martes, 17 de marzo de 2009

El Horla

El Horla, Primera y Tercer version.

 Guy de Maupassant

Anotaciones e inclusion de ilustraciones. José Luis González Fernández






Guy de Maupassant nació el 5 de agosto de 1850 en el castillo de Miromesnil (Tourville-sur-Arques), Francia. Su madre, “Neurótica” y el padre “violento” según decía el propio Guy, se separaron luego de interminables discusiones y peleas. Fue admirador y amigo de Gustave Flaubert al que conoció en 1867 y quien le abrió las puertas de algunos periódicos y le presentó a Iván Turgénev y Émile Zola. El escritor viaja a París tras la derrota francesa en la Guerra Franco-Prusiana de 1870 y trabaja como funcionario en varios ministerios, hasta que publica en 1880 su primera gran obra, “Bola de Sebo”, en un volumen naturalista preparado por Émile Zola: "Las veladas de Médan". El relato, de corte fuertemente realista, según las directrices de su maestro Flaubert, fue muy alabado por él.

Fue autor de multitud de cuentos y relatos (más de 300). Sus temas favoritos son los campesinos normandos, los pequeños burgueses, la mediocridad de los funcionarios, la guerra franco prusiana de 1870, las aventuras amorosas o las alucinaciones, el suicidio, el amor y desengaño, de la locura: La Casa Tellier (1881), Los cuentos de la becada (1883), El Horla (1887), a través de algunos de los cuales se transparentan los primeros síntomas de su enfermedad.

Son especialmente destacables sus cuentos de terror, género en el que es reconocido como maestro, a la altura de Edgar Allan Poe. En estos cuentos, narrados con un estilo ágil y nervioso, repleto de exclamaciones y signos de interrogación, se echa de ver la presencia obsesiva de la muerte, el desvarío y lo sobrenatural.

Publicó asimismo 5 novelas: Una vida (1883), la aclamada Bel-Ami (1885) o Fuerte como la muerte (1889), Pierre y Jean, Mont-Oriol y Nuestro Corazón, y El Buen Mozo.

Escribió bajo varios seudónimos: Joseph Prunier en 1875, Guy de Valmont en 1878, Maufrigneuse de 1881 a 1885. Menos conocida es su faceta como cronista de actualidad en los periódicos de la época (Le Gaulois, Gil Blas, Le Figaro...) donde escribió numerosas crónicas acerca de múltiples temas: literatura, política, sociedad...etc.

Atacado por graves problemas nerviosos a consecuencia de la sífilis, aparentemente heredada por sus padres, intenta suicidarse el 1 de enero de 1892. Lo internan en la clínica parisina del Doctor Blanche, donde muere un año más tarde. Está enterrado en el cementerio de Montparnasse, en París.





EL HORLA (1887)


El Horla es un cuento que salió a la luz por primera vez en 1886 y vuelto a elaborar en dos ocasiones por el propio Guy de Maupassant. Presentamos aqui la tercera versión, primero y al final la primera de ellas.

8 de mayo
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo. Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre. A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya. ¡Qué hermosa mañana! A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso. Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo


Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste. ¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón. ¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua. . . con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino. ¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!
16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo. . . ¿de qué?. . . Hasta ahora nunca sentía temor por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila. Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo. . . lo comprendo y lo sé. . . y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme. Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo! Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo. Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.

2 de junio

Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo. De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones. Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante. Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio

He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía. ¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento. Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados. Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba: —¡Qué bien se debe estar aquí, padre! —Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero. El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas. Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas. —¿Cree usted en eso?—pregunté al monje. —No sé—me contestó. Yo proseguí: —Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo? —¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe. Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.

3 de julio

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté: —¿Qué tiene, Jean? —Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo. Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio

Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza! Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena. Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido. Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros. ¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio

Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!

10 de julio

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo... El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas. El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados. El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada. Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté. Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡ Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!... Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío. Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible. En lugar de concluir con estas simples palabras : "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.

14 de julio

Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador. Después: "Vota por la República". Y vota por la República. Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio

Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión. Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad. —Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él. "Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados." Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo: —¿Quiere que la hipnotice, señora? —Sí; me parece bien. Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear. Al cabo de diez minutos dormía. —Póngase detrás de ella—me dijo el médico. Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?" —Veo a mi primo—respondió. —¿Qué hace? —Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ? -—Saca una fotografía del bolsillo. —¿Quién aparece en la fotografía? —Él, mi primo. ¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel. —¿Cómo aparece en ese retrato? —Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo. Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!" Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó. Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta? Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes. No bien regresé me acosté. Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo y me dijo: —La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor. Me vestí de prisa y la hice pasar. Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo: —Querido primo, tengo que pedirle un gran favor. —¿De qué se trata, prima? —Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos. —Pero cómo, ¿tan luego usted? —Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos. Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección. Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto. Sabía que era muy rica y le dije: —¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí? Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió: —Sí... sí... estoy segura. —¿Le ha escrito? Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir. —Sí, me escribió. —¿Cuándo? Ayer no me dijo nada. —Recibí su carta esta mañana. —¿Puede enseñármela? —No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado. —Así que su marido tiene deudas. Vaciló una vez más y luego murmuró: —No lo sé. Bruscamente le dije: —Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos. Dio una especie de grito de desesperación: —¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos . . . Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido. —¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella. —Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo. —¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted ! —¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté entonces. —Sí. —¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó? — Sí.. —Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión. Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió: —Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo: —¿Se ha convencido ahora? —Sí, no hay más remedio que creer. —Vamos a ver a su prima. Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético. Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo: —¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá. Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera. —Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana . Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.

Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.

19 de julio

Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: "Quizá".

21 de julio

Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.

30 de julio

Ayer he regresado a casa. Todo está bien.

2 de agosto

No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.

4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.

6 de agosto

Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda. . . ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas. . . el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!... A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer. Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí. Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones . Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...

7 de agosto

Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño. Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia ". Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones. Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos. Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal. Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.

8 de agosto

Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales. Sin embargo he podido dormir.

9 de agosto

Nada ha sucedido. pero tengo miedo.

10 de agosto

Nada: ¿qué sucederá mañana?



11 de agosto

Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.

12 de agosto, 10 de la noche

Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo—salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán—y no he podido. ¿Por qué?

13 de agosto

Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.

14 de agosto

¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos. De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!

15 de agosto

Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural? Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.

16 de agosto

Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!" Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno. Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité—no dije, grité—con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.

17 de agosto

¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo—y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche. Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos. ¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles. Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua. Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche. Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes. Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí! Entonces, mañana. . . pasado mañana o cualquier a de estos... podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?

18 de agosto

He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...

19 de agosto

¡Ya sé. . . ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento. "El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores." ¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío! Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado. Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión. . . ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?. . . el . . . parece qué me gritara su nombre y no lo oyese. . . el. . . sí. . . grita. . . Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído. . . el Horla. . . es él. . . ¡el Horla. . . ha llegado! . . . ¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros! No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros. . . Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!" Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz. ¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso. Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies? ¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello! Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo. . . va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo. . . Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados . . . ¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!

Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo. Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados. Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz. Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él. Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba. Por último, pude distinguirme completamente como todos los días. ¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.

20 de agosto

¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance? ¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?

21 de agosto

He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...

10 de septiembre
Ruán, Hotel Continental.

Ha sucedido.. . ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado. Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo. De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada. Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma. Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!... Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!" Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver. La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla! De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno... ¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos? ¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura? ¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida. No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . entonces tendré que suicidarme. .





EL HORLA (1886)(Primera versión)



El doctor Marrande, el más ilustre y más eminente de los alienistas, había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios que se ocupaban de ciencias naturales, que fuesen a pasar una hora con él, a la casa de salud que dirigía, para mostrarles a uno de sus enfermos.

En cuanto sus amigos estuvieron reunidos, les dijo:

«Voy a someter a su consideración el caso más raro e inquietante que he conocido nunca. Por lo demás, nada tengo que decirles de mi cliente. Él mismo hablará».

Tocó el doctor entonces la campanilla. Un criado hizo pasar a un hombre. Era muy flaco, de una delgadez de cadáver, con esa delgadez de ciertos locos a los que roe un pensamiento, porque el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.

Tras saludar y sentarse, dijo:

«Sé, caballeros, por qué se han reunido aquí y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo me ha creído loco. Hoy duda. Dentro de un rato, todos ustedes sabrán que mi mente es tan sana, tan lúcida y tan clarividente como las suyas, por desgracia para mí, para ustedes y para toda la humanidad.

»Pero quiero empezar por los hechos mismos, por los simples hechos. Son éstos:

»Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado, mi fortuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Vivía, pues, en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Me gusta la caza y la pesca. A mis espaldas, encima de las grandes rocas que dominan mi casa, tenía uno de los bosques más hermosos de Francia, el de Roumare, y delante de mí uno de los ríos más hermosos del mundo.

