lunes, 3 de marzo de 2014

Oscar Masotta; Edipo, castración y perversión




EDIPO CASTRACIÓN Y PERVERSIÓN




En Oscar Masotta; Ensayos Lacanianos: pp157-197 Ed Anagrama

I

Me resulta embarazoso tener que exponer ante tanta gente. Hace tiempo que no lo hago y he perdido la costumbre. Pero además, veo caras conocidas, personas que conocen ya de qué manera trataré el tema (lo que me impide hacerlo desde cero), y otras en cambio a quienes estoy condenado a sorprender comenzando de cero. Es bastante difícil, y se hace siempre figura de ingenuo conceptualizar el complejo de Edipo en la teoría psicoanalítica. Se trata nada menos que del «complejo nuclear», nódulo y fundamento de la teoría que se halla presente en cada uno de los momentos de cualquier desarrollo teórico y siempre en cierne en todo momento de la práctica analítica. Vastedad suficiente, como es fácil comprenderlo, para que si el auditorio es profano el tema se agote rápidamente. Pero mis interlocutores de hoy son estudiantes y no profanos; por lo mismo, tratar de mostrar o de fundar el lugar del Edipo en la teoría, cuyo sitio casualmente es de fundamento, exigiría un curso entero y no un seminario de unas pocas clases.

No me queda otro remedio que introducir a quienes me escuchan a un manojo clásico de articulaciones que delimitan al Edipo. Podría agregar que no me ocuparé entonces más que de un sencillo manojo de conceptos, si la experiencia no enseñara, al revés, que muchos de quienes practican la teoría como psicoanalistas los ignoran. Pero la culpa es de la historia y de esas instituciones que hasta hace poco parecían carecer de conflictos y a las que se denomina institutos oficiales de psicoanálisis, los mismos a quienes hasta el doctor Blejer —no hace mucho y desde su cátedra en esta misma Facultad— otorgaba el derecho exclusivo de formar psicoanalistas. Pero los vientos han cambiado y hoy podemos darnos el gusto de exhumar textos de Freud cuyo alcance y ubicación en el esquema global de la doctrina olvidaron aquellos institutos.

Comencemos con nuestro tema. Estudiar el Edipo no es fácil, y cuando se intenta hacerlo surge una espinosa dificultad. No existen textos de Freud donde el tema —o mejor dicho, el problema —se encuentre aislado, tratado de manera global, expuesto sistemáticamente. Los textos mayores de Freud (Más allá del principio del placer, El Yo y el Ello) lo dan por supuesto en lugar de explicitarlo. Por lo demás, hay que tener en cuenta que las instancias de la segunda tópica, manipuladas por todo el mundo, no sirven en la mayor parte de los casos sino para ocultar la articulación. Digamos entonces —y esto para ayudar a los estudiantes en sus lecturas y en la elección de los textos— que la cuestión del complejo de Edipo en la obra de Freud pasa por textos como Organización genital infantil, Inhibición, síntoma y angustia y Lo siniestro. Peculiarmente,, es necesario reflexionar sobre la relación de fundamentación —de revelación, sería mejor decir— que liga a los dos últimos.

Para cernir la cuestión del Edipo el punto de vista cronológico es necesario pero insuficiente. Freud descubre el Edipo muy pronto —muy tempranamente—. Descubre una idea sencilla: la ligazón cariñosa del niño varón hacia el padre del sexo opuesto y la relación hostil hacia el padre del mismo sexo. Pero este Edipo hoy no sirve demasiado ni en la clínica ni en la teoría. Le serviría en cambio a Freud, en especial para determinar la sexualidad, el concepto de libido, que en la doctrina muerde en la sexualidad infantil. Ustedes saben: el concepto de «corte epistemológico» está hoy a la orden del día. ¿Cuándo situar, en qué fecha ubicarlo en Freud? La respuesta es sencillamente complicada. Por una parte se puede hacerlo fijándolo en los textos donde Freud contrapone, a una visión mecanicista y constitucionalista de la Spaltung del sujeto que constituye el inconsciente, una concepción que hace jugar al sexo un papel de primer plano. Me refiero a la invención freudiana de una «histeria de defensa», entidad nosoetiológica que el creador del psicoanálisis oponía a la «histeria hipnoide» y a la «histeria de retención». ¿Retención? ¿Pero quién, qué retiene? Los detractores de Freud tienen razón: el descubrimiento de cierto inconsciente no le pertenece. Charcot, Janet, Breuer fueron sus contemporáneos, y predecesores. Y curiosamente, el capítulo más teórico de los Estudios sobre la histeria ¿no lo escribe acaso Breuer y no Freud? Ahora bien (y en esto dicen la verdad los folletos más banales sobre freudismo mientras la ocultan algunos tratados sesudos): lo que Freud vino a decirnos es que el inconsciente está sexualmente determinado, que el inconsciente es el resultado del rechazo, constitutivo para el sujeto, de ciertos contenidos bien determinados, los contenidos sexuales. Pero ustedes dirán: es banal. Correcto. Pero más acá de algunos continuadores que han terminado por desexualizar la teoría, el problema consistió para Freud en determinar qué había que entender —pero siempre algo nunca del todo ajeno de lo que ocurre de la cintura para abajo— por sexo. Aquí es donde surge la cuestión de la articulación edípica, ese «complejo» nudo de relaciones. ¿De qué, con quién? Pero además: en la época de la Traumdeutung, a Freud le faltaba articular el concepto mayor, el Falo.

Para articular el sexo según Freud hay que inscribirlo en el Edipo, pero sin Falo no hay movimiento. Lo primero que no hay que olvidar (los epistemólogos del psicoanálisis tendrían que poner atención en este punte) es que el objeto de la teoría psicoanalítica es sui generis. Se parece al hombre del doctor Frankestein. La monstruosidad también reside aquí en que no parece poderse acceder a objetos teóricos unificados. El complejo de Edipo está hecho de dos pedazos: el Edipo del hombre y el Edipo de la mujer. No sé si se entiende bien. No se trata solamente de estudiar el complejo en el hombre por un lado y en la mujer por otro, sino de una especie de monstruo que está hecho con la estofa de dos pedazos: el complejo de Edipo del hombre y el complejo de Edipo de la mujer.

Si partimos de este punto no será difícil recorrer un cierto tramo fundamental del discurso de la teoría. En relación a la obra de Freud, la única dificultad reside en que el Edipo no está aislado en ningún texto. Pero si se mira la cuestión desde la perspectiva del Falo, unos pocos textos —entre 1923 y 1933— adquieren especial relevancia. Se trata de los trabajos de Freud referidos a la fase fálica y a la sexualidad femenina.

¿Qué se dice en tales textos? En primer lugar hay que leer el apéndice a la edición de 1923 de los Tres ensayos. Freud promueve entonces el falo al estatuto de fase. En ella el chico se ve confrontado a un conflicto loco, a la premisa loca —hay que llamarla así—; a saber, a la premisa universal del pene. En un momento de su desarrollo el sujeto infantil debe responder por una exigencia que él mismo se plantea y que afirma que todo el mundo (incluso animales y cosas) tiene pene. Emerge entonces el conflicto por antonomasia. A partir, entonces, de esta premisa que afirma que solo hay pene, y por su confrontación con la realidad de la empiria, a saber, con la diferencia anatómica de los sexos, surge el complejo de castración. Ustedes saben: tal complejo se llama envidia del pene en la mujer y amenaza de castración en el hombre. Para Freud los desarrollos sexuales de la mujer y del hombre ni son paralelos ni simétricos. A mi entender, no hay ideología en todo esto, puesto que la posición de Freud es la única que permite despulsionalizar lo genital. Como en Simone de Beauvoir —valga la comparación, y aunque por mejores razones— nadie nace hombre ni mujer.

Comenzar a estudiar el Edipo por el Falo significa comprender que hay ahí más que los meros tres personajes del triángulo. Conviene por lo mismo hacerse un pequeño código de entrecasa —le digo yo a mis estudiantes— y distinguir dos campos teóricos: el Edipo ampliado del Edipo reducido. El último subsume el llamado «Edipo completo», a saber, la definición clásica del Edipo positivo más el negativo. Siempre se trata en este caso del mero triángulo. Los textos para estudiarlo son, se sabe, el cap.III de El Yo y el Ello y el capítulo I del libro que Freud escribió con Bullit sobre el presidente Wilson. En el primer texto el Edipo queda descrito en términos de identificaciones, mientras que en el segundo, en términos de ambivalencia. Pero por menos que se piense se ve que identificaciones y ambivalencias son articuladores teóricos que necesitan ser fundamentados. ¿Qué significa esa relación amor-odio que el niño soporta tanto por el padre como por la madre y que el presidente Wilson deflexionaba tan mal?

Conviene distinguir entonces otro campo teórico, el del Edipo ampliado. Este campo debe subsumir, por ejemplo, al padre del padre. ¿No hace Freud referencia acaso a ese aspecto de fondo del Superyó por donde esta instancia no sólo contiene a los padres internalizados sino a los padres de los padres? Existe además la cuestión de la Novela familiar: el neurótico sufre de diplopias cuando se trata sobre todo del padre y más allá del padre real focaliza siempre un padre idealizado. Se lo ve: o bien, las imagos desdoblan las figuras, o bien el sujeto se inscribe en la diacronía generacional (el problema del hijo del hijo), y en ambos casos el mero triángulo queda superado.

