lunes, 27 de febrero de 2012

Pierre Marie, o Sobre el Niño

Leclaire, Serge. MATAN A UN NIÑO.
Amorrortu Editores BS AS 1975


Pierre-Marie, o sobre el niño

¿Por qué habría sido apoyado sobre la chimenea monumental? Cayó sobre la piedra, ante el atrio. Felizmente es sólo el niño de la Virgen, una admi­rable  estatua romántica. Representaba al niño erguido erecto frente a ella; se ha quebrado, la cabeza toca ahora el hombro izquierdo, los pies cortados, el tronco deshecho, las piernas y muslos intactos hasta por encima del sexo. ¿Será posible reconstituirlo? No es nada: el tronco no está roto, está casi entero, totalmente entero, estoy segura. Pero no se nueve. ¡Mamá! Es sin duda mi hijo, ya frío delante del fuego que se ha vuelto a encender. Es imposible. Y sin embargo quiero gritar, me levanto gritando; no oigo nada y  me precipito, segura de que cayó de la cómoda donde lo había apoyado mientras buscaba sus ropas nocturnas; ¿cómo pude adormecerme en este sillón?  ¿O acaso es él quien dormido se cayó? Quiero que alguien acuda para alejarme de este recuerdo. ¿Fui yo quien gritó, o él? Quiero dormir, olvidarlo todo; no, quiero despertarme al fin. Sólo del fuego que veo estoy segura: ¿estaré muerta? Sí, soy yo quien ha muerto... ¡Ojalá nunca hubiese nacido! 
Todo el espacio se ha desvanecido, entre la gloria del niño-rey y el dolor de la Piedad; no hay ya diferencia entre la  historia Sagrada y lo que sigo sin poder vivir. 
«Padre, ¿no ves que me abraso?», sueña el hombre que por un breve instante renunció a velar a su hijo muerto. «Padre, ¿no ves al rey de los elfos?», dice el lúcido niño a su padre, que lo trasporta en loca cabalgata; « ¿no oyes las dulces promesas del rey de los elfos?». «No es nada. Cálmate, hijo mío, es una bruma que flota, el murmullo del viento en las hojas muertas».' ¿No ves, no oyes? No, es imposible. Insoportable es la muerte de un niño: ella realiza el más pro­fundo y secreto de nuestros anhelos. 
Es posible con­cebir la muerte del prójimo sin excesiva pena; sin demasiados interrogantes se acepta matarlo, comer­lo incluso. El horror del parricida parece ya más familiar: Edipo, antes tragedia sacra, es ahora com­plejo. Se ha reconocido el derecho, aunque sea en la imaginación, de destrozar a la madre y de ma­tar al padre (¡es porque usted no ha matado aún a su padre!, dice el buen doctor). Pero matar al niño, no: reaparece el dolor sagrado; es imposible. El propio Dios detiene la mano de Abraham: el sacrificio tendrá lugar, pero un cordero rempla­zará a Isaac. Para que en la madurez se cumpla el misterio de la muerte y de la redención será necesario que al niño-rey, al «hijo de Dios», lo signe la gracia de haber escapado a la masacre de los primogénitos. Estábamos ya en la Historia, no hemos salido de ella. 
En el sillón, la prueba de la verdad; no es posible evitarla. El psicoanalista debe perpetrar indefini­damente el asesinato del niño, reconocer que no puede efectuarlo, contar con la omnipotencia del infans. La práctica psicoanalítica se funda en la revelación del trabajo constante de una fuerza de muerte: la que consiste en matar al niño maravi­lloso (o terrorífico) que de generación en generación atestigua los sueños y deseos de los padres; no hay vida sin pagar el precio del asesinato de la imagen primera, extraña, en la que se inscribe el naci­miento de todos. Asesinato irrealizable, aunque ne­cesario, ya que ninguna vida es posible, ninguna vida de deseo, de creación, si se suspende el asesi­nato del «niño maravilloso», siempre renaciente. El niño maravilloso es ante todo la nostalgia de la mirada materna que lo ha convertido en un esplen­dor extremo, majestuoso como el niño Jesús, luz y joya que brilla con poder absoluto; pero ya es también el abandonado, perdido en un desamparo total, solo frente al terror y a la muerte. En la extraordinaria presencia del niño de carne se im­pone, más fuerte que sus gritos o su risa, la imagen resplandeciente del niño-rey confluyendo con el dolor de la Piedad. A través de su rostro brilla, soberana y decisiva, la figura real de nuestros anhe­los, de nuestras esperanzas y sueños; frágil y hie­rática, representa en este teatro secreto, en el que se juega el destino, la primera (o tercera) persona a partir de la cual eso habla. El niño maravi­lloso es una representación inconciente primordial en la que se anudan, con mayor densidad que en cualquier otra, los anhelos, nostalgias y esperanzas de cada cual. En la trasparente realidad del niño, muestra, casi sin velos, lo _ real de todos nuestros deseos. Nos fascina y no podemos ni apartarnos de ella ni asirla.