»Mi morada es grande, pintada de blanco por fuera, hermosa, antigua, en medio de un gran jardín plantado de árboles magníficos que sube hasta el bosque escalando las enormes rocas de que les he hablado hace un momento.

»Mi servidumbre se compone, o mejor se componía, de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una lavandera que era al mismo tiempo una especie de criada para todo. Toda esta gente vivía en mi casa desde hacía diez a dieciséis años, me conocía, conocía mi morada, la región y todo cuanto rodeaba mi vida. Eran servidores buenos y tranquilos. Importa para lo que voy a decir.

»Añadiré que el Sena, que bordea mi huerta, es navegable hasta Ruán, como sin duda ustedes saben; y que todos los días veía yo pasar grandes barcos de vela y de vapor procedentes de todos los confines del mundo.

»Así pues, el pasado otoño hará un año que, de pronto, me sentí dominado por unos malestares extraños e inexplicables. Al principio fue una especie de inquietud nerviosa que me mantenía en vela noches enteras, en medio de tal sobreexcitación que el menor ruido me hacía estremecerme. Mi humor se agrió. Me dominaban repentinas cóleras inexplicables. Llamé a un médico que me recetó bromuro de potasio y duchas.

»Así pues, me hice duchar mañana y tarde, y empecé a beber bromuro. No tardé mucho en volver a dormir, pero con un sueño más espantoso que el insomnio. Nada más acostarme, cerraba los ojos y quedaba anonadado. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero de la que brusca, horriblemente, me sacaba la espantosa sensación de un peso abrumador sobre mi pecho y de una boca que devoraba mi vida por la boca. ¡Qué sacudidas! No conozco nada más espantoso.

»Figúrense un hombre dormido, al que asesinan, y que despierta con un cuchillo en la garganta; y que, cubierto de sangre, lanza estertores y no puede respirar, y que va a morir, y que no comprende nada... ¡Eso era!

»Adelgazaba de forma inquietante y continua; y de pronto me di cuenta de que mi cochero, que era muy gordo, empezaba a adelgazar como yo.

»Por fin le pregunté: —¿Qué le ocurre, Jean? Usted está enfermo. Me respondió:

»—Me parece que tengo la misma enfermedad que el señor. Son mis noches las que echan a perder mis días.

»Pensé, pues, que había en la casa una influencia febril debida a la vecindad del río, y estaba a punto de marcharme por dos o tres meses, aunque estuviésemos en plena temporada de caza, cuando un minúsculo suceso muy extraño, en el que reparé por casualidad, dio lugar a una serie de descubrimientos tan inverosímiles, fantásticos y espantosos que me quedé.

»Cierta noche que tenía sed, bebí medio vaso de agua y observé que mi jarra, colocada encima de la cómoda frente a mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.

»Durante la noche tuve uno de esos sueños espantosos de que acabo de hablarles. Encendí mi vela, presa de una angustia espantosa, y, cuando quise volver a beber, vi atónito que mi jarra estaba vacía. No podía creer a mis ojos. O alguien había entrado en mi habitación, o yo era sonámbulo.

»A la noche siguiente quise hacer la misma prueba. Cerré pues la puerta con llave para estar seguro de que nadie podía entrar en mi cuarto. Me dormí y me desperté como todas las noches. Se habían bebido todo el agua que yo mismo había visto dos horas antes.

»¿Quién se había bebido aquel agua? Yo, sin duda, y sin embargo estaba seguro, absolutamente seguro, de no haber hecho ningún movimiento en mi sueño profundo y doloroso.

»Recurrí entonces a ardides para convencerme de que no era yo quien cometía aquellos actos inconscientes. Una noche puse junto a la jarra una botella de viejo burdeos, una taza de leche por la que siento horror, y pastas de chocolate que adoro.

»El vino y las pastas permanecieron intactos. La leche y el agua desaparecieron. Entonces cambié todas las noches las bebidas y los alimentos. Nunca tocó nadie las cosas sólidas, compactas, y nunca bebió nadie, en materia de líquidos, otra cosa que leche fresca y agua sobre todo.

»Pero en mi alma seguía aquella duda punzante. ¿Era yo quien se levantaba sin tener conciencia de ello y quien bebía incluso las cosas odiadas, porque mis sentidos abotargados por el sueño sonambúlico podían modificarse, haber perdido sus repugnancias ordinarias y adquirido gustos diferentes?

»Me serví entonces de un nuevo ardid contra mí mismo. Envolví todos los objetos que inevitablemente había que tocar con vendas de muselina blanca y las recubrí además con una servilleta de batista.

»Luego, en el momento de meterme en la cama, me embadurné las manos, los labios y el bigote con mina de plomo.

»A1 despertar todos los objetos seguían inmaculados aunque los habían tocado, porque la servilleta no estaba colocada como yo la había dejado; además, se habían bebido el agua y la leche. Mi puerta cerrada con una llave de seguridad y mis persianas cerradas con candado por prudencia no habían podido dejar entrar a nadie.

»Me planteé entonces esta temible pregunta. ¿Quién estaba allí, todas las noches, a mi lado? »Me doy cuenta, señores, de que estoy relatándoles todo esto demasiado deprisa. Sonríen ustedes, ya tienen formada su opinión: “Es un loco.” Hubiera debido describirles de modo más amplio la emoción de un hombre que, encerrado en su cuarto, y de mente sana, mira, a través del cristal de una jarra, un poco de agua que ha desaparecido mientras él dormía. Hubiera debido hacerles comprender la renovada tortura de cada noche y cada mañana, y ese sueño invencible, y ese despertar más espantoso todavía.

»Pero sigo.

»De pronto, el milagro cesó. Nadie tocaba ya nada en mi cuarto. Se había acabado. Además, empecé a mejorar. Volvió a mí la alegría al saber que uno de mis vecinos, el señor Legite, se hallaba exactamente en el estado en que yo mismo me había encontrado. De nuevo creí en una influencia febril en la región. Mi cochero me había abandonado hacía un mes, muy enfermo.

»Había pasado el invierno, empezaba la primavera. Pero una mañana, cuando paseaba junto a mi parterre de rosales, vi, vi con toda claridad, a mi lado, el tallo de una de las rosas más bellas romperse como si una mano invisible lo hubiera cortado; la flor siguió luego la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y quedó suspendida en el aire transparente, completamente sola, inmóvil, terrible, a tres pasos de mis ojos.

»Dominado por un espanto loco, me arrojé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces me vi dominado por una ira furiosa contra mí mismo. ¡No le está permitido a un hombre razonable y serio tener alucinaciones semejantes!

»Pero ¿era una alucinación? Busqué el tallo. Lo encontré inmediatamente sobre el arbusto, recién cortado, entre otras dos rosas que seguían en la rama; porque eran tres, que yo había visto perfectamente.

»Entonces volví a casa con el alma turbada. Escúchenme, señores, estoy tranquilo; yo no creía en lo sobrenatural, incluso hoy sigo sin creer; pero a partir de ese momento estuve seguro, seguro como del día y de la noche, de que a mi lado existía un ser invisible que me había acosado primero, luego me había abandonado y ahora volvía.

»Tuve prueba de ello algo más tarde.

»En primer lugar, todos los días estallaban entre mis criados disputas furiosas por mil causas fútiles en apariencia, pero desde entonces cargadas de sentido para mi.

»Un jarrón, un hermoso jarrón de Venecia se rompió solo, en pleno día, sobre el aparador del comedor.

»El ayuda de cámara acusó a la cocinera, que acusó a la costurera, que acusó a no sé quién.
»Puertas cerradas por la noche aparecían abiertas por la mañana. Todas las noches robaban leche en la despensa. ¡Ah!

»¿Quién era? ¿De qué naturaleza? Una curiosidad exasperada, mezclada a la cólera y al espanto, me mantenía noche y día en un estado de extrema agitación.

»Pero la casa volvió a quedar tranquila una vez más; y de nuevo creía que se trataba de sueños cuando ocurrió lo siguiente:

»Eran las nueve de la noche del 20 de julio. Hacía mucho calor; había dejado mi ventana abierta de par en par, mi lámpara estaba encendida encima de la mesa, alumbrando un volumen de Musset abierto por «La noche de mayo»; y yo me había echado en un gran sillón donde me dormí.

