domingo, 7 de diciembre de 2008

BRUNO BETTELHEIM Individuo y masa en situaciones límite

PRESENTACION

Bruno Bettelheim nació en Viena en el año 1903, y se suicidó en California en 1990. El psicoanálisis de los cuentos de hadas y La fortaleza vacía son dos de sus grandes obras: los cuentos de hadas, el autismo.
La infancia de Bruno Bettelheim transcurrió durante el reinado del emperador Francisco José, la Viena, la de Freud, de Melanie Klein, de Marie Langer. Debido a la enfermedad de su padre, se vio obligado a hacerse cargo desde muy joven de la empresa familiar. Sin embargo, mientras se volvía un hombre de negocios, asistió a cursos de Historia del Arte y obtuvo una Licenciatura en Filosofía.
A los treinta y dos años, infeliz en su matrimonio y no pudiendo decidirse a ser padre, decidió analizarse. Elige a Richard Sterba, un prestigioso analista vienés, analista también de Marie Langer. Pero, al poco tiempo, Bettelheim fue llevado a un campo de concentración. El refinado, culto y próspero hombre de negocios estuvo prisionero durante seis meses en Dachau y otros seis en Buchenwald.
Eran los comienzos, todavía no eran campos de exterminio y, gracias a los oficios de su familia, y de Eleanor Roosevelt pudo ser liberado. Pidió asilo en Estados Unidos y armó un currículum en el que hacía gala de una gran experiencia como terapeuta de niños autistas, y de su vinculación con Freud y con el círculo freudiano. Bruno Bettelheim publicó este artículo en el que revelaba las terribles crueldades de los nazis en los campos de concentración y las vivencias psicológicas de los presos, cosa de la que nadie hablaba y tal vez tampoco terminara de creer. Pero cuando terminó la guerra, y se supo de Auschwitz y de los 25 millones de seres humanos asesinados por los nazis, el testimonio del autor se volvió realidad.
Bettelheim nunca dejó de escribir sobre el exterminio, y sostuvo ideas por las que fue muy criticado. Desde el año 1942, y hasta el final de su vida, insistió en que lo que mata, más que la muerte, es la culpa, la culpa por haber sobrevivido y por todo aquello que se ha hecho para sobrevivir. Ese secreto en la vida del sobreviviente no tiene cura.
También sostuvo que existe un odio de los judíos contra sí mismos, que no sólo proviene de la persecución sino que la precede. Algo del propio antisemitismo habría llevado a los judíos a no poder evitar el exterminio, afirmaría Bettelheim, desde 1942 hasta 1987, cuando por última vez dio una conferencia sobre este tema.


PRISIONEROS VETERANOS Y NUEVOS.
COMPORTAMIENTO DEL INDIVIDUO Y DE LA MASA EN SITUACIONES LÍMITE

Bruno Bettelheim
Del libro "sobrevivir" Editorial Grijalbo, 1981.

El autor pasó aproximadamente un año, durante el periodo de 1938-1939, en Dachau y Buchenwald, que a la sazón eran los mayores campos de concentración alemanes para presos políticos. Durante su estancia en ellos hizo unas observaciones parte de las cuales se presentan aquí. El presente trabajo no tiene por fin son­ar una vez más los horrores del campo de concentración alemán para prisioneros políticos, sino explorar ciertos aspectos del im­pacto psicológico trascendental que los campos de concentración tuvieron directamente sobre sus reclusos e indirectamente sobre la población sometida a la dominación nazi.
Se da por supuesto que el lector está más o menos enterado del hecho, pero es necesario reiterar que a los presos se les tortu­raba deliberadamente.[1] Iban vestidos de modo insuficiente, pero, a pesar de ello, se hallaban expuestos al calor, a la lluvia y a temperaturas glaciales durante diecisiete lloras cada día, siete días a semana. Padecían una desnutrición extrema, pero se les obliga­ba a llevar a cabo trabajos forzados.[2] Cada instante de su vida era regulado y supervisado estrictamente. Jamás se les permitía recibir visitas ni entrevistarse con algún ministro de su religión. Apenas se les prestaba atención médica y, en los raros casos en que la recibían, pocas veces la administraban personas con conocimientos de medicina.[3] Los prisioneros no sabían exactamente por qué les habían encerrado y en ningún caso se les informaba de la duración de su encierro. En vista de todo ello, se comprenderá por qué el autor considera que los prisioneros eran personas que se encontraban en una situación “extrema”.
Los informes sobre los actos de terror perpetrados en los campos despiertan emociones fuertes y justificadas en las perso­nas civilizadas, emociones que a veces les impiden comprender que, en lo que respecta a la Gestapo, el terror no era más que el medio para conseguir determinados fines. Al utilizar medios extravagantes que absorben plenamente el interés del investiga­dor, la Gestapo conseguía a menudo ocultar su verdadero propó­sito. Una de las razones por las que esto ocurre con tanta frecuen­cia en relación con los campos de concentración es que las perso­nas más informadas y capacitadas para hablar de ellos son ex-cau­tivos que, como es lógico, sienten mayor interés por lo que les sucedió que por las causas de ello.
Si se desea comprender los propósitos de la Gestapo, así copio los fines de que se valía para conseguirlos, es una equivo­cación dar una importancia exagerada a lo que les ocurrió a determinadas personas. Según la conocida ideología del estado nazi, el individuo como tal no existía o carecía de importancia. Así, pues, al investigar los propósitos de los campos de concen­tración conviene poner de relieve, no los actos de terror indivi­duales, sino los resultados cumulativos del trato dado a los prisioneros.
Cabe decir que por medio de los campos de concentración la Gestapo intentaba obtener diversos resultados, entre los cuales el autor consiguió desentrañar los siguientes, que son distintos pero están íntimamente relacionados: acabar con los prisioneros como individuos y transformarlos en masas dóciles de las que no pudiera surgir ningún acto individual o colectivo de resistencia; extender el terror entre el resto de la población utilizando a los presos como rehenes para que los demás se portasen bien y demostrando lo que les ocurría a quienes se oponían a los dirigentes nazis; proporcionar a los miembros de la Gestapo un campo de entrenamiento en el que se les enseñaba a prescindir de todas las emociones y actitudes humanas y en el que aprendían los procedimientos más eficaces para quebrantar la resistencia de una población civil en defensa; proporcionar a la Gestapo un laboratorio experimental para el estudio de medios eficaces para quebrantar la resistencia civil, así como el mínimo de requisitos nutritivos, higiénicos y médicos necesarios para que los presos siguieran vivos y pudieran realizar trabajos forzados cuando la amenaza de un castigo constituye el único incentivo, como la influencia que ejerce sobre el rendimiento el hecho que no se conceda tiempo a nada salvo a los trabajos forzados y el hecho de que se separe a los prisioneros de sus familias.
En el presente trabajo se procurará abordar adecuadamente cuando menos uno de los aspectos de los objetivos de la Gestapo citados anteriormente: el campo de concentración como medio para producir cambios en los prisioneros que les hicieran súbditos más útiles del estado nazi.
Los cambios se producían exponiendo a los prisioneros a situaciones límite creadas especialmente para tal fin. Estas circunstancias obligaban a los prisioneros a adaptarse por completo con la mayor rapidez. La adaptación producía tipos interesantes de comportamiento privado, individual y colectivo o de masas.

Llamaremos “privado” al comportamiento cuyo origen se hallaba en gran parte en la formación y personalidad del individuo más que en las experiencias a que la Gestapo le sometía, aunque dichas experiencias influían en el comportamiento privado. Denominaremos comportamiento “individual” a aquel que, si bien se observó en individuos más o menos independientes entre sí, fue a todas luces el resultado de experiencias compartidas por todos los prisioneros.
Llamaremos comportamiento “colectivo” o “de masas” a los fenómenos que podían observarse solamente en un grupo de prisioneros cuando éstos funcionaban como una masa más o menos unificada. Aunque a veces se producían coincidencias entre estos tres tipos de comportamiento y parece difícil distinguir claramente entre ellos, es preciso atenerse a estas diferenciaciones. En el presente ensayo nos ocuparemos principalmente del comportamiento individual y de masas, como su título indica. Solamente se mencionará un ejemplo de comportamiento privado en las páginas siguientes.
Al analizar el desarrollo de los prisioneros desde el momento de su primera experiencia con la Gestapo hasta el momento en que quedaba prácticamente concluido su proceso de adaptación al campo, cabe observar distintas fases. La primera de éstas giraba en torno a la conmoción inicial de verse encarcelado ilegalmente. Los principales acontecimientos de la segunda etapa eran el transporte hasta el campo y las primeras experiencias en él.
La siguiente fase se caracterizaba por un lento proceso de cambio en la personalidad del prisionero. Se desarrollaba paso a paso pero continuamente en forma de adaptación a la situación del campo.

Durante el citado proceso resultaba difícil percatarse del im­pacto de lo que ocurría. Una manera de que resultase más obvio consistía en comparar a dos grupos de prisioneros, uno en el que el proceso acabase de empezar, los “nuevos”, y otro en el que el proceso ya estuviera muy avanzado. Este segundo grupo lo for­maban los prisioneros “veteranos”. La fase final se alcanzaba cuando el preso se había adaptado a la vida en el campo. Esta última fase parecía caracterizarse, entre otros rasgos, por una actitud y una valoración decididamente distintas con respecto a La Gestapo.

