamientos giran alrededor del Sol, lo mismo que la Tierra enfriada, a cuatro pasos de él, en el pabellón principal, hay gente que sufre por sus enfermedades y a consecuencia de la suciedad que la rodea. Acaso hay alguien que no duerme y lucha con los insectos, alguien se ha contagiado de erisipela o gime por tener la venda demasiado apretada. Acaso los enfermos estén jugando a las cartas con las enfermeras y bebiendo vodka. El último año fueron engañadas doce mil personas. Toda la organización hospitalaria, lo mismo que hace veinte años, descansa en el robo, las disputas, los chismorreos, el compadrazgo, la grosera charlatanería, y el hospital sigue siendo un establecimiento inmoral y nocivo, en el más alto grado, para la salud de la gente. Sabe que en la sala número seis, detrás de las rejas, Nikita golpea a los enfermos y que Moiseika va todos los días por la ciudad pidiendo limosna.

Por otra parte, sabe perfectamente que, durante los veinticinco últimos años, en la Medicina se ha producido un cambio fabuloso. Cuando él estudiaba en la Universidad, le parecía que la Medicina iba a conocer pronto la suerte de la alquimia y la metafísica; ahora, en cambio, cuando leía por las noches, la Medicina le conmovía y despertaba en él asombro y hasta entusiasmo. En efecto, ¡qué inesperado esplendor, qué revolución! Gracias a los antisépticos, se realizaban operaciones que el gran Pirogov consideraba imposibles. Los simples médicos de provincias se decidían a hacer resecciones de la rodilla; de cien laparotomías, sólo había un caso mortal, y el mal de piedra se consideraba algo tan insignificante, que ni siquiera escribían acerca de él. La sífilis se curaba radicalmente. ¿Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la higiene basada en la estadística, la medicina rusa de los zemstvos? La Psiquiatría, con su actual clasificación de las enfermedades, con los métodos de diagnóstico y de tratamiento, era algo fantástico, en comparación con lo que antes había. Ahora no se echaba a los locos agua fría en la cabeza ni les ponían camisas de fuerza; se les hacía vivir en circunstancias humanas y hasta, según escribían los periódicos, se les daban espectáculos y bailes. Andrei Efímich sabía que, con estos puntos de vista, una infamia como la de la sala número seis sólo era posible a doscientas verstas del ferrocarril, en una miserable ciudad en la cual el alcalde y todos los concejales eran semianalfabetos que veían en el  médico a un sacerdote al que era necesario creer sin la menor crítica, aunque echase en la boca estaño derretido. En otro sitio, haría ya mucho tiempo que el público y los periódicos habrían hecho añicos esta pequeña Bastilla.

« ¿Y qué? - se pregunta Andrei Efímich, abriendo los ojos ¿Qué resulta de todo esto? Tenemos los antisépticos, a Koch, a Pasteur, pero en esencia nada ha cambiado en absoluto. La morbilidad y mortalidad siguen siendo las mismas. Se celebran bailes y espectáculos para los locos, pero, con todo eso, no los dejan salir a la calle. Quiere decirse que todo es absurdo y vano, y, en esencia, entre la mejor clínica de Viena y mi hospital no hay diferencia alguna.»

Pero el dolor y un sentimiento parecido a la envidia no le permiten permanecer indiferente. La causa debe de ser la fatiga. La cabeza le pesa y se inclina sobre el libro. Pone la mano bajo la cara, a modo de almohada, y piensa: «Estoy al servicio de una obra perjudicial y percibo un sueldo de personas a las que engaño. Pero por mí mismo no soy nada, una simple partícula de un mal social necesario: todos los funcionarios de distrito son nocivos y cobran un sueldo que no han ganado... Lo que significa que no soy yo el culpable de ser deshonesto, sino el tiempo... Si hubiese nacido doscientos años más tarde, sería un hombre distinto.»

Cuando dan las tres, apaga el quinqué y se retira al dormitorio. No tiene sueño.

VIII

Dos años, antes, el zemstvo se había sentido generoso y votó la concesión de un crédito de trescientos rublos anuales para aumentar el personal del hospital de la ciudad hasta que inaugurase otro propio. En ayuda de Andrei Efímich, se requirieron los servicios de  Evgueni Fiódorich  Jobótov.  Era  un médico muy joven -todavía no había cumplido los treinta-, moreno y alto, de anchos pómulos y ojos diminutos; probablemente sus antecesores no fueron rusos. Había llegado a la ciudad sin un kopek, con un maletín y una mujer fea y joven de la que decía que era su cocinera. La mujer traía un niño de pecho. Evgueni Fiódorich Jobótov usaba gorra de visera y botas altas, y en invierno pelliza. Intimó con el practicante Serguei Serguéich y con el cajero, y se mantenía apartado del resto de los funcionarios, a los que, por no se sabe qué causa, llamaba aristócratas. En toda su casa no había más que un libro: Ultimas recetas de la clínica de Viena para 1881, que siempre tomaba consigo cuando iba a visitar a un enfermo. Por las tardes, en el club, jugaba al billar, pues las cartas no le gustaban. Era muy aficionado a emplear en la conversación palabras y expresiones como «pachorra», «pepinillos en vinagre», «no armes líos», etc.

Al hospital iba dos veces por semana, recorría las salas y recibía a los enfermos de fuera. La falta absoluta de antisépticos y las ventosas le irritaban, pero no se decidía a hacer innovación alguna ante el temor de ofender con ello a Andrei Efímich. Tenía a éste por un viejo farsante, le creía rico y lo envidiaba en secreto. De muy buena gana habría ocupado su puesto.

IX

Una noche primaveral de fines de marzo, cuando la nieve había desaparecido del suelo y los estorninos cantaban en el jardín del hospital, el doctor salió hasta el portal para acompañar a su amigo, el jefe de Correos. En aquel mismo instante entraba en el patio el judío Moiseika, que volvía con su botín. Iba sin gorro y con los pies descalzos embutidos en unos chanclos bastante deteriorados. En la mano llevaba un saquito con las limosnas.

-Dame un kópek -dijo al doctor, tiritando de frío y sonriendo.

Andrei Efímich, que nunca había sabido negarse, le dio una moneda de diez kópeks.

« ¡Qué escándalo! -pensó, mirando sus pies descalzos, con los flacos tobillos enrojecidos-. Viene completamente mojado.»

Y, movido por un sentimiento de lástima y repugnancia a un tiempo, se dirigió hacia el pabellón tras el judío, mirando ya su calva, ya sus tobillos. Al entrar el doctor, Nikita abandonó de un salto el montón de trapos en que estaba tumbado y quedó en posición de firmes.

-Hola, Nikita - dijo en tono suave Andrei Efímich-. Habría que darle a este judío unas botas; de lo contrario, puede coger un enfriamiento.

-A sus órdenes, señoría. Lo pondré en conocimiento del inspector.

-Sí, haz el favor. Pídeselo en mi nombre. Dile que yo se lo ruego.

La puerta del zaguán que daba entrada a la sala estaba abierta. Iván Dmítrich permanecía tumbado en su camastro. Se incorporó y prestó atención a aquella voz extraña, cuando, de pronto, reconoció al doctor. Estremecido por la cólera, se puso de pie de un salto, congestionado y con los ojos que se le salían de las órbitas, y corrió al centro de la sala.

-¡Ha venido el doctor! -gritó, lanzando una carcajada-. ¡Por fin! Les felicito, señores, ¡el doctor se digna visitarnos! ¡Maldito reptil! -chilló, y frenético, como nunca le habían visto en la sala, dio una patada en el suelo-. ¡Hay que matar a este reptil! ¡No, matarlo es poco! ¡Hay que tirarlo al pozo negro!

Andrei Efímich, que lo había oído, miró desde el zaguán y preguntó suavemente:

-¿Y eso por qué?

-¿Por qué? -gritó Iván Dmítrich, acercándose a él  con  aire  amenazador y  agitándose convulsivamente dentro de  su  bata-.  ¿Por  qué?  ¡Ladrón!  - añadió, con repugnancia, juntando los labios como si se dispusiera a escupirle-. ¡Charlatán! ¡Verdugo!

-Cálmese –dijo Andrei Efímich, sonriendo como si pidiese disculpa-. Le aseguro que nunca he robado nada a nadie, y en cuanto a lo demás, probablemente exagera mucho. Veo que está muy enfadado conmigo. Cálmese, se lo ruego, si puede, y dígame fríamente: ¿a qué obedece su enfado?

-¿Por qué me tiene aquí?

-Porque está enfermo.

-Sí, estoy enfermo. Pero docenas y cientos de locos se pasean en libertad porque, en su ignorancia, no saben distinguirlos de los sanos. ¿Por qué estos desgraciados y yo hemos de estar aquí por todos, como cabezas de turco? Usted, el practicante, el inspector y toda la canalla del hospital están moralmente muy por debajo de nosotros. ¿Por qué hemos de permanecer recluidos nosotros, y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?

-El sentido moral y la lógica no tiene nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Aquí están los que fueron recluidos, y los que no lo fueron se pasean libremente, eso es todo. En el hecho de que yo sea médico y usted sea un enfermo mental no intervienen para nada ni la moral ni la lógica, es simple casualidad.

-No entiendo esa estupidez... - balbuceó sordamente Iván Dmítrich, y se sentó en su camastro.

Moiseika, a quien Nikita no se atrevía a registrar en presencia del doctor, fue colocando sobre su cama mendrugos de pan, papeles y huesos, y, tiritando todavía de frío, empezó a hablar, con voz rápida y cantarina, en hebreo. Probablemente se imaginaba que había abierto una tienda.

-Déjeme marchar -dijo Iván Dmítrich con voz temblorosa.

-No puedo.