Pero aun existe otro aspecto de este segundo campo donde no se trata solamente del número de figuras, sino de una cuestión de pisos, en el sentido de fundamentos. El concepto central de este campo del Edipo ampliado es el concepto de Falo.* Seré momentáneamente dogmático: el Falo es el fundamento de la articulación del Edipo. Si fuera cierto, se ve la importancia de la posición de Freud: si se entra en la teoría por el concepto de Falo, y puesto que para Freud el Edipo es el fundamento, uno puede alcanzar entonces el nivel del fundamento del fundamento.

El Falo no es el pene, es la premisa universal del pene; a saber, la creencia del sujeto infantil de que existe un solo sexo y su testaruda negativa (por donde el Falo se constituye en posición inconsciente) de reconocer la diferencia. Si bien el Falo se inscribe en el campo de la visión (lo que no se ve determina lo que se ve y los psicoanalistas hablan con derecho del «campo de la ilusión»), no es en cambio representable. Nadie esculpió ni dibujó nunca un Falo, sólo se esculpieron y dibujaron penes. Pero simultáneamente no se puede tratar de restituir la articulación edípica sin partir del desarrollo de la sexualidad femenina. Se trata de una moción de orden. Pero lo que resulta hoy banal —gracias a los lacanianos— ha sido profundamente ignorado por la mayor parte de la literatura psicoanalítica, donde se pensaba la estructura del sujeto a partir de una génesis real. No se puede construir la teoría si se ubica al chico en la panza de la madre en posición de feto. Lo que olvidan los fetalistas es que sólo para una madre psicótica su hijo es feto. En efecto, aun en el nacimiento la posición del sujeto es otra y otra es la posición de la madre en relación al conjunto del sistema social como conjunto elemental madre-hijo. Entre la madre y el hijo hay que contar siempre un intermediario simbólico, el Falo. Remedando a Lévi-Strauss dice Lacan que así como en el centro de la vida social (y ello por razones no ajenas al poder político) los hombres intercambian mujeres (origen del sistema de parentesco) el psicoanálisis descubre en cambio a la mujer en ese centro intercambiando hijos por Falos simbólicos, lugar donde se puede leer el origen de la estructura intrapsíquica de todo sujeto humano.

Bien leído se ve que para Freud es la mujer quien ocupa el centro de la vida social. Freud tal vez era bastante misógeno, a nivel de sus opiniones, pero no lo era en absoluto a nivel de la teoría. De ese intercambio surge la ecuación central de la teoría: la ecuación niño = Falo. Se conocen las cinco equivalencias simbólicas freudianas: pene = niño = excremento = dinero = regalo. Pero se ignora que esa relación múltiple entre las cinco equivalencias se vendría abajo si no estuviera fundada en la fundamental: la ecuación niño = Falo. Ahora bien, es la mujer y no el hombre quien la introduce. Pero en tanto el hombre también es sujeto esas equivalencias constituyen también su estructura intrapsíquica. En resumen, se ve a qué nos referíamos cuando usábamos la metáfora de la criatura hecha con distintos pedazos de Frankenstein. A saber, que todo sujeto, sea hombre o mujer, «contiene» como estructura intrapsíquica a las cinco equivalencias en cuya producción hubo siempre una mujer (la madre) en el punto de partida y en el fundamento.

Dicho de otra manera: todo sujeto, sea hombre o mujer, viene de una madre, y es ella en tanto mujer quien ha producido la equivalencia chico = falo. Esa equivalencia permite que en ella se inserte el hijo. Dicho de otra manera: todo sujeto tiene como es obvio una madre mujer y es ella quien ha producido la equivalencia donde el sujeto infantil al nacer se vio insertado. ¿Ser hijo de una madre no es entonces ser el objeto de intercambio producido por la mujer, a saber, el Falo de la madre? Pero esta relación con la madre es constitutiva del sujeto, a saber, que la ecuación no puede no ser momento intrapsíquico de su constitución de sujeto. Me disculpo por el aspecto cientifizante de la palabra. «Intrapsíquico» quiere simplemente decir aquí que esa relación con la madre, o sea, la equivalencia, no está en la conciencia sino que en efecto constituye una estructura inconsciente, como una «posición» en el sentido kleiniano del término, un lugar o una zona de no saber que por serlo no se ve menos estructurada.

En resumen: nada se puede acertar sobre el sujeto si no se parte de tal punto. Para poder describir cualquier tipo de «relación de objeto» es preciso partir de una reflexión sobre la cuestión de la mujer, del desarrollo de la sexualidad femenina. Pero por un receso circular de la estructura nos veríamos conducidos entonces nuevamente al Falo. Los textos relevantes son La sexualidad femenina y La femineidad. Insistimos sobre la cuestión: para saber lo que pasa con todo hijo es necesario comenzar por articular lo que pasa con la mujer.

La descripción freudiana del desarrollo de la mujer comienza por señalar la ligazón de la mujer con el objeto primordial cuya peculiaridad reside en que es del mismo sexo; a saber, que la mujer nace «casi» homosexual. Situación original que estigmatiza el desarrollo. La mujer debe realizar un doble cambio de zona erógena y de objeto. Es decir, debe abandonar la excitabilidad clitoridea por la erogeneización de la vagina, y el objeto primordial, del mismo sexo, por el objeto edípico, el padre. El motor del movimiento es la decepción fálica. En pleno idilio con la madre la sujeto femenina hace el descubrimiento de su falta de pene. Abandona entonces a la madre y entra en el complejo de Edipo (para la descripción freudiana tal abandono jamás es completo: la mujer, siempre de alguna manera, jamás deja de dialogar viscosamente con el objeto primordial). La decepción fálica resulta entonces el momento fecundo que impulsa a la nena hacia el padre. Pero ¿qué es lo que va a buscar en el padre?

Tiene, sin duda, buenas razones para ir a buscar al padre. Sin embargo, éste no se hace preferir ni por ser hombre ni por poseer el pene; o bien, y si el pene del padre es interesante para la sujeto infantil, lo es en primer lugar por razones estéticas y no vaginales, si bien intuye más o menos vagamente la conexión con el goce. El objeto del goce femenino no está predeterminado para la sujeto infantil. Si el padre se hace entonces preferible —y ésta es la razón de peso— es porque puede proyectar en él la fantasía de tener un hijo. Lo que la mujer busca en el padre como hombre es el hijo y no al hombre. Freud lo dirá con todas las letras, en relación al deseo de hijo, el deseo de hombre es secundario en la mujer; el hombre es una racionalización, un instrumento para obtener lo único que la puede compensar de la decepción fálica, de ese pene del que se vio privada en lo real. Al final de su desarrollo la mujer produce entonces la equivalencia chico = Falo.

Pero no nos interesan ahora los avatares de la sexualidad de la mujer, sino esa sexualidad en conexión fálica y precediendo el nacimiento de todo sujeto humano. Podríamos hacer aquí un ejercicio de lectura y recorrer con cuidado un texto como Sobre la transmutación de los instintos y especialmente del erotismo anal. Llamo lectura simplemente a leer con cuidado, atendiendo a lo que ocurre en el texto. Y lo que aquí llama la atención es cierto deslizamiento a nivel de los sujetos gramaticales de las oraciones. En ese texto Freud trata de fundar, está tratando de «sacar» (como dicen los matemáticos), cada una y todas de las cinco equivalencias (chico, falo, excremento, dinero, regalo). La primera pareja que aparece es la relación chico = Falo, pero cuando Freud saca dicha relación el sujeto gramatical es femenino. Ahora bien, y en la medida que el texto avanza y van apareciendo las otras equivalencias, subrepticiamente el sujeto de las oraciones se desliza y se torna indistintamente hombre o mujer. Y si Freud no lo dice explícitamente, se entiende entonces qué hay que concluir a raíz de tales deslizamientos. A saber, que si las cinco equivalencias son momento intrapsíquico de la constitución del sujeto, el sujeto intrapsíquico entonces está constituido por dos sujetos. O aun, que en su constitución intrapsíquica todo sujeto tiene una mujer adentro, la que ha producido la equivalencia entre la pareja fundamental de términos, chico = Falo.

Si el deseo primero de la mujer es deseo de Falo, entonces el hijo equivale a la compensación que colma ese deseo, y todo sujeto es en primera instancia Falo de su madre. Dicho con términos cómicos: todo chico que camina es un salame de su mamá. Pero esta comicidad no debiera hacernos reír, puesto que es en tal relación donde Freud ve el origen del sentimiento de lo siniestro.