»Cuando llevaba unos cuarenta minutos dormido, volví a abrir los ojos, sin hacer movimiento alguno, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. Al principio no vi nada, y luego, de golpe, me pareció que una página del libro acababa de volverse completamente sola. Ningún soplo de brisa había entrado por la ventana. Me quedé pasmado; y me puse a esperar. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, si, vi, vi, señores, con mis propios ojos, cómo otra página se levantaba y volvía a caer sobre la anterior como si un dedo la hubiera pasado. Mi sillón parecía vacío, ¡pero comprendí que él estaba allí, él! Crucé el cuarto de un salto para cogerle, para tocarle, para agarrarle, si es que era posible. Pero antes de llegar hasta el sillón, cayó por los suelos como si alguien huyese delante de mí; también cayó mi lámpara, que, roto el cristal, se apagó; y la ventana, bruscamente empujada como si un malhechor la hubiese agarrado en su huida, fue a golpear contra su tope... ¡Ah!

»Me lancé sobre la campanilla y llamé. Cuando apareció mi ayuda de cámara, le dije:

»—He tirado todo y lo he roto todo. Traiga luz.

»No volví a dormirme esa noche. Y sin embargo, podía haber sido juguete de una ilusión. Cuando despiertan, los sentidos permanecen turbados. ¿No había sido yo el que había derribado el sillón y la lámpara al precipitarme como un loco?
»¡No, no había sido yo! Lo sabía sin ningún género de dudas. Y sin embargo quería creerlo.
»Esperen. ¡El Ser! ¿Cómo lo nombraría? ¡El Invisible! No, eso no basta. Le he bautizado el Horla. ¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla apenas me abandonaba a partir de ese momento. Día y noche yo tenía la sensación, la certidumbre de la presencia de aquel inasequible vecino, y también la certidumbre de que él se llevaba mi vida, hora a hora, minuto a minuto.

»La imposibilidad de verle me exasperaba, y por eso encendía todas las luces de mi piso como si, en esa claridad, pudiera descubrirlo.

»Por fin, le vi.
»Ustedes no me creen. Sin embargo, le vi.

»Estaba yo sentado delante de un libro cualquiera, sin leer, al acecho, con todos mis órganos sobreexcitados, acechando a quien sentía cerca de mí. Desde luego estaba allí. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo alcanzarle?

»Delante de mí tenía yo la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha la chimenea. A la izquierda, la puerta, que había cerrado cuidadosamente. A mi espalda, un gran armario de espejo, que me servía cada día para afeitarme y vestirme, y en el que solía mirarme de la cabeza a los pies cada vez que pasaba por delante.

»Así pues, fingía estar leyendo; para engañarle, porque también él me espiaba; y de pronto sentí, estuve seguro de que leía por encima de mi hombro, que estaba allí, rozándome la oreja.

»Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Y... allí se veía como en pleno día... ¡y no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no estaba dentro... Y yo me encontraba enfrente... ¡Delante de mí tenía el gran cristal límpido de arriba abajo! Y yo miraba aquello con ojos enloquecidos, sin atreverme a seguir avanzando, comprendiendo que entre nosotros se encontraba él, y que volvería a escapárseme, pero que su cuerpo imperceptible estaba absorbido por mi reflejo.

»¡Qué miedo pasé! Luego, de pronto, empecé a vislumbrarme en medio de una bruma, en el fondo del espejo, en una bruma como a través de una capa de agua; y me parecía que esa agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviendo más nítida mi imagen segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no parecía poseer contornos netamente definidos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

»Al fin pude distinguirme por completo, tal y como me veo cada día al mirarme.

»Le había visto. Me quedó un espanto que todavía me hace estremecerme.

»Al día siguiente vine aquí, donde rogué que me retuviesen. caballeros, concluyo.

»El doctor Marrande, después de haber dudado mucho tiempo, se decidió a viajar, él solo, a mi tierra. »En la actualidad, tres de mis vecinos están atacados por la misma enfermedad que yo. ¿No es verdad?»

El médico respondió: «¡Verdad!»

—Usted les aconsejó que dejasen agua y leche todas las noches en su cuarto para ver si esos líquidos desaparecían. Y han desaparecido. ¿No han desaparecido esos líquidos igual que en mi casa? El médico respondió con solemne gravedad: —¡Han desaparecido!

—¡Así pues, caballeros, un Ser, un Ser nuevo, que sin duda no tardará en multiplicarse como nosotros nos hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra!

»¡Ah! ¿Sonríen ustedes? ¿Por qué? Porque ese Ser sigue siendo invisible. Pero nuestro ojo, señores, es un órgano tan elemental que apenas puede distinguir otra cosa que lo indispensable para nuestra existencia. Lo que es demasiado pequeño se le escapa, lo que es demasiado grande se le escapa, lo que está demasiado lejos se le escapa. Ignora los millares de pequeños animalillos que viven en una gota de agua. Desconoce los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas vecinas; ni siquiera ve lo transparente.

»Coloquen delante de nuestros ojos un espejo falto de un azogue perfecto, no lo distinguirá y ellos mismos nos lanzarán contra él, como el pájaro enjaulado en una casa, que se rompe la cabeza contra los cristales. Por lo tanto, no ve los cuerpos sólidos y transparentes que, sin embargo, existen, no ve el aire de que nos alimentamos, no ve el viento que es la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba hombres, abate edificios, desarraiga árboles, alza el mar en montañas de agua que hacen desmoronarse acantilados de granito.

»¿Qué tiene de sorprendente que no vean un cuerpo nuevo, al que sin duda le falta la única propiedad de detener los rayos luminosos?

»¿Distinguen ustedes la electricidad? Y sin embargo existe.

»Ese ser, que yo he llamado el Horla, también existe.

»¿Quién es? Señores, ¡es el que la tierra espera después del hombre! El que viene a destronarnos, a someternos, a domarnos, y tal vez a alimentarse de nosotros igual que nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes.

»¡Se le presiente, se le teme y se le anuncia desde hace siglos! El miedo a lo Invisible siempre ha acosado a nuestros padres.

»Ha llegado.

»Todas las leyendas de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire inasequibles y malhechores hablaban de él; de él, presentido por el hombre inquieto y ya estremecido.

»Y todo lo que ustedes mismos, caballeros, hacen desde hace algunos años, eso que ustedes llaman hipnotismo, sugestión y magnetismo... ¡es a él a quien ustedes anuncian, a quien ustedes profetizan!

»Yo les digo que ha llegado ya. Que merodea inquieto a su vez como los primeros hombres, ignorante todavía de su fuerza y su poder, que conocerá pronto, demasiado pronto.

»Y, para terminar, caballeros, he aquí un fragmento de periódico que ha caído por casualidad en mis manos y que procede de Río de Janeiro. Leo:

«Una especie de epidemia de locura parece causar estragos desde hace algún tiempo en la provincia de Sao Paulo. Los habitantes de varios pueblos han huido abandonando sus tierras y casas, y diciéndose perseguidos y devorados por vampiros invisibles que se alimentan de su aliento durante su sueño y que, además, no beben más que agua y algunas veces leche.”

»Y yo añado que pocos días antes del primer ataque de la enfermedad de que he estado a punto de morir, recuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco brasileño de tres palos con las banderas desplegadas... Ya les he dicho que mi casa estaba a orillas del agua... completamente blanca... No cabe duda de que él venía escondido en ese barco...

» No tengo nada más que decir, caballeros. »

El doctor Marrande se incorporó y susurró: —Yo tampoco. No sé si este hombre está loco y si lo estamos los dos... o si... si nuestro sucesor ha llegado realmente...


Para consultar en castellano la vasta obra de Guy de Maupassant, diríjanse a este excelente link:

http://www.iesxunqueira1.com/maupassant/index.htm

martes, 10 de marzo de 2009

Acerca del mecanismo paranoico.

Sigmund Freud / Obras Completas de Sigmund Freud. Standard Edition.
Ordenamiento de James Strachey / Volumen 12 (1911-13). Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente y otras obras / Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente (1911 [1910]). / Acerca del mecanismo paranoico.


Ilutstraciones incluidas por Jose Luis Gonzalez Fernandez
Hasta aquí hemos tratado sobre el complejo paterno que gobierna al caso Schreber y sobre la fantasía central de deseo de la enfermedad contraída. Pero respecto de la paranoia como forma patológica no hay en todo esto nada característico, nada que no pudiéramos hallar, y en efecto hallamos, en otras neurosis. Tenemos que situar la especificidad de la paranoia (o de la demencia paranoide) en algo diverso: en la particular forma de manifestarse los síntomas; y nuestra expectativa no consistirá en imputarla a los complejos, sino al mecanismo de la formación de síntoma o al de la represión. Diríamos que el carácter paranoico reside en que para defenderse de una fantasía de deseo homosexual se reacciona, precisamente, con un delirio de persecución de esa clase.