UN EJEMPLO DE COMPORTAMIENTO PRIVADO

Antes de pasar a tratar las distintas etapas del desarrollo del prisionero convendría hacer unos comentarios sobre el por qué y el cómo se hicieron las observaciones presentadas en este artículo. A estas alturas parece fácil decir que las observaciones se hicieron por su gran interés sociológico y psicológico y porque contienen datos que, al menos que yo sepa, raramente se hecho públicos de manera científica. Pero aceptar esto como respuesta a “¿por qué?” constituiría un ejemplo flagrante de logificatio catio post eventum.
La formación académica del autor y sus inquietudes psicológicas fueron de utilidad para la investigación; pero el autor no estudió su comporta- miento ni el de sus compañeros de cautiverio, como aportación a la investigación científica pura. Al contrario, el estudio de estos comportamientos fue un mecanismo ad hoc creado por él mismo para pro­porcionarse cuando menos una inquietud intelectual que le hiciera más fácil soportar la vida en el campo. Así, pues, sus observaciones y los datos reunidos deben considerarse un tipo especial de defensa creado en una situación extrema. Fue un comportamiento creado individualmente, no impuesto por la Gestapo y basado en los orígenes, formación e inquietudes de este preso concreto. Fue creado para proteger a este individuo de la desintegración de su personalidad. Es, por consiguiente, característico de comportamiento privado. Estos comportamientos privados parecen seguir siempre el sendero donde encuentren menor resistencia; es decir, siguen de cerca las inquietudes del individuo en su vida anterior.
Dado que es el único ejemplo de comportamiento privado que se presenta en este ensayo, podría resultar interesante decir algunas palabras sobre el por qué, y el cómo fue creado. Por haberlo estudiado, el autor conocía el cuadro patológico propio de ciertos tipos de comportamiento anormal. Durante los primeros días de prisión, y especialmente durante los primeros días en los campos, se dio cuenta de que se comportaban de forma distinta a la acostumbrada. Al principio racionalizó que tales cambios de comportamiento eran sólo fenómenos superficiales, el resultado lógico de su peculiar situación. Pero no tardó en darse cuente de que la escisión de su persona en dos, una que observaba y otra a la que le ocurrían cosas, no podía calificarse de normal, sino que era un típico fenómeno psicopatológico. Así que se preguntó: “¿Me estoy volviendo loco o ya me he vuelto?”.
Evidentemente, encontrar respuesta a esta pregunta apremiante era de mayor importancia. Además, el autor veía que sus compañeros de cautiverio actuaban de forma rarísima, aunque tenía todos los motivos para creer que también ellos eran personas normales antes de que los encerrasen. Parecían haberse convertido de pronto en embusteros patológicos, incapaces de contener sus estallidos emocionales, fuesen de ira o de desesperación, incapaces de llevar a cabo valoraciones objetivas, etcétera. A causa de ello se le planteó otra pregunta: “¿Qué puedo hacer para no volverme como ellos?”.
La respuesta a ambas preguntas era compara-tivamente sencilla: averiguar qué había sucedido, en ellos y en mí. Si yo no cambiaba más que todas las otras personas normales, entonces lo que sucedía en mí y a mí era un proceso de adaptación y no un brote de locura. Así que decidí averiguar qué cambios habían ocurrido y estaban ocurriendo en los prisioneros. Al hacerlo me di cuenta súbitamente de que había dado con la solución de mi segundo problema: ocupándome de problemas interesantes duran­te mis ratos libres, hablando con mis compañeros de encierro con un propósito concreto, reflexionando sobre mis averiguaciones durante las horas sin fin en que me obligaban a realizar una labor agotadora que no requería ninguna concentración mental, conseguí matar el rato de una manera que parecía constructiva. Al principio me pareció que olvidar durante un rato que estaba en el campo era la mayor ventaja de tal ocupación. Con el del tiempo el aumento del respeto a mí mismo por ser capaz de seguir haciendo un trabajo con sentido a pesar de los esfuerzos de la Gestapo para evitarlo se hizo aún más importante que matar el rato. No fue posible hacer anotaciones, ya que carecía de tiempo, no había donde guardarlas, ni manera de sacarlas del campo. La única forma de vencer esta dificultad consistía en hacer todos los esfuerzos posibles por recordar lo que ocurría. En este sentido el autor se vio obstaculizado por la desnutrición extrema, que perjudicó su memoria y a veces le hizo dudar de que consiguiera recordar lo que recogía y estudiaba. Intentó concentrarse en los fenómenos característicos y sobresalientes, repitiéndose una y otra vez sus averiguaciones (tenía tiempo de sobras modos iban a matarle) y repasando todas sus observaciones mientras trabajaba con el fin de grabárselas en la memoria. El método dio resultado, ya que al mejorar su salud después de su salida del campo y de Alemania recordó muchas cosas que creía haber olvidado.
Los prisioneros se mostraban dispuestos a hablar sobre ellos mismos porque el hecho de que alguien se interesase por ellos y por sus problemas acrecentaba su autoestima. Hablar durante el trabajo estaba prohibido, pero dado que prácticamente todo estaba prohibido y se castigaba muy severamente, y en vista de que debido a la arbitrariedad de los guardianes, los presos que obedecían las reglas no lo pasaban mejor que los que las transgredían, los presos quebrantaban todas las reglas siempre que les era posible hacerlo impunemente. Cada uno de los reclusos tenía que hacer frente al problema de cómo soportar la obligación de realizar tareas estúpidas durante doce o dieciocho horas diarias. Una forma de encontrar alivio era conversar, cuando los vigilantes no podían impedirlo. A primera hora de la mañana y a la caer la noche los guardianes no podían ver si los presos estaban hablando. Esto les proporcionaba al menos dos horas diarias de conversación mientras trabajaban. Tenían permiso para hablar durante la breve pausa del almuerzo y cuando se encontraban en los barracones, ya de noche. Aunque la mayor parte de ese tiempo lo tenían que pasar durmiendo, generalmente les quedaba una hora para conversar.
Con frecuencia los presos eran trasladados de un grupo de trabajo a otro, y muy a menudo les hacían cambiar de barracón para pasar la noche, ya que la Gestapo quería evitar que llegasen a conocerse demasiado íntimamente, A causa de ello, cada preso establecía contacto con muchos otros. El autor trabajó en veinte grupos distintos cuando menos, cada uno de ellos integrado por un número de presos que iba de veinte o treinta a varios centenares. Durmió en cinco barrancones distintos, en cada uno de los cuales vivían de 200 a 300 presos.
De esta manera llegó a conocer personalmente a un mínimo de 600 prisioneros en Dachau (de los 6000 que aproximadamente había allí) y de 900 en Buchenwald (donde habría unos 8000).
Si bien en un barracón determinado vivían solamente presos de la misma categoría, las categorías se mezclaban a la hora de trabajar, por lo que el autor pudo establecer contacto con todas ellas. Las principales, enumeradas en orden a su importancia y empezando por la mayor, eran las siguientes: presos políticos, la mayoría de ellos ex-socialdemócratas y comunistas alemanes, aun. que también había ex-miembros de formaciones nazis como los seguidores de Roehm que seguían con vida; personas supuesta­mente “holgazanas”, es decir, personas que no accedían a trabajar allí donde el gobierno quería que lo hiciesen, o que habían cam­biado de lugar de trabajo para ganar más, o que se habían quejado de que los salarios eran bajos, etcétera; ex-miembros de la Legión Extranjera francesa, y espías; testigos de Jehová (Bibel-forscher) y otros objetores de conciencia; prisioneros judíos, ya fuese por el simple hecho de serlo o porque, además, hablan lleva­do a cabo actividades políticas contra los nazis (a este segundo grupo pertenecía el autor), o por cometer delitos de índole racial; delincuentes; homosexuales y otros grupos minoritarios, por ejemplo, personas sobre las cuales los nazis ejercían presión para sacarles dinero; e individuos de quienes quería vengarse algún jefazo nazi.
Después de hablar con miembros-de todos los grupos y obte­ner con ello una amplia gama de observaciones, el autor procuró corroborar sus averiguaciones comparándolas con las de otros prisioneros. Por desgracia, sólo encontró dos de ellos con la preparación y el interés suficientes para participar en la investigación. Aunque el problema parecía interesarles menos que al autor, los dos presos en cuestión hablaron con varios centenares de reclusos cada uno. Cada mañana, durante la cuenta de prisioneros y mientras esperaban la asignación a algún grupo de trabajo, intercambiaban información y debatían teorías. Estos debates resulta­ron de gran utilidad para rectificar los errores debidos a ver las cosas desde un solo punto de vista.[4]
A su llegada a los Estados Unidos, inmediatamente después de salir del campo de concentración, el autor procedió a escribir sus recuerdos, pero tardó cerca de tres años en decidirse a interpretarlos ya que temía que la indignación ante el trato recibido pusiera en peligro su objetividad. Transcurrido dicho periodo, cuando ya era posible concebir esperanzas de que la Gestapo fuese destruida, el autor decidió que su actitud era ya todo lo objetiva que jamás podría ser y presentó su material a debate.
No obstante, a pesar de todas estas precauciones, las condiciones peculiares en que se recogió el material impiden trazar; una panorámica exhaustiva de los tipos de comportamiento posibles. El autor se ve limitado a comentar los comportamientos (y su posible inter-pretación psicológica) que él pudo observar. También es evidente la dificultad de analizar el comportamiento de la' masa cuando el investigador forma parte del grupo al que se está analizando. Por otro lado, hay que tener presente la dificultad de observar y dar cuenta objetivamente de situaciones que despiertan las más vivas emociones cuando se experimentan personal-mente. El autor es consciente de estas limitaciones a que se ve sometida su objetividad y sólo le cabe esperar que haya conseguido vencer algunas de ellas.