La estructura psíquica básica y de origen debe ser descripta como lugar de encuentro del desarrollo de la sexualidad de la mujer con un hijo que se ubica en el ángulo de culminación de tal desarrollo. Si el deseo de la mujer es deseo de Falo que se colma en el hijo, el hijo es de entrada —o se hará— ese Falo que colma el deseo del objeto primordial; su deseo originario es deseo de colmar ese deseo que, casualmente, colmaba. En el punto de partida la relación madre-hijo es una relación de intercambio en donde al interponerse el Falo dos deseos se colman recíprocamente.

Pero este punto de reencuentro y de reciprocidad en el colmamiento, zona siempre cerrada y siempre ideal, puesto que su definición misma contiene su imposibilidad (nadie puede obturar el deseo del otro), no se distingue de lo que Freud llamó «narcisismo». Yo agregaría aun que nada se entiende jamás de las expresiones, o de los conceptos freudianos de «narcisismo primario», «narcisismo primario absoluto», si uno no se remite a esta célula original donde la posición del chico en relación a la madre hace aparecer a ésta como invistiendo ese «absoluto» de perfectibilidad del bebé. Por lo demás, se entiende qué es una madre fálica: es la madre de ese colmamiento ideal. Del lado del chico el concepto correlativo del de madre fálica es el narcisismo. Si en la doctrina el concepto de narcisismo quiere decir algo, tiene que comenzar por significar entonces esta relación cerrada entre dos deseos del que el Falo es objeto de intercambio y expresión. Se esboza entonces la posibilidad de un desarrollo que nos permita ver las articulaciones y el movimiento del Edipo. El punto de partida es una célula: narcisismo-madre fálica. El contenido de esa célula remite al punto donde se colman dos deseos, punto siempre ideal cuya imposibilidad en lo real será uno de los motores mayores del desarrollo. En la medida en que tiene historia el sujeto deberá desgarrarse de su raíz más arcaica de perfección narcisista. Se sabe que Freud ilustra a veces ese narcisismo originario con imágenes expansivas (omnipotencia de las ideas, del deseo, manipuleo mágico de los objetos). En tal caso se tratará de preguntarse por el destino de la megalomanía infantil, ya que en el desarrollo es drenada por el principio de realidad. O bien, y más simplemente, preguntarse por los ideales de perfección infantil aparentemente desaparecidos en el adulto. Para nosotros la pregunta remite a la célula. ¿Qué ocurre con la célula narcisismo-madre fálica?

La historia del destino de la célula es la historia de la emergencia del deseo. El narcisismo es tensión y energía, pero también es libido. El chico recibe su libido como energía del deseo de la madre, y el momento, siempre evanescente pero siempre concreto de esa" relación, se llama autoerotismo. No puedo ocuparme aquí de la relación entre el narcisismo (entendido como célula narcisismo-madre fálica) y las determinaciones de la libido a nivel de las zonas del cuerpo. Basta recordar que la teoría de los objetos «parciales» es solidaria de la inscripción del narcisismo del sujeto en relación al deseo de la madre. El punto de partida del desarrollo es la convergencia de dos deseos, mientras que la historia real consistirá en los avatares de una convergencia que sólo puede ser ideal, al menos en un sentido. Pero en otro esa idealidad es «real»: es libido autoerótica. El modelo de la ameba (Introducción al narcisismo) vale —por más que haya sido criticado por quienes entienden con razón que hay que expulsar de la doctrina la idea de un economicismo pensado como energía y como substancia. A saber, que el narcisismo es fundamental, en el sentido que es condición de toda catexia ulterior de objeto.

En resumen: en el punto de partida existe la condición narcisista como punto de convergencia de dos deseos. En adelante ese narcisismo deberá desarrollarse, el sujeto deberá «ocupar» (Besetzung) sus objetos con la libido de que dispone. Pero ¿cuál es el origen de esa idealidad-«real» de la libido fundante? Freud da distintas respuestas, que pertenecen a distintos niveles de análisis. El primer problema que el desarrollo plantea al sujeto es que el principio de realidad se opone a la expansión narcisista. De tal oposición surgen en efecto las imágenes expansivas del narcisismo y más tarde el Yo ideal como heredero del narcisismo originario. Pero aun, tanto el concepto de narcisismo como las estructuras del aparato psíquico hacen olvidar que lo que se articula es el deseo: a saber, la relación del sujeto infantil deseante con el deseo de la madre. Ahora bien, esa conexión originaria contiene la «razón» del necesario deslizamiento de Freud hacia su última teoría de las pulsiones; contiene muerte (la posibilidad de que esa convergencia que es siempre ideal se torne demasiado real), y contiene en el lado opuesto la tendencia a reunir los objetos en síntesis mayores. ¿Pero se entiende cuál es la conexión entre narcisismo y muerte? ¿A qué se parecería un punto ideal de convergencia donde se soldarían dos deseos? •Tal convergencia es el narcisismo, pero si se realizara lo que contiene como exigencia, el resultado sería el aplastamiento por el deseo del otro (la madre) del sujeto como sujeto deseante (sólo este punto exigiría un seminario entero sobre textos freudianos: Más allá del principio del placer, El Yo y el Ello, El principio económico del masoquismo).

Pero se ve la dificultad. ¿Cómo sale el sujeto de esa relación originaria hecha con la estofa ambigua de la inmortalidad y de la muerte? Se sabe la respuesta de Freud: la posibilidad de la perennidad del deseo depende de la prohibición: a saber, del padre.

 Por la tendencia el chico queda expuesto a todas las seducciones, presto incluso a responder en seductor a la seducción de la madre (recuerden que la seducción como trauma fue uno de los descubrimientos más tempranos de la historia de la doctrina). Ahora bien, cuando en esa relación la seducción recíproca marcha, el resultado es la patología entera. Una madre fálica produce buenos obsesivos, pero seguramente también está en el origen del cuadro perverso.

El padre entra entonces en el triángulo como función de corte: doble prohibición, como dice Lacan. Prohibición dirigida hacia la madre: no integrarás tu producto. Hacia el hijo: no te acostarás con tu madre. La función del padre es entonces de corte. O bien —¿pero quién lo enuncia así?—: el padre es el agente de la castración. En efecto, y si no se quiere confundirlo todo, habría que agregar que el contenido del concepto de castración no carece de precisión en la teoría freudiana, y que en primer lugar remite a la función del padre.

El resultado de la inmixión del padre (que siempre está ahí) entre la madre y el hijo, inmixión que es función de corte, tiene como consecuencia la producción de un conjunto bizarro de relaciones. En primer lugar, el concepto mismo de castración se torna dificultoso. Recae sobre el pene, pero se refiere también al corte, a la elaboración de una destrucción. Todo ello sin olvidar, en relación al pene, las advertencias de Freud (ver notas al pie de 1923: Juanito y Organización genital infantil). Cuando se habla de castración —escribe Freud— se trata del peligro imaginario de la pérdida del pene y de ningún otro tipo de pérdida: destete, pérdida de excrementos y trauma de nacimiento, no son sino aportaciones al complejo. Pero no lo determinan. Esto último por un lado. Pero por otro lo que está en juego para el sujeto es la posibilidad misma de poder o no darse objetos por fuera de la madre como objeto primordial: es decir, trascender el objeto incestuoso, poder «ocupar» objetos otros y más allá de la madre.

Dicho de otra manera: la castración es un complejo, a saber, un nudo de relaciones donde se unen puntos que no están a un mismo nivel ni poseen una significación unívoca. No es correcto hablar de castración en la teoría sin recordar al menos que tal complejo no se agota en el tema de la amenaza, ni en la anécdota del mito ni en el guiñol del temor. Cuando se habla de castración se debe poder significar por lo menos los dos lados que constituyen el complejo: no solamente la amenaza en el hombre y la envidia del pene en la mujer, sino además, y muy peculiarmente, el momento fecundo por donde el sujeto queda separado de su ligazón «incestuosa» con la madre para darse un objeto fuera del grupo familiar.
Pero hecha esta salvedad, se abre entonces una puerta estructural para poder pensar, dentro de los términos de la teoría, la cuestión del afecto, las ansiedades, el temor, la amenaza, en fin, y tal vez hasta los celos y la envidia; pero en especial se podrá plantear entonces la cuestión de la angustia, el afecto psicoanalítico por antonomasia. A pesar de cierta oscilación de los textos, Freud nos indicó la necesidad de concebir el origen de la angustia en ese nudo de relaciones que define al complejo de castración. A lo largo de Inhibición, síntoma y angustia se lo ve oscilar entre cierta duda y determinada certeza. ¿Habrá que reservar la noción de complejo de castración únicamente para referirlo al caso del hombre, mientras que a nivel de los afectos será preciso hablar, para el caso de la mujer, de temor al peligro de abandono? Pero la duda que Freud nos transmite se disuelve si se lee este texto contra el fondo de Lo siniestro. Surge entonces una paradoja en el corazón mismo de la angustia y ésta se revela constituida por un doble temor: por un lado el temor al gesto castratorio del padre, pero por el otro lado, y simultáneamente, temor de no poder alejarse de la madre, de no poder ser abandonado por ella.

El temor a la amenaza, en tanto afecto, se revela entonces conectado con el deseo de lo que el sujeto más necesita. ¿No se dice acaso que es necesario hacer que el paciente «asuma» la castración? Si tal cosa fuera posible, y si es que las paradojas pueden ser asumidas, se podría estar de acuerdo con esa expresión.

