domingo, 26 de marzo de 2017

Claude Levy-Strauss: “Estructuras elementales del parentesco” Capítulo I NATURALEZA Y CULTURA



 Anotaciones José Luis González Fernández

Entre los principios que formularon los precursores de la sociología, sin duda ninguno fue rechazado con tanta seguridad como el que atañe a la distinción entre estado de naturaleza y estado de sociedad. En efecto, es imposible referirse, sin incurrir en contradicción, a una fase de la evolución de la humanidad durante la cual ésta, aun en ausencia de toda organización social, no haya desarrollado formas de actividad que son parte integrante de la cultura. Pero la distinción propuesta puede admitir interpretaciones más válidas.

Los etnólogos de la escuela de Elliot Smith y de Perry la retornaron para desarrollar una teoría que puede discutirse, pero que, más allá del detalle arbitrario del esquema histórico, pone claramente de manifiesto la oposición profunda entre dos niveles de la cultura humana y el carácter revolucionario de la transformación neolítica. No puede considerarse que el hombre de Neanderthal, con su probable conocimiento del lenguaje, sus industrias líticas y sus ritos funerarios, existe en estado de naturaleza: su nivel de cultura se opone, sin embargo, al de sus sucesores neolíticos con un rigor comparable -si bien en un sentido distinto- al que les conferían los autores de los siglos XVII y XVIII. Pero sobre todo hoy comienza a comprenderse que la distinción entre estado de naturaleza y estado de sociedad 1, a falta de una significación histórica aceptable, tiene un valor lógico que justifica plenamente que la sociología moderna la use como instrumento metodológico. El hombre es un ser biológico al par que un individuo social. Entre las respuestas que da a las excitaciones externas o internas, algunas corresponden íntegramente a su naturaleza y otras a su situación: no será difícil encontrar el origen respectivo del reflejo pupilar y el de la posición que toma la mano del jinete ante el simple contacto con las riendas. Pero la distinción no siempre es tan simple: a menudo los estímulos psicobiológicos y el estímulo psicosocial provocan reacciones del mismo tipo y puede preguntarse, como ya lo hacía Locke, si el miedo del niño en la oscuridad se explica como manifestación de su naturaleza animal o como resultado de los cuentos de la nodriza.2 Aun más: en la mayoría de los casos ni siquiera se distinguen bien las causas, y la respuesta del sujeto constituye una verdadera integración de las fuentes biológicas y sociales de su comportamiento.

1 Hoy diríamos mejor: estado de naturaleza y estado de cultura
2 En efecto, parece que el temor a la oscuridad no aparece antes del vigesimoquinto mes. Cf. C. W. Valentine, The Innate Basis of Fear. Journal 01 Genetic Psychology, vol. 37, 1930. 

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Esto sucede en la actitud de la madre hacia su niño o en las emociones complejas del espectador de un desfile militar. La cultura no está ni simplemente yuxtapuesta ni simplemente superpuesta a la vida. En un sentido la sustituye; en otro, la utiliza y la transforma para realizar una síntesis de un nuevo orden.


Aunque resulta relativamente fácil establecer la distinción de principio, la dificultad comienza cuando se quiere efectuar el análisis. Esta dificultad es doble: por una parte, se puede intentar definir, para cada actitud, una causa de orden biológico o de orden social; por otra, buscar el mecanismo que permite que actitudes de origen cultural se injerten en comportamientos que son, en sí mismos, de naturaleza biológica y logra integrárselos. Al negar o subestimar la oposición se cerrará la posibilidad de comprender los fenómenos sociales, al otorgarle su pleno alcance metodológico se correrá el riesgo de erigir como misterio insoluble el problema del pasaje entre dos órdenes. ¿Dónde termina la naturaleza? ¿Dónde comienza la cultura? Pueden concebirse varias maneras de responder a esta doble pregunta. Sin embargo, hasta ahora todas estas maneras resultaron particularmente frustrantes.

El método más simple consistiría en aislar a un recién nacido y observar sus reacciones frente a distintas excitaciones durante las primeras horas o días que siguen al nacimiento. Podría suponerse, entonces, que las respuestas obtenidas en tales condiciones son de origen psicobiológico y no corresponden a síntesis culturales posteriores. Mediante este método la psicología contemporánea obtuvo resultados cuyo interés no puede hacemos olvidar su carácter fragmentario y limitado. En primer lugar, las únicas observaciones válidas son las que se hacen en los primeros días de vida, ya que es probable que aparezcan condicionamientos en el término de pocas semanas y tal vez de pocos días; de este modo, sólo algunos tipos de reacciones muy elementales, tales como ciertas expresiones emocionales, pueden estudiarse en la práctica. Por otra parte, las pruebas negativas presentan siempre un carácter equívoco, porque siempre queda planteada la pregunta de si la reacción está ausente a causa de su origen cultural o a causa de que en el período temprano en que se hace la observación los mecanismos fisiológicos que condicionan su aparición no están aún desarrollados. A partir del hecho de que un niño muy pequeño no camine no puede concluirse la necesidad del aprendizaje, puesto que, por lo contrario, se sabe que el niño camina en forma espontánea desde el momento en que su organismo está capacitado para hacerlo.3

3 M. B. McGraw, The Neuromuscular Maturation of the Human Infant, Nueva York, 1944

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Se puede presentar una situación análoga en otros dominios. El único medio para eliminar estas incertidumbres sería prolongar la observación durante algunos meses o incluso años, pero entonces nos encontramos con dificultades insolubles, ya que el ambiente que pudiera satisfacer las condiciones rigurosas de aislamiento exigidas por la experiencia no es menos artificial que el ambiente cultural al que se pretende sustituir. Por ejemplo, los cuidados de la madre durante los primeros años de la vida humana constituyen una condición natural del desarrollo del individuo. El experimentador se encuentra, pues, encerrado en un círculo vicioso.

Es cierto que a veces el azar pareció lograr lo que no podría alcanzarse por medios artificiales: el caso de los "niños salvajes"(A) perdidos en la campiña desde sus primeros años y que por una serie de casualidades excepcionales pudieron subsistir y desarrollarse sin influencia alguna del ambiente social impresionó intensamente la imaginación de los hombres del siglo XVIII. Sin embargo, de las antiguas relaciones surge claramente que la mayoría de estos niños fueron anormales congénitos y que es necesario buscar en la imbecilidad, mostrada en grado diferente por cada uno de ellos, la causa inicial de su abandono y no, como se quiere a veces, su resultado.  4

Observaciones recientes confirman este punto de vista. Los supuestos "niños lobos" encontrados en la India jamás alcanzaron plenamente un desarrollo normal. Uno de ellos -Sanichar- jamás pudo hablar, ni siquiera cuando adulto. Kellog informa que de dos niños, descubiertos juntos hace unos veinte años, el menor nunca fue capaz de hablar y el mayor vivió hasta los seis años, pero con un nivel mental de dos años y medio y un vocabulario de sólo cien palabras. 5

Además, estos ejemplos deben descartarse por una razón de principio que de entrada nos sitúa en el corazón de los problemas cuyo análisis es el objeto de esta Introducción.

(A) Nota de JLGF. El autor reconoce en el prologo a ediciones posteriores, que para la fecha de este escrito no había estudiado lo suficiente el tema de los niños salvajes.
4 J. M. G. Itard, Rapports et mémoires sur le sauvage de l'Aveyron, etc. París, 1894. A. von Feuerbach, Caspar Hauser, traducción al inglés, Londres, 1833, 2 vols.
5 G. C. Ferris, Sanichar, the Woll-boy 01 India, Nueva York, 1902. P. Squires, "Wolf Children" of India. American Journal 01 Psychology, vol. 38, 1927, pág. 313. W. N. Kellog, More about the "Wolf-children" of India, ibíd., vol. 43, 1931, págs. 508509; A Further Note on the "Wolf-children" of India, ibíd., vol. 46, 1934, pág. 149. Véase también, para esta polémica, J. A. L. Singh y R. M. Zingg, Wolf-children and Feral Men, Nueva York, 1942, y A. Gesell, Wolf-child and Human Child, Nueva York, 1941. 


 ©Musée du quai Branly, Foto: Claude Lévi-Strauss/Scala, Florence/ ©Laurence Aëgerter en Ronald van Tienhover

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Un informe de 1939 considera como idiota congénito a un "niño-babuino" de África del Sur, descubierto en 1903 a la edad probable de doce a catorce años. 6 Por otra parte, la mayoría de las veces puede sospecharse de las circunstancias del encuentro.

Blumenbach, desde 1811, en un estudio consagrado a uno de estos niños, "Peter el salvaje", decía que nada podía esperarse de fenómenos de este orden. Señalaba, con intuición profunda, que, de ser un animal doméstico, el hombre es el único que se domesticó a sí mismo 7. Es posible observar que un animal domestico –un gato, por ejemplo, o un perro o un animal de corral- si se encuentra perdido y aislado vuelve a un comportamiento natural que fue el de la especie antes de la intervención externa de la domesticación. Pero nada semejante puede ocurrir con el hombre, ya que en su caso no existe comportamiento natural de la especie al que el individuo aislado pueda volver por regresión. Como más o menos decía Voltaire: una abeja extraviada lejos de su colmena e incapaz de encontrarla es una abeja perdida; pero no por eso, y en ninguna circunstancia, se ha transformado en una abeja más salvaje. Los ―niños salvajes‖, sean producto del azar o de la experimentación, pueden. Ser monstruosidades culturales, pero nunca testigos fieles de un estado anterior.(B)

No se puede, entonces, tener la esperanza de encontrar en el hombre ejemplos de tipos de comportamiento de carácter pre cultural. ¿Es posible entonces intentar un camino inverso y tratar de obtener, en los niveles superiores de la vida animal, actitudes y manifestaciones donde se pueda reconocer el esbozo, los signos precursores de la cultura? En apariencia, la oposición entre comportamiento humano y comportamiento animal es la que proporciona la más notable ilustración de la antinomia entre la cultura y la naturaleza. El pasaje, si existe, no podría buscarse en el estadio de las pretendidas sociedades animales tal como las encontramos en ciertos insectos, ya que en ellas, más que en cualquier otro ejemplo, se hallan reunidos atributos de la naturaleza que no cabe negar: el instinto, el equipo anatómico que sólo puede permitir su ejercicio y la transmisión hereditaria de las conductas esenciales para la supervivencia del individuo y de la especie. En estas estructuras colectivas no encontramos siquiera un esbozo de lo que podría denominarse el modelo cultural universal: lenguaje, herramientas, instituciones sociales y sistema de valores estéticos, morales o religiosos. En el otro extremo de la escala animal es donde resulta posible descubrir una señal de estos comportamientos humanos: en los mamíferos superiores y en particular en los monos antropoides.

(B) Nota de JLGF. Dado que en el ser humano la naturaleza y la cultura lo constituyen como tal, pensar en una separación artificial o circunstancial no producirán otra cosa sino la desintegración del sujeto en tanto ser humano y del psiquismo en relación al yo.
6 I. P. Foley, Ir., The "Baboon-boy" of South Africa, American Journal of Psychology, vol. 53, 1940. R. M. Zingg, More about the "Baboon·boy" of South Afríca, ibíd.
7 F. Blumenbach, Beitriige zur Naturgeschichte, Gotinga, 1811, en Anthropological Treatises of J. F. Blumenbach, Londres, 1865, pág. 339. 