LA TRAUMATIZACIÓN ORIGINAL

En la presentación cabe distinguir entre, por un lado, la conmoción psicológica inicial de verse privado de los derechos civiles y encerrado ilegalmente en una prisión, y, por otro, la conmoción producida por los primeros actos deliberados y extravagantes de tortura a que los presos eran sometidos. Las dos conmociones pueden analizarse por separado debido a que el autor, al igual que la mayoría de los prisioneros, pasó varios días en una prisión corriente, administrada por la policía regular. Mien­tras se hallaban bajo la custodia de dicha policía los presos no fueron maltratados pre-meditadamente. Todo esto cambió radicalmente cuando fueron entregados a la Gestapo para su traslado al campo. En cuanto cambió su condición de presos de la policía por la ele presos de la Gestapo, se vieron sometidos a los peores abusos físicos. Así, el traslado al campo y su “iniciación” en él era a menudo la primera tortura que el preso experimentaba en su vida y, por regla general, la peor tortura física y psicológica a la que se vería expuesta la mayoría de los prisioneros. Por cier­to que de la tortura inicial decían que era la “bienvenida” al cam­po que la Gestapo daba a los presos.
La mejor forma de analizar las reacciones del prisionero al ser internado en la prisión es atendiendo a dos categorías: la clase socioeconómica a que pertenecía el detenido y su educación política. Resulta obvio que estas categorías coinciden en algunos puntos y que sólo pueden separarse a efectos de presentación. Otro aspecto importante en relación con las reacciones de los prisioneros al encontrarse encarcelados estriba en 'saber si ya habían estado en la cárcel, por delitos comunes o por actividades políticas.
Los presos que ya habían pasado alguna temporada en la cárcel, o los que esperaban pasarla a causa de sus actividades políticas, se lamentaban de su suerte, pero la aceptaban como algo que acontecía de acuerdo con sus expectativas. Cabe decir que la conmoción inicial de este tipo de persona al encontrarse encerrada se expresó, si acaso, en un cambio de la autoestima.
A menudo, la autoestima de los antiguos delincuentes, así como el de los presos con educación política, se veía intensifica­do al principio a causa de las circunstancias de su encarcelamiento. Desde luego les inquietaba el porvenir y lo que pudiera pasarles, a sus familiares y amigos, pero, a pesar de esta inquietud jus­tificada, el hecho en sí de verse encarcelados no les preocupaba demasiado.
Personas que habían estado en la cárcel por delitos comunes mostraban abiertamente su regocijo al encontrarse encerradas, en piano de igualdad, con líderes políticos, hombres de negocios, fiscales y jueces (algunos de éstos responsables de su anterior estancia en la cárcel).
El desprecio y la sensación de que ahora eran iguales a los que antes se consideraban sus superiores reforzaban considerablemente sus egos.
Los prisioneros con educación política veían fortalecida su autoestima por el hecho de que la Gestapo les considerase lo bastante importantes como para vengarse de ellos. Cada preso racionalizaba éste estímulo a su ego de acuerdo con el partido político al que perteneciera. Los miembros de los grupos de la izquierda radical, por ejemplo, veían en su encarcela-miento la confirmación de que sus actividades resulta-ban muy peligrosas para los nazis.
De los principales grupos socioeconómicos las ciases bajas se veían representadas casi exclusivamente por antiguos delincuentes o por prisioneros con educación política. Sobre la posible reac­ción de miembros no delincuentes y apolíticos de la clase media sólo nos cabe hacer conjeturas.
En su mayoría los presos apolíticos de clase media, que representaban una minoría reducida entre los presos de los campos de concentración, eran los menos capacitados para soportar la conmoción inicial. Les resultaban absolutamente imposible comprender qué les había sucedido. Trataban de aferrarse a lo que hasta entonces les había dado autoestima. Una y otra vez aseguraban a los miembros de la Gestapo que jamás se habían opuesto al nazismo. En su comportamiento se reflejaba el dilema de las clases medias alemanas carentes de educación política ante el fenómeno del nacionalsocialismo. No tenían una filosofía consistente que pudiera proteger su integridad como seres humanos, que les diera la fuerza necesaria para adoptar una posición contraria a los nazis. Habían obedecido la ley dictada por las clases gobernantes, sin que jamás se les hubiera ocurrido dudar de ella. Y ahora, esta Ley, o al menos los agentes encargados de su cumplimiento, se habían vuelto contra ellos, sus más fieles partidarios.
Ni siquiera ahora se atrevían a oponerse al grupo pese a que tal oposición quizás habría fortalecido el respeto a sí mismos. No eran capaces de poner en entredicho la sabiduría de la ley y de la policía, así que aceptaban como justo el comportamiento de la Gestapo. Lo que estaba mal era que fuesen ellos los objetos de una persecución que en sí misma era correcta, ya que eran las autoridades quienes la, llevaban a cabo. La única forma de salir de tan peculiar dilema consistía en pensar que tenía que tratarse de un “error”. Los prisioneros de este grupo seguían creyéndolo así pese a que la Gestapo, al igual que la mayoría de sus compañeros de cautiverio, se mofaban de ellos por tal causa.
Aunque, para darse importancia, los guardianes se burlaban de estos prisioneros de clase media, al hacerlo no dejaban de sentir cierta angustia. Se daban cuenta de que también ellos per­tenecían al mismo estrato de la sociedad.[5] La insistencia en la legalidad de la política interna oficial de Alemania probablemente tenía por objeto disipar la inquietud de las clases medias parti­darias de los nazis, temerosas de que las acciones ilegales acaba­sen por destruir los cimientos de su existencia. El apogeo de esta farsa sobre la legalidad se alcanzaba cuando los prisioneros de los campos tenían que firmar un documento manifestando que estaban de acuerdo con que se les encerrase y se sentían satisfechos del trato recibido. El hecho no tenía nada de absurdo a ojos de la Gestapo, que hacía gran hincapié en tales documen­tos como demostración de que todo se hacía siguiendo cauces normales y legales. Las SS, por ejemplo, gozaban de libertad para matar a los presos, pero no para robarles; en vez de ello obliga­ban a los prisioneros a venderles sus pertenencias y a regalar luego el dinero recibido a alguna formación de la Gestapo.
Lo que más deseaban los presos de clase media era que de alguna forma se respetase su condición de tales. Lo que más les hería era verse tratados “igual que delincuentes comunes”. Al cabo de un tiempo no podían por menos de darse cuenta de su verdadera situación; entonces parecían desintegrarse. A este grupo pertenecían casi todas las personas que se suicidaban en las prisio­nes y durante el viaje a los campos. Más adelante fueron miembros de este grupo los prisioneros que se comportaron de forma más antisocial: estafaron a sus compañeros de cautiverio y unos cuantos se convirtieron en espías al servicio de la Gestapo. Perdieron sus características de clase media, su sentido del decoro y el respeto a sí mismos; se convirtieron en unos holgazanes y parecieron desintegrarse como personas autónomas. Ya no parecían capaces de formarse una pauta de vida propia, sino que seguían las pautas marcadas por otros grupos de prisioneros.
Los miembros de las clases altas se mantenían tan apartados como les era posible. También ellos parecían incapaces de aceptar como real lo que les estaba ocurriendo. Expresaban su convicción de que, dada su importancia, los pondrían en libertad cuanto antes. Esta convicción no se daba entre los presos de clase media, que seguían albergando idéntica esperanza de su liberación, no como individuos, sino como grupo. Los prisioneros de la clase alta nunca formaron un grupo; permanecieron más o menos aislados, cada uno de ellos con un grupo de “clientes” de clase media. Podían mantener su posición superior repartiendo dinero y haciendo que sus “clientes” concibieran la esperanza, de que les ayudarían una vez recuperada la libertad[6]. Tal esperanza siempre estuvo viva porque era cierto que muchos de los prisioneros de la clase alta salían de la prisión o del campo en un plazo comparativamente breve.
Unos cuantos prisioneros de clase alta-alta despreciaban incluso el comportamiento de los de clase sencillamente alta. No agru­paban “clientes”, no utilizaban su dinero para sobornar a otros presos, no expresaban ninguna esperanza de que les pusieran en libertad. El número ele tales prisioneros era demasiado reducido para formular generalizaciones[7]. Parecían despreciar a todos los demás prisioneros tanto como a la Gestapo. Daban la impresión de que, para soportar la vida en el campo, se habían forjado tal sentimiento de superioridad que nada podía afectarles.
En lo que se refiere a los presos políticos, puede que en su ajuste inicial ya hubiese influido otro mecanismo psicológico que más adelante se hizo evidente: muchos líderes políticos de clase media padecían cierto sentimiento de culpabilidad por no haber cumplido con su deber de impedir el auge de los nazis, ya fuese–combatiéndolos o instaurando un gobierno democrático o izquier­dista tan hermético que los nazis no pudieran vencerlo. Parece ser que este sentimiento de culpabilidad se veía considerablemen­te aliviado por el hecho de que los nazis les dieran la importancia suficiente para ocuparse de ellos.
Es posible que si tantos prisioneros consiguieron soportar las condiciones de vida en el campo fue porque el castigo que debían sufrir les liberó de gran parte de su sentimiento de culpabilidad. Cabe encontrar indicios de semejante proceso en los' comentarios frecuentes con que los prisioneros respondían a las críticas por algún tipo de comportamiento censurable. Por ejemplo, cuando eran objeto de alguna reprimenda por decir palabrotas o pelearse, o por ir sucios, casi siempre contestaban: “No podemos comportamos normalmente unos con otros cuando vivimos en estas cir­cunstancias”. Cuando se les amonestaba por criticar duramente a sus familiares y amigos que seguían en libertad, a los que acusaban de no ocuparse de ellos, respondían: “No es éste lugar para mos­trarse objetivo. Cuando recupere la libertad volveré a actuar civilizadamente y valoraré objetivamente el comportamiento de los demás”.
Parece ser que la mayoría de los prisioneros, por no decir todos, reaccionaban contra la conmoción inicial del arresto haciendo acopio de fuerzas que pudieran ayudarles a mantener la autoestima. El éxito parecía sonreír a los grupos que en su vida ante­rior encontraban algo que les sirviera de base para apuntalar su ego. Los miembros de la clase baja obtenían cierta satisfacción de la ausencia de diferencias de clase entre los prisioneros. Los presos políticos veían su importancia confirmada una vez más por el encarcelamiento. Los miembros de la clase alta gozaban, hasta cierto punto, de la oportunidad de actuar como líderes de los presos de la clase media. Los presos que pertenecían a familias “ungidas” se sentían tan superiores a todos los demás seres humanos en la cárcel como antes fuera de ella. Asimismo, la conmoción inicial parecía mitigar sentimientos de culpabilidad de diversa índole, tales como los producidos por la inactividad política, la ineficacia, el mal comportamiento o las calumnias injustificadas dirigidas contra amigos y parientes.
Después de pasar varios días en la prisión, los presos eran trasladados al campo. Durante el transporte se veían expuestos constantemente a diversas clases de tortura. Muchas de éstas dependían de la fantasía del soldado de las SS que estuviera encar­gado del grupo de prisioneros. A pesar de ello, pronto se vio que las torturas seguían una pauta determinada. Los castigos corporales, consistentes en latigazos, patadas y bofetadas que se mezclaban con los tiros y bayonetazos, alternándose con torturas cuyo claro, objetivo era producir un agotamiento extremo. Por ejemplo, se obligaba a los presos a mirar fijamente, durante horas y horas, luces deslumbradoras; a permanecer arrodillados durante muchas horas, etcétera, De vez en cuando mataban a un preso. No se permitía que nadie cuidase sus heridas o las de los demás.
Estas torturas se alternaban con los esfuerzos que hacían los vigilantes para obligar a los presos a golpearse mutuamente y para mancillar lo que, según ellos, eran los valores más apreciados por los prisioneros. Se les obligaba, por ejemplo, a maldecir a su Dios, a acusarse a sí mismo de acciones ruines, a acusar a sus esposas de adulterio y prostitución. Esto duraba horas y horas y se repetía en diversas ocasiones. Según informes fidedignos esta clase de iniciación jamás duraba menos de doce horas y con frecuencia duraba veinticuatro. Si al campo llegaban demasiados presos para poder torturarlos así mientras estaban en tránsito, o si los presos procedían de lugares cercanos, la ceremonia tenía lugar durante su primer día en el campo.
El propósito de las torturas era romper la resistencia de prisioneros y dar a los guardianes la seguridad de ser superiores a aquellos. Ello se desprende del hecho de que cuanto más duraban las torturas, menos violentos se mostraban los guardianes que poco a poco se iban calmando hasta que al final incluso hablaban con los prisioneros. Cuando un nuevo guardián se hacía cargo de todo volvían a empezar los actos de terror, aunque con menor violencia que al principio, y el nuevo se tranquilizaba antes que su predecesor. A veces llegaba un grupo con el que habla prisioneros que ya habían pasado por el campo. A estos presos no los torturaban si podían presentar pruebas de que ya habían estado en el campo. Que el momento de estas torturas estaba previsto lo demuestra el hecho de que durante el traslado del actor al campo, tras doce horas durante las cuales hubo entre los prisioneros diversos muertos y heridos a cause de las torturas, llegó la orden de no seguir maltratando a los presos. A partir de entonces nos dejaron más o menos en paz hasta la llegada al campo, momento en que otro grupo de guardianes reanudó los malos tratos.
Es difícil saber a ciencia cierta que pasaba por la cabeza de los prisioneros durante el tiempo que estaban sometidos a tales torturas. La mayoría de ellos estaban tan agotados que solo se daban cuenta de parte de lo que ocurría. En general, los pri­sioneros recordaban los detalles y no tenían ningún reparo en hablar de ellos, pero no les gustaba hablar de lo que habían sen­tido durante las torturas. Los pocos que se brindaban a hablar de ello hacían declaraciones imprecisas que parecían racionalizacio­nes tortuosas, inventadas para justificar el hecho de que habían soportado un trato ofensivo pare el respeto a sí mismos sin intentar defenderse. A los pocos que sí trataron de defenderse no fue posible entrevistarlos habían muerto.
El autor recuerda vivamente que se sentía tremendamente cansado a causa de un bayonetazo recibido en los primeros momentos del traslado así como de un fuerte golpe en la cabeza. Ambas heridas provocaron una considerable pérdida de sangre y le dejaron aturdido. A pesar de ello, recuerda muy bien lo que pensó y sintió durante el traslado. Durante todo el rato se estuvo preguntando si un hombre puede soportar tanto sin suicidarse ni volverse loco. Se preguntó si los guardianes torturaban realmente a los prisioneros como se decía en los libros acerca de los campos de concentración; si los SS eran tan estúpidos que disfrutaban obligando a los presos a deshonrarse o si esperaban quebrantar su espíritu de resistencia de aquella manera. Observó que los guardianes carecían de fantasía a la hora de escoger el medio de torturar a los prisioneros; que su sadismo estaba falto de imaginación. Le pareció bastante graciosa la afirmación, repetida una y otra vez, de que los vigilantes no disparaban contra los prisio­neros, sino que los mataban a golpes porque una bala costaba seis pfennigs y los presos no valían ni siquiera eso. Resultaba obvio que a los guardianes les impresionaba mucho la idea de que aquellos hombres, la mayoría de los cuales habían sido perso­nas influyentes, no valían aquella insignificancia.
Parece ser que, basándose en esta introspección, el autor obtuvo fuerza emocional de los siguientes hechos: quelas cosas ocurrían de acuerdo con lo que esperaba; que, por lo tanto, su futuro en el campo era previsible, al menos en parte, a juzgar por lo que ya estaba experimentando y lo que habla leído; y que los SS eran menos inteligentes de lo que suponía, lo cual a la larga le darla cierta satisfacción. Además, se sintió satisfecho de sí mismo al ver que las torturas no cambiaban su capacidad para pensar ni su punto de vista general. Vistas en retrospectiva, estas consideraciones parecen fútiles, pero es preciso mencionarlas por­que, si pidieran al autor que resumiera en una frase cuál fue su problema principal durante toda su estancia en el campo, contestaría: salvaguardar su ego de tal manera que, si su buena suerte­ le hacía recobrar la libertad, fuese aproximadamente la misma persona que era en el momento de verse privado de ella.
Al autor no le cabe ninguna duda de que si consiguió sopor­tar el traslado al campo y todo lo que vino a continuación fue porque desde el principio se convenció de que aquellas experiencias horribles y degradantes no le sucedían a “él” como sujeto, sino solamente a “el” como objeto. La importancia de esta actitud, la corroboraron las declaraciones de otros muchos prisioneros, aunque ninguno de ellos quiso llegar al extremo de afirmar categóricamente que durante el transporte ya había adoptado clara­mente una actitud como aquella. Solían expresar sus impresiones en términos más generales, tales como “el problema principal consiste en seguir vivo y sin cambiar”, sin concretar a que se referían con lo de “sin cambiar”. A juzgar por los comentarios, que añadieron, lo que debía permanecer invariable eran las acti­tudes y valores generales de la persona.
Todos los pensamientos y emociones del autor durante el traslado al campo fueron extremadamente objetivos. Era como ver cosas que solamente le afectaban, de modo impreciso. Más tarde averiguó que muchos presos habían sentido la misma obje­tividad, como si lo que ocurría no tuviera realmente ninguna im­portancia para ellos. Esta objetividad se hallaba extrañamente mez­clada con el convencimiento de que “esto no puede ser verdad, estas cosas sencillamente no suceden”. No sólo durante el trans­porte, sino también durante todo el tiempo que pasaron en el campo los prisioneros tuvieron que convencerse a sí mismos de que aquello sucedía de verdad y no era sólo una pesadilla. Nunca lo conseguían del todo.[8]
Esta sensación de objetividad, de rechazo de la realidad de la situación en que se encontraban los prisioneros, cabría considerarla un mecanismo destinado a salvaguardar la integridad de su personalidad. En el campo muchos presos se comportaban como si su vida allí no tuviera ninguna relación con la vida “real”; llegaban a insistir en que aquella era la actitud más acer­tada. Lo que decían sobre sí mismos y su valoración del compor­tamiento propio y ajeno diferían considera-blemente de lo que habrían dicho y pensado fuera del campo. Esta separación de las pautas de comportamiento y las escalas de valores dentro y fuera del campo era tan fuerte que apenas podía abordarse en las con­versaciones; era uno de los muchos tabúes que había que evi­tar.[9] Los sentimientos de los prisioneros podrían resumirse en la siguiente frase: “Lo que estoy haciendo aquí, o lo que me está sucediendo, no cuenta para nada; aquí todo está permitido mien­tras y en la medida en que contribuya a ayudarme a en el campo”.
Convendría citar otra de las observaciones hechas durante el traslado. Ningún prisionero se desmayó, ya que el desmayo significaba la muerte. En aquella situación concreta el desvanecimiento no era un ardid que la persona utilizaba para protegerse de un dolor intolerable y de esta manera hacer que la vida resultara más fácil, sino que ponía en peligro la existencia del preso porque se daba muerte a todo el que no pudiera obedecer las órdenes. Una vez en el campo la situación cambió y a veces atendían al preso que se desvanecía o, por lo general, dejaban de torturarlo. A causa de ello, los mismos presos que no se habían desmayado durante el transporte lo hacían en el campo, a pesar de haber soportado cosas peores durante el viaje.[10]