- ¿Por qué? ¿Por qué?

-Porque eso es algo que no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué pasará si lo dejo ir? Váyase. Le detendrá la gente de la ciudad, o la policía, y volverán a traerlo.

-Sí, sí, eso es verdad... articuló Iván Dmítrich, y se pasó la mano por la frente-. ¡Es horrible! ¿Y qué puedo hacer? ¿Qué?

La voz de Iván Dmítrich y su cara, joven e inteligente, que no cesaba de hacer muecas, agradaron a Andrei Efímich. Sintió deseos de decirle algo cariñoso y consolarlo. Se sentó junto a él en el camastro, quedó pensativo unos instantes y dijo:

-¿Qué hacer, pregunta? En la situación en que se encuentra, lo mejor sería escapar de aquí. Pero, lamentablemente, resultaría inútil. Lo detendrían. Cuando la  sociedad se  protege contra  los  delincuentes, enfermos mentales y gente molesta en general, no hay nada que pueda frente a ella. Lo único que le resta es tranquilizares pensando que su estancia aquí es necesaria.

-No es necesaria para nadie.

-Puesto que existen las cárceles y los manicomios, alguien debe permanecer en ellos; si no es usted, seré yo, y si no soy yo, será algún otro. Espere; cuando, en un lejano futuro, dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá ya rejas en las ventanas ni esas batas. Esto sucederá, claro, tarde o temprano.

Iván Dmítrich sonrió burlonamente.

-Usted bromea - dijo, entornando los párpados-. Los señores como usted y su ayudante Nikita no se preocupan en absoluto del futuro. ¡Pero puede estar seguro, señor, de que vendrán tiempos mejores! Acaso me exprese vulgarmente, ríase si quiere, pero resplandecerá la aurora de una vida nueva, triunfará la justicia y nosotros estaremos de fiesta. Yo no lo veré, reventaré antes, pero lo verán nuestros biznietos. Lo saludo con toda el alma y me alegro. ¡Me alegro por  ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os  ayude, amigos!

Iván Dmítrich se levantó con los ojos resplandecientes y, alargando las manos hacia la ventana, siguió con voz emocionada:

-¡A través de estas rejas, os bendigo! ¡Viva la justicia! ¡Me alegro!

-No veo particulares motivos para alegrarse - replicó Andrei Efímich, a quien la actitud de Iván Dmítrich le había parecido teatral, aunque, a la vez, le agradó mucho-. No habrá cárceles ni manicomios, y la justicia, según su propia expresión, triunfará, pero no cambiará la esencia de las cosas, las leyes de la naturaleza serán las mismas. Los hombres padecerán enfermedades, envejecerán y morirán lo mismo que ahora. Por espléndida que sea la aurora que ilumine su vida, después de todo, les meterán en un ataúd y los echarán a la fosa.

-¿Y la inmortalidad?

-¡No diga esas cosas!

-Usted no cree en ella, pero yo sí. En Dostoievski o Voltaire hay alguien que dice que, si Dios no existiera, lo habrían inventado los hombres. Estoy profundamente convencido de que, si la inmortalidad no existe, tarde o temprano llegará a inventarla la gran mente humana.

-Bien dicho -articuló Andrei Efírnich, sonriendo satisfecho-. Me agrada que usted crea. Con esa fe puede vivir perfectamente incluso un emparedado.

¿Tiene usted estudios?

-Sí, estuve en la Universidad, pero no llegué a acabar la carrera.

-Usted es un hombre que sabe pensar. En cualquier situación, puede encontrar tranquilidad en sí mismo. El pensamiento libre y profundo, que aspira a comprender la vida, y el desprecio total a la estúpida vanidad del mundo, son los dos bienes supremos que el hombre conoce. Y        usted          puede poseerlos aunque viva detrás de tres rejas. Diógenes vivió en un tonel y, a pesar de esto, fue más feliz que todos los reyes de la tierra.

-Diógenes era un estúpido -gruñó sombrío Iván Dmítrich -. ¿Para qué me habla de Diógenes y de la comprensión del mundo? - se enfadó de pronto, poniéndose de pie-. Yo amo la vida, ¡la amo apasionadamente! Padezco manía persecutoria, un miedo permanente que me tortura, pero hay momentos en que me domina la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia de vivir espantosa, espantosa!

Dominado por la agitación, dio unos pasos por la sala y dijo, bajando la voz:

-Cuando sueño, vienen a mí fantasmas. Se me aparecen unos  hombres, oigo  voces,  música, me parece que paseo por un bosque, por la ola del mar, y siento tal deseo de tener preocupaciones, de hacer algo... Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? - preguntó Iván Dmítrich-. ¿Qué novedades hay?

-¿Quiere saber de la ciudad o en general?

-Bueno, primero hábleme de la ciudad, y luego en general.

-¿Qué puedo decirle? La vida en la ciudad es de un aburrimiento agobiante... No hay con quien cruzar una palabra, no hay nadie a quien pueda escucharse. No hay gente nueva. Por lo demás, hace poco vino el joven médico Jobótov.

-Llegó antes de que me encerraran. Es un grosero, ¿verdad?

-Sí, no es un hombre culto. Resulta extraño,

¿Sabe?... A juzgar por todo, en nuestras capitales no hay estancamiento intelectual, hay movimiento; quiero decir que allí debe de haber gente de veras. Pero, no sé por qué, siempre nos mandan personas a las que no se puede ni mirarlas. ¡Desgraciada ciudad!

-¡Sí,  desgraciada ciudad! -  suspiró Iván  Dmítrich, y rompió a reír- ¿Y, en general, qué hay? ¿Qué dicen los periódicos y las revistas?

La sala estaba ya sumida en la oscuridad. El doctor se levantó y, siempre de pie, empezó a contar lo que se escribía en el extranjero y en Rusia, qué orientación se observa en el campo de las ideas. Iván Dmítrich escuchaba atento y hacía preguntas, pero de pronto, como si recordase algo horrible, se agarró la cabeza con las manos y se tumbó en el camastro, de espaldas al doctor.

-¿Qué le pasa? - preguntó Andrei Efímich.

- ¡Ya no oirá ni una palabra mía! - articuló groseramente Iván Dmítrich-. ¡Déjeme!

-¿Y eso por qué?

-¡Le digo que me deje! ¿Qué diablos hace aquí?

Andrei Efímich se encogió de hombros, dejó escapar un suspiro y abandonó la sala. Al pasar por el zaguán dijo:

-Convendría limpiar aquí, Nikita... ¡Hay un olor espantoso!

-A sus órdenes, señoría.

« ¡Qué joven más agradable! -pensó Andrei Efímich, mientras se dirigía a su piso- Desde que vivo aquí, creo que es la primera persona que veo con la cual se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por lo que hace falta.»

Durante su lectura y luego, al acostarse, no cesó de pensar en Iván Dmítrich. Al despertarse, a la mañana siguiente, recordó que la víspera había conocido a un hombre inteligente e interesante, haciéndose la decisión de acudir a visitarle en la primera ocasión oportuna.

X

Iván Dmítrich permanecía en la posición de la víspera, con la cabeza entre las manos y las piernas encogidas. No se le veía la cara.

-Buenas tardes, amigo  mío  -dijo  Andrei  Efímich-. ¿No duerme?

-En primer lugar, no soy amigo suyo replicó Iván Dmítrich, con la cara hundida en la almohada-. Y, en segundo, sus empeños son inútiles: no me sacará ni una sola palabra.

-Es extraño... -balbuceó turbado Andrei Efímich-. Ayer estábamos conversando tranquilamente y, de pronto, usted se ofendió y no quiso seguir... Probablemente dije cosas que no le gustaban, o acaso manifestase algo contrario a sus ideas...

-¡Como le voy a creer! -dijo Iván Dmítrich, incorporándose y mirando al doctor con una mezcla de burla e inquietud; sus ojos estaban inyectados de sangre-. Puede irse a espiar y sonsacar a otro sitio; aquí no tiene nada que hacer. Ayer me di cuenta ya de las razones que le habían traído.

-¡Qué extraña fantasía! -sonrió el doctor irónicamente-. ¿Es que cree que soy un espía?

-Sí que lo creo... Un espía o un médico al que le han encomendado la misión de ponerme a prueba. Es lo mismo.

-¡Qué tipo más estrafalario es usted! Y perdóneme la expresión.

El doctor se sentó en un banquillo junto a la cama y meneó la cabeza en un ademán de reproche.

-Pero supongamos que tiene razón - prosiguió-. Admitamos que vengo con la torcida intención de hacerle hablar para delatarlo. Se lo llevarán preso y luego lo condenarán. ¿Pero es que en el juicio y en la cárcel estaría peor que aquí? Y aunque lo deporten, e incluso si lo mandan a presidio, ¿sería eso peor que permanecer aquí, en este pabellón? Creo que no... ¿A qué teme, pues?

Estas palabras parecieron influir en Iván Dmítrich, que se sentó tranquilamente.

Era poco más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich tenía por costumbre pasear por las habitaciones de su casa y Dáriushka le preguntaba si quería cerveza. Era un día apacible y dato.

-Después de la comida salí a dar un paseo y me he acercado aquí, como puede ver -dijo el doctor- Hace un tiempo primaveral.

-¿En qué mes estamos? ¿En marzo? – preguntó Iván Dmítrich.

-Sí, a fines de marzo.

- ¿Hay barro en la calle?

-No, no mucho. En el jardín hay ya senderos.

-Ahora me gustaría dar un paseo en coche por las afueras comentó Iván Dmítrich, frotándose los ojos enrojecidos como despertándose-. Y luego volver a casa, a un despacho templado y confortable, y... hacer que un buen médico le curase a uno el dolor de cabeza ... Ya hace tiempo que no vivo como las personas. ¡Aquí da asco! ¡Un asco insoportable!

