viernes, 23 de junio de 2017

Piera Aulagnier. UN PROBLEMA ACTUAL: LAS CONSTRUCCIONES PSICOANALITICAS



UN PROBLEMA  ACTUAL:   LAS CONSTRUCCIONES  PSICOANALITICAS[1]
Tomado del Libro, Un interprete en busca de sentido. SXXI Editores.

"Silencio y duración del tiempo valen más  que construcción  y rememoración": tal podría ser la moraleja  de las historias analíticas que se escriben en nuestros días. Que se nos perdone esta  ocurrencia. Si  la hubiéramos  escrito en forma de interrogación habría ilustrado  nuestra  propia  perplejidad  frente a la evolución que se anuncia en la técnica psicoanalítica    y en el modelo  implícito  que de ella  se desprende.  No nos parece que este modelo pueda  ser superpuesto   al que se deriva  de la  obra de Freud: sus  diferencias representan  uno de los problemas más actuales  que se  le plantean  al psicoanalista.
 Si bien  es  cierto que la  totalidad de la obra de Freud puede leerse  como la  elaboración de un trabajo  que da cuenta  de la experiencia  analítica y que pone en tela de juicio cualquier definición que pretendiera ser inmutable,  nos pareció necesario,  para no extraviarnos en el laberinto de preguntas que hace surgir un problema semejante, referirnos  al texto  de Freud particularmente  pertinente para  nuestro propósito:  "Construcciones  en el análisis".[2]    Este texto nos enfrenta de entrada  con tres cuestiones:
 1]  Escrito en 1937,  representa  una de las últimas  contribuciones  de Freud a la técnica psicoanalítica.   Las cuatro décadas que lo separan  de los  primeros escritos dejan caer todo su peso  en la definición  que ahí podemos leer acerca del trabajo del analista,  y en la demostración  que nos ofrece de  la  relación existente  entre su práctica y su  ética.[3]  ¿Cuál  es ésta hoy en día?
 2]  La importancia  otorgada  al trabajo de construcción  encuentra su razón primera en la función de "historiador"  que Freud atribuye  al  psicoanalista. Su descripción  hace  surgir la imagen  de la paciente reescritura de una historia  de la  cual un capítulo esencial   habría  sido borrado  por la amnesia  infantil. Esa escritura que traza  una mano extranjera evoca la relación de todo sujeto con los comienzos de su propia historia, que sólo pueden serle revelados por el discurso  de su entorno,  por eso que está inscrito en una  memoria  que no es la  suya.   Si, en el  plano del texto   consciente,   el  sujeto es  tributario  de una historia que le proporcionara  la madre del  infans que él ha sido, ¿hasta qué punto puede rememorar en el plano del texto inconsciente  y hasta qué punto permanecerá  tributario  de la  construcción del psicoanalista?
 3]    Cuando   Freud  insiste en el  papel de garante de la verdad  que  sostiene   al analizando, cuando se veta  utilizar   una  sugestión cualquiera,  ¿no  olvida   haber  escrito  él mismo   que  la transferencia  no  está  jamás  a salvo  de toda  escoria de ese tipo?  Eso plantea el problema de la  repetición que interviene en la construcción, por el hecho de que ésta "repite" un original y fantasmático  reparto del saber.
Detrás de estas cuestiones  se perfila la interrogación  que las subtiende:   ¿somos capaces hoy en día de formular una definición  del  psicoanálisis   y del trabajo del psicoanalista que no sea desmentida por lo que suceda de hecho en nuestra práctica, y que permita superar la ruptura que surge entre la ambición del discurso teórico y una praxis confrontada  con la "dura  realidad"   de un sujeto que no es ni un ser teórico ni un ser trascendental?

EL PSICOANALISTA  Y SU CONSTRUCCIÓN
 Que un psicoanálisis  exige la presencia de un analista y de un analizando es uno de los raros postulados que se aceptan actualmente  de manera unánime.  Ésta es quizá la  razón por la  cual muchos de nuestros teóricos  parecen sentir la tentación  de formular  la definición  por excelencia de la cura.
 Pero esto supondría no sólo que existe acuerdo sobre un modelo,  por todos reconocido,  del analista   y del analizando  -lo que está lejos de ser cierto-,  sino también que la distancia entre modelo  y sujeto real es inexistente o bien idéntica  para todo el mundo.  Esto es una utopía.
 Ahora bien, aunque los  analistas no parecen inclinados  a creer en utopías, se tiene la impresión  de que en este caso su posición resulta ambigua.  La vehemencia  con la cual  defienden su  modelo  de analista, de analizando   o de cura, prueba  que no ignoran nada de las  profundas diferencias que los separan de otros colegas,  pero paralelamente  parece existir en cada  uno el deseo de preservar,  inmutable,  un modelo de analista (Freud),  un modelo  de analizando (por qué no Emma vonN... o Anna O...   por ejemplo)  y un modelo de cura tal como se deduciría  de este encuentro original que tendría el extraño privilegio de poder repetirse idénticamente (lo que validaría  la perennidad  del modelo).
 Si ese anhelo de identidad entre una experiencia  primera y aquellas que han seguido nos parece utópico,  es porque no se puede descuidar  el peso de dos distancias  que no son puramente temporales:   la que nos separa de Freud y la  que separa  a Ana O...  de una parte de los analizandos  de hoy en día.
 La primera es función del genio creador de Freud y de la herencia   teórica que nos ha legado. Si esta herencia es lo que nos autoriza  a   proseguir su obra, nos despoja también de un elemento sobre cuya importancia  tendremos  que volver.
 La segunda,   que se sitúa del lado del analizando,  pone igualmente en tela de juicio la ilusión  de una posible  identidad.  Creer en el porvenir  del psicoanálisis   no autoriza, muy por el contrario,  a descuidar  los parámetros socioculturales  en los que encuentra su lugar. Si bien algunos  de esos parámetros  han evolucionado  relativamente poco desde Freud hasta  nuestros días,  no ocurre lo mismo en ese sector  social donde los efectos  del Psicoanálisis  han desempeñado  un papel al marcar con su huella al que se podría  llamar el analizando  "modelo 1970".
 El psicoanalista  puede, en la  sesión,  poner la realidad entre paréntesis:  a partir  del momento en que esta realidad que es la sociedad ya no deja entre paréntesis  al discurso psicoanalítico,  se produce una inclusión cuyas repercusiones  en nuestra propia  técnica  hay que analizar.   No queda sino sorprenderse  del escaso interés  que estos fenómenos  han suscitado  en general  entre los analistas. Pero sería  una evasiva  depositar en el  campo social  la responsabilidad  de eso que,  dependiendo  de los  puntos de vista,  será llamado progreso o retroceso.  Primero hay que interrogar al psicoanalista  y reflexionar  sobre los avatares que ha sufrido el "modelo"  al  que respondía  Freud y que le permitía  escribir:
 La  tarea  del analista  es  reconstituir eso que ha sido olvidado   a partir de las huellas  que han quedado, o más  exactamente   construirlo.   Y es  el  momento que elige después para participar al paciente  de esas construcciones,   la manera  en que lo hace,  las explicaciones que agrega, lo  que va a  enlazar entre a  las dos partes del trabajo  analítico,  la suya y la del paciente.
 (...) Ese  trabajo preliminar  es paralelo al que se construye del lado  del analizando... todo  analista  sabe   que en un tratamiento  psicoanalítico  los dos   modos de trabajo son llevados  paralelamente, el primero  siempre un poco adelantado   sobre el segundo, el cual lo alcanza poco a  poco:  el analista  acaba un fragmento de construcción y lo· comunica  al sujeto con el fin de que éste sienta  su influencia.   A partir  del nuevo material   que entonces surge,  podrá elaborar un nuevo fragmento utilizado  de la misma manera y avanzar  poco a poco alternando  así hasta el  final.
 (…) Si en los informes sobre técnica analítica se habla tan poco de construcción,  es porque se habla más bien de las  interpretaciones  y de sus  efectos.   Pero me parece  que el término   construcción  es por mucho el menos (más) apropiado.   La interpretación  define una manera  de tratar un elemento  singular del material,  cómo sería una asociación o un lapsus. Pero es  una construcción    cuando se  expone al sujeto   un fragmento de su vida infantil que él había olvidado.
 Hemos   reproducido    textualmente[4]   este    pasaje   porque   su claridad   no deja  lugar   a ninguna ambigüedad     sobre   lo que  era  para  Freud  el modelo  de la intervención psicoanalítica,  lo que tiene derecho a esperar el analizando y por qué este último es el único  que tiene el privilegio   de decidir  sobre la  verdad o la inexactitud   de la construcción. Sin prejuzgar sobre los resultados  en los  que podrá desembocar  nuestra comparación, quisiéramos  hacer notar la impresión de solidez; el peso de realidad,  si así se puede decir,  que se desprende del  modelo de análisis  en estas  líneas.
 El analista  parece emparentarse  más con un rudo trabajador  que se esfuerza en su obra y la defiende,  dispuesto a arremangarse  para ayudar al otro a salir del camino en el que corre el riesgo de atascarse,  que con una especie de asceta del  silencio  que observa con tranquilidad el  espectáculo  que se le ofrece,  esperando  que el otro consienta en salir  de su impasse y no exigiendo  siquiera  la confirmación  de aquello que podría demostrar  la legitimidad de esa posición.
 Pero, antes de proseguir, tenemos que disipar  el malentendido  que podría suscitar el empleo del término construcción   opuesto al   de interpretación. Es evidente que ambos forman parte  igualmente  importante  del trabajo que incumbe  al analista. Que este último esté,  en los dos casos,  en una posición  de intérprete, nos parece indiscutible. Lo que,  en nuestra opinión, puede diferenciar  los dos términos,  en la acepción  que Freud les da en ese texto, es lo que el intérprete busca poner en claro en un caso y en el otro. La interpretación -y el  ejemplo que da Freud del lapsus lo confirma-  buscaría  esclarecer el funcionamiento de la psique: la  construcción, descifrar su estructura. La primera encontraría  su material  en el  hic et nunc   de un dicho  (o de un actuado,  como en el acto fallido) donde de repente se deja ver cómo funciona el  ello,  cómo habla,  actúa,  o es actuado el yo [je] cuando el discurso y la  intención  tropiezan  con un deseo que se rehúsa al silencio.
 En esta   acepción,  interpretar  remite a  la parte del  trabajo del analista que.  a  partir  de un elemento singular,   descifra las leyes  que rigen los procesos  primario y secundario.  Por eso Freud puede decir  que la  interpretación   de la imagen de  un sueño,  en la medida  en  que descansa sobre el análisis de los  mecanismos propios  del desplazamiento  y la condensación,  pertenece  a este tipo de desciframiento.