Pero la paradoja no se agota en el hecho de que el complejo de castración tiene una sola cara teniendo dos, sino que, y para decirlo con una metáfora, se nos revela como una caverna hecha de desgarrones geológicos. Que el hecho de que el sujeto pueda darse una historia dependa de la castración como corte, momento fecundo por donde por una retoma de la libido podrá ocupar (besetzen) libidinalmente a sus objetos, no significa solamente entronizar en la estructura al padre como lugar (metáfora, simbólico, Ley), sino que obliga a pensar en las propiedades lógicas de lo que la mayor parte de las veces parece más un desgarrón que un sencillo corte. En efecto, aquel punto ideal donde madre y niño aparecían encerrados en el comercio donde cada uno colmaba el deseo del otro, está hecho a la vez con el momento real de la relación del cuerpo del niño con el cuerpo de la madre, con la estofa concreta donde cada cual aprendió su sexo. Quiere decir que el «reservorio» erógeno, de libido, será inseparable de aquella primera posición, pero la paradoja reside aquí en que el destino del sujeto como ser sexuado dependerá de su capacidad de arrancarse de ese lugar de donde casualmente extrae la energía para «catectizar» objetos. El sujeto en cuestión, se lo ve, sólo podrá alimentar de libido a sus objetos si es capaz de cortarse del lugar que alimentó en él toda libido.

La castración en tanto complejo es un nudo y una caverna: a medida que se piensan las relaciones que la recorren se descubre su «verdadero sentido, su peso, su alcance concreto. La castración, para decirlo con una frase, es el lugar de la inserción del sujeto en el sexo y el pasaje a los objetos múltiples de toda socialización del deseo (lo cual, por supuesto, no quiere decir que el deseo jamás se venda). En tanto paradoja, la castración tiene entonces dos caras: temor a aquello a que es preciso acceder, retención de lo que hay que abandonar para acceder al objeto. Paradoja de doble cara o doble paradoja que constituye la estructura misma del concepto psicoanalítico central de narcisismo. Por así decirlo, no es sino por este desvío como debe ser abordado el problema de las perversiones, y por lo mismo, la nosografía psicoanalítica.

Detengámonos un instante ahora en la cuestión del agente del corte, a saber, en la función del padre. La temática de la función del padre —sobre la cual, se sabe, Freud era ya insistente— fue introducida en el psicoanálisis moderno por obra de Lacan y sus discípulos. Diré algo al respecto, una referencia elemental —no quiere decir fácil—; es decir, que el abordaje del problema no es sencillo. Pero trataré —puesto que en este momento quiero hacerme entender— de no echar mano de ninguna jerga lacaniana. La cuestión de la pregunta teórica por la función del padre puede formularse así: ¿Cómo es posible que un padre pueda ejercer la castración? Para contestarla podríamos intentar toda una serie de elucubraciones teóricas, pero olvidaríamos entonces que quien se la plantea, y en idénticos términos, es el propio sujeto, que por decirlo así ella es intrínseca a la estructura intrapsíquica del sujeto. Lo que se debe hacer entonces es dejar hablar a los «cuadros», dejar «decir» al neurótico. Se verá entonces hasta qué punto y en el material mismo (los delirios del obsesivo, los grandes delirios sistematizados de los paranoicos, la articulación del deseo del histérico) tal pregunta aparece como inseparable de la aparente frondosidad de los síntomas.

Nosotros podríamos decir —lo cual, por lo demás, ya ha sido dicho— lo siguiente: para que un padre sea capaz de separar al hijo de la madre es necesario que en el seno de la familia sea el padre quien ejerza la autoridad. Y también que para que ello ocurra debe ocurrir que el padie debe acceder a la autoridad fuera de la familia, que se encuentre bien situado en el juego de roles sociales para que su autoridad se transmute en autoridad familiar. Sin embargo, el concepto sociológico de autoridad puede resultar harto oscuro. Podríamos testimoniarlo con el caso del presidente Schreber.

Sin duda que el padre de Schreber tenía, a lo largo de Alemania y para muchos, una considerable autoridad. Médico y pediatra prestigioso, creador de un famoso jardín de gimnasia y educación que incluía el tratamiento «ortopédico» de los vicios infantiles, hombre admirado incluso hasta por su belleza física, que no carecía, por lo demás, de peso autoritario en el interior de su familia y a quien la madre estaba lejos de hacerle alguna sombra, no fue ajeno seguramente a la paranoia del hijo, quien termina, por lo demás, asilado y demente y muere, prácticamente, psíquica y orgánicamente deshecho.

Pero entonces, ¿qué es un padre? Cuestión espinosa, sobre la que se proyectan las paradojas del narcisismo y del corte. En el caso del Hombre de los Lobos es posible observar cómo se ubica en esta referencia. No sé si ustedes recuerdan el relato que hace Freud de la relación «peculiar» (Leclaire) que une al paciente con el padre. Pero evoquemos primero la relación del sujeto con la castración, la que no es ajena a la sucesión de una breve serie de pequeños traumas y a una serie de inversiones que constituyen su historia. Seducción temprana (a los tres años y tres meses) por la hermana; rechazo del objeto y retención del fin pasivo; sustitución del objeto, la hermana, por la niñera; sustitución de este objeto por otro más arcaico, más primordial, el padre; constitución final de una estructura inconsciente homosexual. El Hombre de los Lobos teme desde entonces la castración que vendría del padre, puesto que su deseo inconsciente no es otro que el de ser satisfecho por el padre. Tal el sentido del sueño de los lobos, sueño de angustia donde el deseo en cuestión aparece insuficientemente disfrazado, el deseo de recibir regalos del padre, a saber, de ser satisfecho, en posición pasiva, por el padre. Si su deseo se cumple será porque se habrá identificado con la madre, la cual y por definición —dice Freud— está castrada. Luego la castración recaerá sobre él.

Sin embargo, este temor a la castración, consecuencia obvia de su posición pasiva frente al padre, no agota la estructura. Por lo demás, si por su estructura inconsciente, latente, el sujeto es homosexual, a nivel de sus conductas manifiestas es bien heterosexual. El resultado de la contradicción entre los niveles no es otro que las inhibiciones del paciente. Leclaire ha señalado cómo, y si por un lado el Hombre de los Lobos teme la castración, al mismo tiempo y simultáneamente la necesita; la castración no es sino la condición que deberá atravesar para poder zafarse de sus inhibiciones. He ahí el significado del tema del «desgarramiento». Este paciente, que teme la castración, no deja al mismo tiempo de desearla, de convocarla por decirlo así, de evocarla en sus fantasías. En resumen: la estructura del conflicto en el Hombre de los Lobos no remite a que el padre pueda ejercer la castración que él teme, sino al hecho de que no puede ejercer la que necesita. En efecto, el padre es un hombre enfermo e investido de una imagen negativa que evoca mucho menos al ser capaz de ejecutar la castración, que a un individuo castrado. Sobre la paradoja de esta posición gira la angustia.

La lectura del caso del Hombre de las Ratas nos introduce a otras articulaciones de la cuestión del padre. Desearía referirme particularmente a una. Para que el padre pueda ascender, por decirlo así, al lugar de la función simbólica, será preciso que el sujeto lo restituya a ese lugar. El esfuerzo del sujeto, el trabajo de la restitución: he ahí la enfermedad misma. Por lo demás, resulta interesante que en el interior de ese trabajo (un verdadero sistema delirante; Freud habla de deliria) el sujeto intente ligar la figura del padre a las funciones de la palabra, el lenguaje y la verdad. En efecto, entre las razones que preceden a las órdenes obsesivas que el paciente se impone cumplir, resalta lo que el sujeto mismo se dice en un momento determinado: «tengo que hacer tal cosa porque lo ha dicho mi padre, y la palabra de mi padre no puede mentir».

Que la relación al padre es el fundamento de una relación por donde el sujeto busca, para decirlo en lenguaje moderno, su identidad, es lo que se puede ver en el caso del presidente Schreber. A lo largo de toda la observación de Freud la figura del padre cobra una relevancia peculiar, hasta culminar en el momento en que Freud describe a Schreber enfrentando al sol, para probarse —verdadera ordalía— su propia legitimidad.