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Las investigaciones realizadas desde hace unos treinta años con monos superiores son particularmente decepcionantes en lo que respecta a este punto y no porque los componentes fundamentales del modelo cultural universal estén siempre ausentes. Es posible -a costa de infinitos cuidados- llevar a algunos sujetos a articular ciertos monosílabos o disílabos con los cuales, por otra parte, no asocian nunca un sentido; dentro de ciertos límites el chimpancé puede utilizar herramientas elementales y, en ocasiones, improvisarlas;8 pueden aparecer y deshacerse relaciones temporarias de solidaridad o de subordinación en el seno de un grupo determinado; por último, uno puede complacerse en reconocer, en algunas actitudes singulares, el esbozo de formas desinteresadas de actividad o de contemplación. Notable hecho: es sobre todo la expresión de los sentimientos que de buena gana asociamos con la parte más noble de nuestra naturaleza, la que al parecer puede identificarse más fácilmente en los antropoides, por ejemplo, el terror religioso y la ambigüedad de lo sagrado.9 Pero si todos estos fenómenos son notables por su presencia, son aun más elocuentes -y en un sentido totalmente distinto- por su pobreza. Llama menos la atención su esbozo elemental que la imposibilidad, al parecer radical -confirmada por todos los especialistas-, de llevar estos esbozos más allá de su expresión más primitiva. De esta manera, el abismo que se pensaba evitar con miles de observaciones ingeniosas en realidad sólo se desplazó, para aparecer aun más insuperable: desde el momento en que se demostró que ningún obstáculo anatómico impide al mono articular los sonidos del lenguaje y hasta sus conjuntos silábicos, sólo puede sorprender todavía más la ausencia irremediable del lenguaje y la total incapacidad para atribuir a los sonidos, emitidos u oídos, el carácter de signos.(C) La misma comprobación se impone en otros dominios. Ella explica la conclusión pesimista de un observador atento que se resigna, después de años de estudio y de experimentación, a considerar al chimpancé como "un ser empedernido en el círculo estrecho  de  sus  imperfecciones  innatas,  un ser  “regresivo”   si se lo compara  con  el

(C) Nota JLGF. Las discusiones sobre la capacidad anatómico-funcional en relación a determinadas funciones (ie: las aves vuelan porque tienen alas) es cuestionada aquí de manera radical en el sentido de la posibilidad de tener lenguaje en los primates. La conclusión “pesimista” seria la que debería llamarse “regresiva”  hombre, un ser que no quiere comprometerse en la vía del progreso".10

8 P. Guillaume e I. Meyerson, Quelques recherches sur l'intelligence des singes (comunicación preliminar), y: Recherches sur l'usage de l'instrument chez les singes. Journal de Psychologie, vol. 27, 1930; vol. 28, 1931; vol. 31, 1934; vol. 34, 1938
9 W. Köhler, The Mentality of Apes, apéndice a la segunda edición.

10 N. Koht, La Conduite du petit du Chimpanzé et de l'enfant de l'homme, Journal de Psychologie, vol. 34, 1937, pág. 531; y los demás artículos del mismo autor: Recherches sur l'intelligence du chimpanzé par la méthode du "choix d'apres modele", ibíd., vol. 25, 1928; Les Aptitudes motrices adaptatives du singe inférieur, ibíd., vol. 27, 1930. 

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 Los monos no se presta a la formulación de norma alguna. En presencia del macho o de la hembra, del animal vivo o muerto, del sujeto joven o adulto, del pariente o del extraño, d mono se comporta con una versatilidad sorprendente. No sólo el comportamiento del mismo individuo es inconstante, sino que tampoco en el comportamiento colectivo puede encontrarse ninguna regularidad. Tanto en el dominio de la vida sexual como en lo que respecta a las demás formas de actividad, el, estímulo externo o interno y los ajustes

Más que los fracasos frente a pruebas precisas, una comprobación de orden general nos convence y nos hace penetrar más hondo en el núcleo del problema. Se trata de la imposibilidad de extraer conclusiones generales a partir de la experiencia. La vida social de aproximativos bajo la influencia de fracasos y éxitos parecen proporcionar todos los elementos necesarios para la solución de los problemas de interpretación. Estas incertidumbres aparecen en el estudio de las relaciones jerárquicas en el seno de un mismo grupo de vertebrados, el que permite, sin embargo, establecer un orden de subordinación entre los animales. La estabilidad de este orden es sorprendente, ya que el mismo animal conserva su posición dominante durante períodos del orden de un año. Sin embargo, la sistematización se vuelve imposible por la presencia de irregularidades frecuentes. Una gallina subordinada a dos congéneres y que ocupa un lugar mediocre en el cuadro jerárquico ataca, pese a todo, al animal que posee el rango más elevado; se observan relaciones triangulares donde A domina a B, B domina a C y C domina a A, mientras que los tres dominan al resto del grupo.11 Claude Levy-Strauss:
Sucede lo mismo en lo que se refiere a las relaciones y a los gustos individuales de los monos antropoides, en quienes estas irregularidades están todavía más marcadas: "Los primates ofrecen aun más diversidad en sus preferencias alimentarias que las ratas, las palomas y las gallinas."12 En el dominio de la vida sexual también encontramos en los primates "un cuadro que cubre casi por completo la conducta sexual del hombre... tanto en sus modalidades normales como en las más notables de las manifestaciones que por 'locomún se denominan 'anormales', porque chocan con las convenciones sociales".13 Esta individuación de las conductas hace que el orangután, el gorila y el chimpancé se parezcan al hombre de modo singular.14 Malinowski se equivoca cuando escribe que todos los factores que definen la conducta sexual de los machos antropoides son comunes al comportamiento de todos los miembros de la especie, "la que funciona con tal uniformidad que para cada especie animal sólo necesitamos un grupo de datos, pues las variaciones son tan pequeñas e insignificantes que el zoólogo está plenamente autorizado para ignorarlas".15



11 W. C. Allee, Social Dominance and Subordination among Vertebrates, en Levels of Integration in Biological and Social Systems, Biological Symposia, vol. VIII, Lancaster, 1942.
12 A. H. Maslow, Comparative Behavior of Primate s, VI: Food Preferences of primates, Journal of Comparative Psychology, vol. 16, 1933, pág. 196.

13 G. S. Miller, The Primate Basis of Human Sexual Behavior, Quarterly Review of Biology, vol. 6, núm. 4, 1931, pág. 392.
14 R. M. Yerkes, A Program of Anthropoid Research, American Journal of Psycology, vol. 39, 1927, pág. 181. R. M. Yerkes y S. H. Elder, Estrus Receptivity and Maling in Chimpanzee, Comparative Psychology Monographs, vol. 13, n 5, 1936, serie 65, plÍg.39.
15 B. Malinowski, Sex and Repression in Savage Society, Nueva York, Londres, 1927, pág. 194.


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¿Cuál es, por lo contrario, la realidad? La poliandria parece reinar en los monos aulladores de la región de Panamá aunque la proporción de los machos en relación con las hembras sea de 28 a 72. Se observan, en efecto, relaciones de promiscuidad entre una hembra en celo y varios machos pero sin que puedan definirse preferencias, un orden de prioridad o vínculos duraderos.16 Los gibones de las selvas de Siam viven -al parecer- en familias monogámicas relativamente estables; sin embargo, las relaciones sexuales se presentan, sin discriminación alguna, entre miembros del mismo grupo familiar o con individuos que pertenecen a otros grupos y así se verifica -podría decirse- la creencia indígena de que los gibones son la reencarnación de los amantes desgraciados.17 Monogamia y poligamia coexisten entre los rhesus;18 las bandas de chimpancés salvajes observadas en África varían entre cuatro y catorce individuos, lo cual deja planteado el problema de su régimen matrimonial.19 Todo parece suceder como si los grandes monos, capaces ya de disociarse de un comportamiento específico, no pudieran lograr establecer una norma en un nuevo nivel. La conducta instintiva pierde la nitidez y la precisión con que se presenta en la mayoría de los mamíferos, pero la diferencia es puramente negativa y el dominio abandonado por la naturaleza permanece como tierra de nadie.


Esta ausencia de reglas parece aportar el criterio más seguro para establecer la distinción entre un proceso natural y uno cultural. En este sentido, nada más sugestivo que la oposición entre la actitud del niño, aun muy joven, para quien todos los problemas están regulados por distinciones nítidas, más nítidas y más imperativas a veces que en el adulto, y las relaciones entre los miembros de un grupo simio abandonadas por entero al azar y al encuentro, donde el comportamiento de un individuo nada nos dice acerca del de su congénere y donde la conducta actual del mismo individuo nada garantiza respecto de su conducta de mañana. En efecto, se cae en un círculo vicioso al buscar en la naturaleza el origen de las reglas institucionales que suponen –aun más, que ya son- la cultura y cura instauración en el seno de un grupo difícilmente pueda concebirse sin la intervención del lenguaje. La constancia y la regularidad existen, es cierto, tanto en la naturaleza como en la cultura. No obstante, en el seno de la naturaleza aparecen precisamente en el dominio en que dentro de la cultura se manifiestan de modo más débil y viceversa. En un caso, representan el dominio de la herencia biológica; en el otro, el de la tradición externa. No podría esperarse que una ilusoria continuidad entre los dos órdenes diera cuenta de los puntos en que ellos se oponen.

Ningún análisis real permite, pues, captar el punto en que se produce el pasaje de los hechos de la naturaleza a los de la cultura, ni el mecanismo de su articulación. Pero el análisis anterior no sólo condujo a este resultado negativo; también nos proporcionó el criterio más válido para reconocer las actitudes sociales: la presencia o la ausencia de la regla en los comportamientos sustraídos a las determinaciones instintivas. En todas partes donde se presente la regla sabemos con certeza que estamos en el estadio de la cultura.

16 C. R. Carpenter, A Field Study of the Behavior and Social Relations of Howling Monkeys, Comparative Psychology Monographs, vol. 10-11, 1934-1935, pág. 128.
17 C. R. Carpenter, A Field Study in Siam of the Behavior and Social Relations of the Gibbon (Hylobates lar), Comparative Psychology Monographs, vol. 16, n 5, 1940, pág. 195.
18 C. R. Carpenter, Sexual Behavior of Free Range Rhesus Monkeys (Macaca malatta), Comparative Psychology Monographs, vol. 32, 1942.
19 H. W. Nissen, A Field Study of the Chimpanzee, Comparative Psychology Monographs, vol. 8, n 1, 1931, serie 36, pág. 73. 

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Simétricamente, es fácil reconocer en lo universal, el criterio de la naturaleza, puesto que lo constante en todos los hombres escapa necesariamente al dominio de las costumbres, de las técnicas y de las instituciones por las que sus grupos se distinguen y oponen. A falta de un análisis real, el doble criterio de la norma y de la universalidad proporciona el principio de un análisis ideal, que puede permitir -al menos en ciertos casos y dentro de ciertos límites- aislar los elementos naturales de los elementos culturales que intervienen en las síntesis de orden más complejo. Sostenemos, pues, que todo lo que es universal en el hombre corresponde al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y de lo particular. Nos encontramos entonces con un hecho, o más bien con un conjunto de hechos que -a la luz de las definiciones precedentes- no está lejos de presentarse como un escándalo: nos referimos a este conjunto complejo de creencias, costumbres, estipulaciones e instituciones que se designa brevemente con el nombre de prohibición del incesto. La prohibición del incesto presenta, sin 'el menor equívoco' y reunidos de modo indisoluble los dos caracteres en los que reconocimos los atributos contradictorios de dos órdenes excluyentes: constituye una regla, pero la única regla social que posee, a la vez, un carácter de universalidad.20 No necesita demostrarse que la prohibición del incesto constituye una regla; bastará recordar que la prohibición del matrimonio entre parientes cercanos puede tener un campo de aplicación variable según el modo en que cada grupo define lo que entiende por pariente próximo; sin embargo, esta prohibición sancionada por penalidades sin duda variables y que pueden incluir desde la ejecución inmediata de los culpables hasta la reprobación vaga y a veces sólo la burla, siempre está presente en cualquier grupo social.