          La construcción, por el  contrario. y el ejemplo que da Freud lo demuestra[5],   interroga a una puesta en escena fantasmática, que es efecto de la estructura del  deseo y de las  leyes que la  gobiernan. Tiene como mera  dar sentido, lo que exige  la referencia a un modelo que dé cuenta de  la  estructura   del  fantasma y de la  pulsión. Esa estructura quiere que el destino de la  pulsión sea buscar una eterna satisfacción  y oponerse a un prohibido  igualmente inmutable. Ese dar sentido que efectúa  el discurso  del analista hará que la  opacidad del fantasma,   la aparente insignificancia   y el  exceso de significancia  del  recuerdo encubridor, lleguen a sustituir  a ese fragmento  de la historia pulsional  que devela  lo que causó su destino   y de esta manera nos muestra uno de los  avatares  sufridos por el deseo.
 La construcción     tiene  como fin encontrar ese "fragmento de verdad"  que pertenece  a la historia  del  conflicto  pulsional:    el mismo fundamento  de la estructura  psíquica[6]. Su papel es sustituir el  blanco  de la leyenda  del fantasma  por la inscripción  que estaba inscrita sobre otra escena,  enlazar  el aparente sinsentido  de un enunciado  con la puesta en escena a la cual pertenece por derecho y que el velo de la amnesia había   recubierto.
 Se puede entonces preguntar si una separación demasiado intransigente no relegaría la interpretación en sentido estricto a un papel secundario en relación con el de la construcción.
 En realidad.   no creemos  que en el  espíritu de Freud baya  existido   una jerarquía  de esta índole,  y toda separación  que se pretendiera radical   sería no solamente arbitraria  sino errónea.
 Decir que la  interpretación   busca poner en evidencia  uno de los rasgos del funcionamiento de la psique  no debe hacernos  olvidar   que de esa  operación    resulta    un añadido  y que este añadido representa el  elemento  por el cual  el analista podrá  llevar  a  buen término sus construcciones.  La  interpretación   de  una imagen  del sueño muestra qué  es el proceso de desplazamiento  y cómo  funciona.   Pero también indica   lo que  para ese sujeto singular  y en historia  singular,   constituye   la razón.  no del desplazamiento,  sino de  los  elementos sobre  los cuales   se  ha  operado.
 Se puede decir  otro tanto del  lapsus,   del acto fallido o del chiste.  La  interpretación    del elemento    singular  saca  a la  luz  por lo tanto la  singularidad  de una elección  que nos  remite a historia que ya nada  tiene de universal.  Es la suma de esas  elecciones,   encontradas por el analista   a partir  de sus  interpretaciones,   lo que permitirá  la  elaboración    de una construcción    que devuelve  su sentido  a una página de la  historia  del  sujeto.
 En cuanto a la  influencia   que  ejercerá   esta  construcción     sobre el discurso  del analizando,   ésta  se  manifestará  en la puesta en marcha de una serie  de modos  de funcionamiento    de  los que darán  testimonio   la  rememoración,  la  asociación,    la negación. Se podría agregar  que la construcción es  lo que va a permitir  al  analizando   interpretar los elementos   o ciertos  procesos  de su historia  actual   como repetición  de una historia pasada,  y que la  interpretación es lo  que va  a permitirle, gracias al  descubrimiento  de las leyes del funcionamiento  psíquico, remodelar,  de acuerdo con una  nueva  arquitectura, una parte de las construcciones a través de las cuales se contaba la historia de su infancia.
 De esta manera,  vemos una doble interrreacción  siempre  actuante entre interpretación  y construcción, entre trabajo del analista  y trabajo del analizando.  Dicha  interrreacción es la piedra angular del  "modelo"  que da Freud de una técnica que se pretendía capaz de enunciar claramente  el objetivo que ella se proponía; conducir al sujeto a rememorar  lo que la amnesia  infantil  había reprimido  e inducir en él una  "convicción  inquebrantable" acerca de la veracidad   de nuestro trabajo.  Pero la lucidez y la honestidad  que autentifican esa pretensión    hacían que el propio Freud se preguntara por qué la convicción  puede remplazar,  sin perjuicio  para el resultado esperado de un análisis,   la ausencia    de rememoración.   Una última  cita del texto nos permitirá retomar esta cuestión   por nuestra cuenta:
 Hay un punto  que quisiera aún profundizar  y explicar.  El camino que resulta de la construcción    en el analista debería conducirnos  hasta la rememoración  en el paciente: pero no siempre  nos conduce tan. lejos"  Sucede  con frecuencia que no logramos  que el paciente' rememore  lo que fue reprimido"  Sin embargo,  si el análisis  ha sido correctamente  llevado, inducimos en él una convicción  inquebrantable  sobre la  veracidad  de nuestra construcción, lo que conducirá  al mismo resultado   terapéutico    que  la rememoración de un recuerdo.   La cuestión de saber en qué circunstancias  se produce  eso o cómo es posible que lo  que consideramos  como un sustituto incompleto pueda dar,  no obstante un resultado completo,  todo esto sería tema para investigaciones    posteriores[7].
 Freud no pudo emprender estas investigaciones  posteriores.  ¿Podemos  nosotros.  Treinta años después  aportar elementos de respuesta?  Al hacerlo, volvemos .a  las preguntas que nos formulamos al  inicio: ¿qué sucede hoy con el provecto  del  analista",   y ¿hasta  qué punto la convicción  del analizando puede estar exenta de todo efecto de transferencia?

EL PROYECTO DEL ANALISTA
 Si la  construcción    es lo preliminar;  indispensable   para ese trabajo de rememoración  que se espera del analizando,   presupone  igualmente otro elemento preliminar, convenido  también en ineluctable   para el analista:  su conocimiento  teórico   (su  modelo,   se puede decir)  de la obra de Freud[8].   Esta condición previa  representa una especie  de primera  armazón que él tendrá que recubrir y completar gracias  al  material    que aporta el analizando.   Que el resultado   final  sea  una choza, una fortaleza  o un iglú  no impide que ciertos  elementos arquitectónicos    se encuentren presentes  de manera universal: sin ellos  simplemente  no habría construcción. Incluso se puede comprobar  que cuanto más apunte la  construcción a armonizar entre sí elementos  pertenecientes  a  las experiencias  más arcaicas del sujeto,  más recurrirá al andamiaje teórico   y menos podrá contar con los  aportes  de una rememoración . Digamos  de  forma abrupta que la  construcción  a la  que puede entregarse  el analista,   en lo que concierne a acontecimientos que pertenecen a la fase oral, corre el gran peligro de no ser más que un sustituto incompleto que se ofrece para la convicción  del analizando y no para su rememoración.
 El sujeto, decíamos,  permanece tributario  de  la memoria y del saber materno en la reconstrucción, que él se daba de su historia cuando aquélla concierne a su primera infancia.   No  está  en  su poder  rememorar  lo que  fue su  nacimiento  o  de qué  modo  vivió su encuentro  con el  pecho.  Esta parte  de su historia no  puede saberla  sino tomando préstamos  del discurso  familiar,   el cual  no  puede desmentir  ni confirmar,  su única alternativa.es aceptarla o bien  asumir  que  quedan   páginas  en blanco.   Y por  más lejos que vaya su  análisis,  ahí  hay vivencias  que, como recuerdo  personal, estarán perdidas  para siempre  para una rememoración.         
 Ese blanco  de: su historia no puede  ser llenado sino  por esa otra  palabra  que viene a  reconstruir après coup la hipótesis  de un primer tiempo  en el que exigió y rechazó el pecho,  odió  y amó al Otro,  en el que  rechazó  o aceptó  hacer  un  primer  don  excremencial.    Esta hipótesis no es un puro  ejercicio  de estilo  o de brillantez  teórica, sino  que se construirá a partir de lo  que se devela en el sujeto como los efectos o las cicatrices de esas primeras experiencias.  No obstante, la, convicción que puede ocasionar en el analizando no es el resultado  de una  rememoración en  sentido   estricto  más  bien  se apoya en lo que reactiva la repetición inducida  por la transferencia.
Pero repetición y transferencia  son  armas  de  doble  filo.  La repetición en análisis de las emociones pasadas puede  permitirle al sujeto  reconocer  en  función  de una  experiencia  que, esta vez, encuentra lugar en su discurso,  la verdad  de la construcción que se le  propone.   Pero esa repetid6n es también  lo  que puede  hacerle aceptar  como  parte  de su historia  toda  palabra  del  analista,  investido por la transferencia, de lo onmisciente como esa otra  memoria que había  garantizado al  sujeto  que nada  estaría   perdido   de su historia  ni de su deseo.
 De esto  resulta que cuanto más  apunte el proyecto del  analista  a la completud de la construcción  histórica,  más riesgo corre de no poder hallar en la rememoración su `propia autentificación: de ahí también el   peligro  de  que  nuestra  teoría se deje atrapar  en  la trampa  de una  aprobación   en  la cual  se verifica  la transferencia.   Si, se hiciera  el balance  de las adquisiciones   teóricas  que se deben a los  sucesores  de Freud[9],  se vería  que  lo principal sería  la importancia creciente dada a eso que se denominan las fases  pre genitales y la ambición de elaborar, de manera cada vez más detallada, los elemento primeros de la experiencia humana. Pero si se puede decir con Freud que la teoría de las pulsiones representa nuestra mitología, se puede agregar que, fiel en esto a la estructura del mito, se vuelve a encontrar la fascinación que ejerce la develación del origen. Hay que preguntarse si ahí no está la razón de uno de los avatares sufridos por el modelo, y si al resultado terapéutico que reivindicaba el proyecto de Freud no ha venido a sustituirlo un resultado teórico que responde más a la ambición del analista que a la expectativa del analizando. Esta íltuma, por lo tanto, se satisfará con el espejismo de un “saberlo todo” indefinidamente esperado. Pero el analista también está en posición de espera en lo que concierne a la “veracidad” del trabajo de construcción, objeto de su investigación de teórico.
