domingo, 20 de abril de 2014

Bettelheim. Blancanieves

Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de Hadas.

La reina celosa en «Blancanieves» y el mito de Edipo.
Blancanieves.  Pp217-239

 Al referirse los cuentos de hadas, mediante la imaginación, a los momentos más importantes del desarrollo de nuestras vidas, no sorprende que muchos de ellos se centren, de alguna manera, en las dificultades del período edípico. Sin embargo, todos los cuentos que se han comentado hasta ahora tienen como tema central los problemas de los hijos y no los de los padres. En realidad, puesto que tanto la relación del hijo con el padre como de éste con el hijo están llenas de dificultades, muchos cuentos de hadas se refieren también a los problemas edípicos de los padres. Mientras se estimula al niño a creer que puede salir con éxito de la situación edípica, se avisa a los padres de las desastrosas consecuencias que puede tener para ellos el hecho de quedarse atrapados en las dificultades de este período. *

  *  Al igual que ocurre con sus deseos, el cuento de hadas comprende perfectamente que el niño no pueda evitar los problemas del período edípico y, por esto, no se le castiga si actúa de acuerdo con ellos. Pero el progenitor que se permite representar sus dificultades edípicas con su hijo, sufre un severo castigo.

 En «Jack y las habichuelas mágicas», se insinuaba la falta de preparación de una madre para permitir que su hijo llegara a ser independiente. «Blancanieves» nos muestra cómo un progenitor —la reina— se muere de celos porque su hija, al ir creciendo, es cada vez más superior a ella. En la tragedia griega de Edipo, que está, por supuesto, abrumado por las dificultades edípicas, no sólo se destruye a la madre, Yocasta, sino también, y en primer lugar, al padre, Layo, cuyo temor a que su hijo lo sustituya algún día da lugar a la tragedia que constituye el fin para todos. El miedo de la reina a que Blancanieves la supere es el tema central del cuento de hadas, que lleva, erróneamente, el nombre de la niña, al igual que el mito de Edipo.
 
Por lo tanto, puede ser útil considerar brevemente este famoso mito que, a través de los estudios psicoanalíticos, se ha convertido en la metáfora con la que nos referimos a una relación emocional concreta dentro de la familia, que puede dar lugar a grandes obstáculos en el camino hacia la madurez y la plena integración de una persona, mientras es, por otra parte, el origen potencial del desarrollo más completo de la personalidad. En general, cuanto menos capaz es una persona de resolver, de modo constructivo, sus sentimientos edípicos, mayor es el peligro de que estos sentimientos vuelvan a abrumarlo cuando tenga hijos.
 
El padre que no haya conseguido integrar, en el proceso de maduración, su deseo infantil de poseer a su madre y el temor irracional a su padre, es muy probable que se sienta angustiado por la rivalidad de su propio hijo, y que actúe destructivamente, como le ocurrió al rey Layo. Tampoco el inconsciente de un niño dejará de reaccionar a los sentimientos del progenitor, si forman parte de la relación de éste con su hijo. 
 
El cuento de hadas permite que el niño comprenda que él no es el único que está celoso de su padre, puesto que éste puede tener sentimientos semejantes. Esta percepción puede ayudar a acortar las distancias entre padre e hijo y, además, a solucionar algunas dificultades que, de otro modo, serían irresolubles. Otra característica importante es que el cuento de hadas le asegura al niño que no necesita tener miedo de los posibles celos del progenitor, puesto que los superará con éxito por muchas complicaciones que se originen debido a estos sentimientos. Los cuentos de hadas no dicen por qué un progenitor es incapaz de disfrutar del proceso de maduración de su hijo ni por qué, en cambio, siente celos cuando ve que éste le supera.
 
No sabemos por qué la reina de «Blancanieves» no puede envejecer y sentirse, al mismo tiempo, satisfecha del proceso de su hija al convertirse en una muchacha encantadora. Algo debe haber sucedido en el pasado para hacerla vulnerable hasta el punto de odiar a la hija que debería querer.
 
Toda una serie de mitos, cuya parte central es el de Edipo, sirve de ejemplo a cómo la secuencia de las generaciones puede explicar el temor que un progenitor tiene a su hijo. 60 Esta serie de mitos, que termina con Los siete contra Tebas, empieza con Tántalo que, como amigo de los dioses, intenta comprobar si es verdad que éstos lo saben todo, haciendo matar a su hijo Pélope y sirviéndolo en una cena para los dioses. (La reina de «Blancanieves» ordena que maten a su hija y se come lo que cree que es parte de su cuerpo.) El mito nos dice que la mala acción de Tántalo fue provocada por su vanidad, la misma causa que impulsa a la reina a cometer su villanía.
 
Ésta, que quería ser siempre la más bella, es castigada a bailar con unos zapatos al rojo vivo hasta morir. Tántalo, que intentaba engañar a los dioses dándoles el cuerpo de su hijo para comer, es castigado a sufrir eternamente en el reino de Hades, donde se ve tentado a satisfacer su constante sed y hambre con agua y frutos que parecen estar a su alcance pero que se apartan tan pronto como intenta cogerlos. Así pues, el castigo es adecuado al crimen cometido, tanto en el mito como en el cuento de hadas. En ninguna de las dos historias significa la muerte el final de la vida, puesto que los dioses resucitan a Pélope y Blancanieves recupera el conocimiento.
 
La muerte es más bien un símbolo de que se desea que una persona desaparezca, lo mismo que un niño en el período edípico no quiere que su progenitor muera de verdad, sino sólo que desaparezca del camino que le lleva a conseguir la atención del otro progenitor. Lo que el niño espera es que, aunque en un momento determinado haya deseado esta desaparición, su progenitor esté vivo y a su disposición cuando lo necesite. Por esta razón, en los cuentos de hadas, una persona muere o se convierte en estatua de piedra para, a continuación, volver a la vida. Tántalo era un padre dispuesto a sacrificar el bienestar de su hijo para alimentar su vanidad y esto le llevó a su propia destrucción y a la de su hijo. Pélope, tras ser utilizado de este modo por su padre, no dudó después en matar a un progenitor para alcanzar sus objetivos.
 
El rey Enómao de Elis deseaba conservar, de manera egoísta, a su bella hija Hipodamia, y trazó un plan con el que disfrazar su deseo, asegurándose, al mismo tiempo, de que la muchacha no lo abandonaría. Todo pretendiente de Hipodamia debía competir con el rey Enómao en una carrera de cuadrigas; si ganaba el pretendiente, podía casarse con Hipodamia; si perdía, el rey tenía derecho a matarlo, cosa que siempre llevaba a cabo. Pélope cambió los tornillos de cobre de la cuadriga del rey por piezas de cera, y de esta manera consiguió ganar la carrera, en la que el rey se mató. El mito indica que las consecuencias son igualmente trágicas tanto si un padre se sirve de su hijo en su propio beneficio, como si, al tener una relación edípica con su hija, intenta privarla de una vida propia y mata a sus pretendientes. Además, el mito nos habla también de los resultados dramáticos de la rivalidad fraterna «edípica». Pélope tuvo dos hijos legítimos, Atreo y Tiestes.
 
Muerto de celos, Tiestes, el menor de los dos, robó a Atreo una oveja que daba lana de oro. Como represalia, Atreo mató a los dos hijos de Tiestes y se los sirvió en un gran banquete. Este no es el único ejemplo de rivalidad fraterna en la familia de Pélope.

Había también un hijo ilegítimo, Crisipo. Layo, el padre de Edipo, encontró, de joven, protección y un hogar en la corte de Pélope. A pesar de la amabilidad que éste le demostró, Layo injurió a Pélope raptando —o hechizando— a Crisipo. Se supone que Layo llevó a cabo esta acción por los celos que sentía respecto a Crisipo, que era el preferido de Pélope. Como castigo por esta rivalidad, el oráculo de Delfos le dijo a Layo que sería asesinado por su propio hijo. De la misma manera que Tántalo había destruido, o intentado destruir, a su hijo Pélope y éste se las había arreglado para que muriera su suegro Enómao, asimismo Edipo tenía que matar a su padre, Layo. Es ley de vida que un hijo sustituya al padre, por lo que podemos leer estas historias como relatos del deseo de un hijo por hacerlo y de los esfuerzos del padre por evitarlo. No obstante, este mito nos dice que las acciones edípicas de los padres preceden a las de los hijos. Para evitar que su hijo lo matara, Layo hizo perforar los tobillos de Edipo cuando éste nació, y le encadenó los pies. Layo ordenó que un pastor se llevara a su hijo y lo abandonara en el bosque. Pero el pastor —como el cazador de «Blancanieves»— se compadeció del niño y fingió haber abandonado a Edipo; pero lo dejó al cuidado de otro pastor. Éste llevó a Edipo hasta su rey, quien lo educó como si fuera su propio hijo.
 
De joven, Edipo consultó el oráculo de Delfos, que pronosticó que mataría a su padre y se casaría con su madre. Al creer que la pareja real que lo había educado eran sus padres, Edipo no volvió a casa para evitar la tragedia. En una encrucijada, se encontró con Layo, al que mató sin saber que era su padre y más tarde llegó a Tebas, resolvió el enigma de la Esfinge y liberó a la ciudad. Como recompensa, Edipo se casó con la reina viuda, su madre, Yocasta. Así, el hijo sustituyó a su padre como rey y esposo; el hijo se enamoró de su madre y ésta tuvo relaciones sexuales con él. Cuando se descubrió finalmente la verdad, Yocasta se suicidó y Edipo se sacó los ojos como castigo por no haber sabido ver lo que estaba haciendo.
 
Pero la tragedia no termina aquí. Los hijos gemelos de Edipo, Eteocles y Polínices, no se ocuparon de él en su desgracia; sólo su hija Antígona permaneció a su lado. El tiempo pasó, y en la guerra contra Tebas, Eteocles y Polínices se mataron uno a otro en una batalla. Antígona enterró a Polínices en contra de las órdenes del rey Creón, lo que causó su muerte. Es decir, que no sólo la intensa rivalidad fraterna lleva a la destrucción, como vemos por el destino de los dos hermanos, sino que un excesivo vínculo fraterno es igualmente perjudicial, como nos indica el destino de Antígona. La variedad de relaciones que conducen a la muerte en estos mitos se puede resumir de la manera siguiente: en lugar de aceptar con cariño a su hijo, Tántalo lo sacrifica para conseguir sus propósitos, y lo mismo hace Layo con Edipo, por lo que ambos padres terminan por destruirse. Enómao muere porque intenta conservar a su hija para él solo, al igual que Yocasta, que se relaciona demasiado íntimamente con Edipo: el amor sexual hacia el hijo del sexo opuesto es tan destructivo como el temor de que el hijo del mismo sexo sustituya y supere al progenitor.
 
El error de Edipo consiste en eliminar al padre del mismo sexo, y el de sus hijos en abandonarlo en su desgracia. La rivalidad fraterna castiga a los hijos de Edipo. Antígona, que no abandona a su padre, muere por la gran devoción que siente por su hermano. Pero tampoco en este punto concluye la historia. Creón, quien, como rey, condena a muerte a Antígona, no atiende a las súplicas de su hijo, Hemón, enamorado de Antígona. Al destruirla, Creón aniquila también a su propio hijo, con lo que nos encontramos, una vez más, ante un padre que no puede dejar de encauzar la vida de su hijo. Hemón, desesperado por la muerte de su amada, intenta matar a su padre y, al fracasar en su intento, se quita la vida; también su madre, la esposa de Creón, acaba por suicidarse ante la pérdida del hijo.
 
La única que sobrevive en la familia de Edipo es Ismene, hermana de Antígona, que no se ha relacionado demasiado estrechamente ni con sus padres ni con sus hermanos, y con la que ningún miembro de la familia se encontraba demasiado unido. Según el mito, no parece haber solución alguna: aquel que por azar o por sus propios deseos, mantenga una relación «edípica» demasiado profunda acabará por ser destruido. En esta serie de mitos se pueden encontrar prácticamente todos los tipos de relaciones incestuosas que se insinúan asimismo en los cuentos de hadas. Pero en estos relatos, la historia del héroe muestra cómo las relaciones infantiles, potencialmente destructivas, pueden estar, y de hecho están, integradas en los procesos del desarrollo. En el mito se expresan las dificultades edípicas y, en consecuencia, el desenlace es una destrucción total, tanto si las relaciones son positivas como negativas.

El mensaje está muy claro: cuando un progenitor no puede aceptar a su hijo como tal y no es capaz de sentirse satisfecho porque algún día será su sucesor, el resultado es una tragedia enorme. Únicamente una aceptación del hijo como tal —no como rival ni como objeto sexual—, permite que las relaciones entre hermanos y entre padres e hijos sean satisfactorias. La manera en que el cuento de hadas y el mito clásico presentan las relaciones edípicas y sus consecuencias es completamente distinta. A pesar de los celos de su madrastra, Blancanieves no sólo sobrevive, sino que además alcanza una felicidad completa. Y lo mismo sucede con Nabiza, a la que sus padres habían abandonado porque la satisfacción de sus propios deseos había sido más urgente que conservar a su hija, y cuya madre adoptiva había deseado tenerla a su lado durante demasiado tiempo.

El padre de Bella en «La bella y la bestia» la ama intensamente, y ella hace lo propio con él, pero ninguno de ellos recibe castigo alguno por sus relaciones mutuas: por el contrario, Bella salva a su padre y a la Bestia, desplazando su vínculo amoroso del padre al amante. Cenicienta, lejos de ser destruida por los celos de sus hermanastras, lo mismo que los hijos de Edipo, acaba por vencer todas las dificultades. Esto es lo que encontramos en todos los cuentos de hadas. El mensaje que estas historias nos transmiten es que, aunque los conflictos y dificultades de tipo edípico parezcan irresolubles, si se lucha con vehemencia contra estas complicaciones familiares emocionales, se puede llegar a una vida mucho mejor que la que tienen los que nunca experimentaron esos problemas.
 
Todo lo que se expresa en el mito es una dificultad insuperable y la derrota consiguiente; en el cuento de hadas se da el mismo peligro, pero se supera con éxito. La recompensa del héroe al final del cuento no es la muerte ni la destrucción, sino la integración superior, simbolizada por la victoria sobre el rival o el enemigo y por la felicidad alcanzada en el desenlace. Para llegar a este final satisfactorio, el héroe debe pasar por las experiencias necesarias para su evolución, que corren paralelas a las del niño que avanza hacia su madurez. Esto estimula al niño para que no renuncie a sus esfuerzos ante las dificultades que encuentra en su lucha por convertirse en él mismo.