ADAPTACIÓN

Para hacer frente en el campo a experiencias que se ajustaban a los puntos de referencia de su vida normal los prisioneros parecían recurrir a mecanismos psicológicos igualmente normales. Sin embargo, en cuanto una experiencia rebasaba el límite de lo conocido, los mecanismos normales ya no parecían capaces de hacer frente a la misma y se necesitaban otros nuevos. La expe­riencia vivida durante el transporte fue una de las que rebasaban los puntos de referencia normales y cabe calificar de “inolvidable, pero irreal” la reacción ante ella.
Los sueños del prisionero eran indicio de que no eran los mecanismos de costumbre los que hacían frente a las experiencias extremas. Muchos sueños expresaban agresión contra los miembros de las SS, una agresión que generalmente se combinaba con la realización del deseo de tal manera que el prisionero se desquitaba de los guardianes. Resulta interesante el hecho de que la razón por la que se vengaba, suponiendo que en aquellos sueños pudiera advertirse una razón concreta, consistía siempre en alguna vejación comparativamente leve, nunca en una experiencia extrema.
El autor ya había experimentado previamente una lenta perlaboración de un trauma en sueños.[11] Daba por sentado que, des­pués del traslado, sus sueños seguirían la pauta consistente en la repetición del suceso traumático hasta su desaparición final. Quedó atónito al comprobar que sus sueños no le mostraban los hechos mas horribles que había presenciado. Preguntó a muchos prisioneros si soñaban con el traslado y no pudo encontrar ni uno que recordase haberlo hecho.
Actitudes parecidas a las adoptadas ante el transporte también cabía observarlas en otras situaciones extremas. En una terrible noche de invierno, en medio de una tormenta de nieve, se castigó a todos los prisioneros obligándoles a pasar varias horas a la intemperie, en posición de firmes y sin abrigo (en realidad nunca lo llevaban).[12] El castigo se les impuso después de trabajar más de doce lloras al aire libre y sin que apenas hubiesen comido. Se amenazó a los prisioneros con obligarles a permanecer de aque­lla manera toda la noche.
Cuando ya habían muerto unos veinte prisioneros a causa del frío, la disciplina se vino abajo. Las amenazas de los guardianes no surtieron efecto. Verse expuesto a las inclemencias del tiempo era una tortura terrible; ver que tus amigos morían sin poder hacer nada por ellos, tener muchas probabilidades de correr la misma suerte, eso creaba una situación parecida a la del trans­porte, sólo que ahora los presos tenían más experiencia con los SS. La resistencia abierta era imposible, como lo era también hacer algo concreto por salvarse. Una sensación de indiferencia total se apoderó de los prisioneros. Les daba igual que los SS los matasen a tiros; se mostraban indiferentes a las torturas que les infligían los guardianes. Los SS ya no tenían ninguna autoridad; se había roto el hechizo del temor y la muerte. Volvía a ser como si lo que sucedía no tuviera “realmente” nada que ver contigo. Volvía a existir una escisión entre el “yo” a quien le sucedía y el “yo” a quien en realidad no le importaba y que era sólo un observador vagamente interesado pero esencialmente objetivo. Pese a lo lamentable de su situación, los prisioneros se sentían libres de temor y, por consiguiente, mas felices que en cualquier otro momento de su estancia en el campo.
Mientras que el carácter extremo de la situación probablemente fue la causa de la escisión antes citada, varias circunstancias se combinaron para crear la sensación de felicidad en los prisioneros. Obviamente resultaba más fácil soportar experiencias desagradables cuando todos se encontraban en “el mismo barco”. Además, como todo el mundo estaba convencido de que sus probabilidades de salvarse eran escasas, cada individuo se sentía más heroico y dispuesto a ayudar a los demás que en otras situa­ciones, donde ayudar a los demás quizá le habría hecho correr algún peligro. Este ayudar y recibir ayuda animaba a los prisio­neros. Otro factor era que no sólo ya no temían a los SS sino que por el momento éstos habían perdido su poder sobre ellos, ya que los guardianes parecían poco dispuestos a matar a tiros a todos los prisioneros.[13]
Después de que muriesen más de ochenta reclusos y varios centenares tuvieran las extremidades tan congeladas que más adelante fue necesario amputárselas, se permitió que los prisioneros volvieran a sus barracones. Estaban completamente agotados, pero no experimentaron el sentimiento de felicidad que algunos de ellos esperaban. Se sentían aliviados al ver que la tortura había terminado, pero al mismo tiempo tenían la impresión de que ya no estaban libres del miedo y de que ya no podían confiar en la ayuda de los demás. Ahora cada prisionero se encontraba compa­rativamente más seguro en tanto que individuo, pero había perdi­do la seguridad producida por el hecho de pertenecer a un grupo unificado. También este acontecimiento fue tratado libremente, de manera objetiva, y de nuevo el análisis quedó restringido a los hechos; raras veces se hizo mención de los pensamientos y emociones de los prisioneros durante aquella noche. El suceso y sus detalles no cayeron en el olvido, pero no quedaron vincu­lados con ninguna emoción especial; tampoco aparecieron en sueños.
Las reacciones psicológicas ante acontecimientos que se ajus­taban más a lo normalmente comprensible diferían marcadamente de las reacciones provocadas por acontecimientos extremos. Los presos tendían a afrontar los hechos menos extremos del mismo modo que lo hubieran hecho fuera del campo. Por ejemplo, si un castigo no se apartaba de lo normal, el preso parecía avergonzarse y procuraba no hablar del asunto. Una bofetada resultaba embarazosa, algo sobre lo que no debía hablarse. A los guardia­nes que les habían atizado patadas, bofetadas o insultado de pala­bra los presos los odiaban más que al guardián que había herido gravemente a un recluso. En este caso se acababa odiando al SS como tal, pero no tanto al individuo que infligía el castigo. Es obvio que esta diferenciación no era razonable, pero parecía ine­vitable. Uno albergaba sentimientos de agresividad mucho más hondos y violentos contra determinados hombres de la SS que habían cometido actos ruines de poca importancia que contra otros guardianes que habían actuado de forma mucho más terrible.