Tanto más sustantivo es que la experiencia nos alerta para atribuir a la fantasía de deseo homosexual, justamente, un vínculo más íntimo, quizá constante, con la forma de la enfermedad. Desconfiando de mi propia experiencia, en los últimos años indagué con mis amigos C. G. Jung, de Zurich, y S. Ferenczi, de Budapest, una serie de casos de patología paranoide observados por ellos, en relación con este punto. Los historiales clínicos que poseíamos como material de indagación eran tanto de hombres como de mujeres, de diferentes razas, profesiones y rangos sociales, y vimos con sorpresa cuán nítidamente se discernía en todos ellos, en el centro del conflicto patológico, la defensa frente al deseo homosexual, y cómo todos habían fracasado en dominar su homosexualidad reforzada desde lo inconciente. (84) Esto no respondía en absoluto a nuestra expectativa.

Ocurre que en la paranoia la etiología sexual no es, en modo alguno, evidente; en cambio, en su causación resaltan de manera llamativa mortificaciones y relegamientos sociales, sobre todo en el varón. Ahora bien, apenas hace falta ahondar un poco para discernir en estos perjuicios sociales, como lo genuinamente eficaz, la participación de los componentes homosexuales de la vida de sentimientos. Sin duda, mientras el quehacer normal nos impida mirar en lo profundo de la vida anímica, es lícito poner en tela de juicio que los vínculos de sentimiento de un individuo con sus prójimos en la vida social tengan que ver con el erotismo, sea desde el punto de vista fáctico o el genético. Por regla general, el delirio descubre esos vínculos y reconduce el sentimiento social a su raíz en el deseo erótico sensual grosero. Tampoco el doctor Schreber, cuyo delirio culmina en una fantasía de deseo homosexual que es imposible desconocer, había presentado mientras estuvo sano -lo atestiguan todos los informes- indicio alguno de homosexualidad en el sentido vulgar.

Opino que no será superfluo ni injustificado mi intento de mostrar que nuestra inteligencia de hoy -procurada por el psicoanálisis- sobre los procesos anímicos ya es capaz de hacernos entender el papel del deseo homosexual en la contracción de una paranoia.





Indagaciones recientes(85) nos han llamado la atención sobre un estadio en la historia evolutiva de la libido, estadio por el que se atraviesa en el camino que va del autoerotismo al amor de objeto(86). Se lo ha designado «Narzissismus»; prefiero la designación «Narzissmus», no tan correcta tal vez, pero más breve y menos malsonante(87). Consiste en que el individuo empeñado en el desarrollo, y que sintetiza {zusammfassen} en una unidad sus pulsiones sexuales de actividad autoerótica, para ganar un objeto de amor se toma primero a sí mismo, a su cuerpo propio, antes de pasar de este a la elección de objeto en una persona ajena. Una fase así, mediadora entre autoerotismo y elección de objeto, es quizá de rigor en el caso normal; parece que numerosas personas demoran en ella un tiempo insólitamente largo, y que de ese estado es mucho lo que queda pendiente para ulteriores fases del desarrollo. En este símismo {Selbst} tomado como objeto de amor puede ser que los genitales sean ya lo principal. La continuación de ese camino lleva a elegir un objeto con genitales parecidos; por tanto, lleva a la heterosexualidad a través de la elección homosexual de objeto. Respecto de quienes luego serán homosexuales manifiestos, suponemos que nunca se han librado de la exigencia de unos genitales iguales a los suyos en el objeto; para ello ejercen relevante influjo las teorías sexuales infantiles que, en principio, atribuyen los mismos genitales a ambos sexos. (88)

Tras alcanzar la elección de objeto heterosexual, las aspiraciones homosexuales no son -como se podría pensar- canceladas ni puestas en suspenso, sino meramente esforzadas a apartarse de la meta sexual y conducidas a nuevas aplicaciones. Se conjugan entonces con sectores de las pulsiones yoicas para constituir con ellas, como componentes «apuntalados(89)», las pulsiones sociales, y gestan así la contribución del erotismo a la amistad, la camaradería, el sentido comunitario y el amor universal por la humanidad. En los vínculos sociales normales entre los seres humanos difícilmente se colegiría la verdadera magnitud de estas contribuciones de fuente erótica con inhibición de la meta sexual. Y, por otra parte, en este mismo nexo se inserta el hecho de que homosexuales manifiestos, justamente -y entre ellos, de nuevo, los que resisten el quehacer sensual-, descuellen por una participación de particular intensidad en los intereses de la humanidad, unos intereses surgidos por sublimación del erotismo.

En Tres ensayos de teoría sexual formulé la opinión de que cada estadio de desarrollo de la psicosexualidad ofrece una posibilidad de «fijación» y, así, un lugar de predisposición. (90) Personas que no se han soltado por completo del estadio del narcisismo, vale decir, que poseen {besitzen} allí una fijación que puede tener el efecto de una predisposición patológica, están expuestas al peligro de que una marea alta de libido que no encuentre otro decurso someta sus pulsiones sociales a la sexualización, y de ese modo deshaga las sublimaciones que había adquirido en su desarrollo. A semejante resultado puede llevar todo cuanto provoque una corriente retrocedente de la libido («regresión»); tanto, por un lado, un refuerzo colateral por desengaño con la mujer, una retroestasis directa por fracasos en los vínculos sociales con el hombre -casos ambos de «frustración»-, como, por otro lado, un acrecentamiento general de la libido demasiado violento para que pueda hallar tramitación por los caminos ya abiertos, y que por eso rompe el dique en el punto más endeble del edificio. (91) Puesto que en nuestros análisis hallamos que los paranoicos procuran defenderse de una sexualización así de sus investiduras pulsionales sociales, nos vemos llevados a suponer que el punto débil de su desarrollo ha de buscarse en el tramo entre autoerotismo, narcisismo y homosexualidad, y allí se situará su predisposición patológica; quizá la podamos determinar aún con mayor exactitud. Una predisposición semejante debimos atribuir a la dementia praecox de Kraepelin o esquizofrenia (según Bleuler), y esperamos obtener en lo sucesivo puntos de apoyo para fundar el distingo en la forma y desenlace de ambas afecciones por medio de unas diferencias que les correspondan en la fijación predisponente.

Si, de tal suerte, sostenemos que el núcleo del conflicto en la paranoia del varón es la invitación de la fantasía de deseo homosexual, amar al varón, no olvidaremos que para certificar un supuesto tan importante es premisa indispensable indagar un gran número de todas las formas de afección paranoica. Por eso, debemos estar preparados para restringir nuestra tesis, llegado el caso, a un solo tipo de paranoia. Sin embargo, subsiste el hecho asombroso de que todas las formas principales, consabidas, de la paranoia pueden figurarse como unas contradicciones a una frase sola: «Yo [un varón] lo amo [a un varón(92)]», y aun agotan todas las formulaciones posibles de esta contradicción.

A la frase «Yo lo amo [al varón] » la contradice
a.
El delirio de persecución, proclamando en voz alta: «Yo no lo amo -pues yo lo odio». Esta contradicción, que en lo inconciente(93) no podría rezar de otro modo, no puede devenirle conciente al paranoico en esta forma. El mecanismo de la formación de síntoma en la paranoia exige que la percepción interna, el sentimiento, sea sustituida por una percepción de afuera. Así, la frase «pues yo lo odio» se muda, por proyección, en esta otra:
«El me odia (me persigue), lo cual me justificará después para odiarlo». Entonces, el sentimiento inconciente que pulsiona aparece como consecuente de una percepción exterior:
«Yo no lo amo - pues yo lo odio - porque ÉL ME PERSIGUE».
La observación no deja ninguna duda sobre que el perseguidor no es otro que el otrora amado.

b. Otro punto de ataque para la contradicción lo registra la erotomanía, que sin esta concepción permanecería totalmente incomprensible:
«Yo no lo amo -pues yo la amo». Y aquella misma compulsión a proyectar imprime a la frase esta mudanza: «Yo noto que ella me ama». «Yo no lo amo - yo la amo - porque ELLA ME. AMA».
Muchos casos de erotomanía podrían impresionar como unas fijaciones heterosexuales exageradas y disformes, que no tuvieran otro fundamento que ese, si no prestáramos atención a la circunstancia de que todos esos enamoramientos no se instalan con la percepción interna del amar, sino con la del seramado, que viene de afuera. Ahora bien, en esta forma de la paranoia también la frase intermedia «yo la amo» puede devenir conciente, porque su contradicción a la primera frase no es diametral {kontradiktorisch}, no es tan inconciliable como la que media entre amar y odiar. En efecto, sigue siendo posible amarla además de amarlo. De esta suerte, puede suceder que el sustituto de proyección «ella me ama» sea relegado de nuevo por la frase «Pues yo la amo», del «lenguaje fundamental».