Aquí no podrían invocarse, en efecto, las famosas excepciones de las que la sociología tradicional se contenta, a menudo, con señalar el escaso número. Puesto que toda sociedad exceptúa la prohibición del incesto si se la considera desde el punto de vista de otra sociedad cuya regla es más estricta que la suya. Uno se estremece al pensar en el número de excepciones que debería registrar en este sentido un indio paviotso. Cuando se hace referencia a las tres excepciones clásicas: Egipto, Perú, Hawái, a las que por otra parte es necesario agregar algunas otras (Azandé, Madagascar, Birmania, etc.) no debe perderse de vista que estos sistemas son excepciones sólo en relación con el nuestro en la medida en que la prohibición abarca allí un dominio más restringido que en nuestro caso.
Sin embargo, la noción de excepción es totalmente relativa y su extensión sería muy diferente para un australiano, un thonga o un esquimal.
 
20 "Si se pidiera a diez etnólogos contemporáneos que indicaran una institución humana universal, es probable que nueve de ellos eligieran la prohibición del incesto; varios ya la señalaron como la única institución universal." Cf. A. L. Kroeber, Totem and Taboo in Retrospect, American journal of Sociology, vol. 45, n 3, 1939, pág. 448.

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La cuestión no es, pues, saber si existen grupos que permiten matrimonios que otros excluyen, sino más bien si hay grupos en los que no se prohíbe tipo alguno de matrimonio. La respuesta debe ser, entonces, totalmente negativa y por dos razones: en primer lugar, nunca se autoriza el matrimonio entre todos los parientes próximos sino sólo entre ciertas categorías (semi hermana con exclusión de la hermana; hermana con exclusión de la madre, etc.) ; luego, porque estas uniones consanguíneas tienen a veces un carácter temporario y ritual y otras un carácter oficial y permanente, pero en este último caso permanecen como privilegio de una categoría social muy restringida. En Madagascar, la madre, la hermana y a veces también la prima, son cónyuges prohibidos para las gentes comunes; mientras que para los grandes jefes y los reyes, sólo la madre -pero de cualquier modo la madre- es fady, "prohibida". No obstante, existe tan poca "excepción" frente al fenómeno de la prohibición del incesto que la conciencia indígena se muestra muy susceptible ante ella: cuando un matrimonio es estéril se postula una relación incestuosa, aunque ignorada, y se celebran automáticamente las ceremonias expiatorias prescriptas21

El caso del antiguo Egipto resulta más sorprendente, ya que descubrimientos recientes22 sugieren que los matrimonios consanguíneos -sobre todo entre hermano y hermana- tal vez representaron una costumbre generalizada en los pequeños funcionarios y artesanos, y no se limitaron -como antes se creía- 23 a la casta reinante y a las dinastías más tardías. Sin embargo, en materia de incesto no habría excepción absoluta. Nuestro eminente colega Ralph Linton nos hacía notar un día que, en la genealogía de una familia noble de Samoa estudiada por él, de ocho matrimonios consecutivos entre hermano y hermana, sólo uno implicaba a una hermana menor, y que la opinión indígena lo había condenado como inmoral. El matrimonio entre un hermano y su hermana mayor aparece, pues, como una concesión al derecho de mayorazgo y no excluye la prohibición del incesto puesto que, además de la madre y de la hija, la hermana menor es un cónyuge prohibido o por lo menos desaprobado. Ahora bien, uno de los pocos textos que poseemos acerca de la organización social del antiguo Egipto sugiere una interpretación análoga; se trata del Papiro de Boulaq Nº5, que narra la historia de una hija de rey que quiere desposar a su hermano mayor. Y su madre señala: "Si no tengo otros niños además de estos dos hijos, ¿acaso no es la ley casarlos uno con otro?"24 Aquí también parece tratarse de una fórmula de prohibición que autoriza el matrimonio con la hermana mayor, pero que lo condena con la menor. Más adelante se verá que los antiguos textos japoneses describen el incesto como una unión con la hermana menor, con exclusión de la mayor, ampliando así el campo de nuestra interpretación. Incluso en estos casos, que estaríamos tentados de considerar como límites, la regla de universalidad no es menos manifiesta que el carácter normativo de la institución. Claude Levy-Strauss:


21 H. M. Dubois, S. J., Monographie des Betsiléo. Travaux et Mémoires de l'Institut d'Ethnologie, París, voL 34, 1938, págs. 876·879.
22 M. A. Murray, Marriage in Ancient Egypt, en Congres intemational des Sciences anthropologiques, Comptes rendus, Londres, 1934, pág. 282.
23 E. Amelineau, Essai sur l' évolution historique et philosophique des idées morales dans l'Egypte ancienne, Bibliotheque de l'Ecole Pratique des Hautes Etudes. Sciences religieuses, vol. 6, 1895, págs. 72-73. W. M. Flinders-Petrie, Social Life in Ancient Egypt, Londres, 1923, pág. 110 Y sigs
24 G. Maspero, Contes populaires de l'Egypte ancienne, París, 1889, pág. 171. 

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He aquí, pues, un fenómeno que presenta al mismo tiempo el carácter distintivo de los hechos de naturaleza y el carácter distintivo -teóricamente contradictorio con el precedente- de los hechos de cultura. La prohibición del incesto posee, a la vez, la universalidad de las tendencias y de los instintos y el carácter coercitivo de las leyes y de las instituciones. ¿De dónde proviene? ¿Cuál es su ubicación y su significado? Desbordando, de modo inevitable, los límites siempre históricos y geográficos de la cultura (coextensiva en el tiempo y en el espacio con la especie biológica), pero reforzando doblemente, mediante la prohibición social, la acción espontánea de las fuerzas naturales a las que, por sus características propias, se opone a la vez que se identifica en cuanto al campo de aplicación, la prohibición del incesto se presenta a la reflexión sociológica como un terrible misterio. En el seno mismo de nuestra sociedad son pocas las prescripciones sociales que preservaron de tal modo la aureola de terror respetuoso que se asocia con las Cosas sagradas. De modo significativo, que luego deberemos comentar y explicar, el incesto, en su forma propia y en la forma metafórica del abuso del menor ("del que", dice la expresión popular, "podría ser el padre"), se une en algunos países con su antítesis: las relaciones sexuales interraciales, por otra parte forma extrema de la exogamia, como los dos estimulantes más poderosos del horror y de la venganza colectivas. Pero este ambiente de temor mágico no sólo define el clima en el seno del cual, aun en la sociedad moderna, evoluciona la institución sino que también envuelve, en el nivel teórico, los debates a los que la sociología se dedicó desde sus orígenes con una tenacidad ambigua: "La famosa cuestión de la prohibición del incesto" ---escribe LévyBruhl- "esta vexata qurestio para la cual los etnógrafos y los sociólogos tanto buscaron la solución, no requiere solución alguna. No hay por qué plantear el problema. Respecto de las sociedades de las que terminamos de hablar, no hay por qué preguntarse la razón de que el incesto esté prohibido: esta prohibición no existe...; no se piensa en prohibir el incesto. Es algo que no sucede. O bien, si por imposible esto sucede, es algo asombroso, un monstrum, una transgresión que despierta horror y espanto. ¿Acaso las sociedades primitivas conocen una prohibición para la autofagia o el fratricidio? No tienen ni más ni menos razones para prohibir el incesto".25

No debe asombramos encontrar tanta timidez en un autor que, sin embargo, no vaciló frente a las hipótesis más audaces, si se considera que los sociólogos están casi todos de acuerdo en manifestar ante este problema la misma repugnancia y la misma timidez.


25 L. Lévy-BruhI, Le Surnaturel et la Nature dans la mentalité primitive, París, 1931, pág. 247.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Guy Rosolato- EL EJE NARCISISTA DE LAS DEPRESIONES




Las depresiones son lo suficientemente variadas y complejas como para que el examen de su organización merezca ser propuesto una vez más, pero en una perspectiva en la que domine el eje, que resulta fundamental, del narcisismo.

Tendremos en cuenta, a todo lo largo de este trabajo, las relaciones entre la culpa y la depresión; se admite corrientemente que son significativas en su correspondencia evolutiva, pero conviene anotar que pueden igualmente ser relaciones de exclusión. Nos preocuparemos por observar sus modalidades.

Los otros ejes elegidos como registros (regerere: llevar atrás) descubrirán las figuras fantaseadas ligadas al trauma inicial – con la condición de precisar el sentido que éste asume -, luego los tipos de reacción con respecto a la madre, objeto central de las depresiones.

Pero, toda nuestra investigación convergirá hacia la elucidación del narcisismo infantil, centrado en el yo ideal, el doble, y la imagen del  “niño muerto”.

El interés de un tal estudio se refuerza cuando se comprueba que, en la nosología actual, las depresiones parecen haber llegado a ser más frecuentes. Las exigencias y los ideales de nuestro tiempo indudablemente confieren al sentimiento inconsciente de culpa, del que hablaba Freud, pero quizá por otras razones que vienen a agregarse a los efectos de las restricciones pulsionales, una fuerza latente constantemente renovada.


DISTINCIONES CLINICAS A PARTIR DE LA CULPA


Hablar de la culpa es obligatoriamente hacer recurso a una evaluación ética como categoría a la que el sujeto se atiene. Esto supone un ideal determinado con respecto al cual toda falta, toda transgresión, hacen autorizar la puesta en marcha de una compensación moral. Es preciso subrayar el hecho de que la culpa se apoya en una tríada de reacciones cuyos elementos se organizan diversamente según los casos, y es importante no considerarlos aisladamente quedándose con sólo uno de ellos en detrimento de los demás.

Primero, hay la posibilidad de un castigo que, en el plano de la moral personal, se vuelve una necesidad de expiación, una obligación de enmendarse y de cambiar. En la relación con el otro, se impone la reparación, al precio de un esfuerzo, de un trabajo de anulación del mal cometido. En fin, el perdón, especialmente con la confesión de las faltas que permite la reconciliación, es el tercer medio de apaciguamiento de la culpa. Se olvida demasiado fácilmente a dos de estos aspectos para no conservar, en el contexto psicoanalítico corriente, más que la reparación. Empero, debajo de la cobertura de ésta, los otros se encuentran reprimidos, pero permanecen inconscientemente en actividad.

El poder de la culpa depende del de un ideal, de una ley que, por la importancia que se le atribuye, cualquiera que sea su contenido, constituye una forma en la que lo sagrado es investido, es decir, en la que un proyecto no puede sufrir ningún revés, y, así, justifica todos los sacrificios, hasta el de la vida misma. Sobra decir que esta ley no podría resumirse en el mero respeto ante el dictado de la fuerza, colectiva o individual. Ella sólo adquiere su sentido en el reconocimiento o esperanza de una verdad.

La extensión de esta ley es variable en cuanto al grupo que rige. La responsabilidad de que se trata puede valer para todo individuo colocado en las mismas circunstancias; pero también puede no concernir sino al único círculo de iguales que poseen un ideal en común y que encuentran en él su fundamento; en fin, en algunos produce la ilusión de ser completamente individual, cuando no se reconoce ningún punto en común con el otro (aunque la relación entre la víctima y el verdugo jamás sea vivida de un modo tan sencillo).