Después de la excitación de la víspera, se encontraba fatigado y hablaba con desgana. Sus dedos temblaban y por la cara se advertía que le dolía mucho la cabeza.

-Entre un despacho templado y confortable y esta sala no hay la menor diferencia -dijo Andrei Efímich-. El reposo y la satisfacción no están fuera del hombre, sino en él mismo.

-¿Qué significa eso?

-El hombre vulgar espera lo bueno o lo malo del exterior, es decir, del coche y el despacho, mientras que el hombre que piensa lo espera de sí mismo.

-Vaya a predicar esta filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas; el clima de aquí no le favorece. ¿Con quién hablé de Diógenes? ¿Fue con usted?

-Sí, conmigo, ayer.

-Diógenes no necesitaba un despacho y un edificio templado; allí hace calor. Podía permanecer en su tonel comiendo naranjas y aceitunas. Pero si hubiese vivido en Rusia, no ya en diciembre, sino en mayo, habría pedido una habitación. Estaría helado.

-No. El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse. Marco Aurelio dijo: «El dolor es la representación viva del dolor: haz un esfuerzo de voluntad para cambiar esta representación, recházala, deja de  lamentarte, y  el  dolor  desaparecerá.» Esto  es justo. El sabio o, simplemente, el hombre que piensa, que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia el sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra.

- Esto quiere decir que yo soy un idiota, puesto que sufro, estoy descontento y me asombra la vileza humana.

-No debe pensar así. Si reflexiona a menudo, comprenderá la insignificancia de todo lo externo, lo que nos inquieta. Hay que aspirar a comprender la vida; en ello está el verdadero bien.

-Comprender la vida... - replicó Iván Dmítrich, arrugando el ceño-. Lo exterior, lo interior... Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único que sé - añadió, levantándose y mirando irritado al doctor -, lo único que sé es que Dios me creó de sangre caliente y nervios, ¡como lo oye! El tejido orgánico si es capaz de vida, debe reaccionar a cualquier excitación. ¡Y yo reacciono! Al dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con indignación; a la villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad, lo que se llama vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se muestra y más débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto más sensible y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo? ¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan elementales! Para despreciar el dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar hasta ese estado

- e Iván Dmítrich señaló al mujik gordo, rebosante de grasa-, o bien haberse templado con el dolor hasta el extremo de perder toda sensibilidad hacia él; es decir, en otras palabras, dejar de vivir. Perdóneme, no soy sabio ni filósofo - prosiguió irritado -, y no comprendo nada de estas cosas. No me siento en condiciones de razonar.

-Al contrario, razona usted muy bien.

-Los estoicos, a los que usted parodia, eran unos hombres notables, pero su doctrina quedó fosilizada hace dos mil años y no ha avanzado ni tanto así, ni avanzará, porque no es práctica ni tiene vida. Sólo ha tenido cierto éxito entre una minoría que se pasa la vida estudiando y rumiando toda clase de doctrinas; la mayoría no ha llegado a comprenderla. Una doctrina que predice la indiferencia hacia las riquezas, hacia las comodidades de la vida, el desprecio de los sufrimientos y la muerte, es totalmente incomprensible para la inmensa mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni las riquezas ni las comodidades. Y despreciar el sufrimiento significaría para ella despreciar la propia vida, ya que toda la esencia del hombre la integran sensaciones de hambre,  frío,  ofensas,  pérdidas  y  un  miedo  ante  la muerte al estilo de Hamlet. En estas sensaciones está la vida entera: puede cansarnos, podemos odiarla, pero no despreciarla. Así pues, lo repito: la doctrina de los estoicos no puede tener nunca futuro. Lo que progresa, en cambio, según puede ver, desde el comienzo del mundo hasta el día de hoy, es la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la capacidad de responder a las excitaciones...

Iván Dmítrich perdió de pronto el hilo del discurso, se detuvo y se pasó, irritado, la mano por la frente.

-Quería decir algo importante, pero no lo recuerdo -dijo- ¿De qué hablaba? ¡Ah, sí! Es lo que estaba diciendo; un estoico se vendió como esclavo para redimir a un semejante. Ya lo ve, eso significa que también el estoico reaccionó a la excitación, puesto que, para realizar un acto tan generoso como el de aniquilarse a sí mismo en bien del prójimo, se requiere un alma capaz de indignarse y compadecer. Aquí, en esta cárcel, he olvidado todo lo que aprendí, porque aún podría recordar alguna cosa. ¿Y si tomamos a Cristo? Cristo reaccionó ante la realidad con su llanto, su sonrisa, su tristeza, su cólera, hasta con su angustia. No fue con una sonrisa al encuentro de los sufrimientos y no despreciaba la muerte, sino que oró en el huerto de Getsemaní para que no se le hiciese beber el cáliz de la amargura.

Iván Dmítrich rompió a reír y se sentó.

-Admitámoslo, la tranquilidad y la satisfacción del hombre están en él mismo, y no fuera de él - dijo- Admitamos que hay que despreciar el sufrimiento y no asombrarse de nada. Pero ¿en qué se apoya usted para predicarlo? ¿Es un sabio? ¿Un filósofo?

-No, no soy un filósofo, pero esto debe predicarlo cualquiera, porque es sensato.

-No, lo que yo quiero saber es por qué se considera competente en lo de la comprensión del mundo, el desprecio del sufrimiento y todo lo demás.

¿Acaso no ha sufrido usted nunca? ¿Tiene una noción de lo que es el sufrimiento? Dígame: ¿le pegaban a usted cuando era niño?

-No, mis padres sentían aversión hacia los castigos corporales.

-Pues mi padre me zurraba la badana. Era un funcionario de  carácter  violento,  que  padecía  de hemorroides, de nariz larga y cuello amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida le tocó nadie un pelo, nadie le asustó ni le pegó; tiene la salud de un toro. Creció al amparo de su padre y él le costeó los estudios, y  luego,  inmediatamente, consiguió una sinecura. Lleva viviendo más de veinte años en una casa gratis, con calefacción y luz, con sirvienta; se le deja que trabaje como y cuanto quiera; incluso puede no hacer nada. Por naturaleza, es usted perezoso, flojo, y por eso trató de organizar su vida de modo que nada le inquietase ni le obligara a moverse. Dejó las cosas en manos del practicante y demás canallas, mientras que  usted  se  quedaba en  su  habitación templada y silenciosa, reunía dinero, leía libros, se entregaba a meditaciones sobre todo género de sublimes estupideces y - aquí Iván Dmítrich se quedó mirando la roja nariz del médico - bebía. En una palabra, no ha visto la vida, no la conoce en absoluto; de la realidad, tiene una noción simplemente teórica. Si desprecia el sufrimiento y nada le asombra, es por una causa muy sencilla: vanidad de vanidades; lo externo y lo interno, el desprecio de la vida, de los sufrimientos y la muerte, la comprensión del mundo, el verdadero bien: todo esto es la filosofía más apropiada del holgazán ruso. Usted ve, por ejemplo, que un mujik pega a su mujer. ¿Para qué meterse de por medio? Que le pegue; es lo mismo: los dos morirán tarde o temprano; además, el que pega no ofende con sus golpes a quien los recibe, sino que se ofende a sí mismo. Emborracharse es algo estúpido e indecoroso, pero beber es morirse y no beber también lo es. Llega una mujer con dolor de muelas... ¿Y qué? El dolor es la noción de que nos duele, y sin enfermedades es imposible vivir; todos moriremos. Así que, mujer, vete de aquí y déjame que piense y beba vodka. Un joven pide consejo, pregunta qué hacer, cómo vivir. Otro, antes de contestar, meditaría, pero usted tiene preparada la respuesta: trata de comprender el sentido de la existencia o aspira al auténtico bien. ¿Y qué es ese fantástico «auténtico bien»? No hay respuesta, claro. A nosotros nos tienen aquí entre rejas, nos podrimos, nos martirizan, pero eso es hermoso y racional, porque entre esta sala y un despacho templado y confortable no hay diferencia alguna. Es una filosofía muy cómoda: no hay nada que hacer, uno tiene la conciencia tranquila y se considera sabio... No, señor, eso no es filosofía, no es pensamiento, no es amplitud de ideas, sino pereza, mentalidad de faquir, un sopor... ¡Sí! - se volvió a irritar Iván Dmítrich -. Desprecia el sufrimiento, pero, si le cogieran un dedo con la puerta, ¡pondría el grito en el cielo!

-Quizá no - dijo Andrei Efímich, sonriendo dulcemente.


-¡Claro que sí! Pero si se quedase paralítico o si, supongamos, un estúpido e insolente, valiéndose de su posición y su cargo, le ofendiese en público y usted supiera que el acto iba a quedar impune, entonces comprendería qué es eso de remitirse, cuando de otros se trata, al sentido de la vida y al auténtico bien.

-Eso es original - dijo Andrei Efímich, riendo de satisfacción y frotándose las manos-. Me asombra agradablemente su afición a las generalizaciones. Y lo que ha dicho de mí es sencillamente brillante. He de confesar que la conversación con usted me proporciona extraordinario placer. Bien, le he escuchado; ahora tenga la bondad de escucharme a mí...

XI

Esta conversación se prolongó todavía cerca de una hora y, al parecer, produjo profunda impresión a Andrei Efímich. A partir de entonces dio en acudir al pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de comer, y a menudo la oscuridad de la tarde le sorprendía de charla con Iván Dmítrich. En los primeros tiempos éste se mostraba huraño, sospechando que le traía un mal propósito, y manifestaba abiertamente su hostilidad; pero luego se acostumbró a él y su brusquedad de antes cambió por una actitud indulgente e irónica.