En resumen —y hay que decirlo con una tautología— es preciso que la función del padre funcione para que el sujeto pueda liberarse de la ilusión que lo define como objeto absoluto del deseo de la madre. ¿Pero qué es lo que otorga a tal función el poder de funcionar? Cuestión espinosa, pero habría que señalar en primerísimo lugar el deseo de la madre. Lo que sostiene al padre en su lugar fundante de la estructura del sujeto, es el deseo de la madre por el padre. Cuestión fundamental, por donde el sujeto se constituye en relación a una diferencia. Para decirlo con una frase grosera: es necesario que la madre pueda mirar al pene del padre, que lo haga con ganas, para que el sujeto pueda separarse de su ilusoria posición fálica, clivarse del momento en que funcionaba como falo de la madre. Es el caso de Juanito. ¿Qué es un padre? En primer lugar un padre es esa diferencia introducida por un deseo de madre que no se agota en un deseo de hijo. ¿Pero puede un hijo aspirar a dejar de ser el objeto capaz de colmar en lo absoluto el deseo de la madre? Se tratará entonces de intentar abandonar el momento en que se era el Falo con el cuerpo entero, el falo de la madre, para darse ahora un pene. Pasaje difícil, predestinado a la captura de toda clase de seducciones imaginarías. Titubea Juanito cuando intenta franquearlo: se pregunta todo el tiempo por el tamaño de su pene, se lo ve preocupado con las comparaciones. Lo que ocurre es que la excitación de su propio pene (la fobia aparece ligada en su aparición al exhibicionismo y la masturbación) ha terminado por recordarle que ningún pene puede competir en tamaño con el cuerpo entero. Se entrevé cuál es el origen de la preocupación, bien masculina por lo demás, por el tamaño del pene. No surge de una comparación con otros penes reales, sino que emerge como virtud de un desarrollo, el que va desde la posición cuerpo = Falo al pene real. Si Juanito parece estar prometido a la heterosexualidad, o al menos a cierto uso de su pene, es porque no deja de hacerse una pregunta bien precisa. ¿Tengo o no el objeto que me permitirá entrar en el circuito del deseo del otro? En la medida en que el narcisismo fálico debe ser abandonado, nada puede reasegurar ya al sujeto en relación al deseo del otro. Su propio pene, el pene del padre, la hermanita: he ahí los perseguidores que están en el origen de la fobia de Juanito. Pero como señala Lacan, sería un error considerar como figura castradora al padre real de Juanito. ¿Era deseado ese padre por esa madre?


II


La idea era dedicar esta segunda clase al tema de las perversiones, pero me parece que está contraindicada. Resultará conveniente, en cambio, ajustar las ideas que presentamos a ustedes en la clase anterior, sellar nuestro acuerdo en relación a ideas bien básicas, bien generales. Habíamos comenzado por el complejo de Edipo, pero veíamos cómo en el centro del Edipo aparecía la cuestión de Falo, es decir, el problema del complejo de castración. Si se piensa por lo demás que la castración como concepto remite a un objeto bastante sui generis (un objeto que podría no estar cuando está y podría llegar a estar cuando no está), se entenderá entonces la necesidad de no ir tan rápido. Todo el mundo está de acuerdo, cuando se trata de la teoría psicoanalítica, sobre el aparente hecho de que ahí se juegan cosas en relación a objetos y a relaciones de objetos. Pero ¿qué deberán ser esos objetos si la teoría entera está fundada en la castración, a saber, en algo así como una categoría general de falta de objetos? Alguna vez habrá que mostrar, además, no sólo hasta qué punto la castración tiene un lugar fundante en el interior de la teoría y del campo psicoanalítico, sino y en tanto que antes de Freud tal concepto no existía, su papel de aporte especial para el resto de las ciencias sociales o ciencias de la significación. Por lo demás, dos de los conceptos fundamentales del psicoanálisis se refieren a la castración. Me refiero a la represión y a la angustia. En la concepción por lo mismo que nos hagamos del complejo de castración estará en juego la teoría entera.

Pero no es fácil introducir masivamente el problema del complejo de castración. Para hacerlo deberé ser esquemático, y por lo mismo —pero ello ocurre siempre que alguien comunica el resultado de sus lecturas— dogmático. Tratándose de la castración es preciso entonces enunciar en primer lugar cuatro advertencias fundamentales (se las podría llamar axiomas).

 Habría que distinguir en primer lugar lo que podríamos llamar determinantes empíricos del complejo de castración, es decir, ciertas conductas, del niño o ejercidas sobre el niño, que pueden ser observadas y que aparecen conectadas con efectos patógenos. Tal las amenazas verbales efectivamente proferidas por los padres sobre el chico, sobre cuya importancia Freud vuelve una y otra vez en sus textos. A esto se suma, del lado del niño, otro observable: el descubrimiento por el sujeto infantil de la diferencia de sexos. Freud agrega a veces que tales dos determinantes, la amenaza y la percepción de la diferencia, ejercen su efecto patógeno cuando se combinan. Sólo después de acceder a la percepción de la diferencia de los sexos el chico hace caso a la amenaza, a la que convierte en fantasía de castración.

 Pero en segundo lugar, y más allá de estos observables, habría que detectar y aislar un axioma de estructura: la castración en la madre. He aquí la articulación de base y que debería ser enunciada así: si la madre no tiene falo, entonces el sujeto infantil no es el falo de su madre, lo que significa el derrumbe del narcisismo infantil. De ese derrumbe —siempre dinámico, lo habíamos dicho— depende el hecho de que el sujeto pueda darse o no una historia de sujeto sexuado. Era aquí donde la función del agente de la castración, a saber, el padre, decidía la estructura.

 El tercer axioma debería enunciarse en cambio de este modo: lo que está en juego en el complejo de castración es el pene y ningún otro tipo de pérdidas. No hacemos más que repetir las palabras que Freud repite en dos notas al pie, ambas de 1923, y que ya hemos citado. «Se ha indicado, acertadamente, que el niño adquiere ya la representación de un daño narcisista por pérdida corporal con la pérdida del seno materno después de mamar, por la expulsión diaria de las heces, e incluso ya por su separación del cuerpo de la madre en el momento de su nacimiento. Pero de un complejo de castración no debe hablarse sino cuando tal representación de una pérdida va unida a la de los genitales masculinos.» Se entiende. Tales pérdidas pueden funcionar como «aportaciones» del complejo de castración, pero no lo determinan. Por lo demás, se ve fácilmente la diferencia: destete y pérdida excremental son experiencias reales, la castración en cambio no es real. En cuanto al tema que ocupó a Rank, es cierto, necesitaría ser considerado aparte. ¿No hay ahí un modelo de corte? En efecto, pero se trata de un corte automático.  

Nuestro cuarto axioma, finalmente, pone en relación al segundo con el tercero. Lo que se llama complejo de castración es en efecto un complejo de relaciones: es el lazo que une el problema del narcisismo y la madre fálica con la cuestión de la ansiedad por la pérdida del pene o su posibilidad de llegar a tenerlo. 

Que el padre deba ejercer la función de agente de la castración puede sonar a ustedes como algo que tiene que ver, o que conecta sin más, con el Superyó. Quiero aclarar entonces que estoy utilizando un tipo de discurso absolutamente alejado de los conceptos de la segunda tópica freudiana; pero aun, y si los utilizara, habría entonces que decir que la función del padre no se confunde con el Superyó, y hasta me atrevería a decir que la relación entre ambos es inversamente proporcional: a la fortaleza del uno corresponde la improbabilidad de la otra. 

El complejo de castración se aplica sobre dos puntos simultáneos: la caída de la madre fálica el uno, tener o no tener pene el otro. Pero, entonces, ¿qué es un corte? Y sobre todo, ¿a dónde ha ido a parar el órgano en cuestión? Si su destino es fantástico y su pérdida imaginaria, ¿no será que expresa algo que está ocurriendo en otro lugar? ¿Cuál es la relación entre la caída de la madre fálica y la ansiedad de castración que hace presa del órgano genital? En resumen: el temor de perder el órgano, o la ansiedad por tenerlo, no hacen sino expresar el corte. 

Entre narcisismo y genital existe entonces una relación de expresión. Pero es preciso darse tiempo y no tratar de entender demasiado apresuradamente tal conexión. Se dirá: se entiende, el sujeto teme ser separado de la madre y ese temor recae sobre el pene, se desplaza sobre la ansiedad de castración. El sujeto se prende, por decirlo así, de su propio pene, mientras que en verdad lo que teme es la separación o el abandono de la madre. Ahora bien, es esta manera de entender el corte que define el complejo de castración la que hay que dejar de lado. Hay que comenzar a pensar de otra manera, y, en primer lugar, detectar el hecho de que el corte se realiza sobre un borde de dos lados, que es bifásico, de dos caras simultáneas. Por un lado el sujeto debe separarse, cortarse de su posición fálica en relación a la madre. Pero al mismo tiempo, y por decirlo así, el sujeto debe conservar las propiedades del lugar del que se separa. Por lo mismo, el corte no puede ser absoluto, y, por el contrario, lo que se juega en él es una suerte de sutura lógica que podría expresarse en términos de una simultánea unión-desunión. 