c. La tercera y última variedad posible de la contradicción sería ahora el delirio de celos, que podemos estudiar en formas características en el varón y la mujer.

a.-El delirio de celos del alcohólico. El papel del alcohol en esta afección se nos ha vuelto inteligible en todos sus aspectos. Sabemos que este medio de goce cancela inhibiciones y deshace sublimaciones. No es raro que el varón sea empujado al alcohol por el desengaño con la mujer, pero esto, por regla general, equivale a decir que ingresa en la taberna y en la sociedad de los varones, donde halla la satisfacción del sentimiento que echa de menos en su hogar con la mujer. Y si estos varones devienen objetos de una investidura {Besetzung} libidinosa más intensa en su inconciente, se defiende de ella mediante la tercera variedad de la contradicción:
«No yo amo al varón - es ella quien lo ama», y sospecha de la mujer con todos los hombres a quienes él está tentado de amar. Es fuerza que aquí falte la desfiguración proyectiva, porque con el cambio de vía del sujeto que ama el proceso es arrojado sin más fuera del yo. Que la mujer ame a los hombres sigue siendo asunto de la percepción exterior; que uno mismo no ame, sino que odie, que uno no ame a esta persona, sino a estotra, he ahí sin duda unos hechos de la percepción interior.
b.-De manera por entero análoga se establece la paranoia de celos en las mujeres. «No yo amo a las mujeres - sino que él las ama». La mujer celosa sospecha del hombre con todas las mujeres que a ella misma le gustan a consecuencia de su narcisismo predisponente, devenido hiperintenso, y de su homosexualidad. En la elección de los objetos de amor atribuidos al hombre se manifiesta de manera inequívoca el período de la vida en que sobrevino la fijación; son a menudo personas ancianas, ineptas para el amor real, refrescamientos de las cuidadoras, sirvientas, amigas de su infancia, o directamente sus hermanas competidoras.

Ahora bien, se creería que una frase de tres eslabones como «yo lo amo» admitiría sólo tres variedades de contradicción. El delirio de celos contradice al sujeto, el delirio de persecución al verbo, la erotomanía al objeto. Sin embargo, es posible además una cuarta variedad de la contradicción, la desautorización en conjunto de la frase íntegra:«Yo no amo en absoluto, y no amo a nadie», y esta frase parece psicológicamente equivalente -puesto que uno tiene que poner su libido en alguna parte- a la frase: «Yo me amo sólo a mí». Esta variedad de la contradicción nos da entonces por resultado el delirio de grandeza, que podemos concebir como una sobrestimación sexual del yo propio y, así, poner en paralelo con la consabida sobrestimación del objeto de amor. (94)

No ha de carecer de valor para otros fragmentos de la doctrina de la paranoia que en la mayoría de las otras formas de afección paranoica se compruebe un suplemento de delirio de grandeza. Es que tenemos derecho a suponer que el delirio de grandeza es enteramente infantil y se lo sacrifica en el ulterior desarrollo de la sociedad, y, por otra parte, que ningún influjo lo sofoca de manera tan intensa como un enamoramiento que capture con fuerza al individuo:
«Pues donde el amor despierta, muere el yo, el tenebroso déspota» (95)

Tras estas elucidaciones sobre la inesperada significatividad de la fantasía de deseo homosexual para la paranoia, volvamos sobre aquellos dos factores en que de antemano situaríamos lo característico de esta forma patológica: el mecanismo de la formación de síntoma y el de la represión {esfuerzo de desalojo}.

En principio, no tenemos ningún derecho a suponer que esos dos mecanismos sean idénticos, que la formación de síntoma se produzca por el mismo camino que la represión, por ejemplo recorriéndolo en la dirección opuesta. Semejante identidad en modo alguno es muy probable; no obstante, nos abstendremos de todo enunciado sobre ello antes de la indagación.

En la formación de síntoma de la paranoia es llamativo, sobre todo, aquel rasgo que merece el título de proyección. Una percepción interna es sofocada, y como sustituto de ella adviene a la conciencia su contenido, luego de experimentar cierta desfiguración, como una percepción de afuera. En el delirio de persecución, la desfiguración consiste en una mudanza de afecto; lo que estaba destinado a ser sentido adentro como amor es percibido como odio de afuera. Uno estaría tentado de postular este asombroso proceso como lo más sustantivo de la paranoia y absolutamente patognomónico de ella, si no recordara a tiempo que:
1) la proyección no desempeña el mismo papel en todas las formas de paranoia, y
2) no ocurre sólo en la paranoia, sino también bajo otras constelaciones de la vida anímica, y aun cabe atribuirle una participación regular en nuestra postura frente al mundo exterior. Si no buscamos en nosotros mismos, como en otros casos lo hacemos, las causas de ciertas sensaciones, sino que las trasladamos hacia afuera, también este proceso normal merece el nombre de proyección. Así advertidos de que en la inteligencia de la proyección estamos frente a procesos psicológicos más universales, nos decidimos a reservar el estudio de la proyección -y, con este, el del mecanismo de la formación paranoica de síntoma en general para otro contexto(96), aplicándonos ahora a buscar las representaciones que podamos formarnos acerca del mecanismo de la represión en la paranoia. A fin de justificar nuestra renuncia provisional, anticipo lo que descubriremos: la modalidad del proceso represivo se entrama de manera más íntima que la modalidad de la formación de síntoma con la historia de desarrollo de la libido y con la predisposición dada en ella. En la consideración psicoanalítica hacemos derivar universalmente de la represión los fenómenos patológicos. Si consideramos mejor lo que «represión» designa, hallamos ocasión para descomponer el proceso en tres fases que admiten una buena separación conceptual. (97)

1. La primera fase consiste en la fijación, precursora y condición de cada «represión». El hecho de la fijación puede ser formulado como sigue: una pulsión o componente pulsional no recorre el desarrollo previsto como normal y, a consecuencia de esa inhibición del desarrollo, permanece en un estadio más infantil. La corriente libidinosa respectiva se comporta respecto de las formaciones psíquicas posteriores como una que pertenece al sistema del inconciente, como una reprimida. Ya dijimos que en tales fijaciones de las pulsiones reside la predisposición a enfermar luego y, podemos agregar, sobre todo el determinismo para el desenlace de la tercera fase de la represión.

2. La segunda fase es la represión propiamente dicha, que hasta ahora hemos considerado de preferencia. Ella parte de los sistemas del yo de desarrollo más alto, susceptibles de conciencia, y en verdad puede ser descrita como un «esfuerzo de dar caza» {«Nachdrängen»}. Impresiona como un proceso esencialmente activo, mientras que la fijación se presenta como un retardo en verdad pasivo. A la represión sucumben los retoños psíquicos de aquellas pulsiones que primariamente se retrasaron, cuando por su fortalecimiento se llega al conflicto entre ellas y el yo (o las pulsiones acordes con el yo), o bien aquellas aspiraciones psíquicas contra las cuales, por otras razones, se eleva una fuerte repugnancia. Ahora bien, esta última no traería por consecuencia la represión si no se estableciera un enlace entre las aspiraciones desagradables, por reprimir, y las ya reprimidas. Toda vez que ello sucede, la repulsión de los sistemas concientes y la atracción de los inconcientes ejercen un efecto de igual sentido para el logro de la represión. En realidad, los dos casos que hemos separado pueden dividirse de manera no tan tajante y distinguirse sólo por un más o un menos en cuanto a la contribución de las pulsiones primariamente reprimidas.

3. Como tercera fase, y la más sustantiva para los fenómenos patológicos, cabe mencionar el fracaso de la represión, la irrupción, el retorno de lo reprimido. Tal irrupción se produce desde el lugar de la fijación y tiene por contenido una regresión del desarrollo libidinal hasta ese lugar. En cuanto a las diversidades de la fijación, ya las hemos consignado; ellas son tantas cuantos estadios hay en el desarrollo de la libido, Tenemos que estar preparados para hallar otras diversidades en los mecanismos de la represión propiamente dicha y en los de la irrupción (o de la formación de síntoma), y desde ahora estamos autorizados á conjeturar que no podremos reconducirlas todas a la sola historia de desarrollo de la libido.

Es fácil colegir que con estas elucidaciones rozamos el problema de la elección de neurosis, que, empero, no puede ser abordado sin trabajos preparatorios de otra índole.