En el hospital no tardó en propagarse el rumor de que el doctor Andrei Efímich había empezado a visitar la sala número seis. Nadie, ni el practicante, ni Nikita, ni las enfermeras, podía comprender qué era lo que le llevaba, por qué se pasaba allí las horas muertas, de qué hablaba y por qué no recetaba nada. Sus actos parecían extraños. A menudo, Mijaíl Averiánich no lo encontraba en casa, cosa que antes no sucedía nunca. Y Dáriushka se sentía desconcertada, puesto que el doctor no bebía ya la cerveza a determinada hora y a veces hasta llegaba tarde a la comida.

En una ocasión - esto era ya a fines de junio -, el doctor Jobótov, que tenía necesidad de hablar con Andrei Dmítrich, acudió a su casa; al no dar con él, salió a buscarlo al patio, donde le dijeron que el viejo doctor estaba con los enfermos mentales. Al entrar en el pabellón, se detuvo en el zaguán, desde donde pudo oír la siguiente conversación:

-Nunca nos pondremos de acuerdo, no conseguirá convencerme -decía, irritado, Iván Dmítrich-. Usted no conoce la realidad en absoluto y no sufrió nunca. Lo único que ha hecho ha sido alimentarse como una sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos; yo, en cambio, he sufrido desde el día en que nací hasta hoy. Por eso le digo abiertamente que me considero superior a usted y más competente en todos los sentidos. No es usted quién para darme lecciones.

-Yo no pretendo en absoluto convertirle a mis creencias -decía Andrei Efímich en voz baja y como lamentando que  no  quisieran entenderle-.  No  se trata de eso, amigo mío. No se trata de que usted ha sufrido y yo no. Las alegrías y los sufrimientos son efímeros.  Dejémoslos  aparte,  que  se  vayan  con Dios. De lo que se trata es de que usted y yo pensamos; vemos el uno en el otro a personas capaces de pensar y razonar, y esto nos hace solidarios por diferentes que sean nuestros puntos de vista. ¡Si usted supiera, amigo mío, cómo me fastidian la insania general, la falta de talento, la torpeza, y la alegría con que converso con usted! Usted es una persona inteligente y su charla me deleita.

Jobótov abrió un poco la puerta y miró a la sala.

Iván Dmítrich, con su gorro de dormir, y el doctor Andrei Efímich estaban sentados en  el  camastro uno junto a otro. El loco gesticulaba, se estremecía y se arrebujaba convulsamente en su bata, mientras que el doctor permanecía inmóvil, con la cabeza baja; su cara estaba roja y ofrecía una expresión abatida y triste. Jobótov se encogió de hombros, sonrió irónicamente y cambió una mirada con Nikita. Este también se encogió de hombros.

Al día siguiente, Jobótov se presentó en el pabellón acompañado del practicante. Los dos se quedaron en el zaguán, escuchando.

-Parece  que  nuestro  abuelo  ha  perdido  por completo la chaveta -dijo Jobótov al salir del pabellón.

-¡Señor, compadécete de nosotros, pecadores! -suspiró el devoto Serguei Serguéich, tratando de no pisar los charcos para no ensuciarse las recién lustradas botas-. Si quiere que le diga la verdad, estimado Evgueni Fiódorich, hace tiempo que lo esperaba.

XII

Después de esto, Andrei Efímich empezó a advertir a su alrededor una atmósfera de misterio. Los mozos, las enfermeras y los enfermos, al tropezar con él, le miraban con aire interrogativo y luego se ponían a cuchichear. Masha, la pequeña hija del inspector, con la que siempre le agradaba encontrarse en el jardín del hospital, ahora, cuando él se le acercaba para hacerle una caricia, lo rehuía. El jefe de Correos, Mijaíl Averiánich, al  oírle,  no  decía  ya:

«Tiene usted toda la razón», sino que balbuceaba, dominado por una turbación incomprensible: «Sí, sí, sí...», y le miraba pensativo y triste. Sin causa aparente, empezó a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; como persona delicada que era, no lo decía abiertamente, sino con reticencias, hablando de un jefe de batallón, excelente persona, o del capellán de un regimiento, otra persona excelente, quienes eran aficionados a la bebida y se curaron por completo cuando la dejaron. Dos o tres veces acudió también a visitar a Andrei Efímich su colega Jobótov; éste también le aconsejó que dejase las bebidas alcohólicas, y sin motivo visible le recomendó que tomase bromuro potásico.

En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde en la que le pedía que acudiese para tratar de un asunto de gran importancia. Al llegar a la hora fijada al Ayuntamiento, Andrei Efímich se encontró con el jefe de la tropa, el inspector de la escuela del distrito, que también era concejal, Jobótov y un señor grueso y rubio a quien le presentaron como médico. Este último, de apellido polaco muy difícil de pronunciar, vivía a treinta verstas de la ciudad, en una granja dedicada a la cría de caballos, y estaba de paso.

-Tenemos aquí algo que le concierne -dijo el concejal a Andrei Efímich, después de cambiar los saludos de rigor y sentarse a la mesa-. Evgueni Fiódorich dice que en el pabellón principal hay poco sitio para la farmacia y que convendría trasladarla a una de las dependencias. Claro que esto puede hacerse, pero habría que proceder a ciertos arreglos.

-Sí, sin ello sería imposible -dijo  Andrei Efímich, después de reflexionar unos momentos- Si, por ejemplo, se acondicionara el pabellón de la esquina para farmacia, creo que, como mínimo, se necesitarían quinientos rublos. Es un gasto improductivo.

Se hizo el silencio.

-Ya tuve el honor de informar, hace diez años - prosiguió Andrei Efímich en voz baja-, de que este hospital, tal como ahora lo tenemos, es un lujo que la ciudad no se puede permitir. Fue construido en los años cuarenta, cuando había más recursos. La ciudad gasta demasiado en obras innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con el mismo dinero, con una administración distinta, se podrían sostener dos hospitales modelo.

-¡Vamos, pues, a cambiar la administración! -dijo vivamente el concejal.

-Yo ya tuve el honor de informar así: Entreguen los servicios médicos al zemstvo.

-Sí, entreguen el dinero al zemstvo y él se quedará con todo - replicó, riendo, el doctor rubio.

-Es lo que suele ocurrir - asintió el concejal, que también rompió a reír.

Andrei Efímich lanzó al doctor rubio una mirada confusa y turbia y dijo:

-Hay que ser justos.

De nuevo se hizo una pausa. Sirvieron té. El jefe de la tropa, con una turbación que nadie se explicaría,  tocó  por  encima  de  la  mesa  el  brazo  de Andrei Efímich y le dijo:

-Nos tiene olvidados, doctor; claro que usted es un monje: no juega a las cartas y no le gustan las mujeres. Se aburriría con nosotros.

Todos empezaron a hablar de lo aburrida que, para un hombre decoroso, resultaba la vida en la ciudad. No había ni teatro ni música, y en el último baile del club había casi veinte damas y sólo dos caballeros. Los jóvenes no bailaban, se quedaban en el bar o jugando a las cartas. Andrei Efímich, con voz lenta y suave, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la gente de la ciudad invirtiese sus energías, su corazón y su inteligencia en las cartas y en chismorreos, y no supiesen ni quisieran pasar el tiempo en una conversación interesante y en la lectura; no querían disfrutar de los placeres que la inteligencia proporciona. Sólo la inteligencia era interesante y notable; todo lo demás era ruin y bajo. Jobótov, que escuchaba atentamente a su colega, le preguntó de pronto:

-Andrei Efímich, ¿a cuántos estamos hoy? Obtenida la respuesta, el doctor rubio y Jobótov, con el tono de examinadores conscientes de su incapacidad, pasaron a preguntar a Andrei Efímich que día era, cuántos días tiene el año y si era cierto que en la sala número seis vivía un extraordinario profeta.

En respuesta a la última pregunta, Andrei Efímich se ruborizó y dijo:

-Sí, se trata de un enfermo, pero es un joven muy interesante.

No le volvieron a preguntar nada más.

Cuando en la antesala se estaba poniendo el abrigo, el jefe de la tropa le puso la mano en el hombro y le dijo con un suspiro:

-¡Ya es hora de que los viejos nos retiremos a descansar!

Al salir de la  Alcaldía, Andrei Efímich comprendió que los reunidos integraban una comisión designada para dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, se puso rojo y, por primera vez en su vida, sintió una profunda lástima por la Medicina.

«Dios mío -pensó recordando la manera como los  médicos acababan de  reconocerle -,  no  hace tanto que estudiaron psiquiatría y aprobaron el examen; ¿cómo son tan ignorantes? ¡No tienen ni la menor idea de lo que es la psiquiatría!»

Y por primera vez en su vida se sintió ofendido e irritado.

Aquella misma tarde estuvo en su casa Mijaíl Averiánich. Sin saludarle siquiera, el jefe de Correos se acercó a él, le cogió ambas manos y dijo con voz conmovida:

-Querido mío, amigo mío, deme una prueba de que cree en mi sincera disposición y me considera amigo suyo... ¡Amigo mío! - y, sin dejar hablar a Andrei Efímich, prosiguió agitado: - Le quiero a usted por su cultura y su nobleza de espíritu. Escúcheme, querido. Las reglas de la ciencia obligan a los médicos a ocultarle la verdad, pero yo, como a militar que soy, se la digo abiertamente: ¡usted está enfermo! Perdóneme, querido, pero es verdad; hace mucho lo han advertido cuantos le rodean. El doctor Evgueni Fiódorich me acaba de decir que, para bien de su salud, debe usted descansar y distraerse.

