Atología Comentada. José Luis González Fernández. Universidad Autonoma Metropolitana, Xochimilco. Pagina orientada a complementar la bibliografia modular para los alumnos de la carrera de psicologia de la universidad autonoma metropolitana
martes, 12 de agosto de 2025
Ovidio. Narciso y Eco
ECO Y NARCISO (OVIDIO)
Notas JLGF
Las
dulces ninfas [1]
del bosque solían reunirse para cantar y bailar. Su alegría era aún más grande
cuando Zeus pasaba la tarde con ellas, bañándose entre cascadas o riendo en la
sombra fresca de los árboles.
Hera[2],
la esposa del dios, sospechaba de su marido y a veces bajaba al bosque para
sorprenderlo entre las muchachas. Pero siempre que se acercaba, una ninfa de
largos cabellos le salía al paso. Su nombre era Eco. Para distraerla, Eco le
hablaba a Hera de esto y de aquello, mientras Zeus aprovechaba para escapar.
Hera no
tardó mucho en descubrir lo que ocurría. Furiosa, maldijo a Eco:
–Ya que
tu lengua me estuvo engañando –le dijo–, de ahora en más podrás usarla poco.
¡Muy poco!
En
adelante, Eco perdió la capacidad de dialogar. Lo único que podía hacer era
repetir las palabras que otros le dirigían. Y ni siquiera todas: solo las
últimas.
Una
tarde, la ninfa tejía en su gruta cuando oyó pisadas en el bosque. Alzó los
ojos y vio pasar a un muchacho entre los árboles. Fue apenas un vistazo, pero
alcanzó para que se enamorara.
El joven
se llamaba Narciso. Era muy hermoso. Tanto que su madre, al darlo a luz, se
preguntó si un ser tan bello podría vivir muchos años.
“Tu hijo
vivirá solamente si no se conoce a sí mismo”, le dijo Tiresias[3],
el ciego que adivinaba el futuro.
La tarde
en que Eco lo vio, Narciso tenía dieciséis años. Otros corazones se habían
fijado en él con anterioridad, pero él jamás respondió a ninguno. Ninguna
pasión despertaba la suya, ningún amor lo conmovía. Orgulloso, distante,
Narciso sentía que no necesitaba compañía.
Y así
iba, solo, buscando un ciervo para cazar, cuando Eco salió de la gruta y lo
siguió en secreto por el bosque, con el corazón ardiendo como una antorcha.
¡Cómo le
hubiera gustado decirle lo que sentía! Cuanto más lo miraba Eco, más se
enamoraba; y cuanto más se enamoraba, más se acercaba. Hasta que el crujido de
una rama la delató.
Narciso
se detuvo y giró sobre sus pasos.
–¿Hay alguien aquí? –preguntó.
Y Eco,
oculta tras un arbusto, repitió:
–¡Aquí!
¡Aquí!
Narciso
miró hacia todas partes, extrañado.
–¿Te
estás escondiendo? –dijo–. ¡Vamos, ven acá!
–¡Ven
acá! –dijo Eco.
–Basta,
quiero saber quién eres. ¡Encontrémonos!
–¡Encontrémonos! –repitió Eco, emocionada, y por fin salió de su
escondite para abrazar a su amado.
Pero
Narciso la rechazó. Le dio la espalda con desdén y se alejó vociferando:
–¡Prefiero estar muerto a dejar que tú me ames!
–¡Me
ames! ¡Me ames! –repitió Eco, y corrió a esconderse en las cuevas, llena de
vergüenza.
Desconsolada, la ninfa dejó de dormir y de comer. Adelgazó cada día un
poco más, y su cuerpo se afinó hasta desaparecer. Pero su voz no murió, y
todavía hoy puede oírse en las grutas y entre las rocas.
Narciso,
mientras tanto, continuó cazando. Una tarde descubrió un estanque oculto en el
follaje. Era un lugar fresco y apacible. Ningún hombre ni animal habían estado
antes allí. Ni siquiera las hojas de los árboles habían tocado la laguna. Sus
aguas eran un espejo cristalino, apenas entibiado por la luz del sol.