Acordémonos ahora de que ya hemos tratado sobre la fijación, hemos pospuesto la formación de síntoma, y limitémonos a este problema: si del análisis del caso Schreber se obtiene alguna referencia al mecanismo de la represión (propiamente dicha) que prevalece en la paranoia.

En el apogeo de la enfermedad, se formó en Schreber, bajo el influjo de unas visiones «de naturaleza en parte horrorosa, pero en parte también de una indescriptible grandiosidad» (73), la convicción sobre una gran catástrofe, un sepultamiento {fin} del mundo. Voces le decían que estaba perdida la obra de un pasado de 14.000 años, a la Tierra no le quedaban sino 212 años de vida (71); en el último período de su estadía en el instituto de Flechsig consideraba ya trascurrido ese lapso. El mismo era el «único hombre real que quedaba», y a las pocas figuras humanas que aún veía -el médico, los enfermeros y pacientes- las declaraba «hombres de milagro, improvisados de apuro». De tiempo en tiempo se abría paso también la corriente recíproca; le presentaban una hoja de periódico donde se leía la noticia de su propia muerte (81), él había sido hechizado en una figura segunda, inferior, y fallecido mansamente en esa figura un buen día (73).

Pero la plasmación del delirio que retenía al yo y sacrificaba al mundo demostró ser con mucho la más potente. Acerca de la causación de esta catástrofe, él se formaba diversas representaciones; pensaba ora en un congelamiento por retiro del Sol, ora en una destrucción por terremotos, donde él como «visionario» alcanzaba un papel de fundador parecido al que supuestamente había tenido otro visionario en el terremoto de Lisboa de 1755 (91). 0 era Flechsig el culpable, pues con sus artes ensalmadoras había sembrado miedo y terror entre los hombres, destruido las bases de la religión y causado la propagación de una nerviosidad e inmoralidad universales, a consecuencia de lo cual unas pestes devastadoras se desataron sobre el género humano (91). De cualquier modo, el sepultamiento del mundo era la consecuencia del conflicto que había estallado entre él y Flechsig o, según se figuraba la etiología en la segunda fase del delirio, de su lazo ahora indisoluble con Dios, vale decir, el resultado necesario de haber contraído él su enfermedad. Años después, cuando el doctor Schreber hubo regresado a la comunidad humana y no pudo descubrir, en los libros, piezas musicales y bienes de uso devueltos a sus manos, nada conciliable con el supuesto de un gran abismo temporal en la historia de la humanidad, admitió que su concepción ya no podía tenerse en pie: « ... no puedo sustraerme de admitir que, exteriormente considerado, todo ha permanecido como antes.

En cuanto a saber si de todos modos no se ha consumado una alteración interior de profundo influjo, más adelante me referiré a ello» (84-5). No podía dudar de que el mundo había caído sepultado durante su enfermedad, y el que ahora veía ante sí no era, entonces, el mismo.

Semejante catástrofe del mundo durante el estadio turbulento de la paranoia tampoco es rara en otros historiales clínicos. (98) En el terreno de nuestra concepción de la «investidura libidinal», y si nos guiamos por la apreciación de los demás hombres como «improvisados de apuro», no nos resultará difícil explicar esas catástrofes. (99)

El enfermo ha sustraído de las personas de su entorno, y del mundo exterior en general, la investidura libidinal que hasta entonces les había dirigido; con ello, todo se le ha vuelto indiferente y sin envolvimiento para él, y tiene que explicarlo, mediante una racionalización secundaria, como cosa «de milagro, improvisada de apuro». El sepultamiento del mundo es la proyección de esta catástrofe interior; su mundo subjetivo se ha sepultado desde que él le ha sustraído su amor. (100)
Tras la maldición con la que Fausto reniega del mundo, el coro de espíritus canta:

« ¡Ay! ¡Ay!
¡Has destruido
con puño poderoso
este bello mundo!
¡Se hunde, se despeña!
¡Un semidiós lo ha hecho pedazos!
¡Más potente
para los hijos de la Tierra,
más espléndido,
reconstrúyelo,
dentro de tu pecho reconstrúyelo!».(101)


Y el paranoico lo reconstruye, claro que no más espléndido, pero al menos de tal suerte que pueda volver a vivir dentro de él. Lo edifica de nuevo mediante el trabajo de su delirio.

Lo que nosotros consideramos la producción patológica, la formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción. (102) Tras la catástrofe, ella se logra más o menos bien, nunca por completo; una «alteración interior de profundo influjo», según las palabras de Schreber, se ha consumado en el mundo. Pero el hombre ha recuperado un vínculo con las personas y cosas del mundo, un vínculo a menudo muy intenso, si bien el que antes era un vínculo de ansiosa ternura puede volverse hostil.




Diremos, pues: el proceso de la represión propiamente dicha consiste en un desasimiento de la libido de personas -y cosas- antes amadas. Se cumple mudo; no recibimos noticia alguna de él, nos vemos precisados a inferirlo de los procesos subsiguientes. Lo que se nos hace notar ruidoso es el proceso de restablecimiento, que deshace la represión yreconduce la libido a las personas por ella abandonadas. En la paranoia, este proceso se cumple por el camino de la proyección. No era correcto decir que la sensación interiormente sofocada es proyectada hacia afuera; más bien inteligimos que lo cancelado adentro retorna desde afuera. La indagación a fondo del proceso de la proyección, que hemos pospuesto para otra oportunidad, nos aportará la definitiva certeza sobre esto.

Por ahora, no nos daremos por disconformes si la intelección recién adquirida nos fuerza a una serie de ulteriores exámenes.

1. La más somera reflexión nos dice que un desasimiento de la libido no puede ser exclusivo de la paranoia ni tener, en los otros casos en que sobreviene, unas consecuencias tan funestas. Es muy posible que el desasimiento de la libido sea el mecanismo esencial y regular de toda represión; nada sabremos sobre esto hasta que las otras afecciones de represión no hayan sido sometidas a un estudio análogo. Es seguro que en la vida anímica normal (y no sólo en el duelo) consumamos de continuo tales desasimientos de la libido de personas u otros objetos, sin enfermar por ello. Cuando Fausto reniega del mundo con aquellas maldiciones, de ahí no resulta ninguna paranoia u otra neurosis, sino un particular talante psíquico global. Por tanto, la soltura libidinal no puede ser en sí y por sí lo patógeno en la paranoia; hace falta un carácter particular que diferencie el desasimiento paranoico de la libido de otras variedades de ese mismo proceso. No resulta difícil proponer un carácter así. ¿Cuál es el ulterior destino de la libido liberada por aquella soltura? Normalmente, buscamos enseguida un sustituto para la adherencia cancelada; hasta no lograrlo, conservamos la libido libre flotando dentro de la psique, donde origina tensiones e influye sobre el talante; en la histeria, el monto libidinal liberado se muda en inervaciones corporales o en angustia. Ahora bien, en la paranoia tenemos un indicio clínico de que la libido sustraída del objeto es llevada a un particular empleo.

Recordemos que la mayoría de los casos de paranoia muestran un poco de delirio de grandeza, y que este último puede constituir por sí solo una paranoia. De ahí inferiremos que en la paranoia la libido liberada se vuelca al yo, se aplica a la magnificación del yo. (103) Así se vuelve a alcanzar el estadio del narcisismo, conocido por el desarrollo de la libido, estadio en el cual el yo propio era el único objeto sexual. En virtud de ese enunciado clínico supondremos que los paranoicos conllevan una fijación en el narcisismo, y declaramos que el retroceso desde la homosexualidad sublimada hasta el narcisismo indica el monto de la regresión característica de la paranoia. (104)

2. Una objeción de igual evidencia puede apoyarse en el historial clínico de Schreber (y en muchos otros) aduciendo que el delirio de persecución (hacia Flechsig) se presentó inequívocamente antes que la fantasía de fin {sepultamiento} del mundo, de suerte que el supuesto retorno de lo reprimido habría precedido a la represión misma, lo cual es un evidente contrasentido. Atendiendo a esta objeción, debemos descender de la consideración más general a la apreciación en detalle de estas complicadísimas constelaciones reales. Es preciso admitir la posibilidad de que ese desasimiento de la libido pueda ser tanto parcial, un retiro de un complejo único, como general. Y acaso la soltura parcial sea, con mucho, la más frecuente y la que introduce a la general, puesto que en principio es la única motivada por los influjos de la vida. Después puede seguir siendo parcial o perfeccionarse en una soltura general que se anuncie de manera estridente mediante el delirio de grandeza. En el caso de Schreber, el desasimiento de la libido de la persona de Flechsig pudo ser lo primario; pronto lo siguió {nachfolgen} el delirio que recondujo otra vez la libido a Flechsig (con signo negativo, como marca de la represión sobrevenida), cancelando así la obra de la represión. Ahora vuelve a desatarse la lucha represiva, pero esta vez se vale de medios más poderosos; en la medida en que el objeto impugnado deviene lo más importante en el mundo exterior, por una parte quiere atraerse toda libido, por la otra moviliza contra sí todas las resistencias, y la lucha en torno de ese objeto único se vuelve comparable a una batalla general en cuyo trascurso el triunfo de la represión se expresa por el convencimiento de que el mundo ha sido sepultado y ha quedado el símismo solo. Sí se abarcan panorámicamente las artificiosas construcciones que el delirio de Schreber edifica sobre suelo religioso (la jerarquía divina, las almas probadas, los vestíbulos del cielo, el Dios inferior y el superior), se puede medir, en inferencia retrospectiva, cuán grande riqueza de sublimaciones se ha arruinado por la catástrofe del desasimiento general de la libido.