 «Blancanieves»

 «Blancanieves» es uno de los cuentos de hadas más conocidos. Durante siglos se ha ido relatando de diversas maneras en todas las lenguas y países europeos y, de allí, se fue extendiendo a los demás continentes. Por lo general, el título de la historia es simplemente el nombre de «Blancanieves», aunque existen numerosas variantes. *

*   Por ejemplo, hay una versión italiana titulada «La ragazza di latte e sangue» («La chica de leche y sangre»), cuyo nombre se explica por el hecho de que en muchos relatos italianos las tres gotas de sangre que la reina derrama no caen sobre la nieve, que escasea en muchas zonas de Italia, sino sobre leche, mármol blanco o queso, también blanco.

  Hoy en día, este cuento se conoce comúnmente bajo el título de «Blancanieves y los siete enanitos», modificación que, desgraciadamente, hace hincapié en los enanitos, quienes, habiendo fracasado en el proceso de desarrollo hacia una condición humana más madura, permanecen fijados en un nivel preedípico (los enanitos no tienen padres, ni tampoco se casan ni tienen hijos) y no son más que una excusa para poner de relieve las importantes evoluciones que se dan en la persona de Blancanieves.
 
Algunas versiones de «Blancanieves» empiezan de este modo: «Un conde y una condesa pasaron por delante de tres montículos cubiertos de nieve, que hicieron exclamar al conde: "Desearía tener una niña tan blanca como esta nieve". Al poco rato, llegaron a un lugar donde había tres pozos llenos de sangre roja, entonces el conde exclamó de nuevo: "Querría tener una niña con las mejillas tan rojas como esta sangre". Finalmente, tres cuervos negros pasaron volando sobre sus cabezas, y, en aquel instante, volvió a desear "una niña con el cabello tan negro como estos cuervos". Al reemprender la marcha, se encontraron con una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y con los cabellos tan negros como un cuervo: era Blancanieves. El conde la hizo subir inmediatamente a la carroza y le tomó cariño, cosa que no gustó en absoluto a la condesa, de modo que se puso a pensar en la manera de deshacerse de ella. Al fin, tiró uno de sus guantes y ordenó a Blancanieves que fuera a buscarlo; cuando ésta hubo descendido del carruaje, el cochero arrancó a toda velocidad».

 Otra versión paralela a esta última difiere en el detalle de que la pareja atraviesa un bosque y Blancanieves tiene que recoger un ramo de rosas silvestres. En aquel preciso momento, la reina ordena al cochero que reanude la marcha, abandonando así a Blancanieves. 61 En todas estas versiones de la historia, el conde y la condesa o el rey y la reina no son más que padres hábilmente disfrazados; y la niña, tan admirada por la figura paterna y hallada por casualidad, es una hija sustituta. Los deseos edípicos entre una niña y su padre, y los celos que éstos provocan en la madre, que llega incluso a desear la desaparición de su hija, quedan mucho más patentes en esta que en otras versiones más conocidas. En la actualidad, la forma más comúnmente aceptada del cuento de «Blancanieves» relega los conflictos edípicos a la imaginación en lugar de hacerlos surgir en nuestra mente consciente.
 
Tanto si se exponen abiertamente como si se dan a entender mediante alusiones, los problemas edípicos y el modo de resolverlos de cada individuo son básicos para el subsiguiente desarrollo de la personalidad y relaciones humanas. Los cuentos de hadas, al camuflar los conflictos edípicos o al insinuarlos sutilmente, nos permiten sacar nuestras propias conclusiones en el momento propicio para alcanzar una mayor comprensión de estos problemas. Los cuentos de hadas nos enseñan de manera indirecta. En las versiones mencionadas, Blancanieves no es la niña del conde y de la condesa, amada y deseada profundamente por aquél y víctima de los celos de aquélla. En la historia más conocida de Blancanieves, el personaje femenino que siente celos no es la madre, sino la madrastra, y no se menciona en absoluto a la persona por cuyo amor ambas son rivales. De este modo, los problemas edípicos —origen de la trama de dicha historia— quedan limitados al poder de nuestra imaginación.
 
Psicológicamente hablando, si bien los padres crean al niño, es la llegada de éste lo que hace que aquellas dos personas se conviertan en padres. Visto de este modo, es el niño el que provoca los problemas paternos, creando, al mismo tiempo, su propio conflicto. Los cuentos de hadas suelen empezar en el momento.                                                 

  Algunos elementos de una de las primeras versiones del tema de «Blancanieves», encontrada en «La joven esclava» de Basile, ponen en evidencia que la persecución de la heroína se debe a los celos de una madre (madrastra), y su causa no es solamente la belleza de la joven muchacha sino el real o supuesto amor que el esposo de la madre (madrastra) profesa a la niña. Ésta, llamada Lisa, muere temporalmente por haberse clavado un peine mientras se estaba peinando. Al igual que Blancanieves, es depositada en una urna de cristal, donde continúa creciendo al mismo tiempo que el ataúd.
 
Transcurridos siete años, su tío se marcha. Éste, que en realidad es su padre adoptivo, es el único padre que ha tenido en toda su vida, ya que su madre quedó mágicamente embarazada al tragarse un pétalo de rosa. Su esposa, perversamente celosa por el amor que su marido siente por Lisa, la saca violentamente del ataúd; el peine resbala de su cabeza y la muchacha se despierta. La celosa madre (madrastra) la convierte en esclava, de ahí el título de la historia. Al final, su esposo descubre que la joven esclava no es otra que Lisa. Decide recompensarla y echar a su mujer, quien, por celos, llega casi hasta el extremo de destruir a Lisa.  

En «Hansel y Gretel» la presencia de los niños es causa de penurias para los padres y, por esta misma razón, la vida de los niños se torna problemática. Sin embargo, en la historia de «Blancanieves» lo que crea la situación conflictiva no es un problema externo, como la pobreza, sino las relaciones entre la muchacha y sus padres. En el instante preciso en que la posición del niño dentro de la familia se hace problemática, para él o para sus padres, comienza su proceso de lucha para escapar a esa existencia triangular. Con ella, entra en la búsqueda, desesperadamente solitaria, de sí mismo, y lleva a cabo una lucha en la que los demás sirven, sobre todo, para facilitar o impedir dicho proceso. En algunos cuentos de hadas, el héroe tiene que indagar, viajar y sobrellevar, durante años, una existencia solitaria, antes de estar preparado para encontrar, rescatar y unirse a una persona, cuya relación dará un significado permanente a la vida de ambas.
 
 En «Blancanieves», los años que la muchacha pasa junto a los enanitos representan su período de crecimiento. Pocos cuentos de hadas ayudan al lector a distinguir entre las principales fases del desarrollo infantil tan netamente como lo hace la historia de «Blancanieves». Apenas se mencionan los primeros años, preedípicos y totalmente dependientes, como en la mayoría de los cuentos. La historia trata, esencialmente, de los conflictos edípicos entre madre e hija, de la niñez, y, por último, de la adolescencia, haciendo hincapié en lo que constituye una infancia satisfactoria, y en lo que se necesita para evolucionar a partir de la misma. La historia de los Hermanos Grimm «Blancanieves» comienza del siguiente modo: «Había una vez, en pleno invierno, cuando los copos de nieve caían sin cesar del cielo, una reina que estaba sentada junto a un ventanal cuyo marco era de ébano negro.
 
Mientras cosía, miraba la nieve a través de la ventana, pero, de pronto, se pinchó un dedo y tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve. Aquel color rojo era tan bonito sobre la nieve blanca, que la reina pensó para sí: "Me gustaría tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y con el cabello tan negro como la madera de esta ventana". Poco tiempo después, tuvo una niña blanca como la nieve, roja como la sangre y con el pelo negro como el ébano; y por esta razón la llamó Blancanieves. Al poco tiempo de nacer la niña, la reina murió y, al cabo de un año, el rey volvió a casarse...». La historia comienza cuando la madre de Blancanieves se pincha un dedo y tres gotas de sangre resbalan sobre la nieve. Aquí se indican ya los problemas que plantea la historia: la inocencia sexual y la pureza contrastan con el deseo sexual, simbolizado por la sangre roja.
 
Los cuentos de hadas preparan al niño para que acepte un hecho todavía más traumático: la hemorragia sexual como en la menstruación o, más tarde, en la relación sexual cuando se rompe el himen. Al oír las primeras frases de «Blancanieves», el pequeño descubre que el hecho de sangrar —tres gotas de sangre (tres porque es el número que, en el inconsciente, está más íntimamente relacionado con el sexo)— es una condición previa para la fecundación, pues precede necesariamente al nacimiento de un niño. En este caso, la hemorragia (sexual) está ligada a un suceso «feliz»; sin otras explicaciones más detalladas, el pequeño aprende que ningún niño —ni tan sólo él— puede venir al mundo sin que se dé antes esta hemorragia. Aunque el cuento nos diga que la madre de Blancanieves murió a causa del nacimiento de ésta, vemos que durante los primeros años no le ocurre nada a la niña, a pesar de que su madre es sustituida por una madrastra. Esta última se convierte en una «típica» madrastra de cuento de hadas después de que Blancanieves alcanza la edad de siete años y empieza a hacerse mayor. Entonces, la madrastra empieza a sentirse amenazada por la muchacha y se vuelve celosa. El narcisismo de la madrastra está representado por el espejo mágico y su continua búsqueda de seguridad respecto a su belleza, mucho antes de que la hermosura de Blancanieves eclipse la suya. La reina, al consultar en todo momento al espejo sobre sus cualidades —es decir, sobre su belleza—, repite el antiguo mito de Narciso, que se enamoró de sí mismo, hasta el extremo de quedar totalmente absorbido por su propio amor. Es la imagen del progenitor narcisista que se siente amenazado por el crecimiento de su hijo, pues esto significa que él está envejeciendo. Mientras el niño es totalmente dependiente, permanece como si fuera parte de su progenitor; no hiere el narcisismo paterno. Pero cuando el pequeño empieza a crecer y alcanza la independencia, esta figura paterna narcisista lo experimenta como una amenaza, al igual que ocurre con la reina en la historia de «Blancanieves». El narcisismo es parte importante del carácter del niño. El pequeño debe aprender gradualmente a superar esta peligrosa forma de sentirse implicado en todas las cosas. La historia de Blancanieves nos previene de las fatales consecuencias que puede acarrear el narcisismo, tanto para el padre como para el hijo. El narcisismo de Blancanieves llega casi a destruirla cuando cede por dos veces consecutivas a las trampas que la reina disfrazada le tiende para hacerla parecer todavía más hermosa; mientras que la reina acaba por ser destruida por su propio narcisismo. 

Durante el tiempo que permaneció en el hogar paterno no sabemos lo que hizo Blancanieves, desconocemos por completo su vida antes de ser expulsada. No se menciona en absoluto la relación con su padre, aunque parece lógico suponer que lo que enfrenta a la madre (madrastra) con la hija es la rivalidad respecto a aquél. El cuento de hadas no percibe el mundo, ni lo que en él suceda, de modo objetivo, sino desde el punto de vista del héroe, que es, siempre, una persona en pleno desarrollo.
 
El niño, al identificarse con Blancanieves, ve todas las cosas a través de sus ojos y no a través de los de la reina. Para la niña pequeña, el amor por su padre es lo más natural del mundo, al igual que el cariño de éste por su hija. No puede imaginar que esto suponga un problema, a menos que no la quiera por encima de todas las cosas. Aunque la niña desee que su padre sienta más cariño por ella que por su madre, no puede aceptar que esto sea causa de celos por parte de aquélla. Sin embargo, a un nivel preconsciente, la niña sabe perfectamente lo celosa que se siente de las atenciones que sus padres se prodigan, cuando cree que todas estas atenciones deberían ir dirigidas a ella. Para el pequeño resulta demasiado amenazador imaginar que el amor de uno de sus progenitores puede originar los celos del otro, pues lo que realmente desea es ser amado por ambos, hecho harto sabido, pero que cuando se discute la situación edípica se suele olvidar, debido a la naturaleza del problema.
 
Cuando estos celos —como en el caso de la reina de «Blancanieves»— no pueden ser disimulados, debemos buscar alguna otra razón para explicarlos; en esta historia se adscriben a la belleza de la niña. Normalmente, las relaciones entre los padres no están amenazadas por el cariño que cada uno de ellos siente por su hijo. Y, a menos que dichas relaciones conyugales sean nefastas, o que su progenitor sea muy narcisista, los celos de un niño, favorecidos por uno de los padres, estarán mitigados y controlados por el otro. No obstante, para el niño las cosas son muy distintas. En primer lugar, si las relaciones que mantienen sus padres son satisfactorias, no podrá encontrar alivio a sus penas. En segundo, todos los niños sienten celos, si no de sus padres, de los privilegios de que éstos gozan en tanto que adultos. Si los cariñosos y tiernos cuidados de un progenitor del mismo sexo no son lo suficientemente fuertes como para crear vínculos cada vez más positivos e importantes en el niño, celoso por naturaleza mientras atraviesa la fase edípica —con lo que se ayudaría a iniciar el proceso de identificación, luchando contra esos celos—, dichos celos pueden llegar a dominar la vida emocional del niño.
 
Si Blancanieves fuera una criatura real, no podría evitar el sentirse profundamente celosa de su madre y de todos los privilegios y facultades que posee, pues una madre (madrastra) narcisista no es un personaje apropiado para relacionarse e identificarse con él. Si un niño no puede permitirse el experimentar celos de un progenitor (cosa que amenaza su seguridad), proyecta sus propios sentimientos en este mismo progenitor. Entonces, la idea de «estoy celoso de todos los privilegios y prerrogativas de mi madre» se convierte en el sueño dorado de «mi madre siente celos de mí». El sentimiento de inferioridad se transforma, por reacción defensiva, en un sentimiento de superioridad.
 
El adolescente, o el niño de la etapa de la prepubertad, se dice a sí mismo: «Yo no compito con mis padres porque soy mucho mejor que ellos, son más bien ellos quienes rivalizan conmigo». Pero, desgraciadamente, también existen padres que se empeñan en demostrar a sus hijos adolescentes que ellos son superiores en todo; en cierto modo es verdad, pero deberían guardar silencio al respecto para no entorpecer el proceso de adquisición de seguridad de sus hijos. Y todavía peor, hay padres que sostienen que, en cualquier aspecto, son tan brillantes como lo pueda ser su hijo adolescente: el padre que intenta conservar, por todos los medios, la fuerza juvenil y la potencia sexual de su hijo; o la madre que quiere parecer tan joven y atractiva como su hija, vistiéndose y comportándose como ella. La historia de los cuentos como «Blancanieves» nos muestra que este es un fenómeno que ya se daba antiguamente. Pero la competencia entre un progenitor y su hijo hace que la vida de ambos sea insoportable.
 