La culpa puede, igualmente, definirse por rasgos negativos; así, el sentimiento de displacer moral, remordimientos, pesar o desvalorización que rubrica el juicio del superyó, para poder aparecer plenamente, no debe ser reprimido por las tan frecuentes defensas maníacas. En  cuanto a la culpa inconsciente, sabiendo la importancia de los contenidos a los cuales se adhiere, su represión global puede ser perfectamente concebible. La cuestión, que a menudo permanece mal precisada, consiste en llegar a revelar el retorno, o las transformaciones afectivas que acompañan esta represión, hasta asumir la figura de la depresión. Se debe, pues, interrogarse con respecto a esta oscilación.

Las alteraciones de la culpa, por ausencia o por exceso, a menudo han llamado la atención de los autores. En el delincuente, después de que se había incriminado su ausencia de sentido moral, frecuentemente se ha revelado una culpa inconsciente que arrastraría a conductas autopunitivas que, al mismo tiempo, preservan la fantasía que la alimenta. A veces sólo se trata de una tentativa desesperada por sentir esta culpa[1].

Igualmente interesantes, y sobre todo ejemplares para nuestra finalidad, son las maniobras obsesivas. Desde las confesiones escrupulosas, hasta los rituales compensatorios en los que la culpa aparece a la luz del día, excesiva, sutil e intransigente, o experimentando sucesivos desplazamientos para disfrazar su origen, a menudo haciéndose caricaturesco por sus sobrecargas, ridiculizando la ley a la cual se somete; toda la organización obsesiva, al menos en sus formas más fijadas por defensas específicas, se presenta como antitética a la depresión. Pero el parentesco y la diferencia, establecidos por Abraham, entre la neurosis obsesiva y la melancolía, a partir de los dos estadios sádico-anales, tienen igualmente su contraparte en el plano de la culpa.

La neurosis obsesiva busca, con ocasión de una culpa relativa a las prohibiciones sexuales, el dominio sobre el mal en general y sobre la muerte, como ejercicio supremo de la omnipotencia de los pensamientos. Su esquema para ello consiste en postular una falta original que habría ocasionado la muerte en cuanto virtualidad humana adquirida. Este pecado original – el asesinato del padre - tiene la virtud de someter la muerte misma a las decisiones del hombre, aunque fueran estas originalmente condenables, y, por tanto, de plantear el poder exaltante de semejante responsabilidad. Mediante la cual toda reparación, toda expiación, todo sacrificio individual, en la ingeniosidad de su labor, en su ritual o rito social, dan la ilusión, y la fuerza utilizable, de un poder tanto más potente cuanto que se ejerce sobre la muerte. Las consecuencias que de esto se desprenden consisten, sobre todo, en alimentar una invencible esperanza que caracteriza a la estructura obsesiva. Se puede, entonces, grosso modo, oponer tal estructura a los afectos depresivos, sabiendo que ella también produce una ventaja suplementaria en la dominación de las pulsiones y en el sacrificio, pudiendo desembocar en inversiones, en excesos masoquistas y en el ascetismo.

La culpa obsesiva, en su forma acusada, surge efectivamente de las tres causas indicadas por Freud – la prematuración inicial, la represión pulsional (aunque una educación permisiva puede tener los mismos efectos), y las fantasías edípicas del asesinato del padre. Enseguida tendremos que volver al examen del desamparo infantil.

Se observará que muchas teorías psicoanalíticas de la depresión son llevadas, en sus pretensiones anagógicas, a adoptar la organización “cultural” propia de la neurosis obsesiva, al menos en la valoración mesurada de una culpa que conlleva, como hemos visto, la apertura de una esperanza. Pero no se debe descartar demasiado rápidamente la eventualidad de un retorno, en la teoría, de una concepción del rescate propio de las religiones de la salvación. Esto no debe hacer olvidar cómo era Freud de ajeno a este tipo de procedimiento intelectual.

Cuando nos dirigimos a los aspectos clínicos de las depresiones, dos formas mayores, independientes en cuanto a las demás estructuras, frecuentemente se oponen: la depresión (simple) (neurótica) y la melancolía psicótica [2]. Esta distinción merece ser mantenida por cuanto se apoya en una sintomatología fácilmente verificable.

La primera será caracterizada por afectos que, como se sabe, son inseparables de un contenido de pensamiento[3]. Al lado del desinterés, del pesimismo, de la falta de esperanza, de la tristeza, destacaremos, ante todo, los síntomas dominantes de astenia, de inhibición, de disminución vital (Winnicott), de inferioridad. En breve, el término de depresión da cuenta perfectamente del conjunto de estas caídas. Si, además hay una inquietud con respecto a la salud física, hipocondría larvada, sólo es un medio para intentar localizar un déficit en una parte del cuerpo, para controlarlo mejor.

Pero, el hecho de que se insista en el aspecto “afectivo” muestra que sólo puede figurar en primer plano el displacer, fuera de cualquier otra representación (o significante), si no es bajo una forma imprecisa e inaprehensible. Sin duda, existen casos con angustia, temor y culpa. Pero lo más a menudo, sobre todo actualmente, en una forma que parece bastarse, tanto que puede considerarse como esencial, la depresión no conlleva idea consciente de culpa[4]. En efecto, es importante que el displacer venga en oposición a una culpa identificable, es decir, ligada a un contenido preciso, de tal suerte que el malestar sentido no pueda atenuarse al ser referido a su causa, o a un origen, a fin de que persista una distancia para restituir lo más vivamente un dolor de separación. El tributo pagado a la culpa debe hacerse ciegamente: no se trata de una punición patente, que por las vías del masoquismo hasta podría conducir a una satisfacción, o en la neurosis obsesiva como una amenaza permanente, sino de un displacer sufrido, o que parece tal, y que aparentemente no debe dejar ningún lugar a la actividad del sujeto, enteramente a merced de su suerte deplorable.

Esta depresión, sin otros síntomas, sin que la culpa se una a la comprobación de la incapacidad, tiene autonomía suficiente como para ser opuesta a la melancolía. Esta última organización psicótica no se caracteriza solamente por la intensidad de los afectos depresivos anteriores, o por su acentuación monoideica. Ya el exceso de agotamiento de la actividad supera un primer nivel con respecto a las reacciones banales y, a fin de cuentas, explicables, de descorazonamiento, de fatiga, de repliegue, o de duelo, que no pueden dejar de afectar a cualquiera ante las vicisitudes de la existencia. Pero, aquí, la organización delirante evalúa catástrofes sin relación con la realidad presente, la hipocondría afirma un estado somático gravísimo o fantástico, y el deseo de muerte pasa al primer plano.

Comprobamos igualmente, y esto es importante para nuestra argumentación, una culpa insistente y feroz en la que la indignidad y la vergüenza son relacionadas con crímenes inexistentes pero de los que el sujeto se acusa incansablemente.

Cuando se sabe el parentesco sintomatológico entre la depresión y la melancolía, se puede comprender la función de la culpa en el cuadro general de las oposiciones entre neurosis y psicosis. En la neurosis, la infraestructura inconsciente, constituida por los deseos edípicos, permanece reprimida, mientras que en la psicosis, tales deseos son puestos en escena clara y directamente en el delirio. Una correspondencia idéntica puede ser descrita en el caso de la culpa: no inexistente en la neurosis sino inconsciente y directora de la evidente sintomatología, se vuelve “hablante” en la versión psicótica que es la melancolía. Esto confirmaría, si fuera necesario, la función inconsciente de la culpa en las depresiones.

Así, la melancolía no puede resumirse en la fórmula de “neurosis narcisista”. Porque el retiro libidinal va paralelamente a la tendencia invasora a asirse, aunque sea de un modo indirecto, del mundo objetal: su introyección conserva un facsímil maléfico suyo que parece ya no poder escapar. El narcisismo absoluto se hallaría más bien en las formas más graves de esquizofrenia, hebefrénicas o catatónicas, que no se preocupan por ningún objeto, ni siquiera corporal, y llevan la destrucción hasta lo que podría, en última instancia, ocupar su lugar, o permitir su aprehensión “objetiva”, a saber, el funcionamiento psíquico mismo. Las depresiones son marcadas, sobre todo, por una aplicación del proyecto de muerte a un objeto interno, muerte lenta de desolación e inanición (con las formas hipocondríacas y la anorexia mental), o muerte violenta de la melancolía, pero bajo un control mental riguroso.

Esta relación entre depresión y melancolía, a la cual vuelven tanto los autores, no solamente para afianzar en ella un pronóstico (a veces con la prudencia maliciosa de prever lo peor al sospechar que toda depresión puede ser una forma larvada de melancolía), se sitúa, en el abanico de las articulaciones evolutivas entre los estados mentales, en el punto de unión donde el peso de la estructura nuclear narcisista de la paranoia puede aún hacerse sentir. La imposibilidad de salir de una relación dual, de elaborar un duelo y la castración, la sensibilidad a las causas desencadenantes de la depresión, y el viraje de ésta hacia la  melancolía, provienen de la organización “paranoide” persistente.

No toda culpa es signo de una evolución favorable; la neurosis obsesiva está encadenada a ella. La melancolía, otra tentativa de curación a través del delirio, para lograrlo, se apodera de lo que hubiera sido su vía en una estructura no psicótica. De ese modo hace manifiesto el inconsciente correspondiente. Esta fijación a la estructura paranoica, por lo tanto, puede permitir considerar a la melancolía como una paranoia interiorizada: el objeto introyectado y el superyó se convierten en los polos de lucha entre perseguidor y perseguido. Lo que se juega en este combate ya no será la relación con el objeto externo, sino con el sector de realidad psíquica interna alienada en el objeto introyectado. Convendría, pues, que pudiéramos seguir las variaciones narcisistas entre la paranoia y la culpa para poder apreciar bien las posibles salidas de una depresión, y esto principalmente con respecto a los efectos del doble narcisista.

Una cuestión que a menudo se suscita, a propósito de las depresiones, es la de saber si un tal diagnóstico corresponde a una estructura suficientemente coherente, que posee una determinación, según una perspectiva psicoanalítica, una causalidad inconsciente específica que permite no atenerse a la simple comprobación de un síntoma polivalente: por ejemplo, una fiebre, para retomar una comparación clásica. Obsérvese la persistente incidencia médica en esta reflexión.

De todas maneras, habría que observar que esta duda podría aplicarse a toda sintomatología mental. La causalidad psíquica nunca es la de una etiología médica y, además, la sobredeterminación se impone aquí hasta en la dirección misma de la cura. En efecto, no atenerse sino a una sola “explicación” de las perturbaciones más patentes (como las que rápidamente hemos esbozado) conduce a interpretaciones sistemáticas, si no a proyecciones teóricas, cuyos efectos de sugestión obedecen, sobre todo, a la complicidad establecida entre el paciente y el terapeuta, y que al ser percibida, ella misma, unilateralmente por el primero, puede llevar a bloquear la elaboración interpretativa. Es pues, un problema general: una concentración demasiado directa y precoz de las interpretaciones en el mecanismo que parece más evidente corre el riesgo de no seguir los diferentes hitos que permitirán, en cada caso, trazar la red de la sobredeterminación. No es menos cierto que esta discusión se abre efectivamente respecto a la depresión. No es un azar. La depresión es un pivote en torno al cual se despliegan el potencial evolutivo de la neurosis y la psicosis, y la irreductibilidad del masoquismo.