3. Una tercera reflexión, que se sitúa en el terreno de los puntos de vista aquí desarrollados, nos sugiere preguntarnos si debemos suponer lo bastante eficaz el desasimiento general de la libido del mundo exterior como para explicar desde ahí el «sepultamiento del mundo», y si en tal caso no alcanzarían las investiduras yoicas(105) retenidas para mantener el rapport con el mundo exterior. Uno debería entonces hacer coincidir lo que llamamos investidura libidinal (interés desde fuentes eróticas) con el interés en general, o bien considerar la posibilidad de que una vasta perturbación en la colocación de la libido pueda inducir también una perturbación correspondiente en las investiduras yoicas. Ahora bien, estos son unos problemas para cuya respuesta carecemos de todo socorro y somos incompetentes. Distinto sería sí pudiéramos partir de una doctrina de las pulsiones segura. En verdad, no poseemos nada parecido. Aprehendemos la pulsión como el concepto fronterizo de lo somático respecto de lo anímico, vemos en ella el representante {Repräsentant} psíquico de poderes orgánicos y aceptamos el distingo popular entre pulsiones yoicas y pulsión sexual, que coincide, nos parece, con la doble situación del individuo, el cual aspira tanto a su propia conservación como a la de la especie. (106) Pero lo demás son construcciones que postulamos -y que por cierto estamos dispuestos a abandonar- para orientamos en la maraña de los más oscuros procesos anímicos. Justamente, esperamos que las indagaciones psicoanalíticas sobre procesos anímicos patológicos nos impongan ciertas decisiones sobre los problemas de la doctrina de las pulsiones. Dado que tales indagaciones están en su infancia y se las realiza en forma aislada, es imposible que esa expectativa tenga cumplimiento aún. No se puede desechar la posibilidad de que las perturbaciones libidinales ejerzan unos efectos de contragolpe sobre las investiduras yoicas, como tampoco lo inverso, a saber, que alteraciones anormales en el interior del yo produzcan la perturbación secundaria o inducida de los procesos libidinales. Y aun es probable que procesos de esta índole constituyan el carácter diferenciador de la psicosis. Hoy por hoy somos incapaces de indicar lo que de ello importe para la paranoia. Querría destacar un solo punto de vista. No se puede afirmar que el paranoico, aun en el apogeo de la represión, haya retirado por completo su interés del mundo exterior, descripción esta última que es preciso adoptar, por ejemplo, con respecto a ciertas otras formas de psicosis alucinatoria (la amentia de Meynert). El paranoico percibe el mundo exterior, se da razón de sus alteraciones, la impresión que le produce lo incita a operaciones explicativas (los hombres «improvisados de apuro»), y por eso considero totalmente verosímil que su relación alterada con el mundo se pueda explicar de manera exclusiva o predominante por la falta del interés libidinal. (107)

4. Dados los estrechos vínculos de la paranoia con la dementia praecox, uno no puede dejar de preguntarse por el eventual influjo que la concepción expuesta para la primera ejercerá sobre la vigente para la segunda. Estimo bien justificado el paso que dio Kraepelin al fusionar en una nueva entidad clínica, junto con la catatonía y otras formas, mucho de lo que antes se llamara «paranoia», aunque fue un desacierto escoger para esa unidad el nombre de «dementia praecox». También a la designación de «esquizofrenia», propuesta por Bleuler para ese mismo grupo de formas, cabría objetarle que sólo parece utilizable si uno no recuerda su significado literal(108); además, prejuzga demasiado, pues emplea para la denominación un carácter postulado en la teoría y que, por añadidura, no le es exclusivo y, a la luz de otros puntos de vista, no puede ser declarado el esencial. Pero, en general, no es muy importante cómo se nombre a los cuadros clínicos. Más sustantivo me parece conservar la paranoia como un tipo clínico independiente, aunque su cuadro harto a menudo se complique con rasgos esquizofrénicos; en efecto, desde el punto de vista de la teoría de la libido, se la puede separar de la dementia praecox por una diversa localización de la fijación predisponente y un mecanismo distinto del retorno [de lo reprimido] (formación de síntoma), no obstante tener en común con aquella el carácter básico de la represión propiamente dicha, a saber, el desasimiento libidinal con regresión al yo. Entiendo que lo más adecuado es bautizar a la dementia praecox con el nombre de «parafrenia», que, en sí mismo de contenido indeterminado, expresa sus vínculos con la paranoia (que conservaría su designación) y además recuerda a la hebefrenia incluida en ella. Y no importa que el nombre ya se haya propuesto antes para otra cosa, pues estas otras acepciones no han cobrado vigencia. (109)

Abraham ha expuesto con particular vividez cómo se destaca de manera clarísima en la dementia praecox el carácter del alejamiento de la libido del mundo exterior. A partir de ese carácter inferimos nosotros la represión por desasimiento libidinal. Y en cuanto a la fase de las alucinaciones tormentosas, también la aprehendemos, aquí, como fase de la lucha de la represión contra un intento de restablecimiento que pretende devolver la libido a sus objetos. En los delirios {Delirie(110)} y estereotipias motrices de la enfermedad, Jung [1908] ha discernido con extraordinaria perspicacia analítica los restos, convulsivamente retenidos, de las antiguas investiduras de objeto. Ese intento de recuperación, que el observador tiene por la enfermedad misma, no se sirve, empero, de la proyección, como en la paranoia, sino del mecanismo alucinatorio (histérico). He ahí una de las grandes diferencias respecto de la paranoia, susceptible de un esclarecimiento genético desde otro lado. El desenlace de la dementia praecox, toda vez que la afección no permanezca demasiado parcial, aporta la segunda diferencia. Aquel es, en general, más desfavorable que el de la paranoia; no triunfa, como en esta última, la reconstrucción, sino la represión. La regresión no llega hasta el narcisismo exteriorizado en el delirio de grandeza, sino hasta la liquidación del amor de objeto y el regreso al autoerotismo infantil. Por tanto, la fijación predisponente debe de situarse más atrás que en el caso de la paranoia, o sea, estar icontenida al comienzo del desarrollo que partiendo del autoerotismo aspira al amor de objeto. Por otro lado, no es en modo alguno probable que los arrestos homosexuales, que en la paranoia hallamos de manera tan frecuente, y quizá regular, desempeñen un papel de parecida sustantividad en la mucho menos restringida dementia praecox.

Nuestros supuestos sobre las fijaciones predisponentes en la paranoia y la parafrenia permiten entender sin más que un caso pueda empezar con síntomas paranoicos y desarrollarse, empero, hasta una demencia; que fenómenos paranoides y esquizofrénicos se combinen en todas las proporciones, y pueda producirse un caso como el de Schreber, que merece el nombre de «demencia paranoide»: da razón de lo parafrénico por la relevancia de la fantasía de deseo y de las alucinaciones, y del carácter paranoide por el mecanismo de proyección y el desenlace. Es que en el desarrollo pueden haber quedado atrás muchas fijaciones, y consentir estas, en su serie, la irrupción de la libido esforzada a apartarse {abdrängen} -p. ej., primero la adquirida más tarde, y en la ulterior trayectoria de la enfermedad, la originaria, situada más próxima al punto inicial-. (111) Nos gustaría saber a qué condiciones se debe, en nuestro caso, la tramitación relativamente favorable, pues no nos resolvemos a responsabilizar de manera exclusiva por el desenlace a algo tan contingente como la «mejoría de traslado», sobrevenida con el abandono del instituto de Flechsig(112). Pero nuestra insuficiente noticia sobre los nexos íntimos de este historial clínico nos impide responder a tan interesante pregunta. Uno podría formular esta conjetura: la tonalidad esencialmente positiva del complejo paterno, el vínculo (que podemos pensar no turbado en años posteriores) con un padre excelente, posibilitó la reconciliación con la fantasía homosexual y, así, el decurso restaurador.