Hay que aceptar con cautela la explicación tentativa que de este extraño fenómeno se da seguidamente. Parece ser que todas las experiencias que hubiesen podido ocurrir durante la vida “nor­mal” del preso provocaban una reacción “normal”. Los reclusos, por ejemplo, se mostraban especialmente sensibles a los castigos parecidos a los que un padre o una madre hubieran podido infligir a su hijo. Castigar a un niño encajaba en su marco “normal”, de referencia, pero verse sometido a semejante castigo destruía el marco de referencia del adulto. En consecuencia, la reacción no era la propia de un adulto sino la de un niño: embarazo y vergüenza, emociones violentas, impotentes e incontrolables dirigidas, no contra el sistema, sino contra la persona que infligía el castigo. Puede que uno de los factores causantes de ello fuese que cuanto más duro era el castigo, mayor era la probabilidad de recibir apoyo amistoso que ejercía una influencia consoladora. Además, si el sufrimiento era grande, se tenía la impresión, más o menos acentuada, de ser un mártir que padecía por una causa y se supone que al mártir no le molesta su condición de tal. Esta actitud se extendía a los pequeños detalles. Por ejemplo, a un preso no le molestaba que los guardianes le maldijesen cuando ello ocurría durante una experiencia extrema, pero odiaba a los SS por el mismo motivo, y se avergonzaba de soportarlo sin contestar, cuando los insultos acompañaban algún maltrato de menor importancia. Hay que hacer hincapié en que la diferencia entre las reacciones provocadas por sufrimientos leves y sufri­mientos graves parecía desaparecer poco a poco con el paso del tiempo. Este cambio en las reacciones no era más que una de las muchas diferencias entre los prisioneros veteranos y los recién ingresados o nuevos. Convendría citar unas cuantas más.
A propósito, esto plantea la cuestión de cuáles son los fenómenos psicológicos que permiten someterse al martirio y que inducen a otros a aceptarlo como tal. Se trata de un problema que va más allá de los límites del presente artículo, pero cabe hacer algunas observaciones relativas a él. Los prisioneros como tales morían a causa de las torturas no eran considerados mártires a pesar de sufrir martirio a causa de sus convicciones políticas. En cambio sí se aceptaba como mártires a los que sufrían por tratar de proteger a los demás. Generalmente los SS lograban impedir la creación de mártires, ya fuese gracias a su percepción de los mecanismos psicológicos correspondientes e a causa de su ideología anti-individualista. Si intentaba proteger a un grupo, el preso podía morir a manos de un guardián, pero si lo sucedido llegaba a conocimiento de la administración del campo, entonces se aplicaba siempre a todo el grupo un castigo más severo del que se le tenía reservado. De esta manera el grupo recibía mal los actos de un protector, ya que se le hacía sufrir por ellos. Se evitaba así que el protector se convirtiera en líder o mártir en torno al cual se hubiese podido formar la resistencia colectiva.
Volvamos a la cuestión inicial sobre por qué los presos odiaban más las jugarretas de poca monta por parte de los guardianes que las experiencias extremas. Al parecer, si un preso era maldecido, abofeteado y avasallado “como un niño” y si, al igual que a un niño, no podía defenderse, el hecho resucitaba en él unas pautas de comportamiento y unos mecanismos psicológicos que se le habían formado durante la infancia. Entonces, al igual que un niño, era incapaz de ver el trato recibido dentro del contexto general del comportamiento de las SS, su odio se dirigía al individuo de las SS. Juraba que se “vengaría” del SS, bien a sabien­das de que ello era imposible. Semejante prisionero no podía adoptar una actitud objetiva ni efectuar una valoración de la misma índole que le hubiese hecho comprender que su sufri­miento era de poca importancia comparado con otras experiencias. En tanto que grupo, los prisioneros adoptaban la misma acti­tud ante los sufrimientos menores: no sólo no ofrecían ayuda, sino que, por el contrario, culpaban al preso de haber acarreado sobre sí sus sufrimientos por su estupidez al no dar la respuesta que se esperaba de él, por dejarse atrapar, por no ser lo bastante cuidadoso, en una palabra, le acusaban de ser como un niño. Así, la degradación del prisionero a causa de ser tratado como un niño tenía lugar, no sólo en su mente, sino también en las mentes de sus compañeros de cautiverio.