De suerte que, si se insiste, a justo título, en la infraestructura pregenital – oral sobre todo - también es preciso tener en cuenta la incidencia edípica y fálico-genital en la depresión [5]. No es por satisfacer un afán de descripción exhaustiva por lo que adoptamos, y con mayor razón en este caso, una perspectiva múltiple. La estructura misma de la depresión nos invita a ello: su desinterés generalizado, su repliegue con respecto a todas las “razones” para vivir, así como a la inversa en la defensa maníaca una curiosidad que se dispersa sobre todo lo que se presenta, llevan a destacar la importancia de la red interpretativa. En lugar de un sistema y de un esquema abstracto, a los cuales conduce irresistiblemente el declive depresivo mismo, debe prevalecer una particularización de lo que ha sido la vivencia del sujeto en una multitud de detalles relativos a los hechos del pasado. En esta remontada, y cualesquiera que sean las teorías, es difícil no ver aparecer la eventualidad de un trauma inicial, que confiere su fuerza a la inercia de la depresión, aun cuando ésta se presente en su determinación edípica.

Pero, antes de abordar esta cuestión, planteemos algunos puntos útiles para la comprensión de la culpa en la conducción de la cura.

Podemos postular que la depresión es un sufrimiento en relación con la culpa, en la medida en que las reacciones (de defensa), que son propias a ésta última, o bien ya no pueden funcionar, o bien se hallan desequilibradas a favor de una de ellas que se vuelve repetitiva debido a la prevalencia de una falta fantaseada remanente. Así, de la tríada, principalmente la expiación o la reparación, o la demanda de perdón, puede predominar inconscientemente y determinar la presentación del malestar depresivo.

Pero, si la falta fantaseada sostiene la depresión, sólo se puede desprenderse de ella mediante una justa evaluación de la realidad y del objeto total.

Así, vemos a la culpa trabajar para establecer la verdad en una estrecha convergencia entre el bien moral y lo verdadero del intelecto. Esto es tan cierto que esta elaboración, con todas sus implicaciones morales, se convierte en el ejercicio progresivo de una constitución de la realidad en su dependencia de la verdad.

La evaluación evolutiva de la depresión se hará, pues, en función de la culpa, sea ella camuflada, es decir, reprimida o forcluída, o manifiesta, fijada a la falta ideal del narcisismo.

Tampoco es raro comprobar beneficios secundarios en una crisis depresiva, que a veces sólo se instala para anticipar un proyecto inconfesable, y pagar por adelantado una falta futura. En fin, a menudo el deprimido tiene el objetivo inconsciente de provocar en el otro una culpa que no parece, en cuanto a él, afectarlo. E. Jakobson mostró esta tendencia en la pareja [6].



EL TRAUMA. LA HERIDA NARCISISTA.


El examen de las causas aparentes, cercanas o alegadas, frecuentemente encuentra hechos reales: duelos, separaciones, abandonos. Por lo demás, pueden ser el origen de reacciones aparentemente paradójicas, sea que la pérdida, recibida en la indiferencia, satisfaga tendencias masoquistas, sea que una reacción maníaca responda a una recrudescencia libidinal [7] que testimonia de la satisfacción de sobrevivir mientras que el otro desaparece, sea aun que el duelo se haga por desplazamiento sobre otro objeto que sí será amargamente llorado (por ejemplo, una mujer tenía un gato cuyo nombre recordaba el de un hijo que había abandonado el hogar; ella perdió, casi al mismo tiempo, a su madre y al animal; se concentró sobre éste toda la lamentación, mientras que el duelo por la madre ni siquiera se manifestó). Es preciso subrayar la importancia y la frecuencia desencadenante de aquello que hace alusión al niño: hermano o hermana, descendiente o “animalitos”. En un gran número de casos publicados aparece este factor, a menudo incidentalmente, sin ser destacado como conviene. Con esto llegamos a todo lo que gira en torno al niño en una amenaza posible a su vida: fantasías relativos al embarazo, abortos, partos difíciles.

Pero, de una manera más general, es una falla a nivel de los ideales lo que se impone. Una relación de objeto, idealmente privilegiada, se encuentra rota, o ya no puede proseguirse. A este título, toda decadencia física, las huellas de la edad, la vejez, una enfermedad crónica grave, alteran seriamente la imagen narcisista de un cuerpo sin debilidades. Una distinción se impone: es el desajuste entre el yo ideal y la realidad, el ideal del yo, o el yo, lo que provoca el sufrimiento específico de la depresión. Una exigencia persiste en la demanda inflexible dictada por los rigores del yo ideal narcisista; mientras las imágenes de la realidad que corresponden a un ideal del yo dejan esperar un posible acuerdo, la depresión será frenada. Pero la distancia, sea por exacerbación del yo ideal, sea por una falla real o imaginada, ante el objeto o el ideal del yo, da curso libre a las acusaciones del superyó. Veremos más adelante cómo se organiza esta primacía del yo ideal narcisista.

Se puede interpretar el comportamiento del depresivo, en una perspectiva espacial, como un encogimiento de su territorio [8]. Pero, claro está, lo que prima en esta noción es, ante todo, el poder de los ideales y de las satisfacciones que de ellos dependen. La imagen se concreta cuando la depresión, o el suicidio, resulta de un debacle militar que efectivamente ha reducido un territorio geográfico. Habría que comprender del mismo modo a ciertas descompensaciones, consecutivas a trasteos, en las que el ambiente abandonado había tomado un valor protector independiente, por lo demás, de las cualidades del marco.

De la misma manera como un animal despliega su máximo de combatividad para defender su territorio, y se comporta de una manera totalmente diferente en una zona ajena con reacciones de perturbación, o mediante una desaparición de la agresividad, lo que tiene por fin conferirle una apariencia inofensiva, en la depresión vemos conjugarse tres tipos de reacciones: el enloquecimiento, a veces con ataques de ansiedad, así como ruptura de los puntos de referencia; el retiro, que no es otra cosa que la depresión misma; y la búsqueda de un espacio reducido, como una protección uterina, pero con la particularidad de que como todo se transforma en territorio ajeno, cualquier lugar puede convertirse en una ocasión para “anidarse”. De nuevo, la inversión consiste en hacer del afuera, porque recuerda nostálgicamente un adentro inaccesible, una prisión  “exterior” de la que no se sale, un adentro intolerable. Esta perspectiva de inversión está en el meollo de ciertos sufrimientos en los que la imagen dinámica del cuerpo figura en primer plano (por ejemplo, Antonin Artaud).

Pero, estas determinaciones inmediatas, actuales, no bastan: ellas mismas parecen estar sometidas al efecto anterior de traumas iniciales. La posibilidad de identificar estos traumas en la historia de los depresivos no debe hacer olvidar el sentido ulterior que adquieren. Su realidad, es verdad, a menudo puede ser confirmada siguiendo tres órdenes de hechos recogidos. Primero, el más conocido, es la carencia alimenticia, por falta de madre, por sumisión a principios de educación rígida, o destete demasiado precoz. Pero la privación afectiva vale tanto también: citemos el caso de la madre viuda, ella misma deprimida, o de una enfermedad que exige un alejamiento por razones climáticas. En fin, no es infrecuente descubrir en la primera infancia una verdadera enfermedad, un defecto congénito, o un trauma somático que ha adquirido un alcance legendario en la familia (por ejemplo, el caso en que una venda con tintura de yodo sobre el ombligo del lactante ha provocado quemaduras y perturbaciones persistentes del dormir).

Se observará la convergencia de esta comprobación con la que hacía P. Greenacre con respecto a los traumas reales sufridos por los perversos en su primera infancia. Es probable que la depresión y la perversión sean dos modos de reacción ante traumas somáticos sufridos realmente, pero reelaborados y reforzados por fantasías correspondientes. La diferencia consistiría en  la posibilidad que tiene el perverso de encontrar, en el ejercicio de sus pulsiones parciales, satisfacciones inicialmente alucinatorias que, por este hecho, no dejan aparecer a la reacción depresiva. Ya se ha notado, en la literatura psicoanalítica, la existencia de un fondo depresivo en el perverso. Pero, lo que queda planteado es la confrontación de la fantasía con una realidad (o con una leyenda) antigua, y lo que el sujeto puede construir a partir de allí para hacer la inercia del pasado depender de ello.

La cuestión, pues, que una vez más se encuentra planteada y cuya discusión no se puede eludir, es la del primer trauma - a saber, el nacimiento - muy especialmente en lo que respecta a la depresión. En efecto, la regresión que es propia de ésta postula una dependencia absoluta, una aspiración a ser protegido y un retorno al origen que no puede ser mejor expresado que como el retorno al vientre materno: todo lo que constituye un obstáculo a ello adquiere una fuerza de displacer que define al trauma. En las formas melancólicas, el vínculo no puede establecerse con el simbolismo de la castración (el término de castración primaria, sería, por tanto, abusivo).

Pero, lo que este trauma tiene de particular es que su intensidad y precocidad no permiten ninguna asimilación vivida, ninguna “experiencia”, ni, con mayor razón, representación consecutiva alguna. Las reflexiones de un artículo póstumo de Winnicott [9] pueden ayudarnos a comprender este estado inicial llamado, en términos más acusados que el de angustia, agonía primitiva. Este estado de desamparo ha tenido lugar pero no ha podido ser integrado por las fallas del medio ambiente y de la madre. Diremos, además, que en los casos de depresión grave hay razón para invocar una tal “agonía”, más o menos presumida, en la madre misma. Como lo hace observar Winnicott, en la psicosis (digamos, la melancolía) este estado es impensable. La psicosis se organiza como una defensa con respecto a este punto de huida, que no permite ningún asidero y permanece como un peligro de aniquilación. Y, de nuevo según Winnicott, esta falta de integración inicial deja una especie de forma imperfecta que tiende a completarse, una compulsión a vivir plenamente en el futuro una tal prueba. Es verdad que en este campo las palabras parecen insuficientes y deben traicionar a esta experiencia. Así, el término de trauma parece evocar demasiado una acción exterior generadora de displacer.

El vacío, como concepto, desprovisto de todo recuerdo, convendría mejor para designar aquello que no acontece, cuando lo que se esperaba era un evento incalificable, a menos de que sólo resultara benéfico. Se podría argumentar, con respecto a esta espera decepcionada, que se trata, de todos modos, de un trauma, puesto que el displacer deja una huella, aunque confusa.

Se ve claramente que con esta agonía primitiva, el dominio de la muerte, el vacío o, más exactamente, la no-existencia, giramos en torno a una carencia que debe ser experimentada para que la integración representativa pueda tener lugar, desmontando de este modo la compulsión de repetición que mantiene a los síntomas. Es preciso, también, que la experiencia vivida sea distinguida de las palabras que dan cuenta de ella (las palabras aprendidas no son la cosa, aunque ésta, una vez aprehendida, se construya gracias a su apoyo: se teje con ellas) - y que entre las diferentes “experiencias” que pueden ser vividas, se separen aquellas que remiten a una carencia. Entre esta carencia y una relación con lo desconocido, es decir, la posibilidad de aprehender un hiato o una dirección inagotable en un sistema, un objeto, adoptado o comprobado, se introduce una distancia: una carencia puede, en efecto, concernir no solamente a lo que  ya  ha  sido  experimentado  sino también a aquello que no lo ha sido. Por esta vía volvemos a encontrar la relación fundamental entre el deseo y el ideal.

La carencia y la relación con lo desconocido, y en una terminología más habitual, el sufrimiento, el trauma, son el punto de partida de construcciones (organizaciones defensivas) psicopatológicas que, igualmente, incluyen a las de las psicosis cuyo aspecto positivo como intento de cura es conocido.

En las depresiones no dejan de impactar los afectos de displacer, de vacío, y de su reiteración - como si fuera necesario experimentar una vez más, y de un modo completo, esta carencia. Aquí el afecto es devastador: intenta colmar el vacío del trauma inicial, no integrado, ni reductible a una conceptualización o a representaciones que, en otra organización, delirante u obsesiva, habrían servido de algún modo como relleno. La proliferación de la superestructura es esencialmente afectiva. Así, conserva el déficit de comprensión y de integración que la relación analítica se propone corregir. Pero, al mismo tiempo,  testimonia de la imposibilidad de recurrir a las soluciones superadas de las construcciones ideales de la paranoia, y sus proyecciones mediante un exceso de comprensión.