  Renunciar a ella es morir, no tener ya razón alguna para vivir; pero fingir estar contenido en ella es condenarse a no vivir en absoluto. Para cada uno hay siempre un niño al que se debe matar, el duelo que se debe hacer y rehacer continuamente de una representación de plenitud, de goce inmóvil, una luz que se debe enceguecer para que pueda brillar y extinguirse sobre un fondo de noche. Aquel que no hace y rehace el duelo_ del niño maravilloso que habría sido, permanece en los limbos y la cla­ridad lechosa de una espera sin sombra ni ilu­sione; pero aquel que cree haber saldado de una vez para siempre su cuenta con la figura del tirano, se exilia de las fuentes de su genio y se cree un espíritu versado frente al reino del goce. Destino común el de este último, que lleva a nuestro hombre a dormirse en el hedonismo de la moda imperante o a fingir despertarse para imaginar un mundo al que la omnipotencia, subrepticiamente introducida por la ventana (que él creía cerrada) de su angustia, soñará con ordenar para bien de todos. ¿Es necesario entonces, para defenderse de la fascinación del niño maravilloso, aceptar como Abraham el sacrificio del hijo, ordenar como el Faraón o como Herodes matar a todos los primo­génitos, ofrecer el hijo a Dios, al tirano o a la pa­tria, consagrarse a una «causa» que nos sobreviva o, más simplemente, a una mujer, a un hombre o a los hijos?
   
Todo «orden» familiar y, con mayor razón aún, social, asume como objetivo hacerse cargo de esta figura, imposible de encontrar o perdida, de felicidad, de caída, de gloria y de impotencia, pero en realidad no hace más que alejarnos de ella. Ya que ningún «orden» puede eximirnos de nuestra propia muerte: no aquella que él organiza y admi­nistra mediante sus pompas guerreras o religiosas, sino la' primera muerte; la que debemos atravesar desde el momento en que nacemos, la que cono­cemos y de la que constantemente hablamos, ya que debemos vivirla cotidianamente, la muerte del opio maravilloso o terrorífico que hemos sido en los sueños de los que nos han hecho nacer, o visto nacer. No basta en absoluto con matar a los padres; lejos de ello, se debe matar también la representa­ción tiránica del niño-rey «yo» [je] empieza en ese instante, marcado ya por la inexorable segunda muerte, la otra, de la que nada hay que decir.
   
Se suele confundir la «primera muerte», la que constantemente debemos realizar para vivir, con la «segunda muerte». Esta confusión tenaz está sóli­damente arraigada, además de dispensarnos de reconocer la más imperativa de las coerciones que nos rigen, la de renacer siempre a la palabra y al deseo haciendo permanentemente el duelo del infans fascinante, ella nos da la ilusión de efectuar un trabajo contra la muerte, aunque su fracaso sea ine­vitable. Las "consecuencias” de esta confusión son conmensurables con su arraigo: glorificación del fra­caso o sacralización de la vida, culto de la deses­peración o apología de la fe. Un breve ejemplo: la 'lógica del suicidio deriva de un silogismo perfecto: para vivir debo matarme; pero no me siento vivir realmente (¡no es vida esta!), entonces me suicido. Haría falta, ¡pero a costa de qué trabajo!, superar la confusión en la que se apoya la verdad de la primera representación -para vivir debo matar la representación tiránica del infans en mí-, a fin de que otra lógica aparezca, regida por la impo­sibilidad de efectuar ese asesinato de una vez por todas y la necesidad de perpetrarlo en toda oportunidad en la que se habla verdaderamente, en todo instante en el que se comienza a amar. 