Bajo tales circunstancias, el niño desea liberarse y deshacerse de un padre que le fuerza, constantemente, a competir o a resignarse. No obstante, el ansia por perder de vista a uno de los padres provoca un intenso sentimiento de culpabilidad, aunque esté justificado si se observa la situación desde un punto de vista objetivo. Así pues, invirtiendo los términos y proyectando este mismo deseo en el progenitor, se logra eliminar el sentimiento de culpabilidad. Por esta razón, en los cuentos de hadas aparecen padres que intentan deshacerse de sus hijos, como ocurre en «Blancanieves». En «Blancanieves», al igual que en «Caperucita Roja», aparece una figura masculina que podría interpretarse como una representación inconsciente del padre: el cazador, al que se da la orden de matar a Blancanieves y que, sin embargo, le salva la vida. ¿Quién si no un padre sustituto fingiría someterse a la voluntad de la madrastra y, a sus espaldas, arriesgarse a contradecir sus deseos; por amor a la pequeña? Esto es lo que a la niña adolescente, o en el período edípico, le gustaría creer de su padre, que ante lo que la madre le ruega, si fuera libre de elegir, se pondría de parte de su hija, burlando, así, a la madre. 

¿Por qué los personajes masculinos libertadores están casi siempre representados por cazadores? La explicación de que, cuando surgieron los cuentos de hadas, la caza era una ocupación típicamente masculina resulta demasiado simple, puesto que, por aquel entonces, los príncipes y las princesas eran seres tan extraños como lo son hoy en día, y, en cambio, abundan en los cuentos de hadas. De todas formas, en el lugar y la época en que estas historias se crearon, la caza constituía un privilegio aristocrático, hecho que ahora nos proporciona una buena razón para ver al cazador como un personaje sublime comparable al padre.
 
En realidad, los cazadores aparecen con mucha frecuencia en los cuentos de hadas porque se prestan perfectamente a este tipo de proyecciones. Todos los niños, en algún momento de su vida, desean ser un príncipe o una princesa; y, a veces, a nivel inconsciente, el pequeño llega incluso a creer que lo es en realidad, aunque temporalmente degradado a causa de las circunstancias. En los cuentos hallamos casi siempre reyes y reinas, porque este rango simboliza el poder absoluto, como el que ostenta el padre sobre su hijo.
 
Así pues, la realeza de estas historias representa las proyecciones de la imaginación infantil, lo mismo que el cazador. La rápida aceptación del personaje del cazador como símbolo de la figura paterna, fuerte y protectora —opuesta a la de muchos padres inútiles, como el de Hansel y Gretel—, debemos relacionarla con las asociaciones que se adhieren a aquella imagen. A nivel inconsciente, el cazador es un símbolo de protección. En relación a esto, hemos de tener en cuenta las fobias a los animales, de las que el niño no está totalmente exento. En sus sueños y fantasías diurnas el niño se ve amenazado y perseguido por feroces animales, producto de sus temores y sentimientos de culpabilidad. Tan sólo el padre-cazador, a los ojos del niño, puede ahuyentar a estos animales que amenazan al pequeño y alejarlos definitivamente de su mundo. Por consiguiente, el cazador no es un personaje que mata criaturas inocentes, sino alguien que domina, controla y somete a bestias feroces y salvajes.
 
A un nivel más profundo, simboliza la represión de las violentas tendencias animales y asociales que coexisten en el hombre. El cazador es un personaje eminentemente protector que puede salvarnos, y de hecho así lo hace, de los peligros de nuestras violentas emociones y de las de los otros, puesto que busca, rastrea y vence los aspectos más miserables del hombre: el lobo. En «Blancanieves», el conflicto edípico de la muchacha en el período de la pubertad no aparece reprimido, sino dramatizado en torno a la madre con figura rival.
 
En la historia de Blancanieves, el padre-cazador no logra mantener una posición firme y definida, porque no cumple su deber respecto a la reina ni se enfrenta a su obligación moral de procurar a Blancanieves la seguridad y consuelo necesarios. No la mata directamente, pero la abandona en medio del bosque, dejándola a merced de los animales salvajes, que acabarán con la pequeña. El cazador intenta aplacar, tanto a la madre, fingiendo cumplir sus órdenes, como a la hija, perdonándole la vida. La ambivalencia del padre provoca en la madre los celos y el odio constantes que, en «Blancanieves», se proyectan en la malvada reina, quien, por esta razón, vuelve a intervenir en la vida de la niña.
 
Un padre de carácter débil de poco puede servir a Blancanieves, como tampoco ayudó a Hansel y Gretel. La constante aparición de tales personajes en los cuentos de hadas nos indica que los maridos dominados por sus mujeres no representan nada nuevo en nuestra época. Incluso podríamos decir que este tipo de padres crea en el niño dificultades insuperables, sin poder ayudarle a resolverlas. Este es otro ejemplo del importante mensaje que los cuentos de hadas transmiten a los padres. ¿Por qué en estos cuentos la figura materna es tan despreciable, mientras que el padre es simplemente inútil e inepto? El hecho de que se describa a la madre (madrastra) como un ser perverso y al padre como alguien sumamente débil, hace referencia a lo que el niño espera de sus padres. En una familia nuclear típica, el deber del padre consiste en proteger al niño de los peligros del mundo externo y de los que sus propias tendencias asociales originen.
 
La madre tiene que proporcionar la nutrición y la satisfacción de las necesidades físicas inmediatas, imprescindibles para la supervivencia del niño. Por lo tanto, si la madre abandona al pequeño en los cuentos de hadas, la vida de éste estará plagada de peligros, como ocurre en «Hansel y Gretel» cuando su madre insiste en deshacerse de los dos niños. Si el padre débil descuida sus obligaciones, la vida del niño no se ve directamente perjudicada, aunque, al carecer de la protección paterna, el pequeño tendrá que arreglárselas por su cuenta.
 
Así, Blancanieves se ve obligada a defenderse sola al ser abandonada por el cazador en medio del bosque. Tan sólo el cuidado amoroso combinado con una conducta responsable por parte de ambos progenitores facilita la integración de los conflictos edípicos en el niño. Tanto si se le priva de uno como de ambos, el niño no podrá identificarse con ellos. Si una muchacha no puede llegar a una identificación positiva con su madre, no sólo se queda fijada en el conflicto edípico, sino que da comienzo en ella una regresión, al igual que sucede cuando el niño no consigue alcanzar un estadio superior de desarrollo para el que está cronológicamente preparado. La reina, que permanece fijada a un narcisismo primitivo y a un estadio oral, es una persona incapaz de relacionarse positivamente y con la que nadie puede identificarse. La reina no se limita a ordenar al cazador que dé muerte a Blancanieves, sino que además, como prueba de que ha cumplido sus órdenes, le exige que le arranque los pulmones y el hígado.
 
Al regresar, el cazador muestra a la malvada reina las vísceras de un animal que había matado por el camino, «el cocinero las guisó con sal y todo, y la perversa mujer se las comió pensando que eran de Blancanieves». De acuerdo con el pensamiento y costumbres de los primitivos, uno adquiere las cualidades y poderes de lo que está comiendo. La reina, celosa de la belleza de Blancanieves, deseaba apropiarse de los atractivos de la muchacha, simbolizados por sus órganos internos. No es esta la primera historia de una madre celosa por la floreciente sexualidad de su hija, como tampoco es tan extraño que una hija acuse, en su fuero interno, a su madre de sentir celos. El espejo mágico parece hablar por boca de una hija más que por boca de una madre. Una niña pequeña está convencida de que su madre es la persona más hermosa del mundo y esto es, precisamente, lo que el espejo le dice a la reina al principio. Sin embargo, a medida que la niña va creciendo piensa que ella es mucho más bella que su madre, como más adelante declara el espejo.
 
Una madre, cuando se mira al espejo y se compara con su hija, puede sentirse desilusionada y pensar: «Mi hija es mucho más bonita que yo». Pero el espejo insiste: «Ella es mil veces más hermosa»; esta afirmación es análoga a la exageración del adolescente, que aumenta sus ventajas y acalla sus dudas internas. El niño, en la etapa de la pubertad, siente una gran ambivalencia en cuanto al deseo de superar en todo al progenitor del mismo sexo, pues teme que éste, mucho más poderoso, desate su terrible venganza sobre él, en el caso de que sus suposiciones sean ciertas. Pero hemos de señalar que es el niño el que teme una destrucción a causa de su superioridad real o imaginada, y no el padre quien quiere destruir. El progenitor puede sentirse celoso y sufrir si, a su vez, no ha logrado una identificación positiva con su hijo, porque sólo entonces podrá obtener un placer sustitutivo ante los éxitos del pequeño.
 
Es importante que el padre se identifique con su hijo del mismo sexo para que la identificación del niño con él sea satisfactoria. Cuando el joven, en la etapa de la pubertad, revive los conflictos edípicos, la vida en el seno de la familia se le hace insoportable debido a sus sentimientos ambivalentes. Para escapar a su agitación interna, sueña que es hijo de otros padres más bondadosos y junto a los cuales nunca hubiera conocido estos desórdenes psicológicos. Algunos niños van mucho más lejos en sus fantasías y huyen, realmente, en busca de este hogar ideal. Sin embargo, los cuentos de hadas les muestran que este maravilloso hogar existe tan sólo en países imaginarios y que, una vez hallado, dista mucho de ser satisfactorio. Esto resulta particularmente cierto para Hansel y Gretel, así como para Blancanieves. Aunque la experiencia de Blancanieves en un hogar lejos del suyo sea menos penosa que la de Hansel y Gretel, tampoco es demasiado agradable. Los enanitos no pueden protegerla lo suficiente y su madre continúa ejerciendo sobre ella un poder al que Blancanieves no puede escapar, y que está simbolizado por el hecho de permitir que la reina (hábilmente disfrazada) entre en la casa, a pesar de las advertencias de los enanitos de que tenga cuidado con los trucos de la reina y de que no abra la puerta a nadie.
 
Uno no puede liberarse del impacto de los padres ni de los propios sentimientos respecto a ellos por el simple hecho de haber huido de casa; aunque nos parezca la solución más fácil. Únicamente se podrá alcanzar la independencia si uno logra resolver los conflictos internos, que los niños suelen proyectar en sus padres. Al principio, el niño desearía poder eludir esta penosa tarea de integración, que, como ilustra la historia de Blancanieves, está plagada de enormes peligros. Durante algún tiempo parece factible escapar a esta difícil empresa. Blancanieves vive, por algunos años, una existencia pacífica, al lado de los enanitos, donde deja de ser una niña, incapaz de enfrentarse a los problemas que el mundo le plantea, para convertirse en una muchacha que aprende a trabajar y a disfrutar de sus tareas. Esto es precisamente lo que los enanitos le exigen si quiere quedarse a vivir con ellos: puede permanecer a su lado y no le faltará nada: «cuidarás de nuestra casa, guisarás, harás las camas, lavarás, coserás, harás calceta, y lo tendrás todo muy limpio y aseado». Así, Blancanieves se convierte en una perfecta ama de casa, al igual que sucede con muchas niñas que, en ausencia de su madre, cuidan del padre, de la casa y de los hermanos. Antes de encontrarse con los enanitos, Blancanieves se muestra capaz de controlar sus impulsos orales, por muy imperiosos que sean. Al llegar a la casa de los enanitos, aun estando muy hambrienta, se limita a coger tan sólo un poco de comida de cada platito y a beber un sorbito de cada uno de los siete vasitos, para no escatimar la porción a uno solo. (¡Qué diferente de Hansel y Gretel, fijados en el estadio oral, que se lanzan, voraz y desesperadamente, a devorar la casita de turrón!)
 
Después de saciar el hambre, Blancanieves intenta acostarse en las siete camitas, pero una es demasiado grande, otra demasiado pequeña; hasta que finalmente se echa en la séptima y se queda profundamente dormida. Blancanieves sabe que todas estas camas pertenecen a otras personas, que querrán dormir en ellas aunque encuentren a la niña allí tumbada. El hecho de ir probando todas las camas nos indica que la pequeña es consciente de este riesgo, e intenta quedarse en una que no comporte peligro alguno. Y así sucede. Al regresar a casa, los enanitos se sienten completamente atraídos por su belleza; sin que el séptimo, en cuya cama reposa Blancanieves, llegue a lamentarse; por el contrario, «durmió una hora en la camita de cada uno de sus compañeros hasta que apuntó el día».
 
Desde el punto de vista popular de la inocencia de Blancanieves, la idea de que se haya arriesgado inconscientemente a pasar la noche en la cama con un hombre parece ultrajante. Pero Blancanieves demuestra también, al dejarse convencer tres veces por la reina oculta bajo un disfraz, que, como la mayoría de seres humanos —sobre todo los adolescentes—, se la puede tentar fácilmente. Sin embargo, esta incapacidad para resistir a la tentación, hace a Blancanieves más humana y atractiva, sin que el lector sea consciente de ello. Por otra parte, el hecho de reprimirse en el momento de comer y beber, y el resistir a no tumbarse a dormir en una cama que no es adecuada para ella, prueba que Blancanieves ha aprendido, también, en cierto modo, a controlar los impulsos del ello y a mantenerlos bajo las demandas del super-yo. Asimismo nos damos cuenta de que su yo se ha hecho más maduro, pues ahora Blancanieves trabaja bien y con ahínco, compartiendo su vida con otros. Los enanos —estos hombres diminutos— tienen distintas connotaciones en los diferentes cuentos en que aparecen. 64
 
Al igual que las hadas, pueden ser buenos o malos; en Blancanieves nos encontramos con unos enanitos bondadosos y serviciales. Lo primero que se nos dice de ellos es que regresan de las montañas donde trabajan como mineros. Al igual que todos los enanitos, incluso los más desagradables, son muy trabajadores y listos en sus negocios. El trabajo es la esencia de sus vidas; desconocen el ocio y la distracción. Aunque queden profundamente impresionados por la belleza de Blancanieves y conmovidos por su desgracia, dejan muy bien sentado que el precio que la niña deberá pagar por permanecer con ellos será su concienzudo trabajo. Los siete enanitos simbolizan los siete días de la semana: días llenos de trabajo.
 
Así pues, si Blancanieves quiere desarrollarse satisfactoriamente, deberá hacer suyo este universo de trabajo; este aspecto que caracteriza su estancia con los enanitos es fácilmente comprensible. Otros significados históricos de los enanitos pueden ayudarnos a entender mejor su simbolismo. Las leyendas y los cuentos de hadas europeos son, a menudo, residuos de temas religiosos precristianos que, con la llegada del cristianismo, perdieron popularidad, al no tolerar éste que se manifestaran abiertamente tendencias paganas. En cierto modo, el origen de la armoniosa belleza de Blancanieves parece provenir del sol; su nombre nos sugiere la blancura y pureza de la intensa luz de ese astro. De acuerdo con las creencias de los antiguos, eran siete los planetas que giraban alrededor del sol; de ahí los siete enanitos. En la doctrina teutónica, los enanos o gnomos trabajaban en la tierra, extrayendo metales preciosos, de los que, en el pasado, tan sólo se conocían siete. Y, siguiendo la antigua filosofía natural, cada uno de esos metales estaba relacionado con un planeta (el oro con el sol, la plata con la luna, etc.).
 