El sujeto debe expulsarse de su posición fálica, tal la condición para que el sujeto en cuestión tenga historia. Pero al revés, esa historia tiene como condición que el sujeto haya podido resguardar su capital libidinal. Se ve entonces que en el punto de partida la posición del sujeto es profundamente conflictiva: si optara por su capital podría quedarse sin la vida, y si se lanzara sin más a la vida podría quedarse sin capital para sobrevivir. En resumen, y si se me permite decirlo así, la angustia no es sino el sentido (en el sentido de direcciones) de ese conflicto. Y podríamos hacernos de una fórmula para su definición diciendo que llamamos angustia a la posibilidad de la imposibilidad del corte. En cuanto a la ansiedad de castración propiamente dicha, la que recae sobre el genital (amenaza en el hombre, envidia en la mujer), habrá que decir de ella que en efecto expresa el corte, pero que por una determinada inversión (operación cuya lógica habría que describir en sí misma), se produce un efecto negativo. Como el Hombre de los Lobos, el sujeto teme lo que necesita y necesita lo que teme. Pero el origen de la angustia reside en la posibilidad de permanecer en la célula fálica de su narcisismo, de no poder encontrar el clivaje que lo libere de una relación simbiótica con la madre, de poder escapar a la amenaza, siempre en cierne, de la devoración materna.  

Volvamos a Juanito, ya que se trata de un excelente ejemplo para entender este movimiento de clivajes necesarios e importantes que está en el origen de la angustia. En el texto de la observación se ve a Freud todavía excesivamente tributario de su segunda teoría de la angustia. La angustia aparece en efecto como resultado de la represión de la moción libidinal de Juanito por su madre: es libido transformada. Angustia difusa o histeria de angustia que en un segundo momento buscará reparo en la determinación del objeto fóbico. Para Freud el Edipo de Juanito es definitivamente positivo y la angustia el resultado del gesto retaliativo del padre. Pero si se lee con atención, se ve que se puede y se debe entender de otra manera el origen de la angustia. Las dos fantasías de trasgresión, pasar un cerco prohibido en el parque y romper con piedras los vidrios de un tren, muestran hasta qué punto Juanito se nivela con el padre, quien aparece más en posición de fraterno qtie en situación de retaliador. No hay diferencia entre Juanito y el padre en relación a la posesión de la madre, y si el padre tiene un acceso a la madre que en cambio le es vedado a Juanito, tal derecho del padre aparece como contingente, como una determinación de la casualidad y no como algo referido a una legalidad. Si el padre aparece como momento fundamental de la determinación de la angustia, no es porque lo arranca de la madre, sino porque puede no arrancarlo. Es un verdadero padre incierto, como escribe Freud en otro lugar. Por eso, como dice Lacan, si los caballos simbolizan al padre, no lo hacen directamente. La pregunta fundamental de Juanito no es sino ésta: ¿qué es un padre? O bien, ¿a quién estoy atado, a mi madre o a mi padre? Juanito se pregunta por la causa, por la fuerza de la causa. Sólo a causa de mi padre podré arrancarme de mi madre, ¿será mi padre suficientemente fuerte para ocupar el lugar de esa causa? Se entrevé por lo demás el sentido del temor de Juanito ante los caballos que se caen y el sentido de su sentimiento de culpabilidad. Pero entonces es por la vía del significante por donde hay que perseguir la determinación del objeto fóbico y cobra entonces peculiar relevancia la homofonía entre tvegen y Wágeti. «Pero Juanito, que ya partió con la abuela, no puede volver a partir con el padre. ¿A qué está uno enganchado? He ahí uno de los elementos primeros de la elección del significante caballo. Juanito lo articula él mismo, cuando explica a su padre de qué manera piensa que se atrapó la tontería-, el caballo es algo que está hecho para ser atado. Y Freud muestra en la asociación entre Wágen (carros en plural) y wegen (a causa de), que la fobia viene del caballo de la misma manera que el caballo arrastra el carro. Puesto que el peso de wegen queda transferido por metonimia a lo que viene justo después del caballo, que el caballo representará para él todas las esperanzas de solución: antes de ser caballo el caballo es algo que liga, que coordina: su función de mediación es primera» (Lacan, Relaciones de objeto y estructuras freudianas). 

Por lo demás el objeto fóbico está sobredeterminado. El caballo es el padre, pero también la madre (peligro de hermanitos), es el propio Juanito (pataleo, erotismo anal). Y a la vez que referida a un objeto, la fobia parece difundirse, constituir un campo: Juanito teme a los caballos, a que lo muerdan, a los caballos blancos, a los carros cuando doblan, y además el temor se extiende a los trenes. En tal extensión, una fantasía de Juanito adquiere especial interés. Juanito le dice al padre que teme subir a uno de esos carros que se detienen junto al andén, para poder llegar, como los otros chicos, al otro lado. Teme que al subir al carro, y antes que pueda atravesarlo, éste eche a andar. El padre le pregunta entonces si lo que teme es que lo lleven lejos de la madre, a lo que Juanito contesta que no, que de cualquier modo él siempre volvería. Pero ¿no se ve entonces en esta fantasía la idea de que la angustia se origina no en alejarse de la madre, sino en el hecho de que tal vez deba siempre volver a ella?

III 
Deberíamos ahora tratar de introducirnos en el tema de las perversiones. En efecto, solo a partir de los esquemas que construí para ustedes en las dos lecciones anteriores, nos será posible situar a la perversión en la teoría psicoanalítica. No me referiré aquí a los múltiples aspectos del problema de las perversiones, es decir, que no reflexionaré por ejemplo sobre el estatuto sociolegal de las perversiones, ni tampoco —lo que no carecería por otra parte de interés— sobre la función social del perverso, el lado adaptado —o mejor, el lado donde la sociedad parece soportarlo y se adapta a él— del perverso. ¿Han reflexionado ustedes, por ejemplo, sobre el perverso y las modas, concretamente sobre la función del perverso en el diseño de la ropa? Pero ustedes adivinarán que aun los problemas así planteados sólo podrían ser aclarados, o sólo podrían ser mejor entendidos, en la perspectiva de la teoría psicoanalítica.  

Según me dicen, uno debe ser claro cuando pretende enseñar algo; yo pienso además que hasta se debería llegar a ser esquemático. No evitaré serlo. Teniendo en cuenta los esquemas ya presentados podríamos entonces dividir, digamos, las perversiones mayores, en dos campos. Habría que colocar de un lado a la homosexualidad, al travestismo y al fetichismo. Del otro lado habría que ubicar al masoquismo y al sadismo, o al sadomasoquismo. Y en efecto, se puede decir que por menos que se indague en la estructura, las primeras están referidas al complejo de la madre, mientras que las segundas dependen del complejo del padre. 

Es fácil darse cuenta que la homosexualidad, el travestismo y el fetichismo tienen como tema lo que nosotros llamábamos el corte, la cuestión de la madre fálica, el narcisismo. El sadismo y el masoquismo en cambio no viven sino en relación al campo del castigo y de la culpa, a saber, vueltos hacia el agente de la castración, el padre. 

Basta reflexionar sobre la definición que Freud nos dio del fetichismo para adivinar de qué lado se ubica esta perversión. El fetiche es, según Freud, el sustituto simbólico del pene (que falta) en la madre. Extraño símbolo, en primer lugar, puesto que viene a representar a un objeto que no existe. Pero en segundo lugar no es ocioso observar, y acentuar el hecho, de que el objeto fetiche es eso, un objeto, algo que tiene peso óntico, género o goma, zapato o botón, pelo o bombacha, pero siempre algo con olor y peso. En efecto, se podría decir que el fetiche es objeto antes de ser símbolo, un objeto que en la vida sexual del sujeto cobra de pronto una importancia fundamental. Sustituto simbólico del pene de la madre, objeto concreto que pertenece generalmente a la clase de los trapos, el fetiche es el objeto que resulta de una estrategia por donde el sujeto reasegura su posición fálica obturando un agujero en la madre. 

Para ceñir definitivamente la concepción freudiana del fetiche podríamos distinguir su definición, su modo de defensa constitutivo y el mecanismo de su constitución.  

Hemos dado la definición: el fetiche es el objeto segregado que viene en lugar del pene faltante en la madre. Pero por lo mismo, el fetiche es defensa contra la aceptación de la diferencia de los sexos, a saber, contra el reconocimiento por el sujeto de la castración de la madre. Pero hablamos de modo de defensa y no de mecanismo para indicar por una parte que aquí la defensa no es ejercida por el yo, y para señalar al mismo tiempo que tal defensa es constitutiva del cuadro en cuestión. Freud llamó Verleugnung (renegación, según la acepción española que figura en Laplanche y Pontalis) a una operación por donde el sujeto percibe por una parte la falta en la madre, al mismo tiempo que rechaza los datos de esa percepción. Resulta interesante resaltar que a raíz del fetichismo Freud se vio obligado a escribir su trabajo sobre la escisión del yo (1938). Finalmente podríamos enunciar el mecanismo de constitución de la siguiente manera: relación de antes o después en el tiempo y de contigüidad en el espacio. Freud dice que fetiche es el lugar donde se detuvo la mirada antes de descubrir la falta, antes de descubrir que la madre era poseedora de un altar vacío. Como en un desnudamiento, la bombacha, lo último en caer, retiene la creencia, hasta último momento, en la premisa universal del pene. Agregar un elemento de ilusión, fetichista, fálico: he ahí la función del slip en el striptease femenino.