PRISIONEROS VETERANOS Y NUEVOS

En las páginas siguientes utilizamos las palabras “prisioneros nuevos” para referirnos a los que aún no habían pasado más de un año en el campo; los “veteranos” eran los que llevaban cuan­do menos tres años allí. En lo que se refiere a los prisioneros veteranos, el autor sólo puede ofrecer observaciones, pero ningún dato basado en la introspección.
Ya hemos dicho que la principal preocupación de los nuevos prisioneros era, al parecer, conservar intacta su personalidad y volver al mundo exterior siendo aún la misma persona que había salido de él; todos sus esfuerzos emocionales iban dirigidos mismo objetivo. Los prisioneros veteranos parecían preocuparse principalmente por el problema de cómo vivir lo mejor posible dentro del campo. Una vez adoptada esta actitud, todo cuanto les sucedía, incluso las peores atrocidades, era “real” para ellos Ya no existía una escisión entre la persona a la que le ocurrían cosas y la que se limitaba a observarlas.
Una vez se llegaba a la fase de aceptar como “real” todo cuanto sucedía en el campo, todos los indicios empujaban a pensar que entonces los presos temían volver al mundo exterior. No lo reconocían directamente, pero por lo que decían se com­prendía que apenas contaban con volver al mundo exterior, que estaban convencidos de que solamente un cataclismo, una guerra o una revolución a escala mundial podría liberarlos y dudaban de que aún entonces consiguieran adaptarse a la nueva vida. Parecían conscientes de lo que les había sucedido mientras envejecían en el campo. Se daban cuenta de que se habían adap­tado a la vida en el campo y eran más o menos conscientes de que tal proceso había producido un cambio fundamental en su personalidad.
La demostración más drástica de ello la dio un importante político radical alemán, ex-líder del partido socialista independiente en el Reichstag. Declaró que, según su experiencia, nadie podía vivir en el campo más de cinco años sin cambiar sus acti­tudes tan radicalmente que ya no era posible considerarle misma persona de antes. El preso en cuestión afirmó que no veía ninguna razón para seguir viviendo cuando su “vida real” consistía en estar preso en un campo de concentración, y añadió que no podía adoptar las actitudes y pautas de comportamiento que veía en los prisioneros veteranos. Así, pues, había decido suicidarse al cumplirse el sexto aniversario de su internación en el campo. Al llegar el día indicado, sus compañeros procuraron vigilarlo, pero a pesar de ello consiguió realizar su propósito.
Existían, por supuesto, variaciones considerables en el tiempo que necesitaban los distintos individuos para hacer las paces con la idea de que tendrían que pasar el resto de su vida en el campo. Algunos se volvían parte de la vida en el campo bastante pronto, otros probablemente nunca lo consiguieron. Cuando llegaba un nuevo prisionero, los veteranos intentaban enseñarle unas cuantas cosas que podían serle de utilidad para adaptarse. A los recién llegados se les decía que intentasen por todos los medios sobrevivir en los primeros días y que no dejasen de luchar por la vida, que resultaría más fácil cuanto más tiempo pasaran en el campo. Los presos veteranos decían: “Si sigues vivo a los tres meses, seguirás vivo dentro de tres años”. El índice anual de mortalidad, próximo al 20 por 100, se debía en su mayor parte al elevado número de prisioneros que no sobrevivían a las primeras tres semanas en el campo, ya fuese porque no querían sobrevivir adaptándose a aquella vida o porque no podían hacerlo.[14]
El tiempo que tardaba un prisionero en dejar de considerar real la vida de fuera del campo dependía en gran medida de la fuerza de los vínculos emocionales que le unían a sus familiares y amigos. La aceptación de la vida en el campo como “real” exigía siempre un mínimo de dos años aproximadamente. Incluso entonces la persona seguía anhelando ostensiblemente recuperar la libertad. Algunos de los indicios de que había cambiado la actitud del preso eran: ver que éste intentaba encontrar un lugar mejor en el campo en vez de establecer contacto con el exterior;[15] que evitaba las especulaciones en torno a su familia o a la situa­ción mundial; que concentraba todo su interés en los acontecimientos que tenían lugar, dentro del campo.[16]
Cuando el autor expresaba a los prisioneros veteranos la sorpresa que le producía ver su aparente falta de interés por su vida futura fuera del campo, con frecuencia reconocían que ya no les era posible imaginarse a sí mismos viviendo fuera de allí, tomando sus decisiones libremente, cuidando de sí mismos y de sus familias. Y no era éste el único cambio que podía observarse en ellos. Se advertían otras diferencias entre los presos veteranos nuevos en sus esperanzas ante el porvenir, en el grado de regresión a un comportamiento infantil y en otras muchas cosa Sin embargo, al considerar estas diferencias entre prisioneros veteranos y nuevos, hay que tener presente que existían grandes variaciones individuales y que las categorías están interrelacionadas, por lo que todas las afirmaciones son forzosamente aproximadas y generales.
Normalmente los presos nuevos eran los que recibían más cartas, dinero y otras atenciones del mundo exterior. Sus familias intentaban liberarlos por todos los medios posibles, pese a lo cual los presos siempre las acusaban de no hacer lo suficiente, haberles traicionado y engañado. Estos presos lloraban ante una carta en la que les contaban los esfuerzos que habían hecho para liberarlos, pero a los pocos momentos maldecían al enterarse que habían vendido sin su permiso algo que les pertenecía. Echaban pestes de aquellos parientes que “evidentemente” les consideraban “muertos ya”. Hasta el más pequeño cambio en su anterior mundo privado adquiría una importancia tremenda. Puede que se hubiesen olvidado de los nombres de algunos de sus mejores amigos,[17] pero cuando se enteraban de que estos se habían mudado, los prisioneros se mostraban terriblemente consternados y no había forma de consolarlos.
Esta ambivalencia de los nuevos prisioneros en relación con sus familias parecía ser el resultado de un mecanismo mencionado anteriormente. El deseo del preso de volver al mundo exacta­mente como antes, era tan fuerte que le hacía temer cualquier cambio, por muy insignificante que fuera, de la situación qué habían dejado atrás. El preso quería que sus bienes terrenales estuvieran a salvo, sin que nadie los tocase, aunque en aquellos momentos no le sirvieran de nada.
Es difícil decir si este deseo de que todo permaneciera inva­riable se debía a que los presos eran conscientes de lo difícil que podía resultarles ajustarse a una situación totalmente cambiada en su casa, o bien si la explicación residía en algún tipo de pen­samiento mágico parecido a este: “Si nada cambia en el mundo en que vivía, entonces tampoco cambiaré yo”. Es posible que de esta manera los prisioneros intentasen contrarrestar su te­mor de estar cambiando.
Por consiguiente, las reacciones violentas ante los cambios habidos en sus familias eran la expresión disimulada de su certe­za de estar cambiando. Probablemente lo que les enfurecía no era solamente el cambio en sí, sino también el hecho de que éste entrañaba una posición nueva en el seno de su familia. Antes, sus familiares dependían de las decisiones que ellos, los presos, toma­ban; ahora eran ellos los que se encontraban en situación de dependencia. A su modo de ver, la única probabilidad de recu­perar su condición de cabeza de familia estribaba en que la estructura familiar siguiera igual a pesar de su ausencia. Además, conocían las actitudes de la mayoría de los extraños ante aquellos que habían estado en la cárcel.
En realidad, aunque la mayoría de las familias se comportó decentemente con aquellos de sus miembros que estuvieron en los campos de concentración, no por ello dejaron de plantearse problemas muy graves. Durante los primeros meses tales familias gastaban mucho dinero, a menudo más del que podían gastar, intentando liberar al prisionero. Cuando suplicaban a los agentes de la Gestapo que pusieran en libertad a sus parientes (tarea desagradable en el mejor de los casos) una y otra vez les contestaban que el preso estaba encerrado por su propia culpa. Más ade­lante les costaba encontrar empleo porque uno de los suyos era sospechoso; sus hijos tenían problemas en la escuela; se les excluía de la beneficencia pública. Así, pues, es natural que a estas familias llegase a molestarlas el hecho de que uno de los suyos estuviera en el campo de concentración.
No recibían mucha compasión de sus amigos, ya que la población alemana en general adoptó ciertos mecanismos de defensa ante el hecho de los campos de concentración. Los alemanes no podían soportar la idea de vivir en un mundo donde el ciudadano no estaba protegido por la ley y el orden. Sencillamente no querían creer que los prisioneros de los campos no hubiesen cometido crímenes horrendos, ya que la forma en que se les estaba castigando sólo permitía llegar a esta conclusión. De esta manera tuvo lugar un lento proceso de alienación entre los reclusos y su familiares, pero en lo referente a los presos recién llegados, el proceso no hacía más que empezar.
Se nos plantea la pregunta de cómo podían los presos culpar a sus familias por cambios que en realidad ocurrían en ellos mis­mos y de los que eran los causantes involuntarios. Quizás el hecho de que los presos tuvieran que soportar tantos castigos y penalidades les impedía aceptar culpa alguna. Tenían la impresión de que ya habían expiado toda falta anterior en sus relaciones con la familia y los amigos, así como los posibles cambios que en ellos se produjeran. De esta manera los prisioneros se libraban de la responsabilidad de tales cambios y de cualquier sentimien­to de culpabilidad; por consiguiente, se sentían más libres de odiar a los demás, incluyendo a sus familiares, por sus propios defectos.
Esta sensación de haber expiado todas sus culpas no dejaba de tener cierta justificación. Al inaugurarse los primeros cam­pos de concentración, los nazis encerraron en ellos a sus enemigos más prominentes. Pronto agotaron sus reservas de tales enemigos, ya que éstos habían muerto, estaban en las cárceles o los campos, o habían emigrado. A pesar de todo, necesitaban una institución con la que amenazar a los oponentes del sistema, toda vez que eran demasiados los alemanes que no estaban satisfechos con el mismo. Meterlos a todos en la cárcel hubiese interrumpido el funcionamiento de la producción industrial, cuya defensa cons­tituía uno de los objetivos primordiales de los nazis. Así que, si un sector de la población se hartaba del régimen nazi, se seleccionaban unos cuantos miembros del mismo y se les recluía en el campo de concentración. Si los abogados se impacientaban, varios centenares de ellos eran enviados al campo; lo mismo les suce­día a los doctores cuando la profesión médica mostraba síntomas de rebelión, etcétera.
La Gestapo llamaba “acciones” a estos castigos colectivos. El sistema se puso en marcha durante el período 1937-1938, cuando Alemania se preparaba para la anexión de países extranjeros. Durante la primera de estas “acciones” solamente se castigó a los líderes de los grupos de oposición. Sin embargo, con ello ye creó la impresión de que el simple hecho de pertenecer a uno de aquellos grupos no era peligroso, puesto que solamente castigaban a los líderes. La Gestapo no tardó en modificar el sistema para seleccionar a los castigados de manera que representasen los diver­sos estratos del grupo. El nuevo procedimiento tenía la ventaja de sembrar el terror entre todos los miembros del grupo y per­mitía también castigarlo y destruirlo sin tener que tocar al líder si por alguna razón parecía inoportuno hacerlo.[18] Aunque a los prisioneros nunca les decían la razón exacta de su encarcelamien­to, los que estaban encerrados como representantes de un grupo llegaban a saberla.
La Gestapo interrogaba a los presos para obtener información sobre sus parientes y amigos. A veces, durante los interrogatorios, los prisioneros se quejaban de que a ellos les hubiesen encerrado mientras seguían en libertad enemigos más prominentes del nazismo. Les contestaban que su mala suerte había querido que sufrie­ron como miembros de un grupo, pero que tendrían ocasión de ver en el campo a todos los demás miembros del mismo si éste no aprendía a comportarse mejor al ver la suerte que ellos corrían. Aquellos presos, por lo tanto, pensaban con razón que estaban expiando las culpas de los demás. Sin embargo, los extra­ños no lo veían así. El hecho de no recibir la atención especial que creían merecer aumentaba el resentimiento de los presos contra el mundo exterior. Pero incluso cuando lanzaban quejas y acusaciones contra parientes y amigos, a los nuevos prisioneros siempre les gustaba hablar de ellos, de su posición en el mundo exterior y de sus esperanzas para el futuro.
A los prisioneros veteranos no les gustaba que les recordasen a su familia y amigos. Cuando hablaban de ellos lo hacían de mane­ra muy objetiva. Les gustaba recibir cartas, pero no tenían mucha importancia para ellos, en parte porque habían perdido el con­tacto con los acontecimientos que en ellas les contaban. Hemos dicho que en cierta medida se daban cuenta de que les resultara difícil volver a la normalidad, pero había que tener en cuenta otro factor: el odio de los presos hacia todos los que vivían fuera del campo y que “disfrutaban de la vida como si no nos estuviéra­mos pudriendo allí”.
En la mente de los reclusos este mundo exterior que seguía viviendo como si nada hubiese pasado lo representaban las personas a las que conocían, es decir, sus parientes y amigos, incluso este odio aparecía muy templado en los prisioneros veteranos. Daba la impresión de que, si bien se habían olvidado de amar a sus familiares, también habían perdido la capacidad para odiarlos. Los presos veteranos habían aprendido a dirigir contra sí mismos gran parte de su agresividad, con lo que evitaban conflictos con los SS, mientras que los presos recién llegados aún su agresividad iba hacia el mundo exterior y, cuando no vigilaban, contra los SS. Los prisioneros veteranos no mostraban demasiadas emociones en uno u otro sentido; parecían incapaces de albergar sentimientos intensos con respecto a alguien.
A los presos veteranos no les gustaba mencionar su anterior categoría social ni las actividades que llevaban a cabo antes de ingresar en el campo, mientras que los nuevos reclusos tendían a jactarse de todo ello, como si quisieran proteger su autoestima mostrando a los demás lo importantes que habían sido, lo cual de una manera muy obvia, daba a entender que seguían siéndolo. Los prisioneros veteranos parecían haber aceptado su estado de abatimiento y es probable que compararlo con su esplendor de antes (todo resultaba magnífico al lado de la situación en que aho­ra se encontraban) fuese demasiado deprimente.
En estrecha relación con las opiniones y actitudes de los prisioneros en torno a sus familias se hallaban sus creencias y esperanzas referentes a su vida después de que salieran del cam­po. En este sentido los presos se embarcaban muy a menudo en devaneos individuales y colectivos. Entregarse a ellos era uno de los pasatiempos favoritos cuando el clima emocional que impe­raba en todo el campo no era demasiado deprimente. Existía una diferencia clara entre los devaneos de los presos nuevos y los de los veteranos. Cuanto más tiempo llevase un preso en el campo, más ajenos a la realidad eran sus devaneos o sueños diurnos. Tanto era así que a menudo las esperanzas de los prisioneros veteranos mostraban un cariz escatológico o mesiánico, lo cual concordaba con su creencia de que sólo un acontecimiento como el fin del mundo les devolvería la libertad. Los presos veteranos soñaban despiertos con la guerra y las revoluciones mundiales que se aveci­naban. Estaban convencidos de que saldrían del gran cataclismo convertidos en los futuros líderes de Alemania y puede que inclu­so del mundo. Era lo menos a que les daban derecho sus sufri­mientos. Tan ambiciosas expectativas coexistían con una gran vaguedad en torno a su futura vida privada. En sus devaneos tenían la certeza de que serían los futuros secretarios de estado, pero no estaban tan seguros de que seguirían viviendo con su esposa e hijos. Estos sueños diurnos quedan explicados en parte por el hecho de que los prisioneros parecían convencidos de que solamente el desempeño de un alto cargo público les permi­tiría recuperar su posición en el seno de la familia.
Las esperanzas y expectativas de los nuevos prisioneros en torno a su vida futura se ajustaban mucho más a la realidad. A pesar de la franca ambivalencia que mostraban en relación con sus familias, en ningún momento dudaban de que seguirían viviendo con ellas partiendo del punto en que habían tenido que dejarlas. Tenían la esperanza de que su vida pública y profesional seguirla los cauces- anteriores.
La mayoría de las adaptaciones a la situación del campo que se han citado hasta el momento fueron ejemplos de comporta­miento más o menos individual, según nuestra definición del mismo. De acuerdo con ésta, los cambios que se comentan a continuación; especialmente la regresión a un comportamiento infan­til, fueron fenómenos de masas o colectivos. El autor opina, basándose en parte en la introspección y en parte en sus conversaciones con los otros presos, los pocos que se daban cuenta de lo que ocurría, que esta regresión no habría tenido lugar de no haber ocurrido en todos los prisioneros. Además, si bien los presos no se metían con la actitud de los demás ante su familia ni con los devaneos ajenos, sí afirmaban su poder como grupo sobre aquellos presos que ponían reparos a las desviaciones del comportamiento adulto normal. A los que no mostraban dependencia infantil respecto de los guardianes los acusaban de ser una amenaza para la seguridad del grupo, acusación que no carecía de fundamento, ya que los SS siempre castigaban al grupo por el mal comportamiento de los individuos que lo integraban. Por consiguiente, esta regresión a un comportamiento infantil resultaba aún más inevitable que los demás tipos de comportamiento que en el individuo imponía el impacto de las condiciones imperantes en el campo.