Es cierto que esa veracidad encontraba en la rememoración su autentificación por excelencia: desde el momento en que la veracidad debe renunciar a su recurso, ¿Quién y   qué   deslindará     verdad  y error,  convicción   y sugestión?   Esta cuestión se  une a  la  de  la  definición  del    "proyecto analítico". Después  de haber   denunciado con razón  la ortopedia  adaptativa de ciertas concepciones,   después   de haber   puesto   en  tela  de juicio  el término  "terapia"   aplicado  al psicoanálisis,   se tiene la impresión  de que   para  una   parte   de  los  analistas    el  proyecto    que   sostiene   su práctica   se confunde    con  la búsqueda  metafísica sobre el origen  y la estructura.    Esa  búsqueda     puede justificarse teóricamente   pero no  1ogra   fundar   una  praxis a la cual  no  puede  ignorar   lo que   es esperado   por ese  otro  (el  analizando)    que  comparte la experiencia.
 Que  el  analista   se niegue a convertirse    en una  especie  de ortopedista   de  la  psique   nos   parece acorde  con  su  función, pero que denuncie toda intención terapéutica  como  una escoria que hay que  eliminar   nos  parece   el   resultado   de  una  ambigüedad.   Eso  no significa que  el  psicoanálisis   se  deba   asimilar    a  cualquier   otro tratamiento en el  sentido  médico  del término,   sino  más  bien  que no se puede   tachar   de un  plumazo ese "añadido"  que  representa   la curación.[10] El término curación debe ser entendido como el desenlace de un proceso que apunta al retorno de una verdad que permite al analizando renunciar a los señuelos y a los beneficios secundarios de su sintomatología. Si continuamos pretendiendo, con Freud, que· hablar de “resultado terapéutico” no tiene nada de ofensivo, sino todo lo contrario, para el proyecto del psicoanalista, es porque ese resultado sigue siendo uno de los elementos que prueban la legitimidad de nuestro trabajo. 
Que ese resultado no sea indiferente para el analista como a veces quiere hacerlo creer nos parece indirectamente demostrado por el problema que plantea el final de una cura.  Cualesquiera   que sean   la ortodoxia y la habilidad  del  analista,    es inherente   a su  método  privado    de lo que sería la prueba ideal del  éxito  de un psicoanálisis:[11]  la seguridad de que el analizando no será nunca más la presa “de ningún otro conflicto”.[12] Si con el término “trabajo” definimos la totalidad de nuestra acción es evidente que del juicio sobre su eficacia, con todo rigor, escapará siempre lo esencial. El devenir de ese trabajo, su  destino  una  vez  que  hayamos estimado que ha alcanzado su meta, permanece como interrogación para el analista, excepto por el caso en que la reanudación del análisis nos permite ver lo que había quedado en suspenso, no podemos más que formular hipótesis, porque su no reanudación no puede en ningún caso servir de prueba.  Así pues,  sobre  el punto más esencial  de nuestro trabajo, es decir el final del análisis como terminación de unas construcción, sólo el analizando posee la respuesta. A esta última verificación, el analista, debe  resignarse: la vrificaci6n no puede sino  ser  siempre '"faltante".   Cabe preguntarse si  esta falta   no es más  difícil de soportar  cuando el analista renuncia cada  vez más a valorar lo que  pertenecía al orden de la "curación"'   para sustituirlo  por el mito  de un posible  saber sobre el origen, en cuya búsqueda todo analizando estaría dispuesto a sacrificar un “tiempo interminable”[13].  Entonces dicho  sacrificio,"' se  convertirá en  la prueba por  excelencia del valor del  proyecto, con el corolario   de la presencia también   interminable de aquel que en cada sesión prueba al analista que él hace suyo su modelo  de la cura (como su modo  de final de cura o de no final de cura).
 El analista  se ahorra esa “falta”  que aspira  a que el après coup de la experiencia pueda,  por sí solo,  darle su plena significación; y evita la resignación  a un  no saber  sobre  el destino  de su  trabajo. Pero olvida que el precio a pagar prueba, sin ninguna ambigüedad  el fracaso de su construcción teórica. En efecto, en este caso el analizando demuestra que el no final de la construcción supone la repetición de una fantasía de “todo saber” y no es posible sino porque la transferencia permite al analizando enajenarse en el deseo del analista.
 Pero ya sea que se hable de construcción   o de interpretación, que se proponga descifrar  los elementos  de una estructura o las reglas de su funcionamiento, hoy en día parece evidente que ese trabajo descansa en la posesión, por  parte  del analista de  una condición  de  prelación,   el “ya ahí” de un triple modelo de la estructura del  funcionamiento y de la cura, al cual se remite implícitamente cada vez que analiza,  que interpreta o que· construye. Esto es lo que llamamos la herencia que nos ha legado  Freud.
 ¿Pero qué sucedía con el creador de los modelos? No se trata de abordar un tema frecuentemente tratado por los analistas: la reseña del descubrimiento freudiano. Digamos simplemente que la posi­ción del Freud analista tiene una particularidad que no está en nuestro poder repetir: el resultado de su trabajo de construcción y de interpretación era conjuntamente lo que en la unidad de la cura desembocaba en la elaboración de un análisis y lo que, en el plano del saber, conducía a la elaboración del psicoanálisis. La interpre­tación de una imagen de sueño, de un lapsus, de un chiste, se transformaba poco a poco en interpretación del lapsus, del sueño, del chiste. La construcción de la escena primaria a partir del sueño narrado por el "Hombre de los Lobos" del concepto de escena primaria, y la reflexión sobre la historia de una cura se hacía modelo de la infraestructura de toda cura (la teoría de la transferencia).
 Hay ingenuidad y megalomanía al pretender que el analista (aunque haga de cada cura, como idealmente debería hacerlo, una experiencia en la que espera la validación de una teoría indefinida­mente cuestionada) esté en una posición idéntica a la de Freud. Si bien es cierto que está en nuestro poder reconstruir con un sujeto su historia, ya no nos es posible construir la historia del sujeto_ En este punto la distancia que nos separa de Freud permanece irre­ductible. Nosotros verificamos un modelo, no-lo creamos.
 Si insistimos en la existencia de la distancia, no es por un afán de modestia, sino por lo que implica para la técnica analítica y las modificaciones que en ella se han inducido, incluyendo esa especie de desvaloración que parece afectar al propio término "técnica".
 Sería interesante preguntarse cuál es el sitio que se le da hoy, en el análisis, a la rememoración, y cuál a la construcción. Si formulá­ramos la pregunta a los analizandos que se levantan de los diferen­tes divanes, no nos sorprendería constatar que una parte confesaría que hubo poca rememoración —en el sentido preciso que da Freud a este término—, pero que son muy capaces de darnos y de darse una construcción que recubre la totalidad de su historia. Los decenios que nos separan de Freud, ¿habrán desembocado en un reforzamiento de la resistencia a rememorar, o se debe buscar la causa en la técnica analítica y en la posición del analista como heredero de una teoría?
 Agreguemos que, si bien todo analista evita construir a priori la historia de un sujeto, si es que conoce el peligro que habría en reducir la singularidad de una historia a los elementos de una historia universal, no es menos cierto que a partir de lo que se ha llamado "los cinco primeros minutos" puede elaborar una especie de construcción en su mente. Es lícito preguntarse hasta qué punto la construcción heredada de Freud del modelo de la histérica no corre el riesgo de sustituir la construcción que el analista propon­drá al discurso de un histérico determinado. ¿Es para precaverse contra este peligro que el analista es llevado a privilegiar cada vez más su propio silencio, o debe entenderse este silencio como el resultado de una complicidad no confesada, existente de entrada entre dos construcciones: la del analizando y la del analista, que encontraron a priori su validación en el modelo freudiano?
 Entre el ideal de una rememoración sin falla, jamás realizable, y la ausencia de rememoración, ya no hay una simple distancia sino llana y claramente la separación de dos técnicas, de dos estilos y quizá de dos teorías del análisis.
 También cabe preguntarse qué esperamos nosotros de la verifi­cación por parte del analizando, a partir del momento en que la verdad de la construcción y de la teoría freudiana se ha vuelto para nosotros una evidencia. Una respuesta posible sería decir que el objetivo del análisis es dar al analizando el medio para verificarla por sí mismo.[14] Este objetivo teóricamente compartido por el analizando de ayer y el de hoy nos permitirá abordar la otra cara del problema, es decir, la relación que mantiene una parte de los analizandos, parte que parece ir en aumento, con la teoría freudia­na y su construcción del aparato psíquico.
Digamos que si bien es cierto que la amnesia infantil no pierde sus derechos, no es menos cierto que encontramos en ciertos sujetos, no un blanco en su historia, sino más bien un texto que viene a recubrirlo. Ese texto repite la historia de Edipo o, si se prefiere, el texto freudiano que cuenta la historia de la infancia, no de ese sujeto sino del sujeto. En otros términos, una parte de los analizandos posee a priori un saber que podría expresarse así: por una parte, el sujeto conoce la existencia de la amnesia infantil; por la otra, cree saber las razones de su existencia y su función, lo que hará que pueda sustituir los blancos de su historia con el anonimato de un texto que la cultura ha institucionalizado como discurso científico.
 No podemos subestimar lo que esto implica, y sería igualmente erróneo reducirlo a un puro acto de defensa y no ver una victoria de la verdad que circula, en nombre del análisis, sobre los mecanis­mos de represión. Creemos que esto debe ser pensado como uno de los efectos del descubrimiento freudiano y de su reconocimien­to, y que este efecto debe ser incluido en toda reflexión sobre el presente y el futuro del psicoanálisis y de sus aplicaciones.
 A partir de estas constataciones, podemos retomar nuestra pregunta: ¿qué resulta de ello para el analista y para el analizando en el trabajo que se reparten? El hecho de que este rasgo particular de algunos analizandos de hoy no pueda aplicarse más que a una parte de ellos no debe hacer olvidar que su número no puede ir sino en aumento, y que representan, en general, a aquellos sobre quienes pesa la responsabilidad del futuro del análisis, es decir, aquellos que emprenden este proceso en la perspectiva de volverse, a su vez, analistas.[15]
¿Hasta qué punto tendremos aún la suerte de oír un "yo jamás habría pensado en eso",[16] y pronunciarlo nosotros mismos, frente al descubrimiento de lo singular de la historia?
 A partir del momento en que analista y analizando buscan y encuentran en los textos de. Freud un modelo conceptual de las leyes universales de la estructura psíquica y de su funcionamiento, uno y otro sentirán la tentación de remplazar lo singular que se busca por un universal que ya se posee. El trabajo que exige un análisis corre el riesgo entonces de avanzar sobre dos carriles paralelos, que no tendrán otros puntos de articulación que los de la identidad del postulado inicial y la identidad de la construcción final. La elaboración del analizando no será para el analista más que la lenta y aburrida construcción que repite lo que él cree haber sabido siempre. Para el analizando, será aquello con lo que remplazará su propia represión gracias a los elementos de una historia que, aunque universal, no es sustituible tal cual por la suya propia.