 En resumen: el fetiche es un objeto (aquí la palabra «objeto» es fuerte) producido por una determinada estructura intrasubjetiva, la que supone un yo escindido en lucha contra la castración de la madre, el fetiche no es más entonces que el resultado existoso por donde el sujeto ratifica su posición narcisista. Habrá que agregar que la perversión fetichista existe en toda una gama posible de conductas sexuales, desde el caso puro en que el sujeto se satisface muy bien y solitariamente con un trapo, pasando por estructuras intermedias donde el fetiche aparece cumpliendo una función de apoyo que hace posible el acceso al objeto heterosexual, hasta formas más humildes, o más encubiertas: la exigencia de un detalle, o la presencia o cercanía de un objeto como condición de la erección del deseo sexual. Y hasta habría que llegar a preguntarse, finalmente, si la condición fetichista puede desaparecer del todo de la conducta heterosexual normal. ¿Cuál es el sentido de esa Ich-Spaltung a la que Freud pareció otorgar un estatuto constitutivo, o generalizado, para el sujeto en cuestión? No hay que olvidar, por lo demás, que el fetichismo es una estrategia nunca del todo exitosa —punto que ya Freud no había dejado escapar— y que como testimonio de cierto retorno de lo reprimido aparecen residuos fóbicos acompañando a los casos más puros. La posición hasta cierto punto similar del objeto en la fobia y el fetiche parece determinar una relación de complementariedad entre los cuadros. 

¿Qué decir del fetiche en relación a la homosexualidad? Freud veía en el fetichismo una defensa contra la homosexualidad; al otorgar un pene a la madre el sujeto hace soportable su relación con la mujer castrada. Tal observación no excluye en cambio la existencia bastante común de cuadros mixtos, la combinación de la homosexualidad y el fetichismo, como en el caso descripto en la literatura reciente por Masud R. Khan (en Nouvelle Revue de Psychanalyse, n.° 2, 1970), donde el sujeto se ve confrontado a una exigencia fetichista que recae sobre el prepucio del compañero sexual. Pero de cualquier manera uno podría preguntarse qué le ocurre al fetichista, como enseña Lacan, cuando hace votos de retorno a un amor de objeto normal. Tanto la clínica como la reflexión teórica nos dicen que pueden ocurrirle tres cosas, en las que renace el conflicto irresuelto con la madre fálica, la diferencia de los sexos, el pene perseguidor del padre. En primer lugar, y en tanto rechaza el soporte del objeto fetiche, el sujeto regresará masivamente a la posición del narcisismo fálico. Pero ahí lo espera una madre sin pene y reaparece el peligro de la mujer devoradora. Puede también intentar profundizar el camino del cortador de trenzas, esa forma mixta de heterosexualidad y fetichismo fundidos donde Freud describía la identificación del sujeto con el agente de la castración. Pero sobre el fondo de una escena primitiva sádica no podrá terminar su relación con la mujer. Puede intentar finalmente progresar hacia una relación homosexual de objeto. Pero en tanto no ha elaborado el sistema identificatorio que le permitiría tornar apto para el goce al compañero del mismo sexo, y sobre el fondo de una escena primitiva también sádica, no podría dejar de adscribir propiedades persecutorias al pene paterno y su identificación con la mujer adquirirá una fuerte tonalidad sacrificial. Pero ¿no evocan estos tres intentos todo un complicado campo de formas mixtas, las relaciones y las diferencias de acentos entre el fetichismo y la homosexualidad, el masoquismo, el sadismo?

 Hemos visto cómo tales relaciones, tanto como el pasaje a las formas mixtas, podían plantearse partiendo del fetichismo. Pero si partiéramos de otra perversión, del travestismo por ejemplo, no nos veríamos menos envueltos en un nudo de relaciones recíprocas, de acentos, de manifestaciones muy semejantes de la estructura, en una fenomenología de las diferencias que incluye a las semejanzas. En un excelente y ya clásico artículo sobre el travestismo Fenichel pasaba revista a los autores que habían señalado los elementos en común de esa perversión con el masoquismo (fantasías conscientes de humillación que acompañan a la necesidad de vestir las ropas del sexo opuesto), con el exhibicionismo (gratificación de ser visto en trance de usar esas ropas), con la homosexualidad (habitual aspecto afeminado del travesti), con el fetichismo (valorización de la ropa interior femenina, predilección por el uso de aros, atracción por los zapatos de mujer), y aun con el transexualismo (Fenichel no utiliza la palabra). Pero se ve al menos para este último caso en qué consiste la diferencia. El transexualismo es, por decirlo así, una Erlebnis: el sujeto se dice propioceptivamente mujer, se percibe mujer —como el presidente Schreber que decía sentir en el interior de su cuerpo los nervios de la voluptuosidad femenina—. El travesti, en cambio, busca un efecto exterior, y mientras que el transexualista es «serio», el travesti persigue apariencias. Como en el caso del fetichismo hay aquí una valorización de lo ilusorio. Se nos ocurre que la búsqueda travesti consiste mucho menos en la ambición de convertirse en una verdadera mujer que en exhibirse como mujer falsa, falsedad sobrevalorizada como tal y querida por la voluntad. O al menos, y si pretende ser admirado como mujer, lo pretende de los ojos de los demás, es decir que lo que es valorizado es la mirada como lugar del equívoco. Por lo demás, tampoco se podría decir tal vez que el travestismo se explica por un simple deseo de engañar, sino más bien por el deseo de revelar el engaño en el momento mismo en que engaña, y por una transmutación de los valores, por el intento de aislar la verdad del goce. ¿Pero de qué verdad o de qué transgresión pretende el discurso travestista erigirse en testimonio? Lo apuntado no es aquí sino la estofa interior misma del campo de las apariencias en referencia al sexo. Ahora bien, el entrecruzamiento de tal campo con el deseo y el goce es lo que en la teoría psicoanalítica se llama Falo. Categoría general de la falta de objeto,principio de las ausencias en torno a las que se articula el sexo, el Falo es el denominador común que puede ayudarnos a entender el hecho de la homosexualidad masculina, a saber la condición erótica que excluye como compañero sexual a todo ser que no tenga pene, y su relación de coexistencia con la homosexualidad femenina, a saber, la condición erótica que impone que el compañero, en cambio y al revés, no tenga pene. Quiero decir que, como lo muestra el caso de una mujer que desea a otra mujer, el Falo puede también ser buscado ahí donde casualmente no está. ¿No hay en todo eso algo bien ilusorio? Sin vincularlo como referencia a una valorización de lo ilusorio, ¿cómo entender el travestismo? Se entiende cómo vistiendo ropas de mujer el travesti pretende en primer lugar representar a la madre con pene. Hacerse amar por una mujer, por ejemplo, como mujer que conserva su pene y para hacerlo, nada más sencillo que usar ropas de mujer, utilizando hasta agotarla la función primera de la ropa que, como dice Lacan, no es otra que la de ocultar tanto lo que se tiene como lo que no se tiene.

 Pero todas estas observaciones no dan cuenta, para hablar como Fenichel, de la etiología patognómica. En el travesti, en el homosexual, en el fetichista, se ve esa referencia constante al narcisismo y a la madre fálica: se diría aun que aquí la razón de la estructura es una acción reparatoria, que estos perversos obturan, sosteniendo, la falta del pene en la madre. Han convertido, cada uno a su manera, la posibilidad de la imposibilidad del corte en condición de una relación de goce con el objeto. ¿Pero a dónde ha ido a parar aquí la función del agente de la castración? ¿Cuál es el lugar del padre con referencia a la estructuración del cuadro perverso? 

En vez de contestar intentaremos una reflexión, que necesariamente ha de ser muy rápida, sobre cierta veta para entender el sadismo y el masoquismo tal como aparece en un texto de Freud. Veta interesante donde la perversión es abordada por el desvío de la fantasía, lo que ayuda a no olvidar que en general las perversiones tienen poco que ver con la articulación espontánea de las pulsiones parciales, y todo que ver en cambio, para usar una metáfora de Hans Sachs, con la estructura de un lente, el complejo de Edipo, sobre el que refractan los rayos de la conducta sexual. Me refiero a Pegan a un niño.  