Como no temo a la crítica ni me horroriza la autocrítica, tampoco tengo motivo alguno para evitar una semejanza que acaso perjudique a nuestra teoría de la libido en el juicio de muchos lectores. Los «rayos de Dios», de Schreber, compuestos por la condensación de rayos solares, haces nerviosos y espermatozoides, no son sino las investiduras libidinales figuradas como cosas y. proyectadas hacia afuera, y prestan a su delirio una llamativa coincidencia con nuestra teoría. Que el mundo deba hundirse porque el yo del enfermo atraiga hacía sí todos los rayos; que luego, durante el proceso de reconstrucción, él deba cuidar angustiosamente que Dios no suelte la conexión de rayos con él: tales detalles, y muchos otros, de la formación delirante de Schreber suenan casi como percepciones endopsíquicas de los procesos que yo he supuesto para fundar una elucidación de la paranoia. Sin embargo, puedo aducir el testimonio de un amigo y colega en el sentido de que yo he desarrollado la teoría de la paranoia antes de enterarme del contenido del libro de Schreber. Queda para el futuro decidir si la teoría contiene más delirio del que yo quisiera, o el delirio, más verdad de lo que otros hallan hoy creíble.

Por último, no concluiré este trabajo, que a su vez no es sino un fragmento de un contexto más vasto, sin anticipar las dos principales tesis hacia cuyo puerto navega la teoría libidinal sobre las neurosis y psicosis: que las neurosis brotan en lo esencial de conflictos del yo con la pulsión sexual; y que sus formas guardan las improntas de la historia de desarrollo de la libido... y del yo.


NOTAS

84 Una ulterior confirmación se encuentra en el análisis del paranoide J. B. por A. Maeder (1910). Lamento no haber podido leer este trabajo mientras redactaba el mío.
85 Sadger (1910b) y Freud (1910c).
86 Cf. Tres ensayos de teoría sexual (Freud, 1905d) [AE, 7, pág. 133n.; el pasaje en cuestión -en el cual aparece mencionado por primera vez, quizás, el tema del narcisismo en una publicación de Freud -fue agregado en la segunda edición del libro, de 1910
87 Véase una nota mía en «Introducción del narcisismo» (1914), AE, 14, pág. 71, n. 1.
88 Cf. «Sobre las teorías sexuales infantiles» (Freud, 1908c).
89 En «Introducción del narcisismo» (1914c), escrito unos tres años después que el presente trabajo, afirma Freud:«Las pulsiones sexuales se apuntalan (lehnen sicb an) al principio en la satisfacción de las pulsiones yoicas... »(AE, 14, pág. 84). De ahí derivó «Anlebnungstypus», tipo de elección de objeto «por apuntalamiento» o«anaclítico», sobre el cual hago algunas consideraciones en una nota al pie de ese pasaje.
90 Esto recibe mayor elucidación en «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i), en dicha obra se somete aun examen mucho más completo el tema de este párrafo en su conjunto
91 Esta cuestión se trata con más detalle en un trabajo un poco posterior, «Sobre los tipos de contracción de neurosis» (1912c), en cuya «Nota introductoria» considero el uso por parte de Freud del término «Versagung»{«frustración» o «denegación»}
92 (Los corchetes son de Freud.)
93 En su versión en el «lenguaje fundamental», según diría Schreber.
94 Cf. Tres ensayos de teoría sexual (1905d) [AE, 7, págs. 136-7]. La misma concepción y formulación se hallará en los trabajos de Abraham y Maeder a que ya hice referencia
95 Dschelaleden Rumí, traducido al alemán por Rückert; tomado de la «Introducción» de Kuhlenbecks al volumen 5 de las obras de Giordano Bruno.
96 No parece haber trazas de dicho estudio; quizá fue emprendido en uno de los siete trabajos metapsicológicos que no han podido encontrarse; cf. mi «Nota introductoria» a los «Trabajos sobre metapsicología», AE, 14, pág. 102.
97 [Lo que sigue se reproduce, con leves diferencias, en «La te. presión» (1915d), AE, 14, pág. 143. Ya había sido bosquejado en la carta que Freud envió a Ferenczi el 6 de diciembre de 1910 (Jones, 1955, pág. 499).]
98 Una variedad, motivada de otra suerte, del «sepultamiento del mundo» sobreviene en el apogeo del éxtasis amoroso (Tristán e Isolda, de Wagner); aquí no es el yo, sino un objeto, el que absorbe todas las investiduras dadas al mundo exterior. Freud volvió sobre este punto en «Introducción del narcisismo» (1914), AE, 14, pág.74.
99 Cf. Abraham (1908) y Jung (1907). En el breve trabajo de Abraham están contenidos casi todos los puntos de vista esenciales expuestos en este estudio sobre el caso Schreber.
100 Quizá no sólo le ha sustraído la investidura libidinal, sino el interés en general, vale decir, también las investiduras que parten del yo.
101 [Goethe, Fausto, parte I, escena 4.]
102 Freud retomó esta idea, haciéndola extensiva a los síntomas de otras psicosis, en diversos lugares, así como «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, págs. 72 y 83; «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, pág. 200; «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d.), AE, 14, págs. 228-9.
103 [En «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág. 83, se indaga más a fondo el papel que cumple la megalomanía en la esquizofrenia.]
104 Cf. además «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i)
105 «Ichbesetzungen»; esta palabra, que vuelve a aparecer dos veces más en lo que sigue, es desgraciadamente ambigua. Tanto puede querer significar que el yo es el investido como el que inviste. En el presente contexto, empero, no puede haber duda de que se ha querido darle el segundo de esos significados. La expresión es equivalente a lo que en otro lugar (p. ej., en «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág. 79) se denomina «Iclinteresse» {«interés yoico»}. Tal equivalencia se halla implícita en la siguiente oración de este párrafo, y por lo demás ya se la había establecido expresamente. A veces, Freud emplea la expresión en su otro sentido; así, por ejemplo, en el trabajo sobre el narcisismo habla de «die Ichbesetzung mit Libido» {«la investidura del yo con libido»}. Si no se tiene presente esta ambigüedad, ella puede dar lugar a serias confusiones.]
106 [Acerca de las cuestiones aquí planteadas se hallará un examen en mi «Nota introductoria» a «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 107 y sigs.]
107 En este párrafo se basaron las críticas de Jung que Freud discute en «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, págs. 77-8.
108 {«mente escindida».}
109 [El propósito de Freud, tal como se manifiesta por primera vez en este pasaje, era evidentemente que el término «parafrenia» remplazase a «dementia praecox» y a «esquizofrenia» y fuera diferenciado de una categoría afín, la «paranoia». Durante un tiempo lo usó con este sentido -p. ej., en «Sobre la iniciación del tratamiento» (1913c); pero no pasó mucho antes de que empezara a darle una acepción más amplia, abarcando con él tanto la «dementia praecox» como la «paranoia». Esto queda bien en claro en el trabajo sobre el narcisismo (1914c), donde reúne a ambas en la categoría de «las parafrenias» y distingue la «dementia praecox o parafrenia propiamente dicha» de la «paranoia» (AE, 14, págs. 79 y 83). Que ese cambio de significado era deliberado lo muestra un pasaje de «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i); en la primera edición de dicho artículo, de fines de 1913, Freud se refería a «las otras dos psiconeurosis, que yo he denominado "parafrenia" y "paranoia"»; pero al reimprimírselo en 1918 esta última cláusula se convirtió en «reunidas por mí bajo el rótulo de "parafrenia"». Por último, en la 26º de sus Conferencias de ntroducción al psicoanálisis (1916-17), A.E, 16, pág. 385, escribió: «En una ocasión me permití hacer la propuesta de reunir paranoia y dementia praecox bajo la designación común de "parafrenia"». A partir de entonces, sin embargo, parece haber abandonado su intento de introducir este término.]
110 Sobre el uso de este término por Freud, véase el historial clínico del «Hombre de las Ratas» (1909d), AE, 10, pág. 174.
111 Un caso que sigue esta pauta, pasando de una histeria de angustia a una neurosis obsesiva, cumple importante papel en «La predisposición a la neurosis obsesiva» - (1913i), escrito por Freud no mucho tiempo después que el presente trabajo
112 Cf. Riklin (1905).