No obstante, estas connotaciones no son válidas para el niño actual. En él, los enanitos evocan otras asociaciones inconscientes. No hay enanitas, mientras que las hadas son siempre figuras femeninas, siendo los magos su contrapartida masculina; sin embargo, existen tanto hechiceros como hechiceras o brujas. Así pues, los enanos son, eminentemente, personajes masculinos que no han logrado completar su desarrollo. Estos «hombrecillos» con sus cuerpos abortados y su trabajo en las minas —penetran hábilmente en oscuros agujeros— poseen connotaciones fálicas. Evidentemente, no se trata de hombres en el sentido sexual, ya que su forma de vida y sus intereses por los bienes materiales, excluyendo el amor, sugieren una existencia preedípica. * 65 A simple vista puede parecer extraño que la etapa anterior a la pubertad, período en el que toda actividad sexual está latente, esté encarnada por una figura que simboliza una existencia fálica. Sin embargo, los enanitos están libres de conflictos internos y no tienen deseo alguno de ir más allá de su existencia fálica, en busca de relaciones íntimas. Se sienten satisfechos con la rutina de sus actividades; su vida es un ciclo interminable e inmutable de trabajo en el seno de la tierra, al igual que los planetas giran constantemente en el cielo siguiendo, siempre, su curso invariable. Lo que hace que su existencia sea paralela a la del niño en la etapa anterior a la pubertad es esta falta de cambio o de deseo de hacerlo.
 
Por esta misma razón, los enanitos no pueden comprender ni justificar las pulsiones internas que hacen que Blancanieves no sea capaz de resistir a las tentaciones de la reina. Son, pues, los conflictos los que nos hacen sentir distinto y una personalidad determinada —en el cuento son todos idénticos—, como en la película de Walt Disney, obstaculiza la comprensión inconsciente de que simbolizan una forma de existencia preindividual e inmadura, que Blancanieves ha de superar. Así pues, al añadir a los cuentos de hadas estas modificaciones erróneas, que aparentemente incrementan el interés por la historia, lo único que se consigue es destruir el relato porque se dificulta la correcta comprensión del significado profundo del mismo.
 
El poeta está mucho más capacitado para captar el significado profundo de los personajes de los cuentos de hadas que un director de cine y todas aquellas personas que repiten la historia siguiendo su ejemplo. La versión poética que Anne Sexton hace de «Blancanieves» insinúa la naturaleza fálica de los enanitos al referirse a ellos como «los enanos, aquellos perritos calientes», insatisfechos con nuestro sistema de vida actual y nos inducen a buscar otras soluciones; si nos viéramos libres de problemas, no correríamos los riesgos que comporta el paso hacia un tipo de vida distinto y, como es de esperar, superior. El período preadolescente y apacible que Blancanieves vive junto a los enanitos, antes de que la malvada reina vuelva a importunarla, le da la energía suficiente para poder alcanzar la adolescencia.
 
De este modo, entra, de nuevo, en una etapa llena de inquietudes; pero ya no como una niña que tiene que soportar pasivamente los daños que su madre le inflige, sino como una persona que tiene que participar y ser responsable de lo que le sucede. Las relaciones entre Blancanieves y la reina simbolizan los graves problemas que pueden darse entre una madre y una hija. Pero, al mismo tiempo, son también proyecciones, en dos personajes distintos, de las tendencias incompatibles en una misma persona. A menudo, estas contradicciones internas se originan en las relaciones del niño con sus padres.
 
Así, el hecho de que los cuentos de hadas proyecten un aspecto de un conflicto interno en una figura paterna representa, también, una verdad histórica: es precisamente de ahí de donde procede. Esto lo vemos claramente por lo que le sucede a Blancanieves cuando su tranquila y sosegada vida junto a los enanitos queda interrumpida. Casi destruida por su temprano conflicto puberal y por la rivalidad con su madrastra, Blancanieves intenta retroceder al período de latencia, libre de problemas, en el que el sexo permanece aletargado y, en consecuencia, se pueden evitar los desequilibrios de la adolescencia. Pero ni el tiempo ni el desarrollo humano permanecen estáticos; por lo tanto, el volver a la etapa de latencia para escapar de los problemas de la adolescencia no resulta satisfactorio.
 
Cuando Blancanieves se convierte en una adolescente, comienza a experimentar los deseos sexuales que, durante el período de latencia, permanecían dormidos y aletargados. En este preciso momento, la madrastra, que representa los elementos conscientemente negados en el conflicto interno de Blancanieves, reaparece en escena y perturba la paz interior de la muchacha. La facilidad con que Blancanieves se deja tentar por la madrastra, haciendo caso omiso de las advertencias de los enanitos, nos muestra lo próximas que están las tentaciones de ésta a los deseos internos de Blancanieves. El consejo de los enanitos de no abrir la puerta —es decir, de no dejar penetrar a nadie en el ser interno de Blancanieves— no sirve de nada. (Para los enanitos resulta muy fácil predicar contra los peligros de la adolescencia, ya que, al permanecer fijados en el estadio fálico de desarrollo, no están sujetos a ellos.)
 
Los altibajos por los que pasan los conflictos de la adolescencia están simbolizados por las dos veces consecutivas en que Blancanieves es tentada, puesta en peligro y salvada al volver a su anterior existencia latente. La tercera experiencia en la que Blancanieves se deja seducir, pone fin a sus esfuerzos por volver a la inmadurez, puesto que se ve enfrentada a las dificultades de la adolescencia.
 
Aunque no se mencione el tiempo que Blancanieves permaneció con los enanitos antes de que la madrastra reapareciera en su vida, sabemos que lo que induce a Blancanieves a abrir la puerta y permitir que la reina entre en la casa, disfrazada de vendedora ambulante, es su atracción por las cintas de corsé. Esto pone de manifiesto que Blancanieves es ya una adolescente perfectamente desarrollada y, siguiendo la moda de aquella época, necesita y desea tener cintas de corsé. La madrastra le ata la cinta con tal fuerza que Blancanieves cae al suelo, quedando como muerta. *
 
Ahora bien, si la reina tenía intención de matar a Blancanieves, podía haberlo hecho en aquel momento con toda tranquilidad. Pero si su objetivo era tan sólo el de impedir que su hija la superara, bastaba con dejarla inmóvil durante algún tiempo. En esta ocasión, la reina representa al progenitor que, temporalmente, logra mantener su dominio bloqueando el desarrollo de su hijo. A otro nivel, el significado de este episodio es el de insinuar los conflictos de Blancanieves en cuanto a su deseo adolescente de ir bien ceñida, porque así resulta sexualmente más atractiva. El hecho de desmayarse y quedar inconsciente indica que se vio abrumada por la lucha entre sus deseos sexuales y su angustia respecto a los mismos.
 
Blancanieves tiene mucho en común con la madrastra presuntuosa, puesto que es su propia vanidad lo que la lleva a dejarse abrochar la cinta por esta última. Parece que son los conflictos y deseos adolescentes de Blancanieves los que la arrastran a la perdición. Sin embargo, el cuento no termina aquí, sino que enseña al niño una lección mucho más significativa: sin haber experimentado y dominado todos aquellos peligros que comporta el crecimiento, Blancanieves nunca hubiera podido unirse a su príncipe. A su regreso del trabajo, los bondadosos enanitos encuentran a Blancanieves inconsciente en el suelo y le desatan la cinta. La muchacha vuelve a la vida y se refugia, temporalmente, en el período de latencia. Los enanitos vuelven a advertirla, esta vez con más severidad, contra los trucos de la malvada reina, es decir, contra las tentaciones ocultas del sexo. Pero los anhelos de Blancanieves son demasiado fuertes, y cuando la reina, disfrazada de anciana, se brinda a arreglarle sino cualquier otra prenda de vestir; en algunas versiones se trata de un corpiño o de una capa, que la reina sujeta violentamente hasta que Blancanieves se desploma. 

Según las costumbres del lugar y de la época, lo que tienta a Blancanieves no son las cintas de corsé el pelo —«acércate que te peinaré»—, la niña se deja engañar de nuevo. Las intenciones conscientes de Blancanieves se ven superadas por su deseo de lucir un hermoso peinado y por su anhelo inconsciente de ser sexualmente atractiva. Una vez más, este deseo resulta ser «venenoso» para Blancanieves en su temprana e inmadura etapa adolescente; por ello, vuelve a perder el conocimiento, siendo de nuevo rescatada por los enanitos. La tercera vez, Blancanieves cede nuevamente a la tentación y muerde la funesta manzana que la reina, disfrazada de campesina, le ofrece. Sin embargo, ahora los enanitos ya no pueden ayudarla, porque la regresión de la adolescencia a la etapa de latencia ha dejado de ser una solución válida para Blancanieves. En numerosos mitos, así como en los cuentos de hadas, la manzana simboliza el amor y el sexo, tanto en su aspecto positivo como peligroso.
 
La manzana que se ofreció a Afrodita, diosa del amor, dando a entender que era la preferida de entre las diosas, provocó la guerra de Troya. Por otra parte, la manzana bíblica fue el instrumento que tentó al hombre a renunciar a la inocencia a cambio de conocimiento y sexo. Aunque Eva fuera seducida por la masculinidad del macho, representada por la serpiente, esta última no podía hacerlo todo por sí sola: necesitaba la manzana, que en la iconografía religiosa simboliza, también, el pecho materno. En el pecho de nuestra madre todos nos sentimos impulsados a formar una relación y a encontrar satisfacción en ella. En la historia de «Blancanieves», madre e hija comparten la manzana. En este relato, lo que dicha fruta simboliza es algo que la madre y la hija tienen en común y que yace a nivel incluso más profundo que los celos que sienten la una de la otra: sus maduros deseos sexuales. Para vencer el recelo de Blancanieves, la reina corta la manzana por la mitad y se come la parte blanca, ofreciendo a la muchacha la parte roja, es decir, la mitad «envenenada». Ya se nos ha hablado repetidamente de la doble naturaleza de Blancanieves: era blanca como la nieve y roja como la sangre; su ser consta de dos aspectos, el asexual y el erótico.
 
El hecho de comer la parte roja (erótica) de la manzana significa el fin de la «inocencia» de Blancanieves. Los enanitos, compañeros de su período latente, ya no pueden devolverle la vida; Blancanieves ha llevado a cabo su elección, tan necesaria como fatal. El color rojo de la manzana provoca asociaciones sexuales, lo mismo que las tres gotas de sangre que precedieron al nacimiento de Blancanieves; también recuerda la menstruación, hecho que marca el inicio de la madurez sexual.
 
Al comer la parte colorada de la manzana, la niña que hay dentro de Blancanieves muere y es enterrada en un ataúd de cristal transparente. Allí permanece durante largo tiempo; tres aves van siempre a visitarla, además de los enanitos; primero una lechuza, luego un cuervo y por último una paloma. La lechuza simboliza la sabiduría; el cuervo —como el cuervo del dios teutónico Woden— representa, probablemente, la conciencia madura; y la paloma encarna, tradicionalmente, el amor.
 
Estas aves indican que el sueño letárgico de Blancanieves en el ataúd no es más que un período de gestación, el período final que prepara para la madurez.
 
La historia de Blancanieves muestra que el hecho de haber alcanzado la madurez física no significa, de ningún modo, que uno esté intelectual y emocionalmente preparado para la edad adulta, representada por el matrimonio. Es necesario que se produzca un considerable desarrollo y que transcurra un cierto tiempo antes de que pueda formarse la nueva y madura personalidad y de que se integren los viejos conflictos. Sólo entonces está uno preparado para recibir un compañero de otro sexo y establecer una relación íntima con él, necesaria para alcanzar la madurez adulta. La pareja de Blancanieves es el príncipe, que «se la lleva» en su ataúd; el movimiento la hace toser y escupir la manzana envenenada volviendo así a la vida, lista ya para el matrimonio. Su tragedia comenzó con los deseos orales: el ansia de la reina por comer los órganos internos de Blancanieves. Ésta, al escupir la manzana que la asfixiaba —el objeto nocivo que había incorporado—, alcanza la libertad final, abandonando la primitiva oralidad, que simboliza todas sus fijaciones inmaduras. Al igual que Blancanieves, cada niño debe repetir, en su desarrollo, la historia de la humanidad, real o imaginada.
 
En un determinado momento, nos vemos todos arrojados del paraíso original de la infancia, donde todos nuestros deseos parecían realizarse sin ningún esfuerzo por nuestra parte. El ir aprendiendo y diferenciando el bien del mal —adquiriendo sabiduría— parece disociar nuestra personalidad en dos elementos: el rojo caos de emociones desenfrenadas, el ello; y la blanca pureza de nuestra conciencia, el super-yo. A medida que vamos creciendo, oscilamos entre ser vencidos por la confusión del primero o por la rigidez del segundo (el ser asfixiado y la inmovilidad exigida por el ataúd). Sólo se podrá llegar a la edad adulta cuando todas estas contradicciones internas queden permanece inerte podría explicar el nombre de Blancanieves que insiste en uno de los tres colores que explican su belleza.
 
El blanco simboliza frecuentemente la pureza, la inocencia, lo espiritual. Pero al enfatizar su conexión con la nieve, queda también representado su carácter inerte. Cuando la nieve cubre la tierra, todo parece sin vida, al igual que Blancanieves parece haber dejado de vivir, mientras yace en su ataúd. También el hecho de comer la manzana roja muestra que todavía no era lo suficientemente madura y que se excedió en sus actos. La historia nos advierte de que el experimentar la sexualidad demasiado temprano no conduce a nada bueno. Pero, si esto va seguido de un período prolongado de inactividad, la muchacha podrá recuperarse de sus prematuras y, por ello, destructivas experiencias sexuales resueltas y se logre un nuevo despertar de un yo maduro, en el que rojo y blanco puedan coexistir armónicamente. Pero, antes de que pueda empezar una vida «feliz», los aspectos perversos y destructivos de nuestra personalidad deben estar bajo control. En «Hansel y Gretel» la bruja es castigada por sus deseos devoradores, siendo arrojada a las llamas del horno. También en «Blancanieves» la vanidosa, celosa y destructora reina es castigada, obligándosele a calzar unos zapatos de hierro calentados al rojo vivo, con los que tiene que bailar incesantemente hasta morir.
 