 El precio que se paga es alto, en ciertos casos. Tomaré como testigos a algunos allegados míos que comparten la pasión del psicoanálisis, cuyo drama se engendró en un trabajo dejado en suspenso. Instalarse en el sillón a la escucha de los analizandos es poner en juego y a prueba su propia relación con esta representación narcisista primaria que he evocado hasta el momento bajo la figura del niño maravilloso; es poner en juego, para no emplearla nunca, la pérdida de la representación extrañamen­te familiar que nos constituye, el infans, en nosotros, es poner en juego y a prueba la propia relación que nos mantiene abiertos al discurso del deseo. Por no haber, sin duda, articulado netamente la diferencia de las dos muertes en la experiencia de cada uno, y por no haber formulado con claridad que el fundamento de nuestro trabajo en psico­análisis es, siempre, reconocer a la fuerza de muerte su verdadero objeto en la representación narcisista primaria, yo dejaba que el trabajo, “inconciente» de mis analizandos-analistas, resueltos (en medida mayor aun de lo que ellos mismos lo sabían) a ir hasta el final, se realizase en un fatal ataque contra sus propios hijos: nacidos muertos, prematuros, de­formes, niños brusca e inexplicablemente afectados a temprana edad por enfermedades graves y ex­cepcionales, accidentes cuasi-suicidas en definitiva Cuando en la realidad aparece así la muerte de un niño, o un ataque contra él, se impone entonces dramáticamente la fuerza de muerte que está en juego en el análisis; el asesinato de la representa­ción narcisista primaria que implica el trabajo psicoanalítico se pretende inserto en la realidad, al no haberse superado la confusión habitual entre el verdadero trabajo de la invierte al que estamos compelidos y la muerte orgánica, que para el ser hablante y deseante sólo puede concebirse con refe­rencia a la primera: aniquilación o resurrección.
   
Añadiré, en lo que a mí respecta, que, en otros casos, la atención prestada implícitamente por el trabajo analítico a la muerte necesaria de la repre­sentación narcisista_ primaria tuvo un efecto opues­to: sea porque la pasión psicoanalítica del anali­zando-analista fuese menos intensa, sea porque for­mulaba así su contraseña para que yo, mediocre entendedor, lo comprendiera: creyéndose estériles, él o ella tuvieron hijos. 
Evoque estos casos extremos solo porque obligan a considerar la fuerza absolutamente coactiva de las mas “original” de las fantasías “matan a un niño”. A todas luces, esta aflora regularmente en el trabajo psicoanalítico, por lo general disfrazada, pero es notable que hasta el día de hoy se hayan tomado en mayor medida en consideración sus satélites organizados en la constelación edípica, fantasías de asesinato del padre,  de hacer suya o despedazar a la madre, de dejando de lado la tentativa de asesinato de Edipo-niña, cuyo fracaso aseguró y determinó el destino trágico del héroe. La fantasía “pegan a un niño”, de apariencia benigna, aunque sólo se confiese con reticencias, aflora corrientemente en la conciencia, por el contrario, “matan a un niño”, si dejamos de lado a Gilles de Rais y sus émulos, sólo aparee como fantasía es decir, como estructura del deseo, en el transcurso de un trabajo psicoanalítico. Así, un Sueño de infancia, de un analizando al que llamaremos Renaud, -retomado a menudo en ensue­ños diurnos, resiste e1 trabajo analítico: parece demasiado simple. Se trata de una escena muy breve: en un pequeño salón, su padre es atacado por un intruso que, sin mediar palabra, le descarga su revólver en el vientre; el padre es baleado pese a que intenta evitar el fuego saltando con las piernas abiertas, y cae luego de cara al piso.  