¡Tiene toda la razón! ¡Perfecto! Dentro de unos días voy a tomar vacaciones y me iré a respirar otros aires.  Demuéstreme  que  es  amigo  mío: ¡vayamos juntos! Echaremos una cana al aire.

-Me  siento completamente sano -dijo  Andrei Efímich, después de pensarlo-. No puedo ir. Permítame demostrarle mi amistad de otro modo.

En el primer instante, la idea de ir no sabía a dónde ni para qué, sin libros, sin Dáriushka, sin cerveza, la idea de alterar por completo el régimen de vida establecido a lo largo de veinte años, le pareció absurda y fantástica. Pero recordó la conversación del Ayuntamiento y el estado de espíritu que había sentido al volver a casa, y la idea de alejarse por cierto tiempo de aquella ciudad, donde gentes estúpidas lo consideraban loco, pareció sonreírle.

-¿Y adónde tenía el propósito de ir? - preguntó.

-A Moscú, a Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Es una ciudad asombrosa! ¡Venga conmigo, querido!

XIII

Una semana más tarde invitaban a Andrei Efímich a tomarse un descanso, es decir, a presentar la dimisión, hecho que él acogió con indiferencia, y pasada otra semana Mijaíl Averiánich y él se encontraban ya en el coche de posta, camino de la estación  de  ferrocarril  más  cercana.  Los  días  eran frescos y claros, el cielo era azul y se divisaba hasta la última línea del horizonte. Las doscientas verstas que les separaban de la estación las recorrieron en dos días, pernoctando dos veces en el camino. Cuando en las estaciones de posta les servían el té en vasos sucios o tardaban en enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía rojo y gritaba frenético: « ¡Silencio! ¡No quiero excusas!» Y en el coche no cesaba ni un instante de contar sus viajes por el Cáucaso y el reino de Polonia. ¡Cuántas aventuras había tenido, cuántos encuentros! Hablaba a gritos y ponía unos ojos tan extraños, que podía pensarse que mentía. Por añadidura, hablaba echando el aliento a la cara de Andrei Efímich y riendo a carcajadas en su mismo oído. Esto molestaba al doctor y no le dejaba pensar y concentrarse.

Por motivos de economía, sacaron billetes de tercera, de un vagón para no fumadores. La mitad de los viajeros era gente bien trajeada. Mijaíl Averiánich no tardó en trabar conocimiento con todos y, pasando de un asiento a otro, decía a gritos que no se debía utilizar aquellos indignantes trenes. ¡Todo era un engaño! Otra cosa era ir a caballo: en un día recorría uno cien verstas y se sentía tan fresco. Y las malas cosechas se debían, en Rusia, a que habían desecado los pantanos de  Pirisk. En  general, las anormalidades eran terribles. Se acaloraba, hablaba a gritos y no dejaba intervenir a nadie. Esta charla interminable, salpicada con risotadas y gestos expresivos, acabó por fatigar a Andrei Efímich.

« ¿Quién de nosotros dos es el loco? – Pensaba irritado- ¿Yo, que procuro no molestar a los viajeros, o este egoísta, que se cree el más inteligente de todos y no deja tranquilo a nadie?»

En Moscú, Mijaíl Averiánich se puso levita militar sin charreteras y pantalones de ribetes rojos. Por la calle iba con gorra militar y capote, y los soldados le saludaban a su paso. A Andrei Efímich le parecía ahora que su compañero había perdido todo cuanto de bueno tuviera en otros tiempos en sus costumbres señoriales, quedándole lo malo. Le agradaba que le atendieran hasta cuando no era necesario en absoluto. Tenía las cerillas ante él, sobre la mesa, y él las veía, pero llamaba al mozo para que se las diera. No sentía reparo en andar delante de la doncella en paños menores; a todos los criados sin excepción, incluso a los viejos, los tuteaba y, al enfadarse, los llamaba zoquetes y estúpidos. Esto le parecía a Andrei Efímich señorial, pero repugnante.

Lo primero de todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a la virgen de Iveria. Rezó fervorosamente, con profundas genuflexiones y lágrimas en los ojos, y al terminar lanzó un profundo suspiro y dijo:

- Aunque uno no sea creyente, parece que se queda más tranquilo cuando reza. Bese la imagen, querido.

Andrei Efímich se turbó e hizo lo que le decían.

Mijaíl Averiánich, a su vez, alargó los labios y, meneando la cabeza, bisbiseó una nueva oración; las lágrimas afluyeron de nuevo a sus ojos. Luego estuvieron en el Kremlin, donde vieron el «Cañón Rey» y la «Campana Reina», y hasta pasaron la mano por sus moles de bronce. Contemplaron las vistas que se abrían hacia Zamosko-vorechie y estuvieron en el templo del Salvador y en el museo de Rumiántsev.

Comieron en el restaurante de Téstov. Mijafi Averiánich examinó durante largo rato la carta, acariciándose las patillas, y dijo, con el tono del gastrónomo acostumbrado a sentirse en los restaurantes como en su casa:

- ¡A ver qué nos da hoy, amigo!

XIV

El doctor iba a un sitio y a otro, miraba, comía, bebía, pero siempre le dominaba un mismo sentimiento: el fastidio que Mijaíl Averiánich le producía. Sentía deseos de descansar de su amigo, de evitarlo, de esconderse, pero su amigo se creía obligado a no separarse de él ni un solo paso y a procurarle el mayor número posible de distracciones. Cuando no había nada que ver, lo entretenía con su charla. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero manifestó      que se encontraba indispuesto y quería quedarse el día entero en el hotel. Su amigo dijo que, en tal caso, también él se quedaría. En efecto, hacía falta descansar, pues de otro modo acabarían fatigados. Andrei Efímich se tumbó en el diván, de cara al respaldo, y, apretando los dientes, estuvo escuchando a su amigo, quien aseguraba con gran calor que Francia, tarde o temprano, acabaría por destrozar a Alemania; que en Moscú había muchos pillos, y que por el simple aspecto de un caballo no era posible apreciar sus cualidades. Al doctor empezaron a zumbarle los oídos, y tenía palpitaciones, pero, por delicadeza, no se atrevía a pedir a su amigo que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich acabó por aburrirse de estar en la habitación del hotel y después de comer salió a dar una vuelta.

Al quedarse solo, Andrei Efímich se entregó al sentimiento del descanso. ¡Qué agradable era permanecer inmóvil, echado en el diván, con la conciencia de que no había nadie más en el cuarto! Sin soledad, es imposible la verdadera dicha. El ángel caído traicionó probablemente a Dios porque sintió deseos de una soledad que los ángeles no conocen. Andrei Efímich quería pensar en lo que había visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la cabeza.

«Y lo cierto es que tomó sus vacaciones y vino conmigo por amistad, movido por un espíritu generoso -pensaba el doctor, irritado-. No hay nada peor que esta tutela de un amigo. Parece que es bueno, magnánimo y alegre, pero resulta aburrido. Insoportablemente aburrido. Lo mismo ocurre con las personas que siempre hablan de cosas inteligentes y buenas, pero que uno se da cuenta de que son unos tipos obtusos.»

Luego, los días siguientes, Andrei Efímich se fingió indispuesto para no salir de la habitación. Permanecía tumbado en el diván, de cara a la pared, y  sufría cuando su  amigo trataba de  distraerle a fuerza  de  conversación, o  descansaba  cuando  el otro salía. Se irritaba consigo mismo, por haber emprendido el viaje, y con su amigo, que cada día se mostraba más hablador y desenvuelto. Le era imposible orientar sus pensamientos hacia algo serio y elevado.

«Es la realidad de que Iván Dmítrich hablaba -pensaba, enfadándose de su mezquindad -. Aunque todo esto es una estupidez... Cuando llegue a casa, todo volverá a su cauce... »

En Petersburgo ocurrió lo mismo: se pasaba el santo día en la habitación, tumbado en el diván, y sólo se levantaba para beber cerveza.

Mijaíl Averiánich no cesaba de insistir en que fuesen a Varsovia lo antes posible.

-¿Para qué voy a ir, amigo mío? -decía Andrei Efímich, con voz suplicante -. Vaya usted solo y déjeme volver a casa. ¡Se lo ruego!

-¡De ninguna manera! - protestaba Mijaíl Averiánich-. Es una ciudad maravillosa. ¡En ella pasé los cinco años más felices de mi vida!

Andrei Efímich no era un hombre de carácter como para mantenerse firme, por lo que, haciendo de tripas corazón, fue a Varsovia. Allí tampoco salía de la habitación, permanecía tumbado en el diván y se irritaba consigo mismo, con su amigo y con los criados, que se resistían tenazmente a comprender el ruso. Mientras tanto, Mijaíl Averiánich, sano, animoso y jovial como de ordinario, recorría de la mañana a la noche la ciudad en busca de sus viejos conocidos. Alguna noche no durmió en el hotel. Después de una de ellas, pasada Dios sabe dónde, volvió muy temprano en un estado de gran agitación, rojo y despeinado. Durante largo rato estuvo paseando de un rincón a otro, gruñendo para sus adentros; luego se detuvo y dijo:

-¡El honor ante todo!

Después de nuevas idas y venidas, se agarró la cabeza con ambas manos y dijo con voz trágica:

-¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldito sea el minuto en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido mío - añadió, volviéndose hacia el doctor -, desprécieme: ¡he jugado y he perdido!  ¡Deme quinientos rublos!

Andrei Efímich los contó y, en silencio, los entregó a su amigo. Este, rojo todavía de vergüenza y cólera, balbuceó un juramento incoherente e innecesario, se puso la gorra y salió a la calle. Al volver, dos horas más tarde, se desplomó en una butaca, dejó escapar un sonoro suspiro y dijo:

-¡Ha sido salvado el honor! ¡Vámonos, amigo mío! No quiero permanecer ni un minuto más en esta maldita ciudad. ¡Son unos granujas! ¡Unos espías austríacos!