 Admitiendo —y, felizmente, esto puede verse— que el uno y el otro escapen a esta tentación, hay que preguntarse cuál es el precio a pagar y en qué va a modificar ese precio nuestra manera de conducir una cura.
 Con esta óptica abordaremos un problema que en los últimos años ha tenido el privilegio de ocupar un lugar central en muchas discusiones y en muchos trabajos: el del deseo del analista concebi­do como punto neurálgico del desarrollo de una cura. Que este problema sea esencial no está en discusión, pero sí se puede preguntar —lo que no le resta nada de su importancia— hasta qué punto este deseo no constituye lo que podría llamarse un problema actual (según la acepción que encontramos en Freud del término "neurosis actual").
Si pensamos en Freud, se tiene la impresión de que el proyecto que subtiende su búsqueda y su gestión de analista es menos enigmático de lo que a veces se quiere creer. El término "deseo" debe siempre, ciertamente, remitirnos a su lugar de origen: lo inconsciente. Pero no podemos descifrar el enigma sino a través del análisis de lo que él instrumenta, en el registro de las motiva­ciones, de las acciones, de las pasiones, tal como se manifiestan en la existencia del sujeto.
 El informe de un psicoanálisis conducido por Freud nos muestra la pasión (el término nos parece justificado) que lo anima cuando se aboca al discurso, a un síntoma del cual espera que el análisis venga a aportar una piedra al edificio que construye. Saber lo que sucede en la psique es el objeto de un deseo que no se desmiente jamás en él, que incluso parece exacerbarse a todo lo largo de su vida.
Pero es preciso ir más allá: este deseo no puede separarse, en Freud, de una interrogación siempre renovada sobre el psicoanáli­sis como método que da al analista y al analizando acceso a ese saber. Puesto que Freud nunca renunció a proclamar la supremacía de un conocimiento de sí mismo sobre la ilusión, pudo seguir siendo, sin falso pudor ni subterfugio, fiel a un deseo de curar en el cual veía el homenaje que analista y analizando rendían a la verdad, y la derrota que infligían a la ilusión y a la enajenación.
Deseo de saber y deseo de curar: a ellos debemos el nacimiento del psicoanálisis, y si éste no se quedó como experiencia de uno solo, fue porque para algunos —comenzando por aquellos que vienen a demandarnos un saber que no representa un puro lujo intelectual sino un bien que les permite vivir— estos dos deseos pudieron preservar una alianza que asimila acceso a la verdad y acceso a la curación (en el sentido psicoanalítico del término).
 Pero si sobre este punto puede encontrarse cierta continuidad, hay otros sobre los cuales el efecto del tiempo se ha hecho sentir y ha modelado de manera particular la conducción actual de nuestras curas. Si intentamos comparar lo que podemos deducir de los textos que conciernen a los análisis conducidos por Freud y sus primeros alumnos, con lo que sabemos sobre lo que hoy sucede en los análisis más ortodoxos, podemos formular algunas conside­raciones bastante generales: una prolongación muy acentuada de la duración media de la cura psicoanalítica, prolongación que a veces hace surgir el espectro del análisis interminable; una actitud cada vez más reservada por parte del analista en su contribución a las construcciones y a la interpretación; la dificultad cada vez mayor que parece encontrar cuando se trata de dar una definición de los criterios del final de la cura; cierto desinterés por la investigación clínica en favor de una indagación teórica a la cual a veces ya no se le ve la aplicación clínica.
 Si se consideran los analizandos, se observa, al menos en una parte de ellos, una toma de posición que, nos parece, lleva en sí misma una contradicción. Hemos dicho que quien viene a deman• darnos un análisis parece a menudo haber adherido a priori a una construcción teórica de la psique que implica la aceptación de una serie de conceptos, tales como inconsciente, represión, complejo de Edipo, castración, a partir de los cuales elaborará cierto modelo del funcionamiento psíquico.
 ¿Cuáles son las causas y los efectos de una adhesión semejante? En el registro de las causas dos factores nos parecen esenciales:
1) La sugestión, en el sentido estricto del término, que ejercen el discurso científico y el mito de la omnipotencia de la ciencia en nuestra cultura. Esa sugestión hace que todo discurso que se proclame científico se convierta ipso facto, sin necesidad de ponerlo a prueba, en verdad intocable.
2) La imposición, en el sujeto, de una ilusión de poder y de omnipotencia que nuestra época ha exacerbado en el momento mismo en que le permitía hacer del objeto científico su nuevo soporte.
 Si consideramos lo que resulta de esto, dos consecuencias nos parecen capitales:
1) Por una parte, se favorecerá la proyección pretransferencial, sobre el analista, de un saber cuya extensión y potencia son propor­cionales a la fuerza de la ilusión que él desea preservar en el sujeto.
2) Por la otra, una contradicción que hace que de manera paradójica hoy sea el analizando, o mejor dicho el futuro analizan­do, quien cuestiona el paralelismo que existía para Freud entre acceso al saber, acceso a la verdad y acceso a la curación. Si hemos hablado de contradicción y de paradoja, es porque tal posición nos parece servir sobre todo a las defensas neuróticas y porque lleva en sí misma su propia negación.
 Aunque es cierto que, a veces, en una parte de quienes vienen a consultarnos es difícil aislar una sintomatología clásica, no es menos cierto que lo que tiene lugar, y a menudo los propios síntomas, parece interpretado de entrada por el analizando como consecuencia de una neurosis que ya no es considerada como el accidente acaecido en el transcurso de una existencia sino como la existencia universal del accidente neurótico.
 En otros términos, la interpretación que el analista hace de la teoría freudiana le permite no advertir la contradicción inherente a una posición que por una parte niega el síntoma, en tanto portador de un mensaje particular a descifrar, y por la otra hace de toda sintomatología la prueba de la universalidad de un mensaje neurótico cuya razón esencial sería la de que el hombre es un ser hablado por el lenguaje.
 Al funcionar como tal, el analista se verá confrontado con una situación nueva cuya primera consecuencia será que toda construc­ción propuesta al analizando corra el riesgo de ser entendida como confirmación de lo que su estructura psíquica tiene de universal, y de ser empleada para reforzar las resistencias que se oponen al retorno de un reprimido que es estrictamente individual.
 En el plano de la interpretación se encuentra la misma dificultad. El analizando favorecerá todo aquello que, en la interpretación, se refiere a las leyes generales del funcionamiento, leyes que él ya ha hecho suyas, y se dedicará por el contrario a minimizar todo aquello que apunte a la singularidad del elemento interpretado.
 Ahora bien, este tipo de resistencia puede ser particularmente difícil de desmantelar. En efecto, se sirve de las armas que nosotros mismos, por así decirlo, le hemos proporcionado. Se le puede mostrar a un sujeto que su negativa a creer en la función del lapsus es desmentida por los términos puestos en juego en el lapsus que ha cometido. Es más difícil mostrarle que cuando nos interpreta su lapsus afirmando por ejemplo que si ha dicho que él no venía irse cuando quería decir que ya no quería venir, es que probablemente desea quedarse no hace más que aplicar un esquema que [e sirve para encubrir de qué lugar quiere irse y en qué lugar desea quedarse. Resulta más difícil porque al hacerlo hace uso de una verdad parcial que no puede ser simplemente denunciada como error y que le sirve para cerrar la pregunta que el lapsus habría podido hacer surgir en él.
 Es importante destacar el lado confortable que puede tener para el analista una actitud semejante si no se cuida de ella. Ve, ofrecido en bandeja de plata, lo que su trabajo tenía como tarea hacer surgir penosamente. Pero por el contrario, y con mayor lucidez, puede ver en lo que sucede la nueva forma que cobra la armadura neurótica a fin de desposeerlo de un trabajo que también era el soporte de su proyecto.
 Mas en ambos casos, cualquiera que sea la interpretación que dé el analista de este comportamiento, el modelo de trabajo analítico tal como Freud lo proponía será sustituido por el modelo al que aludíamos anteriormente. Tiempo y silencio tendrán un espacio cada vez mayor en el manejo de nuestros análisis. En el primer caso, porque analista y analizando adhieren de hecho al mismo mito sobre la adquisición mágica de un saber que ya no necesita ese penoso trabajo, que conduce al sujeto desde el borde del error al de la verdad. El deseo de preservar la omnipotencia imputada a ese saber lleva a los dos partenaires a esquivar indefinidamente la prueba que representaría el final del análisis. En el segundo caso porque el analista siente que su trabajo —construir e interpretar—influye realmente, corno decía Freud, al analizando, pero con una in­fluencia que se manifiesta en especial como refuerzo de una cons­trucción defensiva que hace de él su material por excelencia. Pondrá entonces silencio y tiempo al servicio del desmantelamiento de las defensas y aguardará, para construir o para interpretar, que el analizando haya podido darse cuenta del poco efecto que puede esperar de su recurso a esquemas universales que le sirven para encubrir lo que él quiere ignorar de su propia historia.
 Si las cosas se desarrollan de esta manera, es necesario preguntarse por qué razón, en el momento en que el problema de la técnica parece tornarse particularmente agudo, una buena parte de los analistas parecen relegarlo fuera de su campo de reflexión y convertirlo en una especie de subproducto ofrecido a lo sumo al principiante. ¿Habrá caído el propio analista en la trampa de una construcción a priori inquebrantable del modelo técnico que él no quiere cuestionar o bien el problema es demasiado reciente para que haya tomado la distancia necesaria a fin de dar una respuesta?
 Cualquiera que sea el caso, no es posible que los analistas puedan ignorarlo por mucho tiempo. A partir del momento en que se debe reconocer que algo se ha movido en el sistema de las defensas, que lo que sucede en el campo de los analizandos ya no se puede superponer a lo que ocurría en tiempos de Freud —y esto vale también para los analistas— deja de ser válida la posibilidad de subestimar lo que se deriva de la puesta en práctica de una teoría o del modelo técnico al que ella se remite. Si se mantuviera un status quo de esta índole, debería ser interpretado como la nueva forma que cobraría la armadura neurótica, pero esta vez de! analista, y no podría en breve plazo más que producir consecuencias nefastas para el porvenir del psicoanálisis.
 Aunque debemos reconocer que por el momento la única respuesta es la prolongación del tiempo del análisis y una prudente reserva en cuanto a las construcciones o las interpretaciones que pueden dame, es preciso advertir que nos encontramos más del lado del bricolage que del lado de una reflexión teórica. Por otra parte, no se deben subestimar los inconvenientes de un bricolage de este tipo.