REGRESIÓN

Aparecían en los prisioneros unos tipos de comportamiento que son característicos de la infancia o de la primera juventud. Algunos de los cuales se manifestaban poco a poco, otros se imponían inmediatamente a los presos y al paso del tiempo sólo se aumentaba su intensidad. Ya hemos hablado de algu­nos de estos ejemplos de comportamiento más o menos infantil, como la ambivalencia ante la familia, el abatimiento, el encontrar más satisfacción en los devaneos que en la acción.
Es difícil saber con certeza si algunas de estas pautas de comportamiento las produjo deliberadamente la Gestapo. En otros casos es seguro que así fue, aunque no sabemos si lo hizo de manera consciente. Hemos visto que incluso durante el transporte los presos sufrían la clase de torturas que un padre cruel y dominante podría infligir a un hijo indefenso. Convendría añadir que también se degradaba a los presos por medio de técnicas que se adentraban mucho más en situaciones infantiles. Se les obliga­ba a ensuciarse. En el campo la defecación estaba estrictamente regulada; era uno de los acontecimientos más importantes de cada día, y se comentaba con todo detalle. Durante el día los presos que deseaban defecar tenían que pedir permiso a un guar­dián. Parecía que fuese a repetirse el proceso de aprender a con­trolar las necesidades. También daba la impresión de que a los guardianes les producía placer la facultad de conceder o negar el permiso para visitar las letrinas (apenas había inodoros). El pla­cer de los guardianes tenía su equivalente en el que sentían los prisioneros al visitar las letrinas, ya que, por lo general, allí podían descansar unos instantes, a salvo de los latigazos que les propinaban capataces y guardianes. Sin embargo, no siempre esta­ban a salvo, puesto que a veces los guardianes jóvenes y empren­dedores disfrutaban molestando a los presos incluso en tales mo­mentos.
Para hablar entre sí los presos estaban obligados a tutearse, cosa que en Alemania sólo los niños pequeños hacen de manera indiscriminada; no se les permitía emplear ninguno de los nume­rosos tratamientos a que están habituados los alemanes de clase media y alta. En contraste con ello, debían dirigirse a los guar­dianes con la mayor deferencia, utilizando todas las formas de tratamiento.
Al igual que los niños, los presos vivían únicamente en el presente inmediato; perdían la noción del tiempo, se volvían incapaces de trazar planes para el futuro y de renunciar a satis­facciones inmediatas para obtener otras mayores más adelante. No podían establecer relaciones directas duraderas. Las amista­des progresaban con la misma rapidez con que se esfumaban. Como si fueran adolescentes, los prisioneros se peleaban encarnizadamente, declaraban que nunca volverían a mirarse ni a dirigirse la palabra y a los pocos minutos volvían a ser la mar de amigos. Eran jactanciosos, contaban historias sobre lo que habían hecho en su vida anterior o sobre la facilidad con que tomaban el pelo a los capataces y guardianes y saboteaban el trabajo. Al igual que niños, no sentían la menor contrariedad ni vergüenza cuando se sabía que todo era falso.
Otro factor que contribuía a la regresión a un comportamiento infantil era el trabajo que los presos estaban obligados a realizar. A los nuevos prisioneros en especial se les obligaba ejecutar tareas estúpidas, tales como acarrear rocas pesadas de un lado a otro y al cabo de un rato, devolverlas a su lugar de origen. En otras ocasiones les ordenaban cavar agujeros con las manos, pese a que había herramientas disponibles A los prisioneros les molestaban estas tareas sin sentido, aunque lo cierto es que debería haberles sido indiferente que su trabajo tuviera o no utilidad. Se sentían degradados cuando les hacían realizar alguna tarea “infantil” y estúpida y preferían hacer algo más pesado si con ello producían algo que pudiera calificarse de útil. No cabe la menor duda, al parecer, de que los trabajos que ejecutaban, así como los malos tratos que les infligía la Gestapo, contribuye­ron a su desintegración como personas adultas.
El autor tuvo ocasión de entrevistar a varios prisioneros que antes de ser internados en el campo ya habían pasado unos cuan­tos años en la cárcel, algunos de ellos incomunicados. Aunque fueron demasiado pocos como para formular una generalización parece ser que pasar una temporada en la prisión no produce los cambios de carácter que se describen en este artículo. En la cárcel se refiere la regresión a comportamientos infantiles, el único rasgo común que al parecer tienen la cárcel y el campo de concentración es que en ambos sitios se impide a los reclusos satisfacer sus deseos sexuales de manera normal, lo cual acaba por hacerles temer la pérdida de su virilidad. En el campo este temor reforzaba los otros factores perjudiciales para los tipos de comportamiento adulto y fomentaba el comportamiento infantil.
Cuando un preso llegaba a la última etapa de su ajuste a la situación del campo es que había cambiado su personalidad para aceptar como propios diversos valores de las SS. Unos cuantos ejemplos ilustrarán de qué manera se expresaba esta aceptación.
Los SS consideraban, o fingían considerar, que los presos eran la escoria de la tierra. Insistían en que ninguno de ellos era mejor que los demás. Probablemente uno de los objetivos de semejante actitud era convencer a los guardianes jóvenes que recibían su instrucción en el campo de que eran superiores incluso al más sobresaliente de los reclusos, así como demostrarles que los antiguos enemigos de los nazis ahora estaban sometidos y no merecían ninguna atención especial. Si a algún preso promi­nente se le hubiese dispensado mejor trato que a los demás, los guardianes hubiesen creído que seguía teniendo influencia; si el trato hubiese sido peor, habrían imaginado que el preso era aún peligroso.
Los nazis querían inculcar en los guardianes que incluso el más leve grado de oposición al sistema llevaba a la destrucción completa de la persona que osara oponerse a él, y que el grado de oposición no influía en el castigo. Conversaciones esporádicas con tales guardianes revelaron que creían realmente en una conspiración mundial de judíos y capitalistas contra el pueblo alemán. Se suponía que toda persona que se opusiera a los nazis participaba en dicha conspiración y por lo tanto, debía ser destruida con independencia del papel que jugase en ella. En vista de ello, se comprende que los guardianes tratasen a los prisioneros como si fuesen sus peores enemigos.
Los prisioneros se encontraban en una situación imposible a causa de la continua intromisión de los guardianes y los demás presos en su vida privada. A causa de ello, existía una gran carga de agresividad acumulada. En el caso de los recién llegados la agresividad se manifestaba de forma parecida a como lo habría hecho fuera del campo. Sin embargo, los presos iban aceptando poco a poco, como expresión de su agresividad verbal, términos que sin duda no procedían de su vocabulario anterior, sino de otro muy distinto: el que utilizaban los SS. De copiar la agresividad verbal de los SS a copiar su agresividad física había únicamente un paso, pero se necesitaban varios años para darlo. No era extraño comprobar que, cuando tenían a su cargo otros presos, los reclusos veteranos se comportaban peor que los SS. En algunos casos lo hacían porque de esta manera pretendían congraciarse con los SS, pero era más frecuente que la considerasen la mejor manera de tratar a los presos del campo.
Prácticamente todos los prisioneros que llevaban mucho tiempo en el campo adoptaban la actitud de los SS ante los presos calificados de no aptos. Los recién llegados planteaban problemas difíciles a los veteranos. Sus quejas sobre la existencia insoporta­ble que se llevaba en el campo añadía un nuevo motivo de ten­sión a la vida en los barracones. El mismo efecto tenía su incapacidad para ajustarse. El mal comportamiento en los grupos de trabajo ponía en peligro a todos sus integrantes. Por consiguiente, el recién llegado que no se ajustaba a su nueva vida tendía a convertirse en un riesgo para sus compañeros. Además los débiles eran los más propensos a acabar traicionando a los demás. De todos modos, como los débiles solían morir durante las primeras semanas en el campo, algunos presos pensaban que daba igual librarse de ellos antes. Así pues, los prisioneros ve­teranos a veces colaboraban en la eliminación de los “no aptos”, incorporando así la ideología nazi en su propio comportamiento.
Era ésta una de las numerosas situaciones en que los presos veteranos demostraban su dureza, ya que habían moldeado su forma de tratar a los presos “no aptos” conforme al ejemplo de los SS. Para protegerse a sí mismos era necesario eliminar a los “no aptos”; sin embargo, la forma en que éstos a veces eran torturados durante días y días por los presos veteranos, hasta que morían, era algo heredado de la Gestapo.
Los presos veteranos que se identificaban con los hombres de las SS no lo hacían sólo en lo referente al comportamiento agresivo. Procuraban hacerse con prendas viejas del uniforme de SS. Si no lo conseguían, intentaban remendar y coser sus propios uniformes de forma que se parecieran a los que usaban los guardianes. En este sentido los prisioneros llegaban a extremos increíbles, especialmente si se tiene en cuenta que los SS los castigaban por copiar sus uniformes. Cuando les preguntaban por que lo hacían, los veteranos reconocían que les encantaba parecerse a los guardianes.
La identificación de los presos veteranos con los SS no termi­naba en la emulación de su apariencia externa y comportamiento. Los veteranos también aceptaban los objetivos y valores de los nazis, incluso cuando parecían contrarios a sus intereses propios. Era horrible ver hasta qué extremo llevaban esta identificación incluso los presos que poseían una buena educación política. En un momento dado en la prensa norteamericana y en la inglesa aparecieron numerosos artículos sobre las crueldades que se cometían en los campos. Los SS castigaron a los prisioneros por la publicación de tales artículos, lo cual concordaba con su política de castigar al grupo por lo que hiciera uno de sus, miembros o ex-miembros, toda vez que el origen de lo que decían los periódicos tenía que ser forzosamente algún antiguo prisionero. Al comentar el hecho, los presos veteranos insistían en que los corresponsales y periódicos extranjeros no tenían por qué meter las narices en las instituciones alemanas y expresaban el odio que sentían por los periodistas que intentaban ayudarles.
El autor hizo la siguiente pregunta a más de un centenar de presos políticos veteranos: “Si tengo suerte y consigo llegar a tierra extranjera, ¿debo contar lo que ocurre en el campo y despertar el interés del mundo libre?”. Sólo dos de ellos manifesta­ron sin ninguna duda que toda persona que lograse escapar de Alemania tenía la obligación de combatir a los nazis como mejor pudiera. Todos los demás albergaban la esperanza de que se produjera una revolución alemana, pero no veían con buenos ojos la intromisión de alguna potencia extranjera.
Cuando aceptaban como propios los valores nazis, los presos veteranos no solían reconocerlo directamente, sino que explicaban su comportamiento por medio de racionalizaciones. Por ejemplo, los veteranos recogían desperdicios en el campo porque Alemania andaba escasa de materias primas. Cuando se les hacía notar que con ello ayudaban voluntariamente a los nazis, racionalizaban que con ello también contribuían al enriquecimiento de la clase obrera alemana. También cuando los presos se ocuparon de levantar edificaciones para la Gestapo surgieron polémicas sobre si era necesario procurar construirlos bien. Los presos recién llegados se mostraron partidarios del sabotaje, mientras que la mayoría de los veteranos dijo que había que construir bien, indicando, a modo de racionalización, que los edificios serían útiles para la nueva Alemania. Cuando se les decía que la revolución tendría que destruir las fortalezas de la Gestapo, los presos veteranos recurrían a la afirmación general de que uno tenía que hacer bien su trabajo, fuese cual fuese. Parece ser que la mayoría de los presos veteranos era consciente de que no podría seguir trabando para la Gestapo a menos que se convencieran de que su trabajo tenía algún sentido. Y eso era lo que había hecho.
Dos veces al día se pasaba lista a los prisioneros, tarea que a menudo duraba varias horas y siempre parecía interminable. Algunos presos veteranos se mostraban satisfechos de la perfección con que habían permanecido en posición de firmes mientras se pasaba lista. La única manera de explicarse semejante satisfacción es que aquellos presos habían aceptado como propios los valores de las SS; se enorgullecían de ser tan duros como los SS. Esta identificación con sus torturadores llegaba al extremo de copiar las cosas que éstos hacían en sus ratos de ocio. Uno de los juegos preferidos de los guardianes consistía en ver quién era capaz de soportar más golpes sin quejarse. Algunos de los presos veteranos copiaron dicho juego, como si no les hubiesen golpeado lo bastante y ahora sintieran la necesidad de infligir dolor a sus compañeros de cautiverio.
Frecuentemente los hombres de las SS imponían reglas estúpidas inventadas caprichosamente por uno de ellos. Por lo que estas reglas se olvidaban muy pronto, pero siempre había unos cuantos presos veteranos que seguían obedeciéndolas y recordándoselas a los demás cuando la Gestapo ni siquiera se acordaba de ellas. En una ocasión, por ejemplo, un guardián que estaba inspeccionando la indumentaria de los prisioneros descubrió que algunos llevaban los zapatos sucios por dentro. Ordenó que los presos lavasen los zapatos por dentro y por fuera con agua y jabón. Al ser tratados de aquella manera, los zapatos, que ya eran pesados de por sí, se volvían duros como piedras. La orden no volvió a darse jamás y muchos prisioneros ni siquiera la cumplieron la primera vez. A pesar de ello, algunos presos veteranos no sólo siguieron lavando el interior de sus zapatos cada día, sino que maldecían a los que no lo hacían y los tachaban de negligentes y sucios. Aquellos prisioneros creían firmemente que las reglas establecidas por los SS cconstituían una pauta deseable para el comportamiento humano, al menos dentro del campo.
En su mayor parte los prisioneros veteranos también acepta­ban los valores de las SS referentes a la raza, aunque la discrimi­nación racial era algo ajeno a su esquema de valores antes de que lo enviasen al campo de concentración. Aceptaban como verdadera la afirmación de que Alemania necesitaba más espacio vital (Lebensraum), aunque añadían: “mientras no exista una federación mundial”; y creían en la superioridad de la raza ale­mana. Hay que hacer hincapié en que ello no era fruto de ninguna clase de propaganda por parte de los SS. Éstos no se esforzaban en tal sentido, sino que insistían en que les daba igual lo que pensaran los presos siempre y cuando estuviesen llenos de temor de las SS. Además, insistían en que de todos modos impedirían que los presos expresaran sus opiniones. Resulta sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta el comportamiento de los presos veteranos, ver que los SS parecían convencidos de que era imposible ganarse la aprobación de los reclusos después de haberlos sometido a torturas.
Entre los prisioneros veteranos se advertían otros indicios de su deseo de aceptar a los SS por motivos que en modo alguno podían ser fruto de la propaganda. Parece ser que una vez adop­tada una actitud infantil ante los SS, los presos deseaban recibir un trato justo y bondadoso de ellos, o al menos de aquellos SS a quienes habían aceptado como figuras paternas y todopoderosas. Dividían sus sentimientos positivos y negativos (por extraño que parezca tenían sentimientos positivos) hacia los SS de tal manera que todas las emociones positivas tendían a concentrarse en unos cuantos SS que ocupaban puestos bastante elevados en la jerar­quía administrativa del campo, aunque raras veces las concentra­ban en el gobernador del mismo. Los prisioneros veteranos insis­tían en que aquellos agentes ocultaban nociones de justicia y decencia debajo de su dura superficie; les suponían sinceramente interesados por los reclusos e incluso por ayudarles, aunque fuera modestamente. Dado que en el modo de actuar de los SS en cuestión jamás se reflejaban aquellos supuestos sentimientos, los presos explicaban que era porque disimulaban para poder seguir ayudando a los reclusos. Daba pena ver el empeño con que los presos intentaban demostrar semejantes teorías. Surgió una verdadera leyenda en torno al hecho de que, cuando dos suboficiales se disponían a inspeccionar un barracón, uno de ellos se limpió el barro de las botas antes de entrar. Probablemente lo hizo de manera automática, pero el gesto fue interpretado como una repulsa al otro SS y como demostración clara de lo que pensaba del campo de concentración.
Después de hablar tanto sobre la tendencia de los presos veteranos a imitar a los SS e identificarse con ellos, conviene poner de relieve que ésta era sólo una parte de la cuestión. El autor ha procurado concentrarse en los mecanismos psicológicos del comportamiento colectivo que le parecieron interesantes en lugar de informar sobre pautas de comportamiento que ya son conocidas de todos o resultan previsibles en circunstancias como aquellas. Los mismos presos veteranos que se identificaban con los SS les plantaban cara en otros momentos, demostrando un valor extraordinario al hacerlo.
A juicio del autor, el campo de concentración tiene una importancia que va mucho más allá del hecho de ser donde la Gestapo se vengaba de sus enemigos. Era el principal lugar de entrenamiento de los jóvenes soldados de la Gestapo que se proponían gobernar y mantener el orden en todas las naciones conquistadas; era el laboratorio donde la Gestapo inventaba métodos para convertir a ciudadanos libres y rectos, no en esclavos refunfuñones, sino en siervos que en muchos aspectos aceptasen los valores de sus amos.
Parece ser que las cosas que de manera extrema sucedieran a los prisioneros que pasaron varios años en un campo de concentración sucedieron también, aunque a menor escala, a la mayoría de los habitantes de aquel inmenso campo de concentración llamado la “Gran Alemania”. También les hubiese podido suceder a los habitantes de los países ocupados de no haber sido capaces de organizar grupos de resistencia. El sistema era demasiado fuer­te para que un individuo pudiera librarse del dominio que ejer­cía sobre su vida emocional, especialmente ciando se encontraba en medio de un grupo que había aceptado más o menos el sistema nazi. Resultaba más fácil ofrecer resistencia a la presión de la Gestapo y de los nazis si uno funcionaba como individuo; la Ges­tapo parecía saberlo y por consiguiente, insistía en obligar a todos los individuos a integrarse en grupos que era más fácil supervisar.
Entre los métodos utilizados para combatir el individualismo cabe citar el sistema de rehenes y el castigo de todo el grupo por las acciones de uno de sus miembros; no permitir que nadie se comportase de modo distinto a la norma establecida por el gru­po, fuese cual fuese dicha norma; desaprobar todo tipo de actividades solitarias, etcétera.
Al parecer, el principal objetivo de los esfuerzos nazis consis­tía en producir en sus víctimas actitudes infantiles y una depen­dencia igualmente infantil respecto de la voluntad de sus líderes. La forma más eficaz de romper este objetivo parecía ser la formación de grupos democráticos de resistencia integrados por personas independientes, maduras y seguras de sí mismas que se apoyasen mutuamente para seguir resistiendo. De no formarse esos grupos, resultaba muy difícil no verse sometido al lento proceso de desintegración de la personalidad ocasionado por la presión incesante de la Gestapo y del sistema nazi.
El campo de concentración era el laboratorio de la Gestapo para someter, no sólo a los hombres libres, sino especialmente a los enemigos más ardientes del sistema nazi, a un proceso de desintegración como individuos autónomos. Deberían estudiarlo todas las personas que deseen comprender lo que le sucede a una población sometida a los métodos del sistema nazi.