Texto muy interesante puesto que es posible encontrar claramente en sus conclusiones la resolución, inusitada si se quiere, de un problema que, por decirlo así, preocupó a Freud: la cuestión que podría decirse anterior aun a la determinación perversa, de quién es primero en la génesis de la estructura del sujeto, si el sadismo o el masoquismo, la cuestión de quién precede a quién. Freud dio dos respuestas al problema, o al menos son dos las conocidas. En un primer momento del desarrollo de su pensamiento contestó que el sadismo era primero, e invirtió la relación cuando introdujo más tarde la pulsión de muerte. Pero ambas soluciones, y más allá de decidir cuál podría ser la más correcta, son en efecto bien especulativas. En el primer momento Freud dedujo la prevalencia del sadismo de la Bemàchtigungstrieb, pulsión de dominio, de control originario de los objetos y correlativa del erotismo anal. Control esfinteriano y control muscular de los objetos son los momentos correlativos y fundantes que hacen del niño un sujeto tempranamente cruel. Señalemos al pasar que más tarde, antes de introducir la pulsión de muerte, Freud comprendería que no se podía explicar las tendencias agresivas a partir meramente de la maduración muscular, sino de un elemento peculiar de la estructura del yo humano. Me refiero a la tesis claramente explicitada en La disposición a la neurosis obsesiva, un artículo de 1913 donde Freud encuentra la idea fructífera, que sin embargo no desarrollaría, de que si después de todo en la génesis de la moral el odio es anterior al amor, ello no se debe sino a una anticipación temporal en la organización del yo. «Tal anticipación obligaría, por la acción de los instintos del yo, a la elección de objeto en un período en que la función sexual no ha alcanzado aun su forma definitiva, dando así lugar a una fijación en la fase del orden sexual pregenital [... ] Quizás es este el sentido de una frase de W. Steckel, que me pareció en un principio incomprensible, y en el que se afirma que el sentimiento primario entre los hombres es el odio y no el amor» (Standard, XII, 325). Pero me basta con esta referencia a un punto que considero crucial para decidir no sólo el problema de la agresión en la teoría, sino aun más la difícil estructura del narcisismo. Pero volvamos a la primera posición freudiana. ¿Cómo no ver el aspecto especulativo de la conexión entre control muscular y sadismo? Ahí se afirma más de lo que se ve, y si bien Freud reconocía que el sadismo propiamente dicho era crueldad a la que se agregaba la tendencia erógena, la reflexión completa permanecía especulativa puesto que no se entendía bien la génesis y el origen de tal agregación de tendencias. 

Cuando llega la hora de Más allá del principio del placer Freud invierte la posición y sella la prevalencia del masoquismo. Deflexión de la pulsión de muerte en el sujeto, el reconocimiento del masoquismo primario depende de si se ha probado o no la existencia o la presencia de la pulsión de muerte. Ahora bien, se sabe que a lo largo de Más allá del principio del placer los argumentos especulativos ganan mayor terreno que el ocupado por los argumentos teóricos. Freud no pretende probar la necesidad para la teoría de la pulsión de muerte, su valor operatorio, su utilidad para quien intenta permanecer en un esquema dualista y seguir sirviéndose de él, sino que realiza en cambio analogías masivas con la biología (especulativa por lo demás), nivel de discurso del que tenía en cambio perfecta conciencia puesto que tildaba, sin descalificarlo, de mitología al gran modelo pulsional.

 Sea como fuere —y sería preciso volver sobre esta sorprendente posición de Freud— en su reflexión sobre la fantasía de Pegan a un niño se lo ve practicar una metodología completamente distinta, donde la argumentación especulativa y la argumentación teórica ceden el paso al discurso deductivo. En este texto Freud parte de dos axiomas. Por una parte postula que la circulación de la libido del sujeto infantil en el triángulo edípico genera culpa, y por otra parte de la posición de competencia de todo sujeto en relación g. su semejante, o en relación, lo cual es básicamente lo mismo, al hermanito. Olvidándonos por un instante del problema que nos ocupa, la estructura perversa, debiéramos dejarnos guiar por el ordenamiento espontáneo de las razones del texto. Ahora bien, lo que ahí se percibe es que —uno no sabría decir si primario o secundario— el masoquismo es una posición básica y tal vez de todo sujeto humano. Freud muestra que tal posición contiene y representa la solución exitosa de los problemas de la competencia con el semejante y la culpa edípica. Por una combinación de ambos campos el discurso deductivo muestra un masoquismo bien erógeno, puesto que el dolor se erogeniza en la estructura, como lugar donde el sujeto estabiliza su relación con el otro. Lo peculiar es que el otro que aquí «entra en escena» (textualmente) no es un otro cualquiera, sino que y por decirlo así es un otro con mayúscula, nada menos que el padre. Es por este desvío por donde nos parecía que un texto como Pegan a un niño no aporta solamente un grupo de recomendaciones mínimas para entender la perversión sadomasoquista, sino que sirve simultáneamente para reflexionar sobre la función del padre en el interior del campo más general de la estructura perversa.

 Freud descubre que la fantasía contiene tres escenas y que entre ellas media una realidad temporal. La construcción se realiza a partir del relato del sujeto adulto que recuerda vagamente una escena imaginada, conectada con el placer masturbatorio infantil y cuya forma evoca la fórmula lingüística impersonal Ein Kind wird geschlagen, donde agente y paciente del castigo son sujetos anónimos, impersonales: un mayor en general y un niño cualquiera. Los pacientes (se trata en primer lugar de sujetos femeninos) logran evocar lo que aparece como fase anterior de la fantasía, y cuya fórmula lingüística sería la siguiente: el padre pega al otro niño, a un niño odiado por mí. Freud deduce entonces que este efecto de fading que une las dos escenas no obedece sino a la razón de que una etapa intermedia de la fantasía debió permanecer inconsciente. Es la que reconstruye el análisis: el sujeto de la fantasía aparece entonces en posición masoquista y siendo golpeado por el padre. ¿Cuál es la razón de la secuencia?

La primera escena donde el sujeto fantasea que el padre castiga a un sujeto que no es él, no es sino una fantasía triunfante sobre el competidor. Aquí todavía la fantasía no está libidinizada, la cuestión es meramente un problema de competencia con el hermanito. Pero en la medida en que el triunfo sobre el hermanito significa que el sujeto deberá jugar en relación a los padres la libido de la competencia, la pulsión incestuosa hacia los padres no puede no producir culpa. Surge entonces la segunda escena como consecuencia del impacto de esa culpa sobre la fantasía triunfante de la primera escena. La condición de la transformación del sadismo en masoquismo, reflexiona Freud, se realiza por la vía del sentimiento de culpa. Pero la culpa tiene ya la posibilidad de erogenizar la posición obtenida. Resultado de una libido inhibida por la prohibición, la culpa erogeniza, se sabe, el lugar donde se aplica. Por lo demás, la posición masoquista recibe simultáneamente el aporte del erotismo anal: el cbnflicto edípico relativiza siempre la genitalidad; puesto que la castración está siempre indicada, una determinada regresión aparecerá siempre como consecuencia necesaria. El pasaje de la segunda escena a la tercera —la de la fórmula definitiva— no es más que un pasaje de ocultamiento. La fórmula Pegan a un niño oculta el goce masoquista reprimido, la escena en que el sujeto ha erogenizado el castigo del padre.

 En relación al caso del varón, Freud observa una diferencia. Por una parte la primera escena no es recordada por los sujetos masculinos, a lo que no otorga importancia. La fase intermedia que en la niña permaneció inconsciente y tuvo que ser construida, aparece en cambio en el varón, sólo que quien pega es una figura femenina, probablemente la madre. Pero se puede deducir entonces con seguridad absoluta que si la escena masoquista se salvó de la represión, fue porque algo tuvo que disfrazar en el camino. Queda sólo una hipótesis: el sexo del padre agente de la castración fue lo cambiado, y el varón igual que la niña tiene una escena inconsciente: soy pegado por mi padre.  

Masoquismo básico, decíamos, puesto que la posición es exitosa. La segunda escena contiene a la primera como a su verdad, es decir que el masoquismo condene un triunfo, si no todavía sádico, al menos narcisístico sobre el competidor. Si el dolor del castigo se erogeniza, es porque se aplica sobre libido narcisística triunfante. Pero al mismo tiempo se ha logrado transformar la culpa resultante de la moción incestuosa en fuente generadora de libido.

 Es interesante. En tanto el agente del castigo es el mismo tanto para el hombre como para la mujer, la fantasía sirve para probar una vez más la tesis general freudiana sobre el no paralelismo de las posiciones masculina y femenina. Y por lo mismo, una cuestión de diferencias de acentos en relación a lo reprimido. Lo que el hombre reprimiría más es una posición masoquista referida al padre del mismo sexo, a saber, una combinación de masoquismo y homosexualidad. Mientras que la mujer reprime la posición masoquista frente al padre del sexo opuesto, a saber, la combinación del masoquismo y la heterosexualidad. En ambos casos hay ahí un noli me tangere bien especial y determinado: el pene del padre. Parecería como si lo prohibido fundamental fuera la relación con un compañero sexual con pene, el goce masoquístico del pene del otro. O al revés, ¿la relación con un compañero con pene no definirá al masoquismo? Por este desvío, se lo ve, y a nivel mismo de la estructura y ya no de la fenomenología de los cuadros, el masoquismo se une, al menos para el caso del varón, con el voyerismo y la homosexualidad.

 ¿Pero cuál es la función del padre en las perversiones? .Reduciéndonos a describir lo que la fantasía de Pegan a un niño nos deja entrever, habría que contestar que aquí el padre aparece ubicado en un lugar contractual, presentificado, puesto dentro de la escena. Es cierto que se lo adorna con los emblemas del castigador, pero eso no significa sino que se lo ha rebajado del lugar del legislador para otorgarle otro lugar (¿más humano?) de compañero contractual. Es por el desvío de la operación perversa, una trasgresión de lugares que no es mofa sino que plantea la relación del saber con el goce, por donde ustedes deberían abordar algún día la función del padre en la certeza perversa.

* Mejor habría que decir un significante y no un concepto (nota de 1976).