 La actual duración de los análisis plantea un problema con respecto a la muestra cada vez más reducida de personas a las que pueden aplicarse.
 En lo que concierne al analista, éste, sin el riesgo de una segura esterilización, no puede aislarse en una posición de expectativa pura y simple y en un silencio "mortal".
 Plantearse preguntas no equivale a dar respuestas, pero sí es una condición previa indispensable para toda posibilidad de encontrar­las. Concluimos estas reflexiones sobre el modelo y la construcción con un ejemplo clínico que, aunque constituye un caso límite y bastante particular, nos servirá como ilustración.

THOMAS Y SU CONSTRUCCIÓN
 El calificativo de "límite" aplicado a la persona a la que llamamos Thomas se justifica por diversas razones. Más que cualquier otro, él nos ha planteado la cuestión de los límites de nuestro saber teórico y clínico, así como la de los límites de la indicación de análisis, una vez que se rechaza recurrir exclusivamente a la refe­rencia nosográfica. Agreguemos que era el ejemplo hablante de lo que una referencia de este orden puede tener de vago y ambiguo si de ella se espera la obtención de una etiqueta que permita clasificar al sujeto en un marco que daría testimonio de la habilidad del clasificador. El colega que nos había hablado de él antes de remitírnoslo nos había hecho pensar en una estructura perversa, y es cierto que en su historia existían conductas fetichistas. Desde las primeras entrevistas que mantuvimos con él, la rigidez, la precisión, el tono de su discurso, la presencia de rituales de aseguramiento, cierta frialdad, hablaban de un sistema de defensa obsesivo antiguo y muy bien consolidado.
 Pero con igual claridad aparecieron elementos interpretativos a propósito de su director, del cual sospechaba que oía todas sus conversaciones telefónicas, y de quien se preguntaba si a veces no lo hacía seguir con el fin de penetrar el misterio que él, Thomas, representaba para su superior jerárquico. Paralelamente a estos "elementos" existía una certeza inquebrantable en una construc­ción delirante relativa a su relación con Dios. Debemos detenernos un momento en esta construcción. La certeza de Thomas concernía al conocimiento que él pretendía poseer sobre el deseo de Dios a su respecto y sobre los errores de los cuales este deseo era respon­sable.  
El primero era el de haberlo creado "homosexual", el segun­do, creer que él habría aceptado ese veredicto, el tercero, no haber comprendido que en realidad era Thomas quien se guardaba en la manga la última carta, puesto que con su suicidio él le probaría a Dios que se equivocaba y que no podría sino lamentar eternamente (Si, se trata de Dios!) haberse equivocado de modo tan profundo. Dios es para Thomas bastante poderoso y bastante poco razonable (¡bastante loco!, diría él) para impedirle tener acceso a la mujer, pero no lo bastante para obligarlo a amarlo y a reconciliarse con él. ¡Se reconocen aquí ciertos acentos schreberianos! Agreguemos que, a los 28 años, Thomas jamás había tenido una experiencia sexual (ni hetero ni homosexual), y que se tiene la impresión de que considera la homosexualidad como un destino que le es estrictamente singular. De hecho, es la marca que lo designa como el elegido perseguido por Dios, el único objeto de sus designios, lo cual prueba que Thomas es el único ser humano que conoce en verdad y en su propia carne el enigma del deseo de Dios. 
Esto lo demuestra con el interminable "proceso" que intenta contra sus ministros: Thomas va a ver incansablemente a sacerdotes que conoce para convencerlos del error inherente a su interpretación de los textos sagrados y para demostrarles la verdad de la suya propia. Hay una cierta analogía entre este interminable alegato que dura desde hace diez años y el lado sumario que se observa en ciertos delirantes (con conocimiento de causa evitamos el término "personalidad paranoica", psiquiátricamente justificado, que fijaría a Thomas en un lugar nosológico que en este caso nos parece reduccionista). Éste es el complejo cuadro que nos ofrece Thomas, al cual se agrega su "estilo" bastante particular de conducir el análisis. De una regularidad ejemplar, siempre puntual a sus sesio­nes, en el momento en que se instala en el diván continúa un discurso que, en general, jamás tiene punto de interrupción salvo por nuestro "Bien, señor" que cierra la sesión, lo cual nos invita al silencio, si no nos lo impone.
Cada vez que intervenimos, su respuesta es tan firme como estereotipada rechaza nuestra inter­vención y decreta que nada tiene que ver con lo que él nos dice; de manera igualmente sistemática, algunas sesiones después le escu­charemos retornarla por su cuenta, volver a enunciarla en nuestros propios términos, pero sirviéndose de ella para la consolidación de su sistema defensivo. En cuanto al material surgido en los dos primeros años, se centró sobre su relación con Dios, su suicidio, del que habla con una precisión y una frialdad muy inquietantes, su deseo por el cuerpo masculino, deseo que no tiene ninguna veleidad de satisfacer ya que es su no satisfacción lo que garantiza su posición frente a Dios y le permite presentarse como diferente del deseo del otro y como objeto de lo que ese deseo persigue. Parafraseando la bellísima definición que da Freud a propósito del sueño de la Hermosa Carnicera —el deseo de un deseo insatisfe­cho— diremos que para Thomas se trata de preservar la no satisfac­ción de su deseo como prueba del deseo de Dios respecto a él y prueba de la diferencia que separa a estos dos deseos.
 Thomas no puede ni renunciar a ser objeto del deseo del otro ( y aquí vemos el legítimo fundamento de esta terminología de Lacan), ni aceptar responder a una demanda que él siente como la anulación de su existencia, como el retorno a un estado de indiferenciación en el espacio materno. Incapaz de asumir la diferencia de los sexos y de aceptar que el otro no tenga lugar en la escena de lo real, trata de salvaguardar su derecho a la palabra jugando con una diferencia (o, mejor, una antinomia) de los deseos que lo preservan tanto del encuentro con el sexo femenino como del temor de desidentifica­ción que representa para él la homosexualidad.
 En lo que a noso­tros concierne, lo que él quiere probarle a la analista (en la cual comienza por ver la oportunidad que él, Thomas, ofrece a Dios con el fin de que éste reconsidere sus errores, lo que hace del analista el instrumento de Dios), es que el no que simboliza para Thomas su único referente identificatorio (él es el sujeto que dice eternamente no al eterno deseo de Dios), resiste a toda prueba, rechaza todo compromiso. Este cuadro, como todo cuadro de este tipo, es for­zosamente incompleto y reduccionista. En el curso del análisis vimos hundirse la aparente solidez del discurso y hacer irrupción una angustia masiva, acompañada con frecuencia de una vivencia de despersonalización. También ocurrió que Thomas estallara en llanto. Ciertos sueños testimoniaban un trabajo que se realizaba en profundidad, a la vez que Thomas intentaba preservar su sistema defensivo de toda ruptura. También estaba su fiel asistencia a las sesiones, lo que probaba la perseverancia de una demanda que, por disfrazada que estuviese, expresaba la esperanza de encontrar una salida al callejón en el que desde siempre se había extraviado. Estas pinceladas bastan para dar una visión del desarrollo de sus sesiones hasta el momento en que tienen lugar, al final del segundo año de análisis, los hechos que vamos a relatar. Agreguemos que en ese momento Thomas había comenzado a frecuentar algunos medios homosexuales, pero que al parecer esto no había sacudido su construcción, la cual se contentaba con remodelar. [17]
 Así, pues, un día Thomas, al pasar ante una librería, se entera de que un semanario ha realizado una encuesta sobre el problema de la homosexualidad y que se ha publicado una serie de artículos sobre ese tema; compra la revista en cuestión y consigue los números anteriores. Estos artículos incluyen la publicación de cartas enviadas por homosexuales y una sede de textos científicos que, bajo diferentes firmas, explican de manera simplificada, pero no siempre falsa, lo que en una perspectiva general constituiría la teoría psicoanalítica de la homosexualidad. Thomas se abalanza literalmente sobre esta "pastura" y en el lapso de algunas semanas asistimos al establecimiento de una construcción sin falla, que viene a dar cuenta de las causas de homosexualidad, que "explica" los mínimos hechos de su vivencia, tan elaborada e inquebrantable como su sistema delirante con respecto a Dios... pero que lo remplaza totalmente. Identificación con el deseo inconsciente de la madre, identificación negativa con d padre, negación de la diferen­cia de sexos, angustia de castración, culpabilidad edípica, etc.; a partir de estos elementos, tomados desordenadamente de los textos, Thomas elabora un soberbio andamiaje estructural, sirviéndose con bastante sutileza de elementos que forman parte de su anam­nesis real (ausencia del padre, hijo preferido de la madre, odio vis-á-vis un hermano mayor, ambivalencia respecto a su hermana menor, etc.), y que desemboca en su construcción teórica de la homosexualidad, construcción que mantiene una extraña relación con la verdad y con el fantasma. Cuando Thomas afirma que "si él es homosexual es porque sin duda respondió al deseo inconsciente de la madre, que la ausencia del padre y el desinterés de la madre por este último, así como su preferencia con respecto a él le impidieron identificarse con un padre poderoso", está del lado de la verdad, y si cuando proclama que con su homosexualidad ha "respondido al deseo materno inconsciente" encontramos, despla­zada sobre la madre, su certeza de conocer el enigma del deseo del otro y su esperanza de hacerlo responsable de su drama, encontra­mos también nuestra propia interpretación implícita, ea decir que Thomas no pudo escapar al deseo de una madre para quien él representabais realización de su propio fantasma. Podríamos decir otro tanto respecto a lo que enuncia a propósito de su relación con el padre o con sus hermanos.
 Es difícil dar cuenta de esta especie de metamorfosis que se opera bajo nuestros ojos: súbito desvanecimiento del personaje de Dios y paralelamente de los elementos interpretativos referentes a su medio laboral, el abandono igualmente repentino de las ideas de suicidio, la interrupción de los fenómenos de angustia, su proyecto de cambiar de trabajo y encontrar algo más interesante, su alejamiento del medio familiar. Estos elementos sincrónicos y que surgen en un lapso tan breve nos dejaron tanto más perplejos por cuanto la continuación del análisis no volvió a hacer aparecer ni las ideas delirantes, ni las ideas de suicidio, ni los elementos interpretativos como se expresaban al inicio de su análisis. 