Es evidente: asesinato del padre por un sustituto dele­gado del soñante, el intruso. La insuficiencia de esta interpretación no se origina en su simplicidad psicoanalíticamente evangélica, en el hecho de que el ensueño diurno se repite, y que, por otra parte, persiste el síntoma que había dado lugar a la evocación del sueño; me refiero a una sensibilidad dolorosa de la fosa iliaca izquierda, un dolor descrito como una contusión interna y que se aviva ante el menor pretexto. Se debe proseguir entonces el análisis del sueño en todos sus  detalles. Y, en primer lugar, la evitación mediante el salto con las piernas abiertas: ese gesto evoca una escena en la que el padre persigue un robusto granuja que había atacado a Renaud de niño y que se aprestaba a golpearlo; ignorarnos si el agresor fue efectiva- capturado en una persecución espectacular, pero la imagen de alguien (¿el sonante niño?, ¿un hombre?) Intentando impedir su huida con brazos y piernas abiertos quedó aparcada. La disputa que dio lugar a esta persecución vengativa lleva a Renaud  a otro relato, que sustituye al recuerdo, de una disputa violenta con un hermano mayor; incertidumbre en lo referente a la naturaleza del enfren­tamiento: el más pequeño, Renaud, ¿no habría triunfado acaso gracias a un vigoroso martillazo asestado sobre la cabeza de su querido hermano? A menos que sea a la inversa. Dos constantes en estas dudas acerca del rol de los actores: un sólido odio fratricida, y el sentimiento profundamente arraigado de disponer de algún recurso oculto que le permite ser el más fuerte en toda ocasión. Seria fastidioso enumerar los detalles asociativos ligados al «en el vientre»; pero conducen, es fácil imaginarlo, a una serie de perplejidades infantiles ya tematizadas por el análisis -fecundación umbilical, oral, anal- y a una profunda hostilidad frente a la madre, cristalizada alrededor de una muy común persecución anal. «En el vientre», también, es el lugar donde fue operada su madre en dos ocasiones: el recuerdo de la segunda intervención es muy preciso (se trataba de una oclusión intesti­nal), mientras que la primera sigue siendo enig­mática, probablemente ginecológica, sin duda este­rilizante, sin que jamás haya sido posible disipar ni confirmar la sombra de un aborto. En ambos casos, ciertamente, la madre corrió serios riesgos de muer­te; las conmovedoras efusiones de la convalecencia testimonian en cada caso la «ambivalencia» de los sentimientos de Renaud. 
Más allá del «asesinato del padre», disponíamos aquí de todo el material necesario para reconocer los sentimientos de Renaud hacia la madre: gran amor y fantasía de despedazamiento. Pero una vez esclarecido esto, el ensueño inicial se repetía, siem­pre enigmático, y el síntoma persistía. Fue nece­sario llegar hasta el niño agredido, que aparecía claramente en el primer recuerdo, confirmado al menos por otros dos ; en uno de ellos Renaud es atacado sin escapatoria por alguien más fuerte que él; en el segundo, es él quien doblega a uno de sus fieles amigos, que lo molestaba más que de cos­tumbre. Podría continuar desenrollando el hilo de las asociaciones: la de la madre, muerta de un amigo muy cercano, la de una vecina querida mar­cada por un trauma del nacimiento. Lentamente se impone la lógica «arcaica» del in­conciente: del mismo modo en que la madre en posición de potencia aparece provista de un pene, el padre en posición de protector puede aparecer como portador de un niño. Se, trata de una fantasía secreta muy conocida por los psicoanalistas. Así, lo que es golpeado, matado en el vientre de la figura paterna del sueño es un niño, sin duda el propio Renaud, que reconoce sentirse antes que nada hijo de su padre. A partir de entonces, la imagen que se muestra en un primer plano en la escena de su inconciente es su propia imagen de niño maravi­lloso y prodigio --como tantos otros niños--. Algo cambia en él... que se debe seguir y retornar. Este ejemplo nos permite apreciar que los elementos de la fantasía originaria «matan a un niño» no se dejan oír en un primer decir; con excesiva frecuencia, la satisfacción primera de esclarecer un fragmento del deseo inconciente suspende nuestro trabajo, dejando cíe lado lo esencial que queda por hacer. 