En este contexto, la muerte adquiere un valor muy diferente, pero imposible de representar con respecto a la relación con lo desconocido. En la depresión simple, la muerte evoca lo ineluctable, experimentado en un movimiento inevitable hacia una disminución de las facultades y de las fuerzas vitales, sin que necesariamente haya un intento de pensar en ella, y sin el esfuerzo posible de realizar la experiencia activa de una decisión fatal.

En la psicosis melancólica, la forclusión, que recae sobre los significantes que proporcionarían los medios para elaborar y superar la “agonía primitiva”, no deja ningún lugar a esta carencia motriz, aquí demasiado intensa para ser utilizada. La culpa reprimida de la depresión simple, se convierte en el núcleo del delirio y pasa a lo real. La muerte se convierte en la exigencia activa y la terminación de esta agonía inicial, como aprehensión y revelación definitiva de la relación con lo desconocido.

En fin, en la neurosis obsesiva el dominio intelectual sobre la muerte alimenta una reflexión y soluciones religiosas en sistemas de separaciones y compartimientos con respecto a las comunicaciones imposibles, pero, de todos modos, realizadas: principalmente con el más allá.

La relación con lo desconocido es explotada, más bien que descartada, de cierta suerte por exceso, sirviendo abundantemente, por desplazamiento, para no tener que manifestarse en otro determinado punto minuciosamente preservado (el sexo en este caso). La muerte basta para invadir el plano de las ideas permaneciendo confinado en él.

Pero puede preguntarse si semejante concepción de un trauma inicial, utilizada técnicamente por el psicoanalista, no corre el riesgo de establecer de nuevo una complicidad con la fantasía del paciente, complicidad que Winnicott denuncia, justamente, en los modos de interpretación tradicionales. En efecto, a menudo el depresivo tiene el empeño de demostrar la gran antigüedad de sus sufrimientos, empeño que, sin duda, no es ajena a la necesidad de acusar a un origen, el hecho de haber nacido, por ejemplo, es decir, incriminar a los padres, y más precisamente a la madre.

De la misma manera, semejante modo de enfocar la atención sobre un pasado inaccesible - como para señalar que la catástrofe ya se ha producido y que, por lo tanto, no tendrá que temerse en el futuro - puede aparecer como una maniobra de desviación atribuible a la sugestión. En fin, ¿no habría en esto una especie de mística de lo indefinible de lo experimentado, que desempeñaría en el plano teórico un papel de escondrijo con respecto a la relación con lo desconocido? Pero, sobretodo, no se puede evitar plantear la cuestión de la realidad de este trauma, o de esta agonía primitiva, al recordar que una tal realidad, cualquiera que sea su peso, por plausible que parezca, permanece en el análisis sujeta a reelaboraciones simbólicas, y que  al atribuirle el lugar decisivo nada puede venir a contrarrestarlo: precisamente es esto lo que el depresivo considera como una evidencia irrefutable.

Se responderá a estos argumentos postulando que la relación con lo desconocido no puede influir en el análisis sino con la condición de ser percibida allí y elaborada en la relación transferencial, gracias a lo simbólico paterno y en el marco de los ideales que están vigentes en cada uno.

Este trauma original, por la posibilidad inicial de fantasear el sufrimiento, conllevando de este modo una excitación auto-erótica, por la efracción que produce, hace del dolor psíquico ocasión de un retorno sobre sí, para un masoquismo reflexivo [10]. Esta reacción ante la carencia que todo lactante sufre está ligada, pues, a la fantasía cuya figuración oral se aplica a su propio funcionamiento: de la misma manera como la fantasía de incorporación supone una absorción del objeto posterior a su desaparición, o por su destrucción, la fantasía actúa igualmente en la realidad psíquica, en la psique, aun si resulta indiscernible; su “contenido” no podría surgir en la conciencia. Se puede decir, entonces, en el sentido de la observación de Freud en Duelo y Melancolía, que la fantasía es la sombra del objeto cuya luz es la pulsión. En cuanto sombra, sólo traza su silueta oscura y la indicación de la relación con lo desconocido que le queda adherida. Pero, en la depresión esta “sombra” parece ser preservada, permanece invisible en su retiro críptico. (Mientras que en las reacciones maníacas se encuentra “animada”, como por un principio volátil e inaprensible). El sufrimiento ocupa el lugar tanto de la fantasía como del trauma por compensar.

En resumen, la depresión es un retorno, una regresión hacia el desamparo primitivo, hacia su pasividad, que, reproducida, repetida en tanto que afectividad pasiva, no por ello deja de ser un medio variable de dominio. Pero, a la inversa del masoquismo que busca una satisfacción libidinal (como por ejemplo en las perversiones sexuales activas), la depresión aparta con gran rigor todo placer susceptible de hacer aparición. Se comprende igualmente que la culpa, que tiene sus modos activos de reacción con su tríada, pueda ser reprimida al mismo título que la fantasía y, como ella, conservada en una reserva secreta. La depresión (neurótica), sin embargo, a pesar de su aridez, de su renunciación a las medidas defensivas – proyección paranoica o defensa maníaca - no deja de ser una crítica, un agotamiento, una superación, una desmixtificación de estos mecanismos vueltos caducos.


LA MADRE. CONTINENTE Y CONTENIDO


La carencia y el estado de desamparo tienen el efecto de fijar la atención del niño en el objeto que asegura sus satisfacciones: el pecho, la madre. Pero, esta consideración puede hacerse por diversas vías que emplean diferentes fantasías relativas a la madre, sea para dominarla o destruirla, sea para mantener una relación privilegiada con su cuerpo, sea en una reacción narcisista y la puesta en juego del doble (y del yo ideal).

Abraham fue quien subrayó el hecho de que “la vida psíquica del melancólico se mueve, sobre todo, en torno a la madre”[11]. Esta observación vale para ambos sexos.

Se sabe, después de M. Klein, cómo la madre puede ser tomada por el niño como un objeto perseguidor, causa de aniquilación, de destrucción por inanición o devoración. Para E. Bergler, es el paradigma del crimen mayor, que se encuentra en el origen de todo repliegue masoquista. Es verdad que las tentativas, o las fantasías, de retaliación y de proyección paranoicas tienen efectos temibles, puesto que suponen la desaparición de un objeto vital sin que el desamparo por ello sea atenuado.

En la etapa depresiva, también vemos anudarse una relación fantaseada más matizada y conservadora con respecto a la madre, que se centra en el cuerpo, en una relación que usa lo imaginario, y de la que describiremos tres aspectos importantes para su comprensión. Cada uno de ellos, la incorporación oral, el refugio en el útero y la relación somato-psíquica, pertenece a una relación más general del continente con el contenido que, por tanto, pasa al primer plano de nuestra investigación.

Primero, es preciso recordar que Abraham había llevado la descripción en detalle de la incorporación hasta distinguir una serie de cuatro operaciones [12].

Cuando decimos incorporación, nos referimos a la fantasía que adopta como solución a una tensión, a un conflicto, la intervención corporal, oral, digestiva, destructiva y sádica. Esta reacción primitiva remonta, pues, hasta la más antigua relación con la madre, y se centra en ella, más bien que verse obligada a apartarse. Va de suyo que la entrada corporal puede ser anal, genital, por los órganos de los sentidos, al mismo tiempo que sigue siendo una representación oral destructora.

Concebida así, la incorporación se distingue, pues, de la introyección y de la identificación. En la introyección, la óptica es diferente, la operación oral y digestiva es superada, se trata sobre todo de un proceso[13] o, más generalmente, de una entrada en el campo psíquico, de un ensanchamiento, por vía perceptiva, de las informaciones y, por tanto, del acervo mnémico y del territorio. Así, el objeto es recibido, recompuesto, conservado, mediante un conjunto de significantes (analógicos o digitales) que, al mismo tiempo que se remiten a él, se diferencian. Lo propio de la introyección es permitir la diferenciación de un (o varios) objeto(s) dentro del conjunto tópico donde guarda su independencia y participa en los conflictos del sistema. El animal introyecta igualmente significantes analógicos; su “culpa” es burda y construida sobre el temor directo, adquirida por la repetición, la pérdida del objeto o por el castigo que resulta de una simple relación de fuerzas. La introyección es, pues, un modelo de relación con un objeto privilegiado, que puede ser exclusivo, restringido y que orienta las relaciones objetales ulteriores. Adquiere un sentido en función de una tópica.

Al movimiento centrípeto de la introyección, que es una adquisición de poder, se opone el movimiento centrífugo de la proyección, que rechaza una parte del territorio sobre el objeto, del cual, de allí en adelante, sólo se podrá ser víctima.

Con la identificación, lo que domina es la similitud de rasgos, tanto psíquicos como físicos, que liga el yo al objeto que conserva su autonomía externa; aquí es el “ser como” el que reemplaza al “tener”. La carencia del objeto es compensada por esta unificación a partir de un rasgo común de reemplazo. En la identificación hay un efecto de transformación, mientras que en la introyección opera la adjunción, la acumulación, el aumento, mediante la agregación de elementos que conservan sus particularidades propias de objetos, como cuando al imán se adhiere la limadura. En la identificación se trata, sobre todo,  de una identidad que se desarrolla y se constituye de otro modo. Si la relación de continente-contenido conviene tanto para la incorporación como para la introyección (una distinción mayor es que la introyección excluye el vínculo fantaseado con el cuerpo), para la identificación el término de asimilación parece ser más conveniente, sabiendo que ella es mutable, y reproductiva, en el sentido de una similitud que revela la comunidad de objeto (identidad de la especie, que se afirma en las identificaciones especulares en el animal; identificación sexual en el hombre, como ser reproducido y reproductible; transmisor común de la sumisión de la necesidad al deseo en el animal que obedece al hombre; relación humana general de identificación, en el uso específico del lenguaje, por intermedio de las fantasías inconscientes que sirven de campo común).

En la depresión prevalece la relación de continente-contenido: ella le da su signo distintivo a la regresión que hace recurrir especialmente a la incorporación fantaseada y que, en el orden de la introyección, da al objeto un valor (bueno o malo) así como una autonomía, si no una delimitación del tipo de un enquistamiento, o de inclusión, en la dinámica intrapsíquica.

Este predominio de la incorporación oral, siguiendo un ciclo digestivo descrito magistralmente por Karl Abraham, con un desenvolvimiento repetitivo en cuatro etapas, es revelado por los sueños, las fantasías reconstituidas, y los resultantes fisiológicos del depresivo. Importa descubrir sus signos para no entregarse a la sistematización de interpretaciones demasiado proyectivas.

Se conocen sus cuatro etapas [14]:

1.    La pérdida del objeto desencadena el primer tiempo de expulsión. Lo que es malo es rechazado: el esfuerzo corporal fantaseado intenta eliminar el objeto.

2.    Pero la reincorporación prosigue la fantasía de reencontrar el objeto, de dominar el objeto malo, al mismo tiempo que lo destruye oralmente. La bulimia de ciertas depresiones que absorben “cualquier cosa”, sin distinción, corresponde a esa coprofagia descrita por Abraham. (Inversamente, las anorexias se explican por el temor a destruir el objeto bueno, o por la imposibilidad de encontrarlo en el alimento que sea, reactivando de este modo el suplicio de una carencia inicial). Las fluctuaciones alimenticias, en lo real, son frecuentes y bien conocidas en las depresiones: tienen un valor de evaluación clínica segura.