Cuando los amigos regresaron a su ciudad, era ya noviembre y las calles estaban cubiertas con una profunda capa de nieve. El puesto de Andrei Efímich lo ocupaba el doctor Jobótov, quien vivía aún en la casa de antes, esperando que aquél volviese y dejase libre el piso del hospital. La mujer fea a la que él llamaba cocinera vivía ya en uno de los pabellones.

Por la ciudad corrían nuevos rumores acerca del hospital. Se decía que la mujer fea había reñido con el inspector y que éste se había arrastrado ante ella de rodillas, pidiendo perdón.

Al día siguiente de su regreso, Andrei Efímich tuvo ya que buscar nuevo alojamiento.

-Amigo mío - le dijo tímidamente el jefe de Correos perdóneme una pregunta indiscreta: ¿de qué recursos dispone?

Andrei Efímich contó en silencio su dinero y dijo:

-De ochenta y seis rublos.

-No me refiero a eso - insistió turbado Mijaíl Averiánich, que no había comprendido al doctor-. Lo que le pregunto es de qué recursos dispone en general.

-Ya se lo he dicho: de ochenta y seis rublos...

No tengo nada más.

Mijaíl Averiánich tenía al doctor por una persona honrada y noble, pero, a pesar de todo, sospechaba que, por lo menos, dispondría de un capital de veinte mil rublos. Ahora, al saber que era un mendigo, que no tenía nada para vivir, rompió a llorar y abrazó a su amigo.

XV

      Andrei Efímich se trasladó a una casita de tres ventanas, propiedad de la viuda de un menestral llamada Vielova. En ella no había más que tres habitaciones, sin contar la cocina. Dos de ellas, con ventanas a la calle, las ocupaba el doctor; en la tercera y en la cocina vivían Dáriushka y la dueña, con sus tres hijos. A veces acudía a pasar la noche el amante de la dueña, un borracho alborotador que atemorizaba a los niños y a Dáriushka. Cuando llegaba, se sentaba en la cocina y empezaba a pedir vodka. Aquello resultaba demasiado estrecho, y el doctor, movido por un sentimiento de compasión, se llevaba a los niños, que no cesaban de llorar, y los acostaba en su misma habitación, en el suelo, cosa que le producía gran satisfacción.

Seguía levantándose a las ocho y, después de tomar el té, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas. Para comprar nuevos, ya no  tenía dinero. Y fuese porque los libros eran viejos o, acaso, porque el ambiente era distinto, la lectura ya no le atraía como antes y le fatigaba. Al objeto de no caer en una ociosidad completa, se dedicó a componer un catálogo completo de sus libros y a pegar las etiquetas correspondientes en los lomos, y este trabajo, mecánico y meticuloso, le resultó más interesante que la lectura. Con su monotonía y minuciosidad, le distraía de un modo incomprensible. No pensaba en nada y el tiempo pasaba con rapidez. Le resultaba entretenido hasta pelar patatas con Dáriuslika en la cocina, o limpiar el alforfón. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie junto a la pared y con los ojos cerrados, escuchaba el canto y pensaba en sus padres, en la Universidad, en las religiones; se sentía tranquilo y triste, y luego, al salir del templo, lamentaba que los oficios hubieran terminado tan pronto.

Estuvo un par de veces en el hospital para visitar a Iván Dmítrich y charlar un rato con él. Pero en ambas ocasiones Iván Dmitrich se mostró muy excitado y colérico; le pidió que le dejase tranquilo, pues le fastidiaban las charlas vacías, y dijo que la única recompensa que pedía a los malditos canallas, por todos sus sufrimientos, era que lo recluyesen donde no hubiera nadie. ¿Es que le iban a negar hasta eso? Cuando Andrei Efímich se despidió de él, las dos veces, deseándole buenas noches, el otro le mostró los dientes y dijo:

-¡Váyase al diablo!

Y Andrei Efímich no sabía ahora si ir una tercera vez. Lo cierto es que sentía deseos de hacerlo.

Antes, terminada la comida, Andrei Efímich daba un paseo por las habitaciones y pensaba; ahora, desde la comida al té de la tarde, permanecía tumbado en el diván, vuelto hacia la pared, y se entregaba  a  unos  pensamientos mezquinos que  no podía apartar de su cabeza. Le molestaba que, después de más de veinte años de servicio, no le hubiesen concedido una pensión, ni siquiera un subsidio. Cierto que no había trabajado a conciencia, pero la pensión la concedían sin excepción a todos los funcionarios, lo mismo si eran honestos que si no lo eran. Porque la justicia moderna consistía precisamente en recompensar con honores, condecoraciones  y  pensiones no  las  cualidades morales  ni  la capacidad, sino el hecho de haber ejercido un cargo, cualquiera que fuese. ¿Por qué debía ser él una excepción? Se le había acabado el dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña. Le debía ya treinta y dos rublos de cerveza. También estaba en deuda con la Vielova. Dáriushka vendía disimuladamente los trajes viejos y los libros y engañaba a la dueña de la casa, diciendo que el doctor iba a recibir pronto una importante suma.

Se enfadaba consigo mismo por haber gastado en el viaje los mil rublos que tenía ahorrados. ¡Qué bien le vendrían ahora! Le molestaba que no le dejasen en paz. Jobótov se creía en la obligación de visitar de tarde en tarde a su colega enfermo. Todo él le causaba repugnancia a Andreí Efímich: la satisfecha cara, su tono indulgente, la palabra «colega», las botas altas; lo que más le molestaba era que se considerase en el deber de tratar a Andrei Efímich y pensase que, en efecto, lo estaba curando. Cada vez le traía un frasco de bromuro potásico y píldoras de ruibarbo.

También Mijaíl Averiánich se creía en el deber de visitar y distraer a su amigo. Entraba siempre con una afectada desenvoltura, reía forzadamente y trataba de hacerle creer que tenía muy buen aspecto y que las cosas, gracias a Dios, iban mejorando, de lo que podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. No le había devuelto la deuda de Varsovia, se sentía violento, abrumado por la vergüenza, y por esto trataba de reír con más fuerza y de contar las cosas más chistosas. Sus anécdotas y cuentos parecían ahora interminables y resultaban un tormento lo mismo para Andrei Efímich que para él mismo.

Cuando  estaba  presente,  Andrei  Efímich  se sentaba en el diván, de cara a la pared, y escuchaba apretando los dientes. En su alma se iban depositando capas de un sentimiento de resquemor, y después de cada visita de su amigo sentía que el resquemor iba subiendo, hasta llegarle a la garganta.

Para acallar los sentimientos mezquinos, trataba de pensar que él mismo, y Jobótov, y Mijaíl Averiánich, acabarían por morir tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza la menor huella de su paso. Si dentro de un millón de años pasaba junto al globo terrestre, en el espacio, un espíritu, lo único que vería sería tierra y rocas desnudas. Todo -la cultura y las leyes morales- habría desaparecido; no crecerían ni siquiera cardos. ¿Qué importaban la vergüenza ante el tendero, el minúsculo Jobótov, la  pesada amistad de Mijaíl Averiánich? Todo esto no era más que un absurdo, tonterías.

Pero tales reflexiones no le servían ya de nada. Apenas empezaba a imaginarse lo que sería el globo terrestre dentro de un millón de años, cuando de detrás de una roca desnuda aparecía Jobótov con sus botas altas, o Mijaíl Averiánich con su forzada risa. Hasta creía oír un murmullo avergonzado: «La deuda de Varsovia, querido, se la pagaré uno de estos días... Sin falta.»

XVI

Un día, Mijaíl Averiánich llegó después de la comida, cuando Andrei Efímich estaba tumbado en el diván. Las cosas rodaron de tal manera, que de ahí a poco se presentó Jobótov con el bromuro potásico. Andrei Efímich se incorporó pesadamente y se sentó, apoyando ambas manos en el diván.

-Hoy, querido - empezó Mijaíl Averiánich -, tiene usted mucho mejor aspecto que ayer. ¡Lo encuentro muy bien! ¡De veras que lo encuentro muy bien!

-Ya es hora de echar el mal pelo, colega – dijo Jobótov-. De seguro que usted mismo está harto de tanto lío.

-¡Nos  curaremos! -exclamó  jovialmente  Mijaíl

Averiánich-. ¡Aún viviremos cien años! ¡Como se lo digo!

-No digo cien, pero sí veinte trató Jobótov de consolarle -. No es nada, no es nada, colega, no hay motivo para abatirse... No vea las cosas tan negras.

-¡Todavía se verá de qué somos capaces! -añadió

Mijaíl Averiánich, lanzando una risotada, y dio unas palmadas en la rodilla de su amigo -. ¡Aún daremos que hablar! El próximo verano, si Dios quiere, iremos al Cáucaso y lo recorreremos a caballo. Y a la vuelta del Cáucaso, si nos descuidamos, celebraremos la boda -y Mijaíl Averiánich hizo un guiño malicioso-. Lo casaremos, querido amigo, lo casaremos...

Andrei Efímich sintió de pronto que el sedimento le subía a la garganta. El corazón empezó a latirle precipitadamente.

-¡Esto es chabacano! -exclamó, levantándose rápidamente y retirándose a la ventana-. ¿No comprenden que lo que dicen resulta chabacano?

Quería seguir en tono cortés, pero, contra su voluntad, apretó los puños y los levantó por encima de la cabeza.

-¡Déjenme! -gritó con voz descompuesta, congestionado y temblando-. ¡Fuera! ¡Fuera los dos, los dos!