Los celos sexuales sin trabas, que intentan arruinar a los demás, terminan por destruirse a sí mismos; como le sucede a la reina, simbolizado por las ardientes zapatillas y la muerte que acarrea el bailar llevándolas puestas. Simbólicamente, la historia nos dice que hay que reprimir las pasiones incontroladas o éstas se convertirán en la propia perdición. Sólo la muerte de la celosa reina (la eliminación de los conflictos internos y externos) posibilita la existencia de un mundo feliz. Muchos héroes de los cuentos de hadas, en un determinado momento de su vida, caen en un profundo sopor, o son resucitados. Todo despertar o renacer simboliza la consecución de un estadio superior de madurez y comprensión. Es el modo característico en que los cuentos de hadas estimulan el deseo de encontrar un mayor sentido a la vida: una conciencia más profunda, un mayor conocimiento de sí mismo y un grado de madurez más elevado. Este largo período de inactividad antes de volver a despertar hace que nos demos cuenta —sin verbalizarlo a nivel consciente— de que este renacimiento requiere un tiempo de concentración y sosiego en ambos sexos. El cambio comporta la necesidad de abandonar algo que hasta este momento ha sido satisfactorio, como nos muestra la existencia de Blancanieves antes de que la reina se volviera celosa, o su vida tranquila al lado de los enanitos: experiencias difíciles y penosas que el crecimiento lleva consigo, y que no pueden evitarse.
 
Estas historias aseguran al oyente que no tiene por qué temer el abandonar su posición infantil de dependencia de los demás, ya que, después de las numerosas penalidades del período de transición, se elevará a un plano superior y más satisfactorio para emprender una existencia más rica y feliz. Aquellos que son reacios a experimentar tal transformación, como los dos hermanos mayores de «Las tres plumas», nunca conquistarán el reino. Aquellos que permanecen fijados en el estadio de desarrollo preedípico, como los enanitos, no conocerán nunca la dicha del amor y del matrimonio. Y, por último, aquellos padres que, como la reina, pongan de manifiesto celos edípicos, llegarán casi a destruir a sus hijos y, sin duda alguna, se destruirán a sí mismos.

Bruno Bettelheim. El niño tiene necesidad de magia.

Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de Hadas. 
El niño tiene necesidad de magia.
Satisfacción sustitutiva frente a reconocimiento consciente
La importancia de la externalización. Pp.53-76

El niño tiene necesidad de magia

 
Tanto los mitos como los cuentos de hadas responden a las eternas preguntas: ¿Cómo es el mundo en realidad? ¿Cómo tengo que vivir mi vida en él? ¿Cómo puedo ser realmente yo? Las respuestas que dan los mitos son concretas, mientras que las de los cuentos de hadas son meras indicaciones; sus mensajes pueden contener soluciones, pero éstas nunca son explícitas. Los cuentos dejan que el niño imagine cómo puede aplicar a sí mismo lo que la historia le revela sobre la vida y la naturaleza humana.
 
El cuento avanza de manera similar a cómo el niño ve y experimenta el mundo; es precisamente por este motivo que el cuento de hadas resulta tan convincente para él. El cuento lo conforta mucho más que los esfuerzos por consolarlo basados en razonamientos y opiniones adultos. El pequeño confía en lo que la historia le cuenta, porque el mundo que ésta le presenta coincide con el suyo. Sea cual sea nuestra edad, sólo serán convincentes para nosotros aquellas historias que estén de acuerdo con los principios subyacentes a los procesos de nuestro pensamiento. Si esto es cierto en cuanto al adulto, que ya ha aprendido a aceptar que hay más de un punto de referencia para comprender el mundo — aunque nos sea difícil, si no imposible, pensar en otro que no sea el nuestro—, lo es especialmente para el niño, puesto que su pensamiento es de tipo animista. Como en todos los pueblos preliterarios y en los que la evolución ha llegado ya a la etapa literaria, «el niño supone que sus relaciones con el mundo inanimado son exactamente iguales que las que tiene con el mundo animado de las personas: acaricia el objeto de su agrado tal como haría con su madre; golpea la puerta que se ha cerrado violentamente ante él». 14
 
Hemos de añadir que el niño acaricia este objeto porque está convencido de que a esta cosa tan bonita le gusta, como a él, ser mimada; y, por otra parte, castiga a la puerta porque cree que ésta le ha golpeado deliberadamente, con mala intención. Tal como Piaget afirma, el pensamiento del niño sigue siendo animista hasta la pubertad. Los padres y los profesores le afirman que las cosas no pueden sentir ni actuar; y por más que intenta convencerse de ello para complacer a los adultos, o para no hacer el ridículo, en el fondo el niño está seguro de la validez de sus propias ideas. Al estar sujeto a las enseñanzas racionales de los otros, el pequeño oculta su «verdadero conocimiento» en el fondo de su alma, permaneciendo fuera del alcance de la racionalidad. Sin embargo, puede ser formado e informado por lo que relatan los cuentos de hadas. Para un niño de ocho años (citando un ejemplo de Piaget), el sol está vivo puesto que da luz (y, podríamos añadir, lo hace porque quiere).
 
Para la mente animista del niño, una piedra está viva porque puede moverse, como ocurre cuando baja rodando por una colina. Incluso un niño de doce años y medio está convencido de que un riachuelo está vivo y tiene voluntad, porque sus aguas fluyen constantemente. Así pues, el sol, la piedra y el agua, para el niño, están poblados de seres parecidos a las personas, por lo tanto, sienten y actúan como éstas. 15 Para el niño no hay ninguna división clara que separe los objetos de las cosas vivas; y cualquier cosa que tenga vida la tiene igual que nosotros. Si no comprendemos lo que nos dicen las rocas, los árboles y los animales, es porque no armonizamos suficientemente con ellos. Para el pequeño que intenta comprender el mundo, es más que razonable esperar respuestas de aquellos objetos que excitan su curiosidad. El niño está centrado en sí mismo y espera que los animales le hablen de las cosas que son realmente importantes para él, como sucede en los cuentos de hadas y como él mismo hace con los animales de verdad o de juguete. Cree sinceramente que los animales entienden y sienten junto a él, aunque no lo demuestren abiertamente. Puesto que los animales vagan libre y tranquilamente por el mundo, es natural que en los cuentos de hadas estos mismos animales guíen al héroe en sus pesquisas que lo conducen a lugares lejanos. Si todo lo que se mueve está vivo, es lógico que el niño piense que el viento puede hablar y arrastrar al héroe hacia donde éste pretende llegar, como en «Al este del sol y al oeste de la luna». 16 En el pensamiento animista no sólo los animales piensan como nosotros, sino que también las piedras están vivas; por lo tanto, el hecho de convertirse en una piedra significa simplemente que este ser tiene que permanecer silencioso e inmóvil durante algún tiempo. Siguiendo el mismo razonamiento, es perfectamente lógico que los objetos, antes silenciosos, empiecen a hablar, a dar consejos y a acompañar al héroe en sus andanzas.
 
Desde el momento en que todas las cosas están habitadas por seres similares a todos los demás (sobre todo al del niño, que ha proyectado su propio espíritu a todas ellas), es totalmente posible que, debido a esta igualdad inherente, los hombres puedan convertirse en animales, o viceversa, como en «La bella y la bestia» o «El rey rana». 17 Si no existe una clara línea divisoria entre las cosas vivas y las cosas muertas, estas últimas pueden convertirse, también, en algo vivo. Cuando los niños buscan, como los grandes filósofos, soluciones a las preguntas fundamentales —«¿Quién soy yo? ¿Cómo debo tratar los problemas de la vida? ¿En qué debo convertirme?»—, lo hacen a partir de su pensamiento animista. Al ignorar el niño en qué consiste su existencia, la primera cuestión que surge es «¿quién soy yo?». Tan pronto como el niño empieza a deambular y explorar, comienza también a plantearse el problema de su identidad.
 
Cuando examina su propia imagen reflejada en el espejo, se pregunta si lo que está viendo es realmente él, o si se trata de otro niño exactamente igual que él, situado detrás del espejo. Intenta, entonces, averiguar, examinándolo, si este otro niño es igual que él en todos los aspectos. Hace muecas, se pone de esta o aquella manera, se aleja del espejo y vuelve a él con un brinco para descubrir si el otro se ha ido o si todavía sigue allí. A los tres años de edad, un niño se ha enfrentado ya con el difícil problema de la identidad personal. El niño se pregunta a sí mismo: «¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo empezó a existir el mundo? ¿Quién creó al hombre y a los animales? ¿Cuál es la finalidad de la vida?».
 
En realidad, se plantea estas cuestiones, no de un modo abstracto, sino tal como le afectan a él. No se preocupa por si existe o no justicia para cada individuo, lo único que le inquieta es saber si él será tratado con justicia. Se pregunta quién o qué le lleva hacia la adversidad, y qué es lo que puede evitar que esto suceda. ¿Existen fuerzas benévolas además de los padres? ¿Son los padres fuerzas benévolas? ¿Cómo debería formarse a sí mismo y por qué? ¿Le queda todavía alguna esperanza si se ha equivocado? ¿Por qué le ha sucedido todo esto? ¿Qué significa esto para su futuro?
 
 Los cuentos de hadas proporcionan respuestas a todas estas cuestiones urgentes, y el niño es consciente de ellas sólo a medida que avanza la historia. Desde el punto de vista adulto, y en términos de la ciencia moderna, las respuestas que ofrecen los cuentos de hadas están más cerca de lo fantástico que de lo real. De hecho, estas soluciones son tan incorrectas para muchos adultos — ajenos al modo en que el niño experimenta el mundo— que se niegan a revelar a sus hijos esa «falsa» información. Sin embargo, las explicaciones realistas son, a menudo, incomprensibles para los niños, ya que éstos carecen del pensamiento abstracto necesario para captar su sentido. Los adultos están convencidos de que, al dar respuestas científicamente correctas, clarifican las cosas para el niño. Sin embargo, ocurre lo contrario: explicaciones semejantes confunden al pequeño, le hacen sentirse abrumado e intelectualmente derrotado.
 
Un niño sólo puede obtener seguridad si tiene la convicción de que comprende ahora lo que antes le contrariaba; pero nunca a partir de hechos que le supongan nuevas incertidumbres. Aunque acepte este tipo de respuestas, el niño llega incluso a dudar de que haya planteado la pregunta correcta. Si la respuesta carece de sentido para él, es que debe aplicarse a algún problema desconocido, pero no al que el niño había hecho referencia. Por ello, es importante recordar que tan sólo resultan convincentes los razonamientos que son inteligibles en términos del conocimiento y preocupaciones emocionales del niño. El hecho de que la tierra flote en el espacio, que gire alrededor del sol atraída por la fuerza de la gravedad sin caer hacia él, del mismo modo que un niño cae al suelo, resulta sumamente confuso para él. El niño sabe, por su propia experiencia, que todo debe apoyarse o sostenerse en algo.
 
Únicamente una explicación basada en este conocimiento le hará sentir que sabe ya algo más acerca de la tierra en el espacio. Y aún más importante, le hará sentirse seguro en la tierra, pues el niño tiene necesidad de creer que este mundo está firmemente sujeto en su sitio. Por esta razón, encuentra una explicación mucho más satisfactoria en un mito que cuenta que la tierra está sostenida por una tortuga, o que un gigante la aguanta. Si un niño acepta como verdadero lo que sus padres le cuentan —que la tierra es un planeta firmemente asentado en su lugar correspondiente gracias a la gravedad—, imaginará que la gravedad no es más que una cuerda. Así, la explicación de los padres no habrá conducido a una mayor comprensión ni a un sentimiento de seguridad. Hace falta una considerable madurez intelectual para llegar a creer que puede haber estabilidad en la vida, cuando el suelo que uno pisa (el objeto más firme que nos rodea y en el que todo se apoya) da vueltas en torno a un eje invisible y a una velocidad increíble; gira alrededor del sol, y para colmo, se desliza por el espacio junto con todo el sistema solar. No he encontrado todavía ningún niño que haya podido comprender, antes de la pubertad, todos estos movimientos combinados, aunque algunos sean capaces de repetir exactamente esta información. Estos niños repiten automáticamente, como un loro, explicaciones que, de acuerdo con su propia experiencia del mundo, no son más que mentiras que han de creer como si fueran ciertas porque lo ha dicho un adulto. Como consecuencia, los niños desconfían de su propia experiencia y, por lo tanto, de sí mismos y de lo que su mente les sugiere.
 
A finales dé 1973, era noticia el cometa Kohoutek. Por aquel entonces, un competente profesor de ciencias explicó el cometa a un reducido grupo de niños considerablemente inteligentes de segundo y tercer grados. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo de papel y había dibujado en él la trayectoria de los planetas alrededor del sol; una elipse de papel, unida al círculo mediante una hendidura, representaba el curso del cometa. Los niños me mostraron el cometa circulando en ángulo respecto a los planetas.
 
Cuando les pregunté, los niños me dijeron que estaban sosteniendo el cometa en sus manos, mostrándome la elipse. Al preguntarles cómo podía estar también en el cielo el cometa que tenían en sus manos, quedaron perplejos. En su confusión se dirigieron a su profesor, quien, cuidadosamente, les explicó que lo que ahora tenían en sus manos, y que habían creado con tanto esfuerzo, no era más que un modelo de los planetas y del cometa. Los niños aseguraron que lo comprendían y, si se les preguntara de nuevo, volverían a dar esta misma respuesta. Pero, así como antes habían contemplado con orgullo este círculo con elipse que sostenían en sus manos, ahora habían perdido todo interés por él. Algunos arrugaron el papel y otros lo tiraron a la papelera. Mientras creyeron que aquellos trozos de papel eran el cometa, planearon todos llevar el modelo a casa para mostrarlo a sus padres, pero ahora ya no tenía ningún significado para ellos.
 
Al intentar que un niño acepte explicaciones científicamente correctas, los padres desestiman, demasiado a menudo, los descubrimientos científicos acerca de cómo funciona la mente del niño. Las investigaciones sobre los procesos mentales infantiles, especialmente las de Piaget, demuestran de modo harto convincente que el niño pequeño no es capaz de comprender los dos conceptos abstractos de permanencia de cantidad, y de reversibilidad; por ejemplo, no pueden entender que la misma cantidad de agua en un recipiente estrecho permanezca a un nivel superior que si la colocamos en otro más ancho, donde el nivel será inferior; así como tampoco ven que la resta es el proceso inverso a la suma. Hasta que no llegue a comprender estos procesos abstractos, el niño podrá experimentar el mundo sólo de modo subjetivo. 18 Las explicaciones científicas requieren un pensamiento objetivo.
 
Las investigaciones, tanto teóricas como experimentales, muestran que ningún niño, por debajo de la edad escolar, es realmente capaz de captar estos dos conceptos, sin los cuales todo pensamiento abstracto resulta imposible. En su más temprana edad, hasta los ocho o diez años, el niño sólo puede desarrollar conceptos sumamente personalizados sobre lo que experimenta. Por ello, es natural que el niño vea la tierra como una madre o una diosa, o por lo menos como una gran morada, ya que las plantas que en ella crecen lo alimentan, al igual que hizo el pecho materno.

Incluso un niño pequeño sabe, de algún modo, que ha sido creado por sus padres; por lo tanto, es muy importante para él averiguar que, a semejanza suya, todos los hombres, vivan donde vivan, han sido creados por una figura sobrehumana no muy diferente de sus padres: algún dios o diosa.
 