3.    La incorporación destructiva debe, a su turno, ser compensada por una conservación intracorporal del objeto: ese enquistamiento corresponde al período más doloroso de la depresión. Se manifiesta fisiológicamente en un verdadero estreñimiento. Es el período de los conflictos y de los reproches superyoicos, tal y como fueron descritos por Freud en Duelo y Melancolía. La relación paranoica es entonces interiorizada. El suspenso consiste en mantener vivo al objeto (aunque sea malo) y, al mismo tiempo, tener que destruirlo. Aquí tendría lugar la partición entre la restitución narcisista del objeto, su animación maníaca, o su reparación (en cuanto objeto total bueno, según la terminología generalmente adoptada).

4.    En fin, una segunda expulsión, liberadora, que puede evocar una procreación (y la identificación con la madre en el alumbramiento), y que permitiría salir del ciclo digestivo. Pero – sobra decirlo - si todo un conjunto de condiciones relativas a las identificaciones, a la relación transferencial no fantaseada, a la calidad del objeto no se encuentra, el ciclo se inicia de nuevo.

Este esquema tiene, pues, la particularidad de remitir toda la dinámica mental a una fantasía de incorporación digestiva, de predominio oral. Toda teoría centrada en el objeto, en su escisión en bueno y malo, en la relación oral, por este hecho mismo, sería conducida a destacar el fenómeno depresivo.

Digamos, también, que esta problemática es un continuo vaivén entre la expulsión y la incorporación digestiva.

Por otra parte, lo volvemos a hallar en el segundo tipo de relación de continente-contenido: el refugio uterino. Se sabe que el recurso a una potencia protectora, apoyo o sostén (holding), o toda pertenencia (sobre todo pasiva) a un grupo, evocan el refugio o la anidación de una vida intrauterina. En esta mitología, se suele considerar esa estancia como protectora, reparadora, dotada de un inmenso bienestar comparable a aquel que se encuentra en el sueño. Esta fantasía sólo existe y se valora en función de una perspectiva dolorosa y pesimista que desvaloriza la vida despierta, considerada como incapaz de cumplir las exigencias de una felicidad ideal. Es probable que la necesidad de adornar de cualidades positivas a ese período, que también podría ser pensado como una etapa larvada y amodorrada, o como una calma neutra que no recuerda sino la extinción atribuida al nirvana, satisface la intención de glorificar la muerte, comparada con esta anterioridad viva sin recuerdo.

En la depresión domina, pues, la aspiración a retirarse a la matriz protectora, tanto mediante el aislamiento, por la ruptura de las relaciones sociales, como por la exigencia de vínculos privilegiados de dependencia y de mimo materno con respecto a una sola persona, pariente o psicoterapeuta, llevada a desempeñar el papel de continente. Así, la cura se pliega hacia esta relación en la misma medida en que se acentúa el repliegue con respecto al mundo exterior.

Pero tal posición es amenazada por el peligro fantaseado de ser destruido por, o de destruir la cavidad uterina. Las imágenes angustiantes de estar en un callejón sin salida, en un hueco, en un abismo, tan corrientes en los depresivos, a menudo deben entenderse en un doble sentido: la salida del orificio, opuesta al límite de la superficie protectora que envuelve, siempre tiene como eje un territorio hostil, sea externo, sea interno. Aquí la relación con lo desconocido es obstruida por la angustia relativa a la representación del hueco: es decir, por el paso que actualiza la inversión a la que son tan sensibles estos pacientes. B. Lewin ha subrayado, justamente, este aspecto contradictorio de la depresión: entre la aspiración a una regresión narcisista hasta la relación con el pecho materno, y la orden del superyó de abandonar este refugio [15].

Observamos, en el tercer aspecto de la relación continente-contenido, una oposición idéntica entre el cuerpo y la realidad interna, la psique y sus instancias tópicas.

En la depresión, la concentración dolorosa llega a ser el núcleo que se retrae en el cuerpo. Toda la realidad psíquica se reduce a este sufrimiento. La mayor parte de las relaciones exteriores se borran en este repliegue. El cuerpo adquiere el valor de continente que debe llevar toda la carga. Su materia, incluso, debe reaccionar contra los puntos de focalización hipocondríaca que la conquistan, como partes que pueden invadir el conjunto.

Se puede decir, entonces, que la problemática depresiva tiene como eje la relación continente-contenido en la medida en que es tributaria de la incorporación. De una manera más general, se sitúa como la inversión de la realización paranoica; en la melancolía, la persecución es interiorizada, pero no por ello conserva menos sus efectos destructores.

La operación depresiva consiste en la delimitación y concentración de un contenido que no puede sostenerse ni definirse sino en relación con un continente, que no solamente le da sus fronteras, sino que lo protege, lo mantiene y lo conserva. Sin embargo, es preciso comprobar que esta relación continente-contenido tiene la propiedad de invertirse: el contenido tiende a volverse continente para aquello que le era un continente. La relación de incorporación oral implica que el devorador pueda ser devorado, que el tegumento uterino protector sea a su turno englobado por su contenido y atacado o protegido a su vez, que el cuerpo sea también amenazado o sostenido por la realidad psíquica que le sobrepasa y le somete. Esta inversión no debe entenderse solamente como viraje de la depresión a la manía, sino que también está presente en el paso al punto límite de la melancolía, en el que la extrema violencia de la incorporación vacía, de cierta  suerte, al  mundo  externo, aspira el continente exterior en el contenido, para arrastrar el cuerpo mismo fuera de las dimensiones de la vida, como mediante una intususcepción [16] en la muerte.

Pero, la relación más especiosa de la depresión, en esta distribución entre continente y contenido, en este proceso centrípeto-centrífugo, es la de presentarse como una caída infinita en el plano de la realidad psíquica misma. El punto importante es que, en esta búsqueda del continente, la fantasía misma aparece, así, como lo que fundamentalmente es: a saber, uterina. Se da como refugio, aislado y libre de contenido cualquiera. En efecto, lo que impacta en esta eventualidad clínica es el monoideismo, la pobreza mental, la rumia de la miseria, la uniformidad del reflujo vital y sexual, la inaccesibilidad a una diversificación del pensamiento ante la disminución de las asociaciones y de las fantasías.

Lo que llamamos depresión es, precisamente, la fantasía tal como se manifiesta, desprovista de un contenido particular, en cuanto matriz. La fantasía toma el relevo de, y se convierte en, el esquema de esta aspiración irresistible hacia el refugio del vientre materno, su protección, y la pasividad que debe responder a ella. Se comprende, entonces, que la “caída infinita” del proceso depresivo tenga un valor esclarecedor en cuanto al funcionamiento psíquico. Apartándose de las proyecciones narcisistas y paranoicas, así como de las fugas maníacas, con la condición, asimismo, de no hundirse en las pruebas de Sísifo de la reparación siempre recomenzada, o en la oscilación melancólica, la etapa depresiva puede ser un paso hacia las identificaciones simbólicas, así como hacia las relaciones de objeto correspondientes. La fantasía aparece, o más bien tiene las mejores posibilidades de aparecer, como el vínculo entre el sujeto, su deseo y la relación con lo desconocido.

Pero, si se reduce al continente, nos es preciso poder designar el contenido que se articula con él, y que se encuentra eludido.

Propondremos, por tanto, que el contenido es la organización original (cuya construcción tenemos que hacer) que daría la mejor cuenta de la fantasía misma: es decir, ante la más total dependencia del pecho, o de la madre (objeto total), la posibilidad no solamente de volverse dueño de ellos, sino también de poderlos destruir o reconstituir a voluntad, mediante lo cual poder tener una plena disposición  sobre el objeto. Dependencia o dominio, tal es la alternativa que no deja lugar, o que traza su ausencia, a la responsabilidad y a la culpabilidad. Por el hecho mismo de que es fantasía, por el retorno sobre sí, constituye un tomar en consideración la carencia, y obtura su incidencia: la incorporación es la fantasía misma en su evocación del primer objeto. Lo que permanece excluido - suprimido, reprimido o forcluido - es la fuerza opositora que bloquea la pulsión, fuerza que aparecerá como una prohibición: la de la reglamentación de los amamantamientos, la del rechazo de la madre a dejarse morder el pecho, el aprendizaje del control de los esfínteres. Relaciones en el curso de las cuales la madre puede manifestar su fatiga, su irritación y su cólera, su locura o su rechazo. Para que una introyección de esta dinámica pulsional pueda hacerse sin traba, se ha hablado de la importancia de una madre que ama. Pero no puede pasarse en silencio la función paterna, tanto en el equilibrio libidinal de la madre que encuentra en el padre un objeto fálico de amor, como en la transmisión de la palabra prohibitiva que facilita en retorno la relación con la madre. Las identificaciones simbólicas se fundan en ello. Pero, si la madre aparece, en su sufrimiento y exasperación reprimida, depresiva o, más a menudo, defendiéndose de serlo, el niño introyectará esta imagen antipulsional. La identificación con una madre “sufriente” desempeña un papel importante en el mecanismo de las depresiones. El niño intenta compensar ese desfallecimiento mediante su propia depresión.

Resulta, pues, que el contenido del continente que es la fantasía se resume en todo el proceso correctivo que se esfuerza por anular - de un modo arcaico, oral y de dependencia, de relación continente-contenido, simbiótico o parasitario - una carencia. El núcleo de la fantasía sería, pues, un sufrimiento, fuente de una culpa originaria, en la medida en que funciona el poder alucinatorio que parte, sobre todo, de datos irreales: por ejemplo, el de devorar el pecho y la madre, hacerlos desaparecer y reaparecer de un modo fantaseado. Pero, para que este efecto pueda operar, importa que el sufrimiento moral se dé al máximo, sin razón, sin que otro mecanismo de compensación entre en juego: esta “culpa” embrionaria no debe ser más que sufrimiento. No aparece tal como es, sino caricaturesco y delirante, salvo en la melancolía, en la que justamente no son posibles una apreciación, un recurso exactos a la verdad.

Porque todas las distorsiones de la culpa, por defecto o por exceso, son igualmente tributarias de un juicio moral simplificador que promulga, de una vez por todas, su decreto. Considerarse como total y definitivamente bueno puede ser una seguridad narcisista, si no paranoica, que ya no padece examen de conciencia. A la inversa, decirse totalmente malo lleva a las mismas reducciones. Los absolutos se remiten el uno al otro. De ese modo, evitan la confrontación con la realidad, el tiempo de espera, la relación con lo desconocido, y una evaluación moral más fina. Es verdad que el obsesivo, a su vez, arregla estas dificultades mediante su casuística y su interminable duda.

Sin embargo, no hay que considerar la depresión como una imposibilidad de apoyarse en un juicio moral consecuente. Puede sobrevenir después de una acción realmente efectuada y condenada por el código moral en vigor.

Si admitimos que la demanda explícita del depresivo - porque él sólo puede ser tomado a cargo - aspira a volver a hallar una relación con un continente materno, teniendo que preservarlo, al mismo tiempo que protegerlo del peligro de una carencia permanente, el estudio clínico debe dar cuenta de esta estructura continente-contenido según las configuraciones que se organizan entre la incorporación y la expulsión digestivas, entre el refugio uterino y su ausencia, la relación del cuerpo y la realidad psíquica, al tiempo que anota sus inversiones características en la evolución clínica. Esta difícil relación con la madre, que raya con la persecución paranoica, sólo puede superarse si la madre ha sido lo suficientemente buena, si ha podido ser percibida como un objeto total, si las frustraciones no han sido insuperables, si la culpa se ha liberado de una fantasía demasiado invasora, en fin, si la introyección de un objeto bueno ha podido lograrse. Además, la búsqueda del objeto primario sin posibilidad de reemplazo, de sustitución significante, debe ceder el lugar a un duelo que desencadene los intercambios simbólicos. Pero, si no se quiere simplificar este proceso, conviene observar que la noción de “objeto bueno” no podría reducirse a la simple aceptación masiva, oral, tal como ella se impone en el origen del desarrollo libidinal. El juicio, como lo subraya Freud en su artículo sobre “La Negación”, sólo se hace posible por la creación del símbolo de la negación, haciendo al pensamiento independiente en cuanto a los resultados de la represión y en cuanto al principio de placer. Esta negación, puesta al lado de la pulsión de muerte, contribuye a la constitución de los ideales (del ideal del yo) con respecto a los cuales se evaluará la calidad del objeto. Sería igualmente demasiado simple ignorar el aporte del narcisismo en una buena relación de objeto.