Agre­guemos que esta construcción nada tiene que ver con un insight o con una rememoración cualquiera. Los términos que emplea Tho­mas (identificación negativa, complejo de castración, Edipo inver­tido) no lo remiten a ninguna verdad subjetiva; los toma confusaente de la lectura del texto, repite un discurso que se enuncia en otra parte y que afirma: "ésta es la verdad". Esta construcción la retorna por su cuenta en una construcción semejante a un artefacto. Pero los efectos de este "artefacto", tal como aparecerían ante la mirada de un observador, se parecen mucho a lo que llamaríamos un "resultado terapéutico". En nuestro campo es arriesgado servir­se del "si..."; no obstante expresaremos nuestra impresión dicien­do que si en ese momento hubiéramos interrumpido el análisis es probable que Thomas no hubiese retornado a su estado anterior. Nos parece que el sistema delirante que lo caracterizaba fue rem­plazado definitivamente por su construcción "psicoanalizante", lo que tuvo, como efecto principal, la desaparición del proyecto suicida y el investimiento de ciertos sectores de su actividad.
 El que no hayamos creído deber hacerlo (Thomas continúa su análisis) prueba que no ignoramos el papel puramente defensivo de su construcción, y que ese discurso que viene a sustituir exhaustiva. mente los blancos de su historia tiene muy poca relación con el retorno del texto original. Pero esto no resta nada a la importancia de la pregunta que plantea lo sucedido: ¿por qué esta adhesión instantánea y total a ese discurso? ¿Cómo explicar esos efectos? 
Dejaremos en silencio, por ser exterior al objeto de nuestro texto, todo lo que podría decirse con respecto a esa palabra sesgada, y escrita por hombres, que viene a confirmar aprés coup algunas de nuestras intervenciones, o lo que representó para él la doble referencia identificatoria que le fue ofrecida: identificarse con los autores de las cartas, con el drama de aquellos a quienes llama sus "hermanos", e identificarse con una palabra que interpreta en nombre del psicoanálisis pero que no es la nuestra. También dejaremos de lado el fantasma de omnipotencia que Thomas persigue y lo que para él significa despojarnos de un saber del que se ve de repente como depositario absoluto. Nos parece más pertinente una cuestión quizá secundaria en la historia de Thomas, pero principal en el problema que tratamos: cuando Thomas nos anuncia que es homosexual porque tal es el deseo inconsciente (y no conocido por ningún otro) de su madre, no hace más que cambiar los términos del primer enunciado sobre el deseo de Dios, dejando intacto el fantasma que lo sostenía.
 La diferencia es que en este segundo caso se sirve de una construcción que se pretende científica, y que esta construcción, que encuentra su material en un saber institucionalizado por la cultura, desactiva la angustia y la culpa. Le concede una suerte de nuevo "estado civil" que le da derecho de ciudadanía en un sistema donde encuentra otro código identificatorio, que le permite descubrirse conforme un modelo cuya autenticidad está garantizada por la ciencia. Hay que agregar que cuando Thomas llegó a vemos conocía otro discurso científi­co que, por el contrario, había rechazado: el discurso médico que asimilaba la homosexualidad a una enfermedad endocrina (eso es lo que le habían dicho dos médicos a los que había consultado).
 Este discurso no podía más que rechazarlo, ya que, por una parte, al transformar la homosexualidad en enfermedad desvalorizaba la función de signo que le había asignado y, por otra, porque ese veredicto amenazaba con reforzar su angustia inconsciente de ser transformado en mujer, angustia que testimoniaba su necesidad compulsiva de asegurarse, no acerca de su salud, sino acerca de su morfología (de ahí la serie de mediciones a las que se dedicaba, periódicamente, los cursos de gimnasia correctiva, sus tentativas por desarrollar su sistema muscular, etc.). La "ciencia analítica", por el contrario, viene a garantizarle (es así como lo entiende), en el plano anatómico, la integridad de su cuerpo, y al mismo tiempo lo libera de toda culpabilidad, pues otro es el responsable de su deseo. Además, elemento de gran importancia, esa ciencia remplaza a los mi­nistros de Dios que ponían en duda su certeza por esos nuevos ministros del Dios-Saber que, de manera opuesta, vienen a garantizar la legitimidad. 
Aquí finaliza nuestro ejemplo. Es evidente que Thomas constituye un caso límite y, por ello, no ejemplar. Está en aná­lisis y su adhesión a lo que adquiere carácter de discurso en Freud debe vincularse evidentemente a su relación con nosotros. Además, su necesidad de apoyarse en una construcción y un saber que no deje ninguna brecha a la pregunta que podría formular su deseo nos remite a lo singular de su drama. Pero esto no impide que, por particular que sea, nos aporte un ejemplo de la función defensiva, en el sentido psicopatológico del término, que puede desempeñar el saber, y de lo que construye en su nombre por poco que. aquel que es su depositario sea revestido de los emblemas que un grupo, una cultura o un sujeto le otorguen en nombre de la verdad científica, de la sugestión de la transferencia Este ejemplo clínico va a servirnos también de conexión con las reflexiones que siguen y que tratan de la función que puede atribuirse al psicoanálisis y a sus construcciones cada vez que el teórico y el objeto interrogado se sitúan en el exterior de la situación analítica, fuera de los parámetros que delimitan el campo en el que se desenvuelve un psicoanálisis.

VERDAD E ILUSIÓN EN LA BÚSQUEDA DE SABER
Thomas nos ha demostrado que el saber, al igual que cualquier tema delirante, puede ponerse al servicio del deseo y de su sinrazón. Podemos preguntarnos si, mutatis mutandis, la circulación de cierto discurso analítico no cumple una función análoga: rechazar la hipoteca que hace pesar sobre el "Bien Saber" el descubrimiento de Freud en el momento mismo en que se acepta la hipótesis de la existencia del inconsciente. Así se ahorraría el interés que debe pagarse por todo derecho de hipoteca: tener que renunciar a la certeza de que la relación del sujeto con el saber, con la ciencia o con el psicoanálisis, es lo que lo libera de su enajenación en la ilusión. Se sabe que una hipoteca exige el pago regular de intereses: eso hace que el prestatario se vea siempre desposeído de una parte de su haber. Esta metáfora financiera ilustra lo que nos parece el punto neurálgico del balance que se podría hacer del aporte psicoanalítico a nuestra cultura"[18] y sus efectos. Tenemos la impresión de que en algún lugar fueron falseadas las cuentas. Pero antes de proseguir, y a fin de evitar malentendidos, deseamos recordar que el término "reflexiones" empleado por nosotros debe ser tomado al pie de la letra. La actualidad del problema, la imposibi­lidad de tomar la distancia necesaria para una evaluación justa, el hecho de que forzosamente seamos parte activa de la cultura y del discurso interrogado, no nos permiten superar el estadio de una reflexión que interroga y no pretende ni responder ni inter­pretar.
 Lo que queremos demostrar es que eI discurso psicoanalítico no está a salvo de los efectos y de los perjuicios, de las ilusiones y de los errores de los que todo saber puede convertirse en soporte. La falta de originalidad de una posición semejante nos parece propor­cional al olvido en el que cae periódicamente, y no por casualidad, una parte de los conceptos psicoanalíticos. Es por esto por lo que nuestro propósito será recordar el estatuto que cobran en nuestra teoría el concepto de ilusión y el de verdad, por lo mismo puesto en tela de juicio, para interrogar lo que es su matriz común: el deseo de saber.
 Ya en las primeras páginas de un texto célebre de 1927[19] Freud definía !o que es la ilusión desde una perspectiva psicoanalítica: lo que ahí dice pone en tela de juicio la relación del sujeto 'con la verdad y plantea una pregunta que hace caer una sombra sobre esa búsqueda de "certeza" que no es sólo patrimonio del delirio. Diferente del error (no es forzosamente un error), se emparenta con la idea delirante pero no coincide con ella porque, a diferencia de ésta, no está necesariamente en contradicción con la realidad. Lo que la especifica es el vínculo que la liga al cumplimiento de un deseo, de allí la definición de Freud:
 Definimos una creencia como ilusión cada vez que el cumplimiento de un anhelo es un factor eminente en su motivación. Al hacerlo, no tomamos en cuenta su relación con la realidad de la misma manera que la ilusión misma no toma en cuenta su verificabilidad (o su verificación). .
 Si comparamos esta definición con la que clásicamente da el Robert o cualquier. otro diccionario (aberración, error, interpretación errónea) se advierte la originalidad de la acepción psicoanalítica y la transposición del objeto sobre el cual ella hace caer el juicio. Ya no es el enunciado de la creencia el que hará decir que equis sujeto está en la verdad o en el error, sino loqueen el enunciante se devela corno causa por él desconocida de su aceptación o de su rechazo del enunciado. En otras palabras, lo que es cuestionado y lo que funda la posición del psicoanalista es el deseo de aquel que declara verdadero o falso el enunciado (y no ya la verdad o el error de éste). Esta definición está cargada de consecuencia: si creer en una "verdad" o rechazar un "error" puede. ser efecto, por igual, de la ilusión que el sujeto quiere preservar, de ello resulta que todo saber, por exacto que sea, corno toda ciencia, puede convertirse en soporte de una ilusión que apunta al cumplimiento de un deseo que rehúsa someterse al principio de realidad. Lo cual demuestra de inmediato la dificultad de dar un estatuto psicoanalítico al término "verdad".
Ahora bien, éstos son un concepto y una refe­rencia a los que el analista, corno todo ser hablante, no puede renunciar. La relación del sujeto con el discurso implica la posibi­lidad de deslindar la verdad de la mentira; para que "yo" hable, es preciso que 'yo" sepa si "yo" miento o si 'yo" digo la verdad. El que esta referencia a la verdad dependa de una ilusión, el que se convierta en la certera delirante, el que constituya la prueba gracias a la cual se acepta no saber, estas diferentes funciones no disminu­yen en nada la ineluctabilidad de su presencia.
 Es por ello por lo que el problema de la verdad nos conduce a interrogar ese deseo de saber que no forma parte de los factores elementales de la vida afectiva,[20] y que sin embargo se muestra coextensivo de la entrada del infans en el lenguaje y presente desde la primera demanda que él dirige a aquella supuesta depositaria de un "todo-saber" [tout-savoir], así como de una "total-respuesta" [toute-réponse]. Agreguemos que para Freud ese deseo "corresponde por una parte a una sublimación de la necesidad de, posesión y que por la otra utiliza el deseo de ver" (las cursivas son nuestras). Esta definición plantea un doble problema: ¿a qué remite aquí el término "sublimación" y en qué consiste la "utilización" de la pulsión escópica? Y se puede decir con Freud que ese deseo surge en el niño entre "el tercero y el quinto arto" en el momento en que "amenazado por la llegada real o supuesta de un nuevo niño a la familia y porque teme que este acontecimiento implique paro él una disminución de cuidados y de amor, se pone a reflexionar y su mente se dedica a trabajar", lo cual lo confronta con el gran enigma: ¿de dónde vienen los niños?