Sin duda, podemos plantear en este punto, sin anti­cipar ni extrapolar, que la repetición del recuerdo (de la fantasía o del sueño), la resistencia del síntoma, imponen la prosecución del trabajo psicoana­lítico más allá de lo que se ha tenido la satisfacción de reconocer; que la representación incluso velada, disfrazada o desplazada de un niño agredido debe ser recibida como un indicio al que no hay que descuidar: ni siquiera un gatito ahogado, un pe­rrito aplastado, deben ser dejados de lado en la crónica de los acontecimientos : se debe comprender la violencia de las emociones que suscita su evoca­ción -o su repetición actual- --, incluso bajo la máscara del humor o de la ironía, para permitir el despliegue de la fuerza absolutamente coactiva (le la muerte necesaria en cada uno. 
 Es así que en la historia de un cierto Pierre-Marie la insistencia repetitiva del recuerdo de un pequeño perro abogado por su padre nos obligó, en función de la carga emotiva que lo acompañaba, a reconsiderar la muerte en su primer año de un hermano mayor llamado Pierre. Desde las entrevistas preli­minares no se había vuelto a mencionar este acon­tecimiento determinante de su prehistoria. Pierre­-Marie aparece como el reemplazante de Pierre y todo su problema consiste en matar la representa­ción de Pierre-Marie, sustituto viviente de Pierre muerto. Por el momento nos limitaremos a señalar que la violencia de su ira en relación con su padre que mataba al perrito, y su inmensa piedad para con el animal, constituyeron para nosotros la vía de acceso al impase, determinante en él, de la muer­te de Pierre niño. A partir de ese momento de su análisis vagabundeó en sueños alrededor de cemen­terios, fantaseó la muerte de su padre, anheló la de su madre y, siguiendo en esa huella, la de su mujer; comenzó a disputar cada vez con más inten­sidad con su hija mayor, hasta que la envió a ... analizarse. Aunque ya había aparecido en su aná­lisis, el niño muerto era aún letra muerta y está­bamos muy lejos de poder tomar en consideración el hecho de que el niño por matar era el propio Pierre-Marie. Sin embargo, ya era posible reconocer las rupturas de sentido que ofrece la estructura gramatical de la fantasía: en el lugar del «niño» que se mata aparecían entonces el perro, el padre, la madre, la mujer, su propio hijo.
 La formulación indeterminada de la fantasía «matan a un niño» es perfectamente adecuada: sólo se especifica el ver­bo que indica la acción de matar, pero no se sabe quién mata, ni qué «niño» es matado. Nos limita­remos a mencionar las variaciones posibles sobre la identidad del que mata: el padre en lo que con­cierne al perro, ¿pero quién, qué responsable para la muerte de Pierre? ¿El médico (tras el cual se perfila el psicoanalista), la madre demasiado negli­gente o demasiado apasionada, la fatalidad, la edad, o acaso él mismo? La serie de figuras susceptibles de ocupar el lugar del agente indeterminado es ilimitada. Poco importa. Si se retiene, por un lado, la determinación de la acción propuesta por la fan­tasía, matar, y por el otro la especificación relati­va del objeto a que se apunta, «el niño», se com­prueba que la parte esencial de la fantasía está constituida por su estructura gramatical. Retomaré entonces el interrogante fundamental planteado por la fantasía: ¿qué niño? En el caso de Pierre-Marie se comprobará que el niño por matar es el propio Pierre-Marie, y se verá qué es lo que constituye la particular dificultad de esta ejecución. No seguiremos ciegamente a nuestro pa­ciente en sus fantasías suicidas, cuando se com­place en imaginar que se trata de la muerte del hombre sabio y tranquilo que él parece. El Pierre­-Marie por matar es la representación del deseo de su madre, representación llamada con tanto acierto Pierre-Marie, a partir, por un lado, del nombre del hermano muerto y, por el otro, de la Virgen-madre. Lo que se debe matar -para que Pierre-Marie pueda vivir- es la representación tan estrecha­mente ligada a su nombre que aparece, en primer lugar, bajo la forma de un niño consolador, susti­tuto viviente de un muerto y predestinado a la inmortalidad, figura inarticulada del anhelo ma­terno. Lo que se debe matar es una representación que preside, cual un astro, el destino del niño de carne. No siempre es tan fácil como en la historia de Pierre-Marie discernir ese «signo astral», el signi­ficante rector que determina el deseo de la madre representación inconciente propiamente dicha, tan­to más difícil (sino imposible) de discernir y de nombrar cuanto que está inscrita en el inconciente de otro, simple, doble o múltiple, es decir, en el de­seo de los que han hecho nacer o han visto nacer al niño. 