Narciso
se inclinó para beber de aquel estanque, pues estaba cansado y sediento tras
las horas de caza. Entonces vio frente a él a un ser hermoso, el más bello que
jamás había conocido.
En un
instante, buscando saciar su sed, a Narciso le nació otra sed: se enamoró por
completo de la imagen del manantial. Quedó flechado por esos ojos intensos que
brillaban en un rostro perfecto, que quiso besar sin demora.
Al
inclinarse para hacerlo, sin embargo, lo único que besó
fue agua. Y cuando tendió sus brazos, tampoco encontró otra cosa más que agua.
– ¿Qué
pasa? ¿Adónde vas cuando te busco? –preguntó–. ¿No te gusto? ¡No lo creo! En
tus ojos noto el mismo amor que yo siento. Si te sonrío, me sonríes. Y aunque
no llego a oír tus palabras, veo que mueves la boca y me contestas. Estamos muy
cerca… ¡Ven!
Y volvió
a tender los brazos, una y otra vez. Y cada vez abrazó el agua.
– ¿Qué
clase de amor es este, tan cruel? –se lamentó al fin, elevando su mirada y su
voz hacia los árboles, únicos testigos de lo que ocurría.
A Narciso
le brotaron lágrimas de ansiedad e impotencia, y vio que la figura del estanque
lloraba y se enjuagaba el llanto igual que él. Recién entonces el joven
comprendió que lo que deseaba no estaba en ningún lado, que suspiraba por una
esperanza sin cuerpo.
–¡Ay,
estoy llorando por mi propia imagen…! –exclamó.
Sus
lágrimas crecieron y cayeron al estanque. La superficie del agua tembló, y el
reflejo se volvió impreciso, borroso.
–¡No, no
te vayas! –Suplicó Narciso–. ¡Si no puedo tenerte, al menos deja que te mire!
Después
se tendió junto a su imagen, al borde del estanque, y no volvió a despegarse de
allí, ni siquiera para conseguir alimento o abrigo.
Cada día,
al despertar, el joven buscaba su reflejo y lo contemplaba, enamorado y lleno
de pena, hasta que el sueño volvía a vencerlo.
Narciso
se fue consumiendo poco a poco, como se consume la cera de una vela encendida.
Y una mañana, al amanecer, se dio cuenta de que estaba muriendo. Entonces se
asomó para contemplar su adorada imagen por última vez.
–¡Adiós!
–Exclamó Narciso con su último aliento–. ¡Adiós, mi amor!
A la
distancia se oyó a Eco, que repetía en su caverna:
–¡Adiós,
mi amor!
Narciso
apoyó la cabeza en el pasto, exhaló y sus ojos no volvieron a abrirse.
Poco
después, las ninfas del bosque buscaron su cuerpo, pero no pudieron
encontrarlo. En el lugar donde el joven murió había crecido una espléndida flor
de pétalos blancos y centro amarillo. La llamaron narciso, y hasta el día de hoy lleva ese nombre.
[1] En la
mitología griega, una ninfa es
una deidad femenina asociada a un lugar concreto como puede ser
un manantial, un arroyo, un bosque, una montaña, un mar o una arboleda.
[2] Hera: diosa esposa de Zeus.
[3] Tiresias: En la versión del propio
Ovidio en su obra Las metamorfosis,
Tiresias vio a dos serpientes apareándose, las separó matando con su bastón a
la hembra. A raíz de esto, se convirtió en mujer por siete años cuando volvió a
ver a las mismas serpientes nuevamente apareándose, entonces volvió a
golpearlas para separarlas, pero ahora mata a la serpiente macho,
convirtiéndose nuevamente en varón. Esto hizo que Zeus y Hera lo buscaran para que
interviniera en una discusión que tenían sobre quién experimentaba más placer sexual, si los
hombres o las mujeres. Cuando Tiresias sijo que el hombre experimenta una
décima del placer que tiene la mujer, Hera, se ofendió y lo
castigó dejándolo ciego. Zeus, en compensación, le otorgó el don de la profecía y del
conocimiento androgénico.