 Pensamos que esta pregunta es heredera de otra que la ha pre­cedido, que lo que sucede "entre el tercero y el quinto año" no es el inicio de una actividad intelectual provocada por el "deseo de investigar y de saber" sino ese momento conflictivo en el que el niño debe renunciar a creer que otro puede siempre garantizarle la ver­dad de lo dicho, puede continuar siendo el lugar de una "total-res­puesta", y en el que deberá aceptar su soledad[21] y el peso de la duda.
 Pero, ¿qué sucede con el 'saber", en cuanto objeto de deseo, en un momento previo de ese conflicto? En un texto sobre la transgre­sión[22] hemos escrito que el deseo de saber es ante todo la búsqueda de un saber sobre cl deseo, del cual se espera así tener el dominio. Lo que se interroga en primer lugar es ese objeto-enigma del deseo materno, y el niño concibe su conocimiento como posibilidad de revestir la apariencia y convenirse en su Amo. Aquí la fuerza de la ilusión nos parece lo único en juego en la búsqueda de una "verdad" de la que podría decirse, parafraseando a Lacan, que se espera que haga a lo real más apto para el deseo y conforme con el fantasma. Que el discurso sea por excelencia el instrumento por el cual el sujeto interroga lo real, que esa interrogación nazca de ese "asom­bro" (del que hablaba Aristóteles) que experimenta el sujeto en­frentado a la contradicción existente entre realidad y fantasma, no impide que lo que se espera en un primer momento como respues­ta sea la negación de algo visto, de algo oído y de algo percibido que en un tiempo previo había venido a contradecir el enunciado fantasmático. Es por esto por lo que el saber puede perfectamente ponerse al servicio de la ilusión y por este hecho renunciar para siempre a encontrar la verdad en su camino.[23] 
El abandono por parte del niño de una meta pulsional que encontraba en el tener el ver, el saber,[24] tres objetos aptos para satisfacerla, abandono necesario de la asunción en nombre propio de esta búsqueda “solitaria" que obliga al sujeto a aceptar la incertidumbre y la incompletud de todo conocimiento, debe entenderse, en nuestra opinión, como lo que viene a marcar la relación entre el sujeto y el saber con el sello de la castración. No podemos aquí sino recordar los términos de lo que hemos estudiado sobre este tema en otro lugar,[25] aceptar la castración implica que el sujeto del discurso (y del saber) renuncie a que una voz en la escena de lo real (es decir, la madre) sea el garante de una certeza de verdad y que él haga de los "textos" la única referencia posible. Ahora bien, el 'texto", como ei lenguaje y como el saber, es aquello que no tiene origen ni fin. Discurso de un muerto, ¡participa del destino propio al discurso: ser una eterna remisión que agrega cada vez una página en la que la palabra "fin" ya no tiene lugar, página que siempre puede venir a demostrar el error de lo que hasta entonces se plantea como saber absoluto.
 Aceptar ese riesgo implica que la energía libidinal al servicio de lo "creado" (y también de lo "aprendido") haya podido renunciar a encontrar un placer erógeno en la actividad productora o en "el objeto" que de ella resulta: aquí, entonces, encuentra su razón de ser el término "energía sublimada" (o simplemente, sublimación).
 En conclusión, vemos que el deseo de saber toma el lugar de un deseo de tener y de ver respecto a los cuales comienza por compar­tir la aspiración de omnipotencia y que, semejante en esto a la totalidad de la libido pulsional, la sublimación es uno de los destinas posibles para él,- pero no forzosamente su destino.
 Si a partir de estos elementos interrogamos psicoanalíticamente la relación del sujeto con la verdad, podemos enunciar, parafra­seando lo qué dice Freud sobre la ilusión, que "definiremos una creencia como soportada por una búsqueda de verdad cada vez que la renuncia a la realización del deseo nos parezca compatible con su motivación". Ni siquiera aquí se puede tomar en consideración sólo su "relación con la realidad", y debemos basar nuestro juicio sobre lo que podemos conocer de las motivaciones del enunciante, renunciando a juzgar, lo que sería mucho más cómodo, en función del solo enunciado. No es sino la elucidación de la relación del sujeto con el error, con la verdad o con el saber, la que nos dirá cuál es su posición, si la verdad objetiva de su enunciado confirma o contra­dice la verdad del enunciante y de sus motivaciones.[26]
 Esta observación nos permite abordar una última cuestión: ¿a qué responde la adhesión de una parte de nuestros contemporá­neos a la teoría analítica; cuál es el efecto de la circulación, en ciertos sectores de la cultura, de nuestras construcciones o de nuestros mo­delos? Es fácil demostrar por qué el saber psicoanalítico puede ejercer una fascinación privilegiada. Último en nacer en esa serie infinita de respuestas que el hombre ha dado sobre el enigma de su ser (serie cuya diversidad y perennidad prueban la fuerza con la que se impone la cuestión), ha develado la existencia de "otra es­cena", y por primera vez ese espacio, ya sospechado porlos filósofos pero siempre dejado sin cultivar, encontró en Freud al que reveló la temática, la dinámica, la economía que le son propias. Se pudo levantar su mapa metapsicológico, lo cual obligó a revisar todo lo que se había dicho hasta entonces sobre la naturaleza del mundo psíquico. De allí la facilidad con la que se abrió camino esta primera ilusión consistente en creer que se posee un "texto" último que per­mite tachar alegremente-del registro del saber aquello que se igno­ra, y que aporta por fin un punto de origen (aquí comienza el saber) y un punto final (aquí termina la verdad). A la creencia en el advenimiento del saber absoluto se agrega la ilusión de la presencia de un origen igualmente absoluto: el círculo, entonces, podría cerrarse. Ya no es necesario demostrar que se pudo pedir al psicoanálisis que se pusiese al servido de esta ilusión; las pruebas abundan .a nuestro alrededor. Pero no debemos subestimar lo que es función de la especificidad del objeto propio del psicoanálisis: el inconsciente, sus leyes y sus efectos. Más allá del mito del poder que el saber siempre ha inducido, ¿qué otra ilusión particular es res­ponsable de la recuperación (según un término de moda) o de la esterilización de eso que Freud podría llamar con justicia "la peste"?
 Creer que se tiene la respuesta a una pregunta semejante sería en sí una ilusión: primero porque aun aquí será el apres coup de nuestra cultura (su porvenir y el de sus ilusiones actuales) lo único que podrá dar un justo testimonio; segundo porque eso nos exigiría interrogar a ese vasto y complejo campo qué es la "sociedad", lo cual no está en nuestro poder. Sobre un punto, sin embargo, quisiéramos dar elementos de respuesta: el que toca a la represión ya su economía. Hemos dicho elementos, lo cual aquí también debe tomarse al pie de la letra. La represión está en el fundamento del destino del sujeto y de la civilización por dos razones: por una parte es el precio que paga el sujeto por su pasaje más allá del estado infantil;[27]  por la otra, es el precio por medio del cual el individuo se asegura su supervivencia como ser social; donde aprieta el zapato, es que ni el sujeto ni la sociedad pueden garantizar los efectos de tal pago ni legislar sobre un "precio óptimo", ni impedir los fraudes, por exceso o por falta. Hay que agregar que el rasgo esencial de lo reprimido es apuntar a su retorno a la escena de lo consciente y de la acción, y que en este caso se comprueba frecuen­temente que las defensas instaladas contra ese peligro son más nefastas que el peligro mismo.
 Por otra parte, ¿cuál es e] objetivo explícito del psicoanálisis sino el esclarecimiento de esos mecanismos, el surgimiento de ese "fragmento de verdad histórica" que tanto el discurso del sujeto como el discurso de la cultura buscan eternamente ocultar? Toda ilusión debe ser concebida, en último análisis, como el compromiso firmado entre la instancia represora, el impacto de lo reprimido y la posibilidad de dar nacimiento a un enunciado que esté lo bastante deformado como para ser aceptado sin conflicto por el sujeto y lo bastante conforme con el deseo como para ser investido por la libido. Hay derecho a decir que la develación inherente al discurso de Freud, fuera del campo de la psicopatología strictu sensu, pone en peligro (y siempre lo hará, en nuestra opinión) aquello que en la estructura social tiene la función de consolidar la represión (aquí se puede agregar: de satisfacción pulsional) por ser necesaria a su propio funcionamiento. Esto demuestra la respuesta primera y "natural" que había provocado Freud: su rechazo puro y simple.
 Las razones por las cuales este rechazo no logró sostenerse no pueden buscarse en el campo del psicoanálisis mismo: son función de una "situación", de un momento de la historia y de la posibilidad del advenimiento del discurso de Freud y la razón de las respuestas que se le dieron.
 Pero la dimensión histórica no debe hacer olvidar la universali­dad de ciertos conceptos freudianos ni subestimar la perennidad de lo que demuestran sobre la relación del sujeto con lo "real" (término en el cual incluimos ese real muy ambiguo que es lo social). Uno de los resultados de lo irreductible de esta relación será que el discurso cultural, portavoz de la institución social, apuntará siempre a sojuzgar el saber, por revolucionario que sea, y a la consolidación de la institución que tiene la función de preservar.[28]
 Es por esto por lo que, paralelamente al discurso que da testi­monio en el individuo de la armadura neurótica que éste se ha forjado utilizando una parte de nuestros enunciados, surgirá, pero esta vez en el campo social, un discurso que pretenderá que, puesto , que la cultura actual conoce la existencia de la represión, eso prueba que ella no ejerce acción represora, que ya que está dispues­ta a cuestionar las leyes de su funcionamiento se ha liberado de su yugo, que porque sabe que cuando ella habla de "progreso atómi­co" entiende en realidad las armas del mismo nombre, está a salvo del "acto fallido" que amenaza con dar libre curso a la pulsión de muerte que lleva en sí.