Se deben destacar aquí tres puntos: en primer lu­gar, que el estatuto y la siempre problemática iden­tificación de la representación inconciente del deseo de los padres --en este caso, la representación «Pierre-Marie niño que consuela y sustituto viviente de un niño»- son profundamente diferentes de lo que podrá ser la identificación o la constitución del sujeto Pierre-Marie. Luego, que el sujeto inconcien­te de Pierre-Marie, o sea, sus propios representantes inconcientes, se constituirán ineluctablemente, y en su mayor parte, con referencia a la representación inconciente de su madre. Finalmente, que el repre­sentante inconciente de la fantasía de la madre, cualquiera que sea su especificación figurada o sig­nificante -niño que devora (y no que consuela), corazón de piedra [Pierre] (más precisamente que Pierre)-, será catectizado por el sujeto en su in­conciente como un representante privilegiado, el más íntimo, el más extraño e inquietante de todos. Será catectizado como un representante que nunca ha sido ni será suyo y que, sin embargo, y por su absoluta extrañeza, constituirá lo más secreto (se puede entender, sin sentido peyorativo alguno, ab­yecto) de lo que él es. Este representante incon­ciente privilegiado es lo que designo como representante narcisista primario. El niño que se debe matar, glorificar, el niño omnipotente, el niño terrorífico, es la representación del representante narci­sista primario. Parte maldita y universalmente com­partida de la herencia de cada uno: el objeto del asesinato necesario e imposible. 
La representación narcisista primaria merece Sin lugar a dudas su denominación (le in fans. No habla ni hablará nunca. En la exacta medida en que se comienza a matarla se comienza a hablar; en la medida en que se sigue matándola, se sigue hablan­do verdaderamente, deseando. 
Pierre-Marie vive con dificultad, laboriosamente, acosado por la presencia paralizante de la muerte; sólo de labios para afuera disfruta de las alegrías de su familia, limitando a una intensidad de sombra incierta sus pasiones y su deseo, consagrando a esta sofocación la mayor parte de su energía, que sólo da frutos que no saborea en absoluto en su actividad profesional. Lo que demanda es ser libe­rado del temor de la muerte, y el haber designado provisionalmente a esta muerte como la de Pierre constituye una sólida cabeza de puente en el campo atrincherado de sus defensas. En esos sueños suyos en los que franquea muros, cava trincheras, des­cubre tumbas en cementerios abandonados, busca a su hermano. Ah, el desgraciadito, quiere arre­glar finalmente cuentas con él. Pero ¿cómo matar a un muerto? Como respuesta, Pierre-Marie se ve enfrentado consigo mismo, niño prometido por su madre a la inmortalidad desde antes de su naci­miento, en lugar y a cambio de su hermano; arde como una lámpara votiva destinada a no apagarse nunca. Y, sin embargo, si quiere vivir debe, al mis­mo tiempo que su imagen de luz, matar nueva­mente a su hermano, y destruir a la vez el sueño de su madre: representante que él mismo ha catec­tizado como el núcleo -aun tratándose de un cuer­po extraño-- de su ser, para convertirlo en su «re­presentante narcisista Primario», Pierre-Marie, for­ma de niño perfecto. Es un buen hijo, preocupado por los problemas más nimios de sus viejos padres, a los que rodea de afecto, y también es buen padre. 