[1] Para el primer informe oficial sobre la vida en estos campos, véase Papers concerning the treatment of German nationals in Germany, His Majesty's Office, Londres, 1939.
[2] La comida que los presos recibían cada día representaba aproximadamente 1800 calorías, mientras que la media de calorías que exigía el trabajo que hacían oscilaba entre las 3.000 y las 3.300. (Más adelante, durante los años de guerra, las raciones fueron mucho más reducidas que en 1938-1939.)
[3] Las operaciones quirúrgicas, por ejemplo, las practicaba un ex-impresor. Entre los presos había muchos médicos, pero a ningún prisionero se le permitía ejercer en el campo su profesión habitual, ya que ello no hubiese entrañado ningún castigo.
[4] Uno de los participantes era Alfred Fischer, doctor en medicina, quien, en el momento de escribirse este articulo, se encontraba de servicio en un hospital militar en alguna parte de Inglaterra. El otro era Ernst Federn, quien en 1943 seguía en Buchenwald, a causa de lo cual no me atreví a citar su nombre cuando el artículo apareció por primera vez.
[5] La mayoría de los soldados y suboficiales de las SS eran muy jóvenes -entre 17 y 20 años- e hijos de agricultores, de pequeños comerciantes o de las capas inferiores del funcionariado.
[6] El dinero tenía mucha importancia para los prisioneros porque en ocasiones se les permitía comprar cigarrillos y comida extra. Poder comprar comida significaba evitar la muerte por inanición. Dado que la mayoría de los presos políticos y de los criminales, así como muchos prisioneros de clase media, no tenían dinero, se mostraban dispuestos a hacerles la vida más fácil a los prisioneros ricos que pagaban por ello.
[7] El autor sólo llegó a conocer a tres de ellos: un príncipe bávaro, miembro de la antigua familia real; y dos duques austríacos, parientes muy cercanos, antiguo emperador. El autor duda que durante el año que pasó en los campos hubiera en ellos más prisioneros de esta clase
[8] Hay muchos indicios, de que la mayoría de los guardianes adoptaban una actitud parecida, aunque por motivos distintos. Torturaban a los prisioneros en parte porque les gustaba demostrar su superioridad, y en parte porque sus propios superiores esperaban que lo hiciesen. Pero, como habían sido educados en un mundo que rechazaba la brutalidad, lo que hacían les ponía nerviosos. Parece ser que, ante tus actos de brutalidad, también ellos adoptaban una actitud emocional que cabría calificar de “sensación de irrealidad”. Después de ser guardianes de campo durante cierto tiempo se acostumbraban al comportamiento inhumano; que­daban “condicionados” por el mismo y éste se convertía en parte de su vida “real”.
[9] Algunos aspectos de este comportamiento se parecen a lo que se denomina “despersonalización”. Sin embargo, hay tantas diferencias entre los fenómenos estudiados en este trabajo y el fenómeno de la despersonalización, que no me parece aconsejable utilizar dicho término.
[10] Recuerdo claramente que durante el viaje deseé desmayarme para no seguir sufriendo. Pero, al igual que los demás prisioneros, no me desmayé. Durante el año que pasé en los campos también deseé desmayarme algunas veces, pero no lo conseguí. Probablemente lo que me impidió perder el conocimiento fue que sabía los peligros que entrañaba el no poder observar lo que ocurría para reaccionar del modo apropiado a ello.
[11] El trauma había consistido en un accidente de coche tan grave que al principio creyeron que no se salvaría.
[12] El castigo se impuso porque dos prisioneros habían tratado de fugarse. En tales casos siempre se castigaba severamente a todos los prisioneros, para que en lo sucesivo revelasen los secretos que llegaran a su conocimiento, ya que, de no hacerlo, sufrirían un castigo. Se pretendía que cada preso se sintiese respon­sable de los actos de los demás. Esto concordaba con el propósito de los SS de obligar a los prisioneros a sentir y actuar como grupo y no como individuos. Los dos fugitivos fueron capturados y ahorcados en presencia de todos los demás prisioneros.
[13] Esta fue una de las ocasiones en que se hicieron evidentes las actitudes antisociales de ciertos presos de clase media que mencionarnos anteriormente. Algunos de ellos no compartían aquel espíritu de ayuda mutua y algunos incluso trataban de aprovecharse de los demás.
[14] Los prisioneros encargados de los barracones llevaban la cuenta de lo que les ocurría a los habitantes de los mismos. De esta manera resultaba comparativa­mente fácil saber cuántos de ellos morían y cuántos eran puestos en libertad. Los primeros estaban siempre en mayoría.
[15] Los prisioneros recién llegados se gastaban todo el dinero en intentos de sacar cartas del campo o cae recibir mensajes no censurados. Los presos veteranos no utilizaban el dinero para estos fines, sino para conseguir puestos de trabajo “cómodos” para sí mismos, tales como prestar servicios en las oficinas del campo o en los talleres, donde al menos quedaban protegidos de las inclemencias del tiempo.
[16] Sucedió que en un mismo día se supo la noticia de que el presidente Roosevelt había pronunciado un discurso denunciando a Hitler y a Alemania y corrieron rumores de que un oficial de la Gestapo iba a ser reemplazado por otro. Los presos nuevos comentaron el discurso con gran excitación, sin prestar oído a los rumores; los prisioneros veteranos no hicieron ningún caso del discurso y dedicaron todas sus conversaciones al cambio de oficiales.
[17] Esta tendencia a olvidar nombres, lugares y acontecimientos fue un fenómeno interesante que no se explica atendiendo solamente al agotamiento físico los prisioneros.
[18] En cierto momento, un movimiento de oposición a la regimentación nazi de las actividades culturales se centró en torno a la persona del famoso director de orquesta Furtwängler, quien personalmente se inclinaba a favor del nazismo pero criticaba su política cultural. Furtwängler nunca fue castigado, pero el grupo fue desarticulado mediante el encarcelamiento de una sección representativa del mismo. De esta manera el famoso músico se encontró convertido en un líder sin seguidores y el movimiento perdió fuerza.