Naturalmente, el niño cree que existe algo parecido a los padres, que cuidan de él y le proporcionan todo lo necesario, aunque mucho más poderoso, inteligente y digno de confianza — un ángel de la guarda—, que hace esto mismo en el mundo. Así pues, el niño experimenta el mundo a semejanza de sus padres y de lo que ocurre en el seno de su familia. Los antiguos egipcios, al igual que las criaturas, veían el cielo y el firmamento como un símbolo materno (Nut) que se extendía sobre la tierra para protegerla, cubriéndola serenamente a ella y a los hombres. 19
 
Lejos de impedir que, posteriormente, el hombre desarrolle una explicación más racional del mundo, esta noción ofrece seguridad donde y cuando más se necesita: una seguridad que, llegado el momento, permite una visión verdaderamente racional del mundo. La vida en un pequeño planeta rodeado de un espacio ilimitado es, para el niño, horriblemente solitaria y fría; exactamente lo contrario de lo que, según él, debería ser la vida.
 
Esta es la razón por la que los antiguos necesitaban sentirse protegidos y abrigados por una envolvente figura materna. Despreciar una imagen protectora de este tipo, como simples proyecciones de una mente inmadura, es privar al niño de un aspecto de la seguridad y confort duraderos que necesita. En realidad, la noción de un cielo-madre protector puede coartar a la mente si uno se aferra a ella durante mucho tiempo.
 
Ni las proyecciones infantiles ni la dependencia en las imágenes protectoras —tales como el ángel de la guarda que vela por nosotros cuando estamos dormidos o durante la ausencia de nuestra madre— ofrecen una verdadera seguridad; pero, visto que uno mismo no puede proporcionarse una seguridad completa, es preferible utilizar las imágenes y proyecciones que carecer de seguridad. Si se experimenta durante un período suficientemente largo, esta seguridad (en parte, imaginada) permite al niño desarrollar un sentimiento de confianza en la vida, necesario para poder confiar en sí mismo; dicho sentimiento es básico para que aprenda a resolver sus problemas vitales a través de una creciente capacidad racional.
 
A veces el niño reconoce que lo que ha tomado como literalmente cierto —la tierra como madre— no es más que un símbolo. Por ejemplo, un niño que ha aprendido, gracias a los cuentos de hadas, que lo que al principio parecía un personaje repulsivo y amenazador puede convertirse mágicamente en un buen amigo, está preparado para suponer que un niño extraño, al que teme, puede pasar a ser un compañero deseable en vez de parecer una amenaza. El hecho de creer en la «verdad» del cuento de hadas le da valor para no dejarse acobardar por la forma en que esta persona extraña se le aparece al principio.
 
Cuando recuerda que el héroe de numerosos cuentos triunfa en la vida por atreverse a proteger a una figura aparentemente desagradable, el niño cree que también a él puede sucederle este hecho mágico.
 
He tenido ocasión de observar muchos ejemplos en los que, especialmente al final de la adolescencia, se necesita creer, durante algún tiempo, en la magia para compensar la privación a la que, prematuramente, ha estado expuesta una persona en su infancia debido a la violenta realidad que la ha constreñido. Es como si estos jóvenes sintieran que se les presenta ahora su última oportunidad para recuperarse de una grave deficiencia en su experiencia de la vida; o que, sin haber pasado por un período de creencia en la magia, serán incapaces de enfrentarse a los rigores de la vida adulta.
 
Muchos jóvenes que hoy en día buscan un escape en las alucinaciones producidas por la droga, que se ponen de aprendices de algún gurú, que creen en la astrología, que practican la «magia negra» o que de alguna manera huyen de la realidad, abandonándose a ensueños diurnos sobre experiencias mágicas que han de transformar su vida en algo mejor, fueron obligados prematuramente a enfrentarse a la realidad, con una visión semejante a la de los adultos. El intentar evadirse así de la realidad tiene su causa más profunda en experiencias formativas tempranas que impidieron el desarrollo de la convicción de que la vida puede dominarse de forma realista. Parece que el individuo desea repetir, a lo largo de su vida, el proceso implicado históricamente en la génesis del pensamiento científico.
 
En el curso de la historia, vemos que el hombre se servía de proyecciones emocionales —como los dioses— nacidas de esperanzas y ansiedades inmaduras, para explicar el hombre, su sociedad y el universo; estas explicaciones le prestaban un cierto sentimiento de seguridad. Entonces, poco a poco, gracias a su progreso social, científico y tecnológico, el hombre comenzó a liberarse de su constante temor por la propia existencia. Sintiéndose ya más seguro en el mundo, y también de sí mismo, el hombre pudo empezar a cuestionarse la validez de las imágenes que había utilizado en el pasado como instrumentos explicativos. A partir de aquel momento, las proyecciones «infantiles» del hombre fueron desapareciendo hasta ser sustituidas por explicaciones racionales. Sin embargo, este proceso no se da, de ningún modo, sin fantasías. En períodos intermedios difíciles y de tensión, el hombre vuelve a buscar consuelo en la noción «infantil^; de que él y su lugar de residencia son el centro del universo.

Traducido a términos de conducta humana, cuanto más segura se siente una persona en el mundo, tanto menos necesitará apoyarse en proyecciones «infantiles» — explicaciones míticas o soluciones de cuentos de hadas para los eternos problemas vitales— y más podrá buscar explicaciones racionales. Cuanto más seguro de sí mismo se siente un hombre, tanto menos le cuesta aceptar una explicación que afirme que su mundo tiene muy poca importancia en el cosmos. No obstante, una vez se siente realmente importante en su entorno humano, poco le preocupa ya el papel que su planeta puede desempeñar dentro del universo.
 
Por otra parte, cuanto más inseguro se siente uno de sí mismo y de su lugar en el mundo inmediato, tanto más se retrae, a causa del temor, o se dirige hacia el exterior para conquistar el espacio. Es exactamente lo contrario de explorar sin una seguridad que libere nuestra curiosidad. Por estas mismas razones, un niño, mientras no esté seguro de si su entorno humanó lo protegerá, necesita creer que existen fuerzas superiores que velan por él, como el ángel de la guarda, y que, además, el mundo y su propio lugar en él son de vital importancia. Aquí vemos una cierta conexión entre la capacidad de la familia para proporcionar una seguridad básica y la facilidad del niño para comprometerse en investigaciones racionales al ir haciéndose mayor. Antes, cuando los padres creían ciegamente que las historias bíblicas resolvían el enigma y objetivo de nuestra existencia, resultaba mucho más sencillo el procurar que el niño se sintiera seguro. Se suponía que la Biblia contenía la respuesta a las cuestiones más acuciantes: en ella el hombre aprendía todo lo que necesitaba para comprender el mundo, la creación y, sobre todo, cómo comportarse en él.
 
En el mundo occidental, la Biblia proporcionó también arquetipos para la imaginación del hombre. Pero por muy rica que fuera la Biblia en historias, éstas no eran, incluso durante las épocas más religiosas, lo suficientemente adecuadas como para colmar todas las necesidades psíquicas del hombre. Ello se debe a que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento y las historias de los santos brindan respuestas a cuestiones sobre cómo llevar una vida virtuosa, pero sin ofrecer, en ningún momento, soluciones a los problemas planteados por la parte más enigmática de nuestra personalidad. Las historias bíblicas sugieren una única solución a estos aspectos asociales del inconsciente: la represión de estos (inaceptables) impulsos. Los niños, al no tener las presiones del ello bajo el control consciente, necesitan historias que les permitan, como mínimo, satisfacer estas tendencias «perversas» en su fantasía, e imaginar modelos específicos para sublimarlas.-

 Explícita e implícitamente, la Biblia nos habla de las exigencias de Dios para con los hombres. Aun cuando se nos diga que causa mayor regocijo la conversión de un pecador que la virtud de un hombre que nunca erró, el mensaje es que debemos llevar una vida recta, sin tomar cruel venganza en aquellos a quienes odiamos. Tal como se nos muestra en la historia de Caín y Abel, en la Biblia no se profesa simpatía alguna por las angustias de la rivalidad fraterna; solamente hallamos el aviso de que, si influimos en ella, las consecuencias pueden ser devastadoras. Sin embargo, lo que más necesita el niño, cuando se encuentra acosado por los celos de su hermano, es el permiso para poder sentir que lo que él experimenta está plenamente justificado por la situación en la que se halla.
 
Para soportar los remordimientos de la envidia, el niño ha de ser animado a inventar fantasías en las que, algún día, llegará a superar su conflicto; entonces podrá ya dominar la situación, puesto que está convencido de que el futuro arreglará las cosas de modo justo. Ante todo, el niño precisa del crecimiento, del duro trabajo y de la madurez para mantener la frágil creencia de que, así, llegará algún día a alcanzar la victoria definitiva. Si sabe que sus actuales sufrimientos serán recompensados en el futuro, no tiene por qué actuar impulsado por los celos que siente en este momento, como hizo Caín. Los cuentos de hadas, como las historias bíblicas y los mitos, componen la literatura que ha educado a todo el mundo —tanto niños como, adultos— durante casi toda la existencia humana. Muchas de las historias contenidas en la Biblia son comparables a los cuentos de hadas, si exceptuamos el hecho de que Dios es el tema central.
 
En el relato de Jonás y la ballena, por ejemplo, Jonás intenta huir de las demandas de su super-yo (de su conciencia) para que luche contra la inmoralidad de las gentes de Nínive. Las vicisitudes por las que pasa su personalidad son, como en la mayoría de los cuentos de hadas, un arriesgado viaje en el que él mismo debe ponerse a prueba. Este viaje de Jonás a través del mar lo conduce al vientre de un enorme pez. Allí, ante aquel inmenso peligro, Jonás descubre una moral más elevada, un yo superior, y, renaciendo así prodigiosamente, vuelve dispuesto ya a enfrentarse a las rigurosas exigencias de su super-yo. No obstante, este renacimiento solo no completa su verdadera existencia humana: el no ser esclavo del ello ni del principio del placer (eludiendo arduas tareas al intentar escapar de su influencia) ni del super-yo (deseando la destrucción de la ciudad inmoral) significa haber alcanzado la verdadera libertad, una identidad superior. Jonás sólo consigue su completa calidad humana después de liberarse de las instancias de su mente. Al abandonar la ciega obediencia al ello y al super-yo, logra reconocer la sabiduría de Dios juzgando al pueblo de Nínive, no según las estructuras rígidas del super-yo de Jonás, sino de acuerdo con las debilidades humanas.

 
Satisfacción sustitutiva frente a reconocimiento consciente

 Como todas las grandes artes, los cuentos de hadas deleitan e instruyen al mismo tiempo; su don especial es que lo hacen en términos que afectan directamente a los niños. En el momento en que estas historias tienen un mayor significado para el niño, el problema más importante que éste tiene es poner orden en el caos interno de su mente, de manera que pueda entenderse mejor a sí mismo; lo que debe preceder necesariamente a todo intento de congruencia entre lo que percibe y el mundo externo. Las historias «verdaderas» acerca del mundo «real» pueden proporcionar, a menudo, una útil e interesante información. No obstante, la manera en que se desarrollan estas historias es tan ajena al modo en que funciona la mente del niño antes de llegar a la pubertad, como lo son, a su vez, los acontecimientos sobrenaturales del cuento de hadas respecto al modo en que la mente madura concibe el mundo.

 Las historias estrictamente realistas van contra las experiencias internas del niño; él les prestará atención y quizá pueda obtener algo de ellas, pero nunca extraerá ningún significado personal que trascienda su contenido evidente. Dichas historias informan sin enriquecer, cosa que, por desgracia, vale también para gran parte de lo que se aprende en la escuela. El conocimiento real de los hechos sólo beneficia a la personalidad total cuando se convierte en «conocimiento personal».*20

*«El acto de conocer incluye una apreciación, un coeficiente personal que da forma a todo conocimiento real», escribe Michael Polanyi. Si un importante científico tiene que confiar en un grado considerable de «conocimiento personal», parece evidente que los niños no podrán adquirir un conocimiento verdaderamente significativo para ellos, si antes no le  han dado forma mediante la introducción de sus coeficientes personales

El negar las historias realistas a los niños sería tan estúpido como prohibir los cuentos de hadas; hay un lugar importante para cada uno de ellos en la vida del niño. Las historias realistas resultan, por sí solas, algo completamente inútil. Sin embargo, cuando se combinan con una orientación amplia y psicológicamente correcta referida a los cuentos, el niño recibe una información  se dirige a las dos partes de su personalidad en desarrollo: la racional y la emocional. Los cuentos de hadas tienen algunos rasgos parecidos a los de los sueños, pero no a los sueños de los niños, sino a los de los adolescentes o adultos. Por muy sobrecogedores e incomprensibles que sean los sueños de un adulto, todos sus detalles tienen sentido cuando se analizan, y permiten que el que sueña comprenda lo que atormenta a su inconsciente. Al examinar los propios sueños, una persona puede llegar a comprenderse mucho mejor a sí misma, a través de la captación de aspectos de su vida mental a los que no había prestado atención o que habían sido distorsionados, negados o ignorados anteriormente.
 
Al tener en cuenta el importante papel que estos deseos, necesidades, pulsiones y ansiedades inconscientes juegan en la conducta, la nueva percepción de sí misma que una persona consigue a partir de sus sueños le permite obtener unos resultados mucho más valiosos. Los sueños de los niños son muy sencillos: satisfacen sus deseos y dan forma tangible a sus ansiedades. Por ejemplo, un niño sueña que un animal devora a una persona o que lo golpea brutalmente. Los sueños de un niño tienen un contenido inconsciente apenas alterado por su yo; las funciones mentales superiores casi no intervienen en la elaboración del sueño. Por esta razón, los niños no pueden ni deben analizar sus sueños.
 
El yo de un niño todavía es débil y está en proceso de formación. Particularmente antes de la edad escolar, el niño tiene que luchar continuamente para evitar que las presiones de sus deseos se impongan sobre su personalidad total; debe librar una batalla en contra de los poderes del inconsciente, de la que, a menudo, sale derrotado. Esta lucha, que nunca está ausente por completo de nuestras vidas, sigue siendo, en la adolescencia, una batalla sin resolver, a pesar de que, con el paso del tiempo, tenemos que luchar también contra las tendencias irracionales del super-yo. A medida que vamos creciendo, las tres instancias de la mente—ello, yo y super-yo— se articulan y se separan una de otra cada vez con mayor claridad, pudiendo cada una de ellas interrelacionarse con las otras dos, sin que el inconsciente se imponga al consciente. Las acciones del yo para controlar al ello y al super-yo son cada vez más variadas, y los esfuerzos que los individuos mentalmente sanos llevan a cabo, en el curso normal de las cosas, ejercen un control efectivo sobre su interacción. Sin embargo, cuando el inconsciente de un niño pasa a primer plano, domina inmediatamente a la personalidad total.
 