El haber hecho un primer hijo, contra su voluntad, piensa, lo precipitó a un matrimonio sobre el cual se interroga constantemente, sin comprender aun que concibiendo hijos se engaña e intenta salir del limbo. ¿Cómo morir? ¿Cómo matar al niño fotóforo que es para su madre? ¿Lo logrará antes de haber enterrado a sus padres? Ayúdeme, me dice, como si quisiese que guíe a su sexo por los caminos del deseo. Lo que pide, en realidad, es que levante el cuchillo del sacrificio y que, como al animal fami­liar, lo inmole, para renacer luego de las cenizas (o de la sangre) del tirano bicéfalo, Pierre «muerto que hay que matar» /Pierre-Marie «monumento conmemoratorio que hay que destruir», para que una primera muerte lo conduzca finalmente al «in­tervalo entre dos muertes» donde podrá vivir. La dificultad particular que experimenta Pierre­-Marie para vivir se origina en el hecho de que, al cuestionar su representación narcisista primaria, toca a su madre en el meollo de su razón incon­ciente ; en el anhelo de su progenitora debe ser el hijo inmortal que remplace a Pierre y anule su desa­parición, debe perpetuarse como tal; pero al renun­ciar a identificarse con la imagen del fotóforo, cons­truida alrededor del sueño de su madre, le asesta un golpe mortal: no sólo destruye la piedra basal de ese sueño en el que ella vive, sino que mata por segunda vez a Pierre, obligándola a hacer un duelo que ella nunca ha hecho. Dura tarea para un «buen hijo»: al menos así persiste en imaginarlo. El tra­bajo de análisis deberá esclarecer y desanudar todas las elaboraciones secundarias que, en su vida, han recubierto la necesidad del asesinato del niño (de la representación narcisista primaria) y, en particular, todas las catectizaciones cuyo soporte constituyen sus hijos a título de negación o de realización de su propia muerte narcisista. 
El caso de Pierre-Marie pone especialmente de ma­nifiesto la dificultad para nombrar al representan­te narcisista primario en cuanto niño-monumento viviente, pero también ilustra el problema impuesto a cada uno por la fantasía «matan a un niño». Aun­que en la historia familiar no haya ningún herma­nito muerto, siempre hay, en el deseo de los padres, algún duelo no hecho, aunque sólo sea el de sus propios sueños infantiles -y su progenitura será siempre y sobre todo el soporte excelente y privi­legiado de aquello a lo que habrán debido renun­ciar-. «El narcisismo primario del niño [...] es más difícil de aprehender a través de la observa­ción directa que de confirmar' con un razonamiento retrospectivo. Si consideramos la actitud de los pa­dres para con sus hijos, estamos obligados a reco­nocer en ella la re vivencia y la reproducción de su propio narcisismo. [ ... ] Existe así una compulsión a atribuir al niño todas las perfecciones [...]. La vida del niño será mejor que la de sus padres, no estará sometido a las necesidades que, según se lo ha experimentado, dominan la vida. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricciones de su volun­tad no existirán en el caso del niño; las leyes natu­rales y de la sociedad se detendrán ante él, será nuevamente el centro y el núcleo de la creación. 
His Majesty the Baby, como uno imaginaba serlo en el pasado. Realizará los sueños de deseo que los padres no han podido cumplir; el varón será un gran hombre, un héroe en lugar del padre; la niña se casará con un príncipe, tardía compensación para la madre. El punto más espinoso del sistema narci­sista, la inmortalidad del yo, que la realidad acosa, reencontró un lugar seguro al refugiarse en el niño. El amor de los padres, tan conmovedor y, en el fondo, tan infantil, no es nada más que su narcisismo redivivo ... ». Emprender el «asesinato del niño», sostener la ne­cesaria destrucción de la representación narcisista primaria (el narcisismo primario, en el texto de Freud), es la tarea común, tan imperativa como irrealizable. ¿Cómo suprimir al niño, cómo deshacerse de algo cuyo estatuto es el de representante inconciente y, por lo tanto, indeleble? Pero, inversamente, ¿cómo escapar a esta necesidad o eludir esta coacción sin permanecer en el limbo de la «infancia» y el irás allá del deseo? Ya que ese es, efectivamente, el destino «loco» que le espera al que no emprende el asesinato del niño omnipotente, la destrucción de la representación narcisista pri­maria. La representación narcisista primaria (el niño en nosotros) es, como todo representante incon­ciente, imborrable; además, al tildarla de inconcien­te, en forma totalmente justificada, se indica que no ofrece ni ha ofrecido nunca acceso alguno a una aprehensión conciente. ¿Cómo concebir entonces la renuncia a algo a lo que no se tiene ni se ha tenido nunca acceso? Tal es el problema general de las relaciones que mantenemos con los representantes inconcientes propiamente dichos, los que han sido objeto de la represión primaria y de los que sólo conocemos, aunque con lujo extremo, sus efectos, o sea, sus retoños. 