Mijaíl Averiánich y Jobótov se pusieron en pie y se le quedaron mirando, primero perplejos y después con miedo.

-¡Fuera  los  dos!  -prosiguió  gritando  Andrei Efímich-. ¡Son  unos torpes, unos estúpidos! ¡No necesito ni  tu  amistad ni  tus  medicinas, imbécil!

¡Qué chabacano es esto! ¡Qué asco! Jobótov y Averiánich se miraron desconcertados, recularon hacia la puerta y salieron al zaguán. Andrei Efímich agarró el frasco del bromuro y se lo tiró. El frasco se rompió con estrépito en el umbral.

-¡Váyanse al diablo! -gritó él con voz llorosa, saliendo al zaguán- ¡Al diablo!

Cuando se quedó solo, Andrei Efímich, temblando como si sufriese un ataque de calentura, se tendió en el diván y siguió repitiendo largo rato:

-¡Estúpidos! ¡Son unos estúpidos!

Cuando se hubo calmado, lo primero que pensó fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía de sentir un bochorno terrible y que todo esto era espantoso. Nunca  le  había  ocurrido  antes  nada  semejante.

¿Dónde estaban la inteligencia y el tacto? ¿Dónde estaban la comprensión de las cosas y ecuanimidad filosófica?

El bochorno y el enfado contra sí mismo le impidieron dormir en toda la noche. Por la mañana, hacia las diez, se dirigió a la oficina de Correos y presentó sus excusas a Mijaíl Averiánich.

-No recordemos lo ocurrido - dijo éste, conmovido y lanzando un suspiro, apretándole la mano-. Olvidémoslo. ¡Liubavkin! - gritó de pronto, de tal modo que todos los empleados y el público se estremecieron-. Trae una silla. ¡Y tú espera! - gritó a una mujer que a través de la ventanilla le alargaba una carta para certificar -. ¿No ves que estoy ocupado? No recordemos lo pasado - prosiguió en tono cariñoso, dirigiéndose a Andrei Efímich-. Siéntese, querido, se lo ruego encarecidamente.

Durante unos instantes, en silencio, se acarició las rodillas y luego dijo:

-Ni siquiera se me había ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es nada agradable, lo comprendo. Su explosión de ayer nos asustó al doctor y a mí, y luego estuvimos hablando de usted largo rato. Querido mío, ¿por qué se resiste a tomar en serio su enfermedad? ¿Es esto posible? Perdóneme mi amistosa franqueza - balbuceó Mijaíl Averiánich -. Usted vive en un ambiente que no puede ser más desfavorable: estrechez, suciedad; no le cuidan, carece de recursos para tratarse... Querido amigo, el doctor y yo se lo suplicamos de todo corazón; atienda nuestro consejo: ¡intérnese en el hospital! Allí tendrá buena alimentación, cuidados, le pondrán en tratamiento. Evgueni Fiódorich, aunque mauvais ton, dicho sea entre nosotros, sabe lo que se lleva entre manos y se puede confiar en él por completo. Me ha dado palabra de que se ocupará de usted.

Andrei Efímich se sintió conmovido por el sincero interés y las lágrimas que de pronto brillaron en las mejillas del jefe de Correos.

-¡No lo crea, mi estimado amigo! - murmuró, llevándose la mano al corazón-. ¡No lo crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad es que, después de veinte años, no he encontrado en toda la ciudad más que a un hombre inteligente, y éste está loco. No hay enfermedad alguna; sencillamente, he caído en un círculo vicioso del que no hay salida. Pero todo me es lo mismo, estoy dispuesto a lo que sea.

-Ingrese en el hospital, querido.

-Me es lo mismo, aunque sea en la cárcel.

-Deme su palabra de que obedecerá en todo a Evgueni Fiódorich.

-Comoquiera, le doy mi palabra, pero le repito que he caído en un círculo vicioso. 

Todo, hasta el sincero interés de mis amigos, conduce ahora a una cosa: a mi perdición. Me pierdo y tengo el valor de reconocerlo.

-Se repondrá, querido.

-¿Para qué decir esto? - replicó Andrei Efímich, irritado-. Muy pocas personas no sienten al fin de su vida lo que yo siento ahora. Cuando le digan algo de los riñones o del corazón dilatado y usted se ponga en cura, o si le dicen que está loco o es un criminal, en una palabra, cuando la gente le preste atención, ha de saber que ha caído en un círculo vicioso del que ya no podrá salir. Cuanto más se esfuerce en hacerlo, más se extraviará. Es preferible que se rinda, porque ningún esfuerzo humano podrá salvarle. Así es como pienso.

Entre tanto, ante la ventanilla iba aumentando el público. Para no ser un estorbo, Andrei Efímich se puso en pie y se despidió. Mijaíl Averiánich le hizo dar de nuevo su palabra de honor y le acompañó hasta la puerta de la calle.

Aquella misma tarde se presentó en su casa Jobótov, con su pelliza y sus botas altas, y le dijo en un tono como si la víspera no hubiese ocurrido nada:

-Tengo que    consultarle  un asunto,   colega.

¿Quiere venir conmigo?

Pensando que Jobótov trataba de distraerle con un paseo, o acaso de proporcionarle la ocasión de ganar algo, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con él a la calle. Le alegraba la oportunidad de poder reparar su culpa de la víspera y en el fondo de su alma estaba agradecido de Jobótov, quien ni siquiera había hecho mención del incidente y, al parecer, le había perdonado. De un hombre tan inculto era difícil esperar tanta delicadeza.

-¿Dónde está el  enfermo? -  preguntó Andrei Efímich.

-En el hospital. Hace tiempo que quería que usted lo viera... Es un caso interesantísimo.

Entraron en el patio del hospital y, sin acercarse al pabellón principal, se dirigieron al de los locos. Y todo esto en silencio. Al entrar, Nikita, según su costumbre, se puso de pie de un salto y quedó en posición de firmes.

-Se ha producido una complicación en los pulmones - dijo a media voz Jobótov, entrando con Andrei Efímich en la sala-. Espere aquí; ahora vuelvo, voy a buscar el fonendoscopio.

Y salió.
 
XVII

Ya anochecía. Iván Dmítrich estaba tumbado en su camastro, con la cara hundida en la almohada; el paralítico, inmóvil, lloraba dulcemente y movía los labios. El mujik gordo y el antiguo seleccionador de cartas dormían. La calma era completa.

Andrei Efímich se había sentado en la cama de Iván Dmítrich y esperaba. Pero transcurrió media hora y, en vez de Jobótov, en la sala entró Nikita, que traía una bata, ropa interior y unos zapatos.

-Tenga la bondad de vestirse, señoría - dijo a media voz-. Aquí tiene su cama, venga -añadió, indicando un camastro vacío que, al parecer, habían traído poco antes-. No es nada; Dios querrá que recobre la salud.

Andrei Efímich lo comprendió todo; sin decir una sola palabra, se trasladó al camastro que Nikita le indicaba y se sentó en él. Al ver que el guardián seguía ante él esperando, se desnudó por completo y le invadió una sensación de vergüenza. Luego se puso la ropa del hospital; los calzoncillos le estaban cortos, y la camisa, larga; la bata olía a pescado ahumado.

-Dios querrá que recobre la salud - repitió Nikita.

Recogió la ropa de Andrei Efímich, salió y cerró la puerta tras él.

«Es lo mismo... - pensó Andrei Efímich, envolviéndose avergonzado en la bata y advirtiendo que con su nueva indumentaria ofrecía el aspecto de un preso-. Es lo mismo... Da igual un frac que un uniforme o que esta bata... »

Pero ¿y el reloj? ¿Y el cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo? ¿Y los cigarrillos? ¿Qué había hecho Nikita de la ropa? Ahora, probablemente, no volvería a ponerse un pantalón, un chaleco ni unas botas. Todo esto parecía extraño y hasta incomprensible en un primer momento. Andrei Efímich seguía convencido de que entre la casa de la Vielova y la sala número seis no había diferencia alguna, que en este mundo todo era un absurdo, vanidad de vanidades; pero las manos le temblaban, los pies se le quedaban fríos y le producía horror pensar que Iván Dmítrich se levantaría pronto y le vería con semejante bata. Se puso en pie, dio unas vueltas y se sentó de nuevo.

Así estuvo media hora, una hora. Aquello le cansaba hasta producirle una sensación de angustia.

¿Sería posible pasar allí un día, una semana, incluso años, como aquella gente? Siguió sentado, se  levantó de nuevo para dar un paseo y volvió a sentarse. Podía acercarse a mirar por la ventana y reemprender sus paseos de un rincón a otro. ¿Y después? ¿Seguir allí eternamente, como una estatua, y pensar? No, apenas sería posible.

Andrei Efímich se tendió en la cama, pero inmediatamente se puso en pie, se limpió con la manga el sudor frío de la frente y notó que toda la cara le olía a pescado ahumado. De nuevo volvió a sus paseos.

-Aquí hay un malentendido... - articuló, abriendo perplejo los brazos-. Hay que poner en claro las cosas, se trata de una confusión...

En este momento se despertó Iván Dmítrich. Se sentó y apoyó la cara en los dos puños. Lanzó un escupitajo. Luego, perezosamente, miró al doctor, sin  que  en  un  primer  momento  pareciera  haber comprendido nada. Pero pronto su semblante soñoliento adquirió una expresión rencorosa y burlona.

-¡Hola! ¿También a usted le han encerrado, amigo? - dijo con una voz ronca, como de quien acaba de despertarse, y guiñando un ojo -. Lo celebro mucho. Antes chupaba usted la sangre de la gente y ahora le chuparán la suya. ¡Magnífico!

-Se trata de un mal entendido... - murmuró Andrei Efímich, a quien las palabras de Iván Dmítrich habían asustado-. Es un mal entendido... - repitió, encogiéndose de hombros.