Lejos de fortalecerse al reconocer el contenido caótico del inconsciente, el yo del niño se debilita con este contacto directo, puesto que se ve totalmente dominado. Por esta razón debe el niño externalizar sus procesos internos si quiere captarlos, por no decir controlarlos. Tiene que distanciarse, de alguna manera, del contenido de su inconsciente, viéndolo así como algo externo, para conseguir algún dominio sobre él. En el juego normal, se usan objetos, como muñecas y animales de trapo, para encarnar diversos aspectos de la personalidad del niño que son demasiado complejos, inaceptables y contradictorios para poder manejarlos. Esto hace posible que el yo del niño domine de algún modo estos elementos, cosa que no puede hacer cuando las circunstancias le exigen o le obligan a reconocerlos como proyecciones de sus propios procesos internos.
 
Algunas pulsiones inconscientes de los niños pueden expresarse mediante el juego. Algunas, sin embargo, no lo permiten porque son demasiado complejas y contradictorias, o demasiado peligrosas y no aceptadas socialmente. Por ejemplo, los sentimientos del Genio cuando se le encierra en la tinaja, como hemos visto antes, son tan ambivalentes, violentos y potencialmente destructivos, que un niño no podría comprenderlos hasta el punto de externalizarlos mediante los mismos, y porque las consecuencias serían, quizá, demasiado peligrosas. En este caso, el conocimiento de los cuentos de hadas es una gran ayuda para el niño, puesto que representa muchas de estas historias en sus juegos.
 
No obstante, sólo podrá hacerlo después de haberse familiarizado con ellas, ya que él mismo no hubiera podido inventarlas. Por ejemplo, a la mayoría de los niños les encanta representar la «Cenicienta», aunque sólo después de que el cuento ha pasado ya a formar parte de su mundo imaginario, incluyendo, especialmente, el final feliz que soluciona la enorme rivalidad fraterna. Es imposible que un niño pueda imaginar que será rescatado o que aquellos que él está convencido que le desprecian y que tienen un poder sobre él llegarán a reconocer su superioridad. No es probable que una chica, que en un momento determinado está convencida de que su madre (madrastra) perversa es la causa de todos sus males, pueda imaginar, por sí sola, que todo va a cambiar súbitamente. Pero cuando se le sugiere la idea a través de «Cenicienta», puede llegar a creer que en cualquier momento una (hada) madrina bondadosa vendrá a salvarla, puesto que el cuento le dice, de manera convincente, que así será.
 
Un niño puede dar forma a sus deseos profundos, de manera indirecta, prodigando cuidados a un juguete o a un animal real como si fuera un niño, en el caso del deseo edípico de tener un hijo con la madre o el padre. Al hacer esto, el niño satisface, a través de la externalización del deseo, una necesidad experimentada intensamente. El hecho de ayudar al niño a ser consciente de lo que la muñeca o el animal representan para él, y de lo que está expresando en su juego —como ocurre con la interpretación psicoanalítica del material del sueño de un adulto—, produce en el niño una confusión que no puede resolver a su edad. La razón es que el pequeño no posee todavía un sentido de identidad lo suficientemente estable. Antes de que se afirme una identidad masculina o femenina, el reconocimiento de deseos complicados, destructivos o edípicos, contrarios a una identidad sólida, pueden debilitarla o incluso destruirla.
 
A través del juego con una muñeca o con un animal, un niño puede satisfacer, de manera sustitutiva, el deseo de dar a luz o de cuidar un bebé; y esto puede hacerlo tanto un niño como una niña. No obstante, contrariamente a lo que ocurre con las niñas, un niño sólo podrá obtener una gratificación psicológica jugando a muñecas en tanto no se le hagan reconocer los deseos inconscientes que satisface con ello. Se puede aducir que sería positivo que los niños reconocieran conscientemente este deseo de dar a luz. Opino que el hecho de que un niño sea capaz de influir sobre su deseo inconsciente, jugando a muñecas, es bueno para él y debería aceptarse como algo positivo. Esta externalización de pulsiones inconscientes puede ser muy valiosa, pero se convierte en algo peligroso si el reconocimiento del significado inconsciente de la conducta llega a la conciencia antes de haberse alcanzado una madurez suficiente como para sublimar los deseos que no se pueden satisfacer en la realidad. Algunas muchachas se sienten ligadas a los caballos; juegan con caballos de juguete y elaboran complicadas fantasías acerca de los mismos.
 
Cuando crecen, y tienen ocasión de hacerlo, sus vidas parecen girar alrededor de caballos reales, a los que cuidan con mucho cariño y de los que parecen inseparables. La investigación psicoanalítica ha puesto en evidencia que esta compleja relación con los caballos puede expresar diversas necesidades emocionales que la chica intenta satisfacer. Por ejemplo, al dominar a este poderoso animal, puede llegar a sentir que controla al macho, a la sexualidad animal que está dentro de ella. Imaginemos qué sucedería con el placer que una chica siente al montar (teniendo en cuenta el respeto que siente por sí misma), si llegara a ser consciente del deseo que expresa con su acción. Se destruiría, se la habría despojado de una sublimación inofensiva y placentera, y quedaría reducida, a sus propios ojos, a una persona despreciable. Al mismo tiempo, sentiría una intensa presión para intentar encontrar una salida adecuada a tales pulsiones internas y, por lo tanto, es posible que no consiguiera dominarlas.

 En cuanto a los cuentos de hadas, se puede decir que el niño que no se pone en contacto con esta literatura tiene tanta mala suerte como la chica, deseosa de descargar sus pulsiones internas mediante los caballos, a la que se priva de este placer inocente. Un niño que llega a ser consciente de lo que representan las figuras de los cuentos en su propia psicología se ve despojado de un recurso que necesita y se siente como destruido cuando se da cuenta de los deseos, ansiedades y sentimientos negativos que lo invaden.
 
Como hemos visto en el ejemplo de los caballos, también los cuentos de hadas pueden ser muy útiles para el niño; incluso pueden hacer que una vida insoportable adquiera el aspecto de algo que vale la pena, con tal de que el niño no sepa lo que tales historias significan para él, desde el punto de vista psicológico. Aunque un cuento tenga algunos rasgos parecidos a los de los sueños, su gran ventaja respecto a éstos es que tiene una estructura consistente, con un principio bien definido y un argumento que avanza hacia una solución final satisfactoria. El cuento de hadas tiene también otras ventajas importantes comparadas con las fantasías individuales. Una de ellas es el hecho de que, sea cual sea el contenido de un cuento —que puede correr paralelo a las fantasías íntimas del niño, tanto si son edípicas, como sádicas y vengativas, o de desprecio hacia un progenitor—, se puede hablar abiertamente de los cuentos, porque el niño no necesita guardar el secreto de sus sentimientos sobre lo que ocurre en la historia, ni sentirse culpable por disfrutar de estos pensamientos. El cuerpo del héroe del cuento de hadas puede llevar a cabo verdaderos milagros.
 
Al identificarse con él, cualquier niño puede compensar con su fantasía, y a través de la identificación, todos los déficits, reales o imaginarios, de su propio cuerpo. Puede tener la fantasía de que también él, al igual que el héroe, es capaz de subir hasta el cielo, de derribar gigantes, de cambiar su apariencia, de convertirse en la persona más poderosa o hermosa del mundo; en resumen, puede hacer que su cuerpo sea y haga todo lo que él desee. Después de haber satisfecho sus deseos más intensos mediante la fantasía, el niño puede sentirse mucho más conforme con su propio cuerpo. El cuento proyecta incluso esta aceptación de la realidad por parte del niño, porque, aunque a lo largo de la historia se vayan produciendo transfiguraciones extraordinarias en el cuerpo del héroe, éste se convierte de nuevo en un simple mortal cuando la lucha ha terminado. Al acabar la historia, ya no se menciona la belleza o la fuerza sobrenatural del protagonista, cosa que no sucede con el héroe mítico, que conserva para siempre sus características sobrehumanas.
 
Una vez que el héroe del cuento ha alcanzado su verdadera identidad al final de la historia (y, con ello, la seguridad interna en sí mismo, en su cuerpo, su vida y su posición en la sociedad), es feliz de la manera que es, y, en todos los aspectos, deja de ser algo extraordinario. Para que el cuento consiga resultados positivos en cuanto a externalización, el niño no debe percibir las pulsiones inconscientes a las que responde cuando hace de las soluciones de la historia las suyas propias. El cuento empieza cuando el niño se encuentra en un momento de su vida, en el que permanecería fijado sin la ayuda de la historia: los sentimientos serían negados, rechazados o degradados.

 Entonces, usando procesos de pensamiento que le son propios —contrariamente a la racionalidad del adulto—, la historia le abre unas espléndidas perspectivas que permiten al niño superar las sensaciones momentáneas de completa desesperación. Para creerse la historia y para hacer que su apariencia optimista pase a formar parte de su experiencia del mundo, el niño necesita oírla muchas veces. Si además la escenifica, esto la hace mucho más «verdadera» y «real» El niño siente cuál de los muchos cuentos es real para su situación interna del momento (a la que es incapaz de enfrentarse por sí solo), y siente también cuándo la historia le proporciona un punto de apoyo en que basarse cuando tiene un problema complejo. Pero este reconocimiento casi nunca se hace inmediatamente después de haber oído el cuento por primera vez, puesto que algunos de sus elementos son demasiado extraños, cosa necesaria para dirigirse a las emociones más íntimas. Un niño será capaz de sacar el máximo provecho de lo que la historia le ofrece en cuanto a comprensión de sí mismo y en cuanto a su experiencia del mundo, sólo después de haberlo oído repetidas veces y de haber dispuesto del tiempo y de las oportunidades suficientes para hacerlo. Sólo entonces las asociaciones libres del niño referentes a la historia le proporcionarán su propio significado personal del cuento y le ayudarán, así, a enfrentarse a los problemas que lo torturan. Cuando un niño oye un cuento por primera vez, no puede, por ejemplo, atribuirse el papel de una figura del sexo opuesto.

 Se requiere tiempo y una elaboración personal para que una chica pueda identificarse con Jack en «Jack y las habichuelas mágicas» y un chico ponerse en el lugar de «Nabiza». *

*En este punto los cuentos se pueden comparar una vez más con los sueños, aunque tenga que hacerse con un cuidado extremo puesto que el sueño es la expresión más personal del inconsciente y de las experiencias de una persona concreta, mientras que el cuento es la forma imaginaria que han tomadolos problemas humanos más o menos universales, al ir pasando, dichas historias, de generación en generación.El significado de un sueño que vaya más allá de las meras fantasías de satisfacción de deseos casi nunca se puede comprender la primera vez que se evoca. Los sueños que son el resultado de complejos procesos inconscientes necesitan una profunda reflexión antes de llegar a una comprensión de su significado latente. Para encontrar un sentido profundo a lo que en un principio parecía absurdo o muy sencillo, se requieren cambios de énfasis, una meditación repetida y detallada sobre todas las características del sueño, ordenándolas de manera distinta a como se recuerdan, además de muchas otras cosas. Sólo cuando observamos repetidamente los rasgos, que antes parecían confusos ,insustanciales, imposibles o incluso absurdos, empezamos a captar las claves básicas que nos permiten comprender el sueño. Para que un sueño llegue a su significado profundo, debemos acudir, a menudo, a otro material imaginativo para completar su comprensión. Por esta razón recurrió Freud a los cuentos de hadas al intentar dilucidar los sueños del Hombre Lobo.

En psicoanálisis, las asociaciones libres constituyen un método para conseguir claves adicionales que nos permitan llegar al significado de uno u otro detalle. También en los cuentos de hadas son necesarias las asociaciones del niño para que la historia adquiera su máxima importancia a nivel personal. Asimismo otros cuentos que el niño haya oído le proporcionarán un material adicional de fantasía y tendrán un mayor significado para él.

He conocido niños que, después de contarles un cuento, decían «me gusta», y por eso sus padres les contaban otro, pensando que este nuevo cuento aumentaría su placer. Pero el comentario del niño expresa, probablemente, una vaga sensación de que esta historia tiene algo importante que decirle, algo que se escapará si no se le repite el relato y no se le da tiempo a captarlo. Si los pensamientos del niño se dirigen, de manera prematura, hacia una nueva historia, se puede anular el impacto de la primera; mientras que si se tarda más en hacerlo, este impacto puede aumentarse. Cuando se leen cuentos a los niños, en clase o en la biblioteca durante la hora de estudio, los críos parecen fascinados. Pero, a menudo, no se les da la oportunidad de reflexionar sobre los relatos ni de reaccionar de ninguna manera; se les hace empezar inmediatamente otra actividad o bien se les cuenta una historia diferente, que diluye o destruye la impresión que había causado el primer cuento.
 
Al hablar con los niños después de una experiencia así, parece que no se le hubiera contado ninguna historia puesto que no les ha hecho efecto alguno. Pero cuando el narrador da tiempo a los niños para meditar sobre el relato, para sumergirse en la atmósfera que se les crea al oírlo, y cuando se les anima a hablar de ello, la conversación revela que el cuento ofrece muchas posibilidades desde el punto de vista emocional e intelectual, por lo menos para un gran número de niños. Al igual que se hacía con los pacientes de la medicina hindú, a los que se pedía que reflexionaran sobre un cuento para encontrar una solución a la confusión interna que obnubilaba sus pensamientos, también debe concederse al niño la oportunidad de apropiarse poco a poco de un cuento, aportando sus propias asociaciones en y dentro de él. Esta es la razón por la que los libros de cuentos con ilustraciones, que prefieren actualmente tanto los adultos como los niños, no sirven para satisfacer las necesidades de éstos. Las ilustraciones distraen más que ayudan.
 
Los estudios de libros ilustrados demuestran que los dibujos apartan del proceso de aprendizaje más de lo que contribuyen a él, porque estas imágenes dirigen la imaginación del niño por derroteros distintos de cómo él experimentaría la historia. Este tipo de cuentos pierde gran parte del contenido del significado personal que el niño extraería al aplicar únicamente sus asociaciones visuales a la historia, en lugar de las del dibujante. 22 Tolkien pensaba también que «aunque sean buenas por sí mismas, las ilustraciones no favorecen a los cuentos... Si un relato dice, "subió a una colina y vio un río en el valle", el ilustrador puede captar, o casi captar, su propia visión de esa escena, pero todo el que escucha estas palabras tendrá su propia imagen, formada por todas las colinas, ríos y valles que haya visto, pero, especialmente, por La Colina, El Río y El Valle que fueron para él la primera encarnación de dicha palabra». 23
 
Por esta razón, un cuento pierde gran parte de su significado personal cuando se da cuerpo a sus personajes y acontecimientos, no a través de la imaginación del niño, sino de la del dibujante. Los detalles concretos, procedentes de su vida particular, con los que la mente del oyente ilustra una historia que lee o que se le cuenta, hacen de la historia una experiencia mucho más personal. Tanto los adultos como los niños prefieren que otra persona se encargue de la tarea de imaginar la escena del relato. Pero si permitimos que un dibujante determine nuestra imaginación, la historia deja de ser nuestra y pierde gran parte de su significado personal. Cuando preguntamos a los niños, por ejemplo, qué aspecto tiene el monstruo de una historia, se producen las variantes más diversas: grandes figuras parecidas a seres humanos, unas parecidas a animales, otras que combinan ciertas características humanas y animales, etc.; y cada uno de estos detalles tiene un gran significado para la persona que creó en su mente esta realización imaginativa concreta. Sin embargo, perdemos este significado si vemos el monstruo tal como lo pintó el artista a su manera, limitado a su imaginación, que es mucho más completa comparada con nuestra propia imagen, vaga e indeterminada. Puede ser que, entonces, la idea del monstruo nos deje completamente impasibles, que no tenga nada importante que comunicarnos o bien que nos aterrorice sin evocar ningún significado profundo más allá de la ansiedad.