Así, recordemos el ejemplo analizado por Freud del recuerdo pantalla de una tarde en la que la recolección de unas flores amarillas, los botones de oro, se vio interrumpida por la llora de la merienda los verdaderos representantes inconcientes --amari­llo (Gelb), miga (Laib) de pan, el gusto o el olor (Geschmnack) irremplazables de ese pan, el cuerpo (Leib) de su prima o de la sirvienta- no son sus­ceptibles de una aprehensión verdadera, en particu­lar por medio de una investigación psicoanalítica a posteriori. Aun en un trabajo psicoanalítico, los representantes inconcientes no se revelan a una aprehensión directa, sino sólo en los efectos produ­cidos sobre la organización del síntoma o de la fan­tasía; para juzgar, a través del efecto producido sobre la organización recubridora del recuerdo, si en esos términos había verdaderamente fragmentos de representantes inconcientes habría sido necesario que, en un proceso analítico, los representantes «Laib/Leib» en su ambigüedad, Gelb y Geschmnack en su referencia sensorial, le hubiesen sido devuel­tos o, incluso, descompuestos, por algún otro en posición de psicoanalista. Con ello no queremos de­cir en absoluto que un discernimiento tal de re­presentantes inconcientes borre su marca determi­nante: un discernimiento acertado se distingue, en realidad, por una organización diferente de sus efectos. 
Así, y para volver a Renaud, dos términos del sueño parecen conducir a representantes inconcientes «saltando con las piernas abiertas» y «en el vien­tre». Piernas abiertas, como apoyo para enfrentar al adversario, con una mezcla de exaltación y de pánico aunados en una sensación viva a nivel del sexo expuesto en esa actitud; complejo de impre­siones cenestésicas, que el movimiento del salto con­firma, poniendo en acto esa exaltación y bosque­jando la carencia de apoyo del pánico, que concluye, en el sueño, en la caída boca abajo. imágenes de despedazamiento, de piernas cortadas en un accidente de tranvía, fantasía de tronco separado de la pelvis, imagen de descuartizamiento, de puente imposible o catastrófico en una acrobática desesperada, pero, sobre todo, sensación de des-composición ante una amenaza, un peligro, una agresión experimentada como impugnación de un sentimiento frágil y, al mismo tiempo, muy intenso, de unidad narcisista; se trata de un pánico interno, revelado por una descomposición del rostro, que da lugar, como posibilidad, a todas las violencias. «En el vientre» dice igualmente esta representación «vis­ceralmente» inconciente de pánico y de exceso, ese sentimiento de un lugar, de unidad y de encuen­tros convergentes, signado por la vulnerabilidad más extrema; pero añade a ello la especificación de un lugar en el que se engendra misteriosamente lo desconocido, armonía rara o cosa abyecta, mierda o maravilla. A partir del recuerdo pantalla del ase­sinato del padre, el progreso del psicoanálisis de Renaud revela, a través de las imágenes y de las palabras del sueño, fragmentos de representantes inconcientes que se puede designar provisoriamente: como composición/descomposición, desarticulación, engendramiento; o describir en términos más flori­dos como descomposición de un rostro a través del cual se muestra la figura frágil y poderosa de una esperanza tranquila y violenta: el propio Renaud. 
Aproximarse a un representante inconciente es re­conocer la gama de las representaciones que ha engendrado en forma coactiva en el valor sustitu­tivo de estas últimas y, así, revelar algo de su poder tiránico. Aclarar en su sombra algunos rasgos del rostro descompuesto de Renaud, comenzar a percibir en la figura de Pierre-Marie el poder marmóreo del monumento del niño inmortal supone ya, al reconocerlos en su condición de representantes inconscientes, doblegar el enceguecimiento de su poder, comenzar a atacar la más fascinante de las figuras del destino: el niño en nosotros.