Iván Dmítrich lanzó otro escupitajo y se tumbó.

- ¡Maldita vida! - gruñó-. Y lo peor de todo es que no terminará con una recompensa por calamidades sufridas, no con una apoteosis, como en la ópera, sino con la muerte. Vendrán los mozos del hospital, agarrarán al muerto de los brazos y las piernas y se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! ¡Qué le vamos a hacer! ... Por el contrario, en el otro mundo tendremos nuestra fiesta... Desde  el  otro  mundo vendré aquí como una sombra y asustaré a estos canallas. Haré que les salgan canas.

Volvió Moiseika y, al ver al doctor, alargó la mano.

-Dame un kópek -dijo.

XVIII

Andrei Efímich se retiró a la ventana y se quedó mirando el campo. Ya había oscurecido y en el horizonte, por la derecha, asomaba una luna fría y rojiza. No lejos de la valla del hospital, todo lo más a cien brazas, se levantaba un edificio alto y blanco, circundado por un muro. Era la cárcel.

« ¡Esa es la realidad! », pensó Andrei Efímich, y sintió miedo.

Le producían miedo la luna y la cárcel, y los clavos de la valla, y la lejana llama de una fábrica. Andrei  Efímich  oyó  un  suspiro  a  sus  espaldas.  Se volvió y vio a un hombre, con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba maliciosamente el ojo. También esto le produjo miedo.

Se dijo que en la luna y en la cárcel no había nada  de  particular, que  las  personas  psíquicamente sanas ostentan también condecoraciones y que, con el tiempo, todo se pudriría y se convertiría en polvo. Pero de pronto la desesperación se apoderó de él, se aferró con ambas manos a la reja y la sacudió con todas sus fuerzas. Los sólidos barrotes no cedieron.

Luego, tratando de disipar sus temores, se acercó al camastro de Iván Dmítrich y se sentó en él.

-Me noto muy decaído, querido - balbuceó, temblando y secándose el sudor frío-. Muy decaído.

-Dedíquese a sus filosofías -replicó en tono de burla Iván Dmítrich.


-Dios mío, Dios mío... Sí, sí... Decía usted que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofan todos, hasta la morralla. Pero que la morralla filosofe no causa daño a nadie - dijo Andrei Efímich, como si sintiese ganas de llorar y mover a compasión-. ¿A qué se debe esa risa rencorosa, querido? ¿Y cómo no va a filosofar esta morralla, si se siente descontenta? El hombre inteligente, culto, orgulloso y libre, semejante a Dios, no tiene otro recurso que ir de médico a una ciudad de mala muerte, sucia y estúpida, y recetar toda su vida ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, estrechez de miras, vulgaridad! ¡Oh, Dios mío!

-Eso son estupideces. Si no le agradaba la carrera de médico, podía haberse hecho ministro.

-Nada, nada es posible. Somos débiles, querido... Yo me mostraba indiferente, razonaba con buen ánimo y sensatez, pero, desde que la vida ha puesto en mí su mano grosera, me siento decaído... sumido en la postración... Somos débiles, no valemos para nada... Y usted también, querido. Usted es inteligente y noble; con la leche materna entraron en usted buenos propósitos, pero, apenas dio los primeros pasos en la vida, se fatigó y cayó enfermo... ¡Somos débiles, débiles!

Algo de lo que no podía verse libre, además del miedo y de un sentimiento de ofensa, no cesaba de inquietar a Andrei Efímich desde que había oscurecido. Acabó por darse cuenta de que quería tomar cerveza y fumar.

-Voy a salir, querido - dijo-. Diré que traigan una vela... No puedo seguir así… en esta situación...

Andrei Efímich se acercó a la puerta y la abrió, pero inmediatamente Nikita se puso en pie de un salto y le cerró el paso.

-¿Adónde va? ¡No se puede salir! - dijo-. Ya es hora de dormir.

-Es sólo un momento; quiero dar una vuelta por el patio -explicó Andrei Efímich, estupefacto.

-No se puede, no está permitido. Usted mismo lo sabe.

Nikita cerró la puerta de un portazo y la sujetó apretando con la espalda.

-¿Qué daño voy a causar a nadie, si salgo? - preguntó Andrei Efímich, encogiéndose de hombros -.

¡No comprendo! ¡Nikita, debo salir! -añadió con voz trémula- ¡Necesito salir!

-No escandalice; eso no está bien -dijo Nikita sentenciosamente.

- ¡El diablo sabe qué es esto! - estalló de pronto

Iván Dmítrich, levantándose-. ¿Qué derecho tiene a no dejarle salir? ¿Cómo se atreven a tenernos encerrados aquí? Creo que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de la libertad sin sentencia de los tribunales. ¡Esto es una violencia! ¡Una arbitrariedad!

-¡Claro que es una arbitrariedad! - repitió Andrei Efímich, estimulado por los gritos de Iván Dmítrich-. ¡Necesito salir, debo salir! ¡No tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!

-¿Lo oyes, bestia? - gritó Iván Dmítrich, y empezó a descargar puñetazos en la puerta- ¡Abre o hecho la puerta abajo! ¡Criminal!

- ¡Abre! - gritó Andrei Efímich, temblando-. ¡Lo exijo!

- ¡Sigue! -contestó Nikita al otro lado de la puerta-. ¡Sigue y verás!

-Por lo menos, dile a Evgueni Fiódorich que venga. Dile que yo se lo ruego... No es más que un minuto.

-El mismo vendrá mañana sin necesidad de que le llamen.

-¡No nos soltarán nunca! -prosiguió, entre tanto, Iván Dmítrich ¡Harán que nos pudramos aquí! ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que en el otro mundo no haya infierno y que estos miserables sean perdonados? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, canalla; no puedo respirar! -gritó con voz ronca, y se lanzó contra la puerta-. ¡Te voy a romper la cabeza! ¡Asesinos!

Nikita abrió la puerta de un tirón, dio un fuerte empujón a Andrei Efímich con las manos y la rodilla y le descargó un puñetazo en la cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola de agua salada le había envuelto y le arrastraba hasta el camastro. En efecto, en la boca notaba un sabor salado: debía de ser sangre de las muelas. Como si tratase de salir a flote, agitó los brazos y se agarró a una cama, al mismo tiempo que sentía que Nikita le daba otros dos puñetazos en la espalda. Iván Dmítrich lanzó un fuerte grito. También debían de pegarle.

A continuación todo quedó en silencio. La escasa luz de la luna entraba por entre los barrotes y sobre el suelo se proyectaba una sombra parecida a una red. Aquello era horrible. Andrei Efímich se tumbó, conteniendo la respiración; esperaba espantado que le golpeasen de nuevo. Era como si alguien le hubiera clavado una hoz, removiéndola varias veces en su pecho y su vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes, cuando de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, brilló con claridad el pensamiento, terrible e insoportable, de que ese mismo dolor debieron de sufrirlo años enteros, día tras día, aquellos hombres que ahora, a la luz de la luna, parecían unas sombras negras. ¿Cómo pudo ocurrir que durante más de veinte años no se hubiese enterado ni hubiese querido saber nada de esto? No sabía, no tenía noticia de ese dolor; lo que quiere decir que no era culpable. Pero la conciencia, tan cerca y ruda como Nikita, le hizo sentir frío de los pies a la cabeza. Se puso en pie, quiso gritar con todas sus fuerzas y correr para matar a Nikita, y luego a Jobótov, al inspector y al practicante; después se quitaría él mismo la vida. Pero de su pecho no salió sonido alguno y las piernas no le obedecieron. Jadeante, se arrancó del pecho la bata y la camisa, las desgarró y, perdido el conocimiento, cayó sobre el camastro.

XIX

A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y sentía malestar general. No le producía vergüenza recordar su debilidad de la víspera. Se había mostrado pusilánime, se había asustado       hasta          de la  luna y           había          expresado sinceramente ideas y sentimientos que jamás sospechó en él. Por ejemplo, la idea de la insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le era lo mismo.

Sin comer ni beber, yacía inmóvil y en silencio.

«Todo me es lo mismo - pensaba cuando le preguntaban algo-. No contestaré... Me da igual.»

Después de la comida llegó Mijaíl Averiánich, que le traía un paquete de té y una libra de mermelada. También estuvo Dáriushka, que permaneció de pie junto a la cama toda una hora con una expresión de sorda amargura en el rostro. Estuvo el doctor Jobótov, quien trajo un frasco de bromuro y ordenó a Nikita que ventilase la sala.

Andrei Efímich murió a media tarde de un ataque de apoplejía. Primero notó grandes escalofríos y náuseas; le pareció que algo repugnante se extendía por todo su cuerpo, hasta por los dedos, algo que, subiendo del estómago, le llegaba hasta la cabeza y le inundaba los ojos y los oídos. Le pareció que lo veía todo verde. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dmítrich, Mijaíl Averiánich y millones de personas creían en la inmortalidad. ¿Y si de pronto resultaba que existía? Pero él no la deseaba; sólo pensó en ella un instante. Una manada de ciervos de excepcional gracia y belleza, cuya descripción había leído la víspera, pasó junto a él; luego una mujer tendió hacia él la mano con una carta certificada... Mijaíl Averiánich dijo algo. Luego desapareció todo y Andrei Efímich perdió la noción de las cosas para siempre.

Llegaron unos mozos del hospital, lo agarraron de los brazos y las piernas y lo llevaron a la capilla. Allí se quedó sobre una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. Por la mañana acudió Serguei Serguéich, oró devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos del que había sido su jefe.

Al otro día se celebró el entierro. Sólo asistieron a él Mijaíl Averiánich y Dáriushka.


FIN