 No es ciertamente una casualidad que de todos los conceptos freudianos este último siga siendo el menos aceptado y el más controvertido por el discurso psicoanalítico o que se pretenda tal. Porque el sujeto ha creído en la posibilidad de un autoconocimien­to que podría no hacer el duelo de la ilusión que lo sostiene, y la cultura, el advenimiento de un discurso que garantizaría la solidez y perennidad de sus postulados —la construcción psicoanalítica— ha podido servir de pantalla sobre la cual se proyecta el sueño de un saber que no sabe renunciar a la fascinación del poder y de la ilusión. Pero el problema no es tan sencillo y la posición del analista que intenta responder resulta ambigua. Decir que la circulación del discurso analítico en la cultura muestra que el mismo se ha vuelto parte inherente del sistema defensivo que preserva el statu qua neurótico que exige la sociedad, es trasponer al nivel social lo que denunciamos en el caso del individuo. Ahora bien, cada vez que en términos de Freud consideramos la "humanidad como un todo y la ponemos en el lugar del individuo humano singular", debemos preguntarnos hasta qué punto la psique del todo se deja reducir a la del uno, y si no se trata de la ilusión de la existencia de una analogía completa que nos autorizaría en ambos casos a pretender una misma exhaustividad de lo analizado o de lo analizable. Sin em­bargo, en el caso de la sociedad, no se puede eludir la cuestión de los límites impuestos a la neutralidad del analista. La naturaleza del objeto analizado tiene forzosamente un impacto sobre el intérpre­te, quien no puede excluirse de un discurso cultural y de un modelo de civilización que le dan su estatus de sujeto en tanto ser social.
 Si la aplicación de nuestro modelo al hecho cultural (se trate de etnología, de mitología o de sociología), muestra lo bien fundado de ciertas analogías, es válido preguntarse si dicha aplicación no encuentra su punto de llegada cada vez que el "hecho" impone un "resto", es decir, cada vez que tanto la aplicación del modelo como la naturaleza del objeto sobre el cual se aplica vienen a demostrar la existencia de un a priori indispensable para que la experiencia pueda ser pensada, pero que escapa a la verificación que se propone la experiencia. Hemos tratado este problema más a fondo a propó­sito del "psicoanálisis didáctico" y del "resto" que amenaza con hacer aparecer la relación del analista con su saber.[29]
 Diremos aquí, de manera más general, que si interpretar remite siempre a una interrogación sobre el deseo y sobre los señuelos de su sinrazón, uno de los señuelos más eficaces y tenaces consiste en que el propio deseo del intérprete se abra camino hacia el corazón mismo de la interrogación. En este caso la respuesta corre el riesgo de no ser más que el enunciado apto para satisfacer el fantasma del enunciante. La neutralidad del analista no debe confundirse con la imagen de Epinal[30] que se hace de ella: la calma olímpica de quien se niega a enunciar un juicio, que frustra al analizando de toda respuesta a su demanda, que lo induce —con benevolencia y una "autoridad justa"— a interiorizar un "buen superyó", que es como por casualidad el del juez mismo.
 Esta imagen hace pensar en aquella que ilustran los tres monos de la parábola asiática: no oír nada, no ver nada, no decir nada. La neutralidad deber ser comprendida como ese lento y difícil apren­dizaje al cual supuestamente se somete el analista a lo largo de toda su práctica. Poder respetar esa posición implica que él siga paso a paso el discurso forjado por un deseo que no es el suyo, que sea capaz de hacer callar su narcisismo y sus creencias para convertirse en escucha de un discurso que no tiene derecho a interpretar más que en la medida en que él respete totalmente los Contornos, el estilo, la singularidad.
 La legitimidad del campo en el que la acción del intérprete tiene carta de ciudadanía está definida por la posibilidad de que el analista preserve su neutralidad. Este campo está lejos de ser infinito; la no transgresión de sus fronteras es tanto más difícil de respetar a medida que el analista interrogue eso que rebasa el campo de la clínica. En este terreno ajeno difícilmente puede evitar encontrarse como sujeto que se adhiere a su verdad, asir modelo, a su ilusión.
 Nuestra convicción sobre el buen fundamento de estas reflexio­nes acerca de una cultura y una sociedad como las nuestras no nos impide saber que nuestro deseo está forzosamente en juego cada vez que somos parte activa de lo interpretado.
 Es por eso por lo que en este punto comienza la interpretación de la cual nuestro propio discurso puede hacerse objeto.



[1] Texto de dos conferencias impartidas en las facultades universitarias de SaintLouis, en Bruselas el 25 y 26 de febrero de 1970.
[2] Por este término entendemos el proyecto que subtiende al trabajo del analista.
[3] La autora cita la edición inglesa.
[4] Aulagnier o bien la traducción al castellano comete el error al anotar la palabra “menos”, cuando el texto Freudiano en castellano dice “más”. AE XXIII,, p.262. “Pro yo opino que “construcción” es, con mucho, la designación más apropiada,..”
[5] El ejemplo construido por  Freud  en dicho texto es el  siguiente:   "Hasta cierra edad se considero  usted el poseedor   único e incontestable  de su madre,  y luego llego otro bebé que le causó una grave  desilusión.  Su madre le dejó durante  cierto  tiempo  e incluso  al regresar ya no se consagró   exclusivamente   a usted. Sus sentimientos   para  con ella se hicieron  ambivalentes,    usted comenzó a dar importancia a su padre...     ",  etcétera
[6] La dualidad pulsional   es para Freud  el primer  elemento de   una universalidad   que  trasciende     incluso  lo humano para englobar a lo viviente en su conjunto,  Si  bien reconoció  el lado hipotético    el discurso  que busca dar cuenta  de esta dualidad.  nunca dudó de su existencia,  corno  tampoco la presencia  de un sistema  consciente  y uno inconsciente.
[7] Cuando Freud habla de sustitución  entre una construcción y una rememoración,  se trata para  él de lo que  se refiere a un recuerdo  aislado  a un fragmento de la historia,  y no -pues eso no tendría sentido  en su concepción del análisis-  de una construcción que sustituiría  en su totalidad  el blanco del cual es responsable la amnesia  infantil.
[8] La ausencia de ese preliminar en Freud y l distancia que ello implicó serán examinadas más adelante.
[9] Esto es válido tanto para la teoría de M. Klein como para la de J. Lacan, a quienes se les debe el lado positivo del balance.
[10] La “curación por añadidura” es una formula debida a J. Lacan. El uso que a veces se ha hecho de este enunciado prueba ¡que tan fácil es entender mal cuando el malentendido sirve a beneficios secundarios que a menudo devienen “primarios”.
[11] Cf. Al respecto lo que escribe Freud en “Análisis terminable e interminable” OC. Vol. XXIII.
[12] Ibid
[13] Es obvio que no estamos cuestionando el evidente no final del trabajo de autoanálisis al que puede consagrarse el sujeto, sino la duración de la relación analítica, experiencia que exige la presencia de un analista y una de cuyas metas debería ser, para el analizando, la posibilidad de retomar por su cuenta la búsqueda.
[14] Podemos afirmar que esta prueba, cada vez que está presente, garantiza plenamente que un análisis tuvo lugar.
[15]  Se puede y se debe preguntar hasta qué punto el creciente porcentaje de estos Últimos en la agenda de una parte de los analistas, y particularmente de aquellos que se interesan por la teoría (o se piensa que lo hacen), no falsea cierta visión del análisis; es una pregunta que nos hemos planteado a nosotros mismos. Pero, aunque así fuera, esto no haría más que reducir el alcance de lo que estamos planteando y no por ello lo anularía.
[16] Frase en la que Freud ve la confirmación, hecha por el analizando, de la verdad de la interpretación.
[17] La homosexualidad resulta un efecto del deseo y de la perversidad de Dios; el, Thomas, es el Único que ha percibido esta verdad; en el proceso que intenta corma Dios el legajo de fa acusación no hace sino aumentar en importancia- En cuanto a la demanda que dirige al analista, cobra un carácter más extraño el final del análisis no tendrá sentido ni podrá sobrevenir si no coincide con la terminación del fenómeno homosexual en su totalidad, lo cual prueba canco su imposibilidad de renunciar a esa relación como la omnipotencia divina que él proyecta sobre nosotros y el desafío que nos lanza.
[18] Piénsese en la respuesta ofrecida al discurso analítico a partir del momento en que la sociedad lo ha institucionalizado y le ha dado acceso a sus academias. Tan entusiasta respuesta es inquietante: la 'peste" no puede tener carta de ciudadanía en un mundo civilizado sino a partir del momento en que se está seguro de que hay una vacunación infalible.
[19] S. Freud, “El porvenir de una ilusión”, en OC, vol. XXI, Op.Cit.
[20]  S. Freud, “Tres ensayos de teoría sexual” en OC, vol. VII, Op. Cit
[21] El niño en sus investigaciones sexuales está siempre solitario para éI se trata de un primer paso con vistas a orientarse en el mundo y se senda extranjero frente a las personas de su entorno. que basta entonces habían gozado de su plena confianza.
[22] En nuestro texto “El deseo de saber en sus relaciones con la transgresión", capitulo 5 de esta edición.
[23] Lo que ilustra el fetichismo doblemente ni el fetiche tiene como fondón renegar de un primer "visto' insoportable, el saber que el perverso pretende poseer sobre la verdad del goce viene a su va a renegar de la verdad de su deseo, se dedica a preservar la represión y a protegerla de la irrupción de la angustia.
[24]  Que el saber pueda ser en un primer tiempo un objeto apto para el fantasma, nos parece confirmado cambien por la creencia que tiene el dilo en la omnipotencia del pensamiento y en ese saber adivinatorio que le atribuye a la madre (como en eso que con frecuencia se encuentra en el delirio, bajo la forma de delirio de interpre­tación o de delirio de observación).
[25] En el seminario que desarrollamos en Sainte-Anne consagramos diferentes exposiciones a este problema. Intentamos mostrar que mientras la voz materna se mantenga garante de la verdad del discurso que ledo el niño.. encuentra el "placer" como clave y soporte de su relación discursiva.
[26] Cf. lo que escribimos al respecto supra, capitulo 1.
[27] Reconocer que la sublimación calo que permite economizarla (cf. Freud en su "Introducción del narcisismo", vol. XIV, Op.Cit.) no impide que siempre se haya reprimido.
[28] Lo que la historia demuestra es que esta intención puede fracasar, pero esta misma historia prueba la constancia con la que las recaídas del fracaso van a ser empleadas para consolidar el nuevo andamiaje que. a su vez y de manera análoga, va a preservar su construcción de los ataques del tiempo y a evitarle a sus muros el deterioro que le harían sufrir ciertas inscripciones.
[29] Cf. supra, capítulo 2.
[30] Se refiere atas imágenes populares creadas por Jean-Charles Pellerin desde la época de la revolución, reunidas en el museo Internacional de l'Imagerie Populaire, en Epinal. Francia. [E.)