 La importancia de la externalización

 Personajes y acontecimientos fantásticos

La mente de un niño contiene una colección de impresiones que, a menudo, crece rápidamente, están mezcladas y sólo parcialmente integradas: algunas constituyen aspectos de la realidad vistos con acierto, pero la mayoría de estos elementos están dominados por la fantasía. Ésta llena las grandes lagunas de la comprensión infantil, debidas a la falta de madurez de su pensamiento y a la carencia de información adecuada. Otras distorsiones son consecuencia de pulsiones internas que llevan a interpretaciones equivocadas de las percepciones del niño. El niño normal empieza a fantasear con algún segmento de la realidad, observado más o menos correctamente, que pueda evocar en él necesidades o ansiedades tan fuertes hasta el punto de verse arrastrado por ellas. Las cosas, a menudo, se confunden en su mente de tal manera que el niño es totalmente incapaz de ordenarlas.
 
Pero se necesita un método para que esta incursión en la fantasía nos devuelva a la realidad, no más débiles, sino más fuertes. Los cuentos de hadas, siguiendo el mismo proceso que la mente infantil, ayudan al niño porque le muestran la comprensión que puede surgir y, de hecho surge, de toda esta fantasía. Estas historias, al igual que la imaginación del niño, empiezan normalmente de una manera realista: una madre que envía a su hija a visitar a la abuela («Caperucita Roja»); los problemas de una pareja para dar de comer a sus hijos («Hansel y Gretel»); un pescador que intenta, en vano, atrapar algún pez («El pescador y el genio»). Es decir, el relato comienza con una situación real y, de alguna manera, problemática. Un niño, enfrentado a los problemas y hechos sorprendentes de cada día, es estimulado por su educación a entender el cómo y el porqué y a buscar salidas válidas a estas situaciones. No obstante, puesto que su racionalidad tiene todavía poco control sobre su inconsciente, la imaginación del niño lo domina bajo la presión de sus emociones y conflictos no resueltos. Cuando surge su capacidad de razonamiento, se ve pronto invadida por ansiedades, esperanzas, temores, deseos, amor y odio, que se entrometen en todo lo que el niño empieza a pensar.
 
El cuento de hadas, aunque pueda chocar con el estado psicológico de la mente infantil —con sentimientos de rechazo cuando se enfrenta a las hermanastras de Cenicienta, por ejemplo—, no contradice nunca su realidad física. Es decir, un niño nunca tiene que sentarse entre cenizas, como Cenicienta, ni es abandonado deliberadamente en un frondoso bosque, como Hansel y Gretel, porque una realidad física similar sería demasiado terrorífica para el niño y «perturbaría la comodidad del hogar», mientras que el hecho de dar este bienestar es, precisamente, uno de los objetivos de los cuentos.
 
El niño que está familiarizado con los cuentos de hadas comprende que éstos le hablan en el lenguaje de los símbolos y no en el de la realidad cotidiana. El cuento nos transmite la idea, desde su principio y, a través del desarrollo de su argumento, hasta el final, de que lo que se nos dice no son hechos tangibles ni lugares y personas reales. En cuanto al niño, los acontecimientos de la realidad llegan a ser importantes a través del significado simbólico que él les atribuye o que encuentra en ellos. «Érase una vez», «en un lejano país», «hace más de mil años», «cuando los animales hablaban», «érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque», estos principios sugieren que lo que sigue no pertenece al aquí y al ahora que conocemos. Esta deliberada vaguedad de los principios de los cuentos de hadas simboliza el abandono del mundo concreto de la realidad cotidiana. Viejos castillos, oscuras cuevas, habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, bosques impenetrables, sugieren que algo oculto nos va a ser revelado, mientras el «hace mucho tiempo» implica que vamos a aprender cosas sobre acontecimientos de tiempos remotos. Los Hermanos Grimm no hubieran podido empezar su colección de cuentos con una frase más significativa que la que da comienzo a su primer relato «El rey rana».
 
Dice así: «En tiempos remotos, cuando bastaba desear una cosa para que se cumpliera, vivía un rey, cuyas hijas eran muy hermosas; la más pequeña era tan bella que el sol, que ha visto tantas cosas, se quedaba extasiado cada vez que iluminaba su cara». Este principio localiza la historia en una época típica de los cuentos: tiempo remoto en que creíamos que nuestros deseos podían, si no mover montañas, sí por lo menos cambiar nuestro destino; y en que, bajo nuestra perspectiva animista del mundo, el sol tomaba en cuenta, y reaccionaba ante los acontecimientos terrenales. La belleza sobrenatural de la muchacha, el cumplimiento de los deseos y el ensimismamiento del sol representan la absoluta singularidad de este hecho. Estas son las coordenadas que sitúan la historia no en el tiempo y el espacio de la realidad externa, sino en un estado mental, característico de la juventud. Al ocupar ese lugar, el cuento puede cultivar este aspecto mejor que ninguna otra clase de literatura.
 
Muy pronto acontecen hechos que muestran que la lógica y las razones normales se detienen, al igual que sucede con nuestros procesos inconscientes, allí donde se dan los acontecimientos más remotos, singulares y alarmantes. El contenido del inconsciente es, a la vez, algo oculto pero familiar, algo oscuro pero atractivo, que origina la angustia más intensa así como la esperanza más desorbitada. No está limitado por un tiempo o un espacio específicos; ni siquiera por una secuencia lógica de hechos, como lo definiría nuestra racionalidad. Sin que nos demos cuenta, el inconsciente nos lleva a los tiempos más lejanos de nuestras vidas. Los lugares más extraños, remotos, distantes, de los que nos habla el cuento, sugieren un viaje hacia el interior de nuestra mente, hacia los reinos de la inconsciencia y del inconsciente.
 
A partir de un principio normal y corriente, la historia se lanza a acontecimientos fantásticos. Pero, por muy grandes que sean los rodeos, el proceso del relato no se pierde, cosa que sucede fácilmente con un sueño o con la mente confusa del niño. El cuento embarca al pequeño en un viaje hacia un mundo maravilloso, para después, al final, devolverlo a la realidad de la manera más reconfortante.
 
Le enseña lo que el niño necesita saber en su nivel de desarrollo: el permitir que la propia fantasía se apropie de él no es perjudicial, puesto que no se queda encerrado en ella de modo permanente.
 
Cuando la historia termina, el héroe vuelve a la realidad, una realidad feliz pero desprovista de magia.
 
De la misma manera que nos despertamos de nuestros sueños más dispuestos a emprender las tareas de la realidad, el cuento termina también cuando el héroe vuelve, o es devuelto, al mundo real, más preparado para enfrentarse con la vida. Las recientes investigaciones sobre los sueños han demostrado que una persona a la que no se le permite soñar, aunque pueda dormir, acaba por no poder manejar la realidad; sufre perturbaciones emocionales porque es incapaz de expresar en sueños los problemas inconscientes que la obsesionan. 24 Quizás algún día lleguemos a demostrar experimentalmente este mismo hecho con respecto a los cuentos: los niños se sienten todavía mucho peor cuando se les priva de lo que estos relatos pueden ofrecerles porque les ayudan a expresar, a través de la fantasía, sus pulsiones inconscientes. Si los sueños infantiles fueran tan complejos como los de los adultos normales e inteligentes, cuyo contenido latente está muy elaborado, los niños necesitarían mucho menos de los cuentos. Por otro lado, si los adultos, de niños, no tuvieran esas historias, sus sueños serían menos ricos en contenido y significado y no les servirían para recuperar su capacidad de enfrentarse a la vida. El niño, mucho más inseguro que el adulto, exige la certeza de que el hecho de necesitar la fantasía y de no poder dejar de sentir ese deseo no es una deficiencia.
 
Cuando un padre cuenta historias a su hijo, le está demostrando que considera que sus experiencias internas, expresadas en los cuentos, son algo que vale la pena, algo legítimo y de alguna manera incluso «real». Esto le da al niño la sensación de que, puesto que el padre ha aceptado sus experiencias internas como algo real e importante, él —en consecuencia— es real e importante. Un niño, en estas circunstancias, se sentirá más tarde como Chesterton, que escribió: «Mi primera y última filosofía, aquella en la que creo a ciegas, fue la que aprendí en el parvulario…, las cosas en que antes creía y en las que más creo ahora son los cuentos de hadas». La filosofía que Chesterton y cualquier niño puede deducir de los cuentos es «que la vida no es sólo un placer sino también una especie de extraño privilegio».
 
Es una idea sobre la vida muy distinta de la que proporcionan las historias «fieles-a-la-realidad», pero mucho más capaz de ayudar al que se encuentra inmerso en las dificultades de la vida. En el capítulo de la obra Orthodoxy, del que he extraído la cita anterior y que se titula «La Ética del País de las Maravillas», Chesterton acentúa la moral inherente a los cuentos de hadas. «Tenemos la lección caballerosa de "Jack, el matador de gigantes", que nos dice que los gigantes tienen que matarse porque son gigantescos. Es una insubordinación activa en contra del orgullo como tal... Tenemos la lección de "Cenicienta" que es la misma del Magnificat —exaltavit humiles (exaltó a los humildes).
 
Nos encontramos asimismo la gran lección de "La bella y la bestia" que dice que una cosa ha de amarse antes de poder amarla... Estoy interesado por una cierta manera de ver la vida que me proporcionaron los cuentos de hadas.» Cuando Chesterton dice que los cuentos son «cosas completamente razonables», habla de ellos como experiencias, como reflejos de la experiencia interna, no de la realidad; y es así como el niño los entiende. 25 A partir de los cinco años, aproximadamente —la edad en que los cuentos adquieren su pleno sentido—, ningún niño normal cree que estas historias sean reales. Una chiquilla disfruta imaginando que es una princesa que vive en un castillo y elabora fantasías de que lo es, pero cuando su madre la llama para ir a comer, sabe que no es una princesa. Y aunque los arbustos de un parque puedan verse, a veces, como un bosque oscuro y frondoso, llenos de secretos ocultos, el niño es consciente de lo que es en realidad, lo mismo que una niña sabe que su muñeca no es un bebé de carne y hueso aunque la llame así y la trate como tal.
 
Es muy probable que el niño se sienta confundido, en cuanto a lo que es real y a lo que no, frente a los relatos que están más cerca de la realidad, porque empiezan en la sala de estar o en el patio de una casa en lugar de la cabaña de un pobre leñador en un gran bosque; y cuyos personajes son mucho más parecidos a los padres del niño que a unos leñadores muertos de hambre, a reyes o a reinas; pero que mezclan estos elementos realistas con otros fantásticos y de realización de deseos. Estas historias fracasan en su intento de adecuarse a la realidad interna del niño y, por muy fieles que sean a la realidad externa, aumentan la separación entre ambos tipos de experiencia en el niño. También le alejan de sus padres porque llega a sentir que viven en mundos espirituales diferentes del suyo; por muy cerca que vivan en el espacio «real», parecen vivir en continentes diferentes, desde el punto de vista emocional. Se produce una discontinuidad entre generaciones, tan dolorosa para los padres como para el hijo.
 
Si a un niño no se le cuentan más que historias «fieles-a-la-realidad» (lo que significa que son falsas para una parte importante de su mundo interno), puede llegar a la conclusión de que sus padres no aceptan gran parte de esta realidad interna. Entonces, el niño se aleja de su propia vida interna y se siente vacío. Como consecuencia, es posible que más tarde, cuando sea un adolescente y no sufra el influjo emocional de sus padres, odie el mundo racional y escape hacia un mundo totalmente fantástico, como si quisiera recuperar lo perdido en la infancia. Posteriormente, esto puede implicar una seria ruptura con la realidad, con el consiguiente peligro para el individuo y para la sociedad. O bien, en un caso menos grave, es posible que la persona continúe este encierro del yo interno durante toda su vida y que no se sienta nunca satisfecha en el mundo, porque, al estar alienada respecto a los procesos inconscientes, no puede usarlos para enriquecer su vida real. Entonces, la vida no es ni «un placer» ni «un extraño privilegio».
 
 Dada una separación semejante, sea lo que sea lo que ocurra en la realidad, no conseguirá ofrecer una satisfacción apropiada a las necesidades inconscientes. El resultado es que la persona tiene siempre la sensación de que la vida es incompleta. Un niño será capaz de enfrentarse a la vida de manera adecuada a su edad, siempre que no esté dominado por los procesos mentales internos y que se ocupen de él en todos los aspectos. En una situación así, podrá solucionar cualquier problema que surja. Pero si observamos a los niños mientras juegan, nos daremos cuenta de lo poco que duran estos momentos.

 Una vez que las presiones internas dominan al niño —lo que ocurre con frecuencia—, la única manera en que puede esperar vencerlas es externalizándolas. Pero el problema es cómo hacerlo sin que estas externalizaciones lo venzan a él. El expresar las diversas facetas de su experiencia externa es una tarea muy difícil para un niño; y, a menos que se le ayude, es imposible cuando las experiencias externas se mezclan con las internas. El niño todavía no es capaz de ordenar y dar un sentido a sus procesos internos por sí solo. Los cuentos de hadas ofrecen personajes con los que externalizar lo que ocurre en la mente infantil, de una manera que el niño, además, puede controlar.
 
Los cuentos muestran al niño cómo puede expresar sus deseos destructivos a través de un personaje, obtener la satisfacción deseada a través de un segundo, identificarse con un tercero, tener una relación ideal con un cuarto, y así sucesivamente, acomodándose a lo que exijan las necesidades del momento.
 
El niño podrá empezar a ordenar sus tendencias contradictorias cuando todos sus pensamientos llenos de deseos se expresen a través de un hada buena; sus impulsos destructivos a través de una bruja malvada; sus temores a través de un lobo hambriento; las exigencias de su conciencia a través de un sabio, hallado durante las peripecias del protagonista, y sus celos a través de un animal que arranca los ojos de sus rivales. Cuando este proceso comience, el niño irá superando cada vez más el caos incontrolable en que antes se encontraba sumergido.