Prácticamente, en la cura, estas relaciones iniciales entre continente y contenido, que conciernen al pecho y a la madre, se encuentran en la sesión, en el entorno y sus constantes materiales, en la transferencia.

Así, la fantasía podría transmutarse, de simple sufrimiento bruto, en representaciones diversificadas y respecto a los cuales se modificará la culpa.






EL EJE NARCISISTA: EL DOBLE Y EL NIÑO MUERTO


Ahora podemos examinar una pieza maestra del sistema depresivo: es el doble narcisista, como representación del yo ideal.

En la relación predominante con la madre (y con el pecho), en la aspiración a volverla a encontrar y a huir de ella, conjuntamente, se percibe el peligro vital que, si amenaza a la madre amenaza al niño, y el anhelo de librarse de ella mediante una separación equivalente a una destrucción del uno o del otro y, por tanto, de ambos. Una solución mediana a este tipo de callejón sin salida es encontrada por el niño gracias al doble narcisista. Planteamos, entonces, que son la carencia y la relación de dependencia con la madre las que suscitan la vía narcisista y, principalmente, el desdoblamiento proyectivo. Se sabe, después de O. Rank, la importancia de la solución imaginaria del doble, de su supervivencia, para resolver la inquietud de la muerte. Tiene la ventaja, en el niño, de perpetuar la relación con la madre, pero de una manera desviada: la agresión se dirige al doble más bien que a ella, y también la madre hallaría un blanco para su sevicia; además el niño mismo está a salvo, gracias a esta figura apotropaica liberadora. Este movimiento narcisista se desarrolla a la vez, observémoslo, como un retiro libidinal en cuanto al objeto (este es, pues, secundario) y como un poder de animar otro objeto, escogido por algunas de sus cualidades, muy especialmente valorado por una proyección masiva, idealizante y positiva. El objeto real, distinto de los otros debido a esta elección, vuelto el sostén de la carga libidinal, es un objeto de proyección narcisista. A este título, si corresponde al yo en lo real, por ciertos rasgos de similitud, concretiza en lo imaginario al doble, que no es nada más que el yo ideal, en tanto que aprehendido como instancia mental propia e individualizada.

La imagen primera, patente, de este doble existe en el niño. Se manifiesta en los fenómenos de transitivismo, pero también de una manera más elaborada y consciente, en el camarada imaginario, en su aparición y desaparición [17]. Posee un papel compensatorio, puesto que  se opone en lo imaginario a la pérdida del objeto. No es más que la sombra proyectada por el objeto.

En él veremos una imagen narcisista mayor, construida mentalmente por todo el mundo, que conserva el recuerdo, no solamente de lo que se ha sido, sino de lo que se hubiera querido ser, idealmente, y en un pasado magnificado, sea como un tiempo paradisíaco, sea como el de las promesas y de todas las esperanzas. El niño, en general, se convierte en el símbolo, tanto en las mitologías como en el folclor, de la fuerza montante. Esta virtualidad fálica que contiene es también el poder de las pulsiones en su diversidad, su estallido no gobernado, y su polimorfismo original. Así, sigue siendo para el adulto, como Freud lo dice en Introducción al Narcisismo, una imagen narcisista que tendería a compensar en la generación venidera las insatisfacciones parentales. Corresponde al yo ideal.

Que el doble infantil sea una imagen benéfica, concebida como una prolongación vital, o como una sucesión fálica, no debe dejar en la sombra un aspecto totalmente diferente. Cuando el niño se convierte en una presentificación predominante del doble, en el lugar de la imagen idéntica especular actual abierta sobre el porvenir, es para intentar recuperar una experiencia pasada, en la que se ha constituido el desdoblamiento narcisista, y que remite, por tanto, a lo que lo engendró y que fue su desencadenamiento: la relación originaria con la madre. Este aspecto del niño como doble tiene la ventaja de promover una imago positiva, benéfica, que puede llegar a ser un símbolo sagrado, sometida a un tabú que la mantiene a salvo de toda violencia y de toda agresión sexual, y en la cual su cara negativa, maléfica, es estrictamente reprimida porque remite a deseos inconfesables.

Para el adulto, el niño no es solamente una manera de prolongar la vida y de sostener la ilusión de la inmortalidad, sino también un medio para pagar una deuda simbólica con respecto a los padres, al reproducir a los difuntos según una contabilidad inconsciente a menudo compleja.

Todo ataque contra el niño se vuelve el delito mayor. En Los Hermanos Karamazov sirve para poner de acusado a Dios mismo. Bergler había descrito, con el término de “gran crimen”, el deseo pasivo y masoquista que tiene el niño de ser aniquilado por su madre pre-edípica, según sus terrores orales fantaseados. Por tanto, hay que buscar, detrás de la fachada de idealización que se constituye en el niño mismo, las fantasías de destrucción y de agresión sexual. En consecuencia, es preciso considerar conjuntamente las fantasías de la madre y del niño concernientes a una víctima cuya debilidad, dependencia original, hacen de los malos tratos que recibe una ocasión de culpa extrema y ejemplar. “Matan a un niño” resume el conjunto de las fantasías que se anudan en torno al niño muerto. W. Reich ha descrito su fascinación al segundo grado, es decir, a través de su propio pensamiento, en su libro El Asesinato de Cristo.

El deseo de muerte frente al niño, tal como surge en el ánimo del adulto, obedece a la rivalidad insoportable que representa un organismo joven, vigoroso y lleno de promesas, volviendo más agudo el sentido de la decrepitud cuando se acerca la muerte. Un pasado revive, tanto más dolorosamente cuanto se revela definitivamente acabado. El niño real puede también contradecir amargamente la fantasía de autoengendramiento y de creación narcisista o transexual.

¿Puede esta hostilidad ir hasta hacer confrontarse las clases de edad y, como lo ha sostenido G. Bouthoul, hasta desempeñar inconscientemente un papel en el proceso de las guerras? Es probable que muchas de las llamadas melancolías de involución se alimenten de esta diferencia percibida entre el resultado del envejecimiento y el ideal narcisista centrado en la infancia y la juventud, ideal reactivado por esta misma diferencia.

En la mujer, el niño es rechazado a partir de fantasías que vuelven temibles el acto sexual, la desfloración o el embarazo, por el peligro que representa el feto como “cuerpo extraño” que amenaza la integridad somática.

Ahora bien, el niño, por su lado, abriga deseos de muerte hacia sus hermanos por celos respecto a la madre; él pretende destruir el resultado del acoplamiento paterno, los rivales potenciales, y, por consiguiente, el deseo que lo ha sostenido, golpeando una parte interna de la madre, el origen de su existencia intrauterina. Daremos toda su importancia a la observación de J. Arlow [18] sobre la constancia, en el hijo único, de este tipo de fantasías que producen la ilusión de que es capaz de controlar la fecundidad materna y de ser dueño de su propia soledad. Una confirmación por la realidad también puede hallarse, al menos por un tiempo, en todo hermano mayor, hijo inicialmente único o en el último que se imagina haber cerrado la fratría. En fin, no hay que ignorar tampoco que el hijo único puede ser considerado por los demás como un privilegiado en cuanto a la posesión del afecto materno, lo que acarrea una relación de envidia y de rechazo convirtiéndolo en un chivo expiatorio. J. Arlow expone muy objetivamente esta cuestión y sus incidencias en la descripción del perfil psicológico de estos individuos que constituyen, a fin de cuentas, la quinta parte de la población occidental [19]. También habría lugar para interpretar las estadísticas de los suicidios en función de la fratría. Si es verdad [20] que son los hijos segundos, luego los hijos últimos, quienes más se suicidan, en tanto que el hijo único ofrece el porcentaje más bajo, se puede preguntar si la posición del segundo no inclina a ataques depresivos y al resentimiento, debido a la confrontación con el mayor y, para el menor, debido a la imposible venganza sobre un niño menor.

El niño muerto concentra, entonces, deseos condenados que persisten en todas las edades. La coincidencia y la intensidad de tales fantasías en la madre y su hijo no pueden tener por consecuencia más que el reforzamiento de la patología correspondiente.

La culpa que se asocia con el asesinato del niño permanece, de modo latente, aún en el adulto, y este será tanto más sensible a sus reactivaciones cuanto más haya debido funcionar activamente en sus primeros años el sistema de desdoblamiento narcisista.

Ahora bien, el paradigma del niño muerto tiene una función central en las depresiones, puesto que funciona como primera desviación pulsional respecto a la madre, sirviendo de representación virtual de los peligros, y como lugar de convergencia de la agresividad, soportada o proyectada, gracias al desdoblamiento narcisista inicial.

No nos asombraremos, pues, al hallar sus huellas clínicas en el curso del desarrollo de las depresiones. Sin embargo, es preciso prestarle atención. La comprensión de los casos gana al descubrir este dato.

Como primer ejemplo escogeremos el análisis de una tentativa de suicidio lo suficientemente excepcional en la obra de Freud como para ser destacado [21].

Se sabe que el nacimiento de un hermano, cuando la joven en cuestión tenía dieciséis años, es indicado por Freud como el punto de partida de la crisis homosexual. Diremos que el hermano se convirtió en objeto de proyección narcisista, respondiendo a un ideal masculino calcado, como doble, sobre el hermano mayor y objeto de deseos de muerte anteriormente elaborados. Cuando la joven, en compañía de su amiga de dudosa reputación, se encuentra con su padre, ella se siente doblemente rechazada. Freud hace que la situación gire en torno a una palabra (niederkommen), el  verbo “caer”, en la que se condensan los sentidos de desplomarse, parir, junto con la connotación de dejarse seducir o tumbar. Se trata, para la joven, no sólo de castigarse, arrojándose sobre la carrilera, al significar el parto de un hijo engendrado por el padre, de evocar la muerte de la madre al dar a luz, sino también, agregaremos, de destruir el niño naciente con el cual ella igualmente se identifica, doble sobre el cual se repliega ante el desfallecimiento de las imágenes narcisistas actuales, su madre y la amiga, de este modo, volviendo a encontrar la precariedad infantil puesta en escena en este nacimiento simbólico.

La obra de Abraham muestra una particular atención a la cuestión del niño muerto en el cuadro de las depresiones. En su estudio sobre Segantini, considerado como un caso de depresión con suicidio inconsciente, él hace constar que el artista había hecho sus primeros ensayos de dibujo tomando por modelo el cadáver de una niñita; él destaca “el impulso sádico [que] halla satisfacción en la contemplación del cadáver de la niña” [22]. Su primer cuadro será una Níobe. En un proyecto de drama musical, Segantini pone en escena una mujer cuyo hijo perece en un incendio. Ahora bien, el primogénito de unos parientes del pintor murió así. La muerte de un niño es representada en algunos cuadros de sus últimas realizaciones (Regreso al Hogar, La Consolación de la Fe, La Cuna Vacía). En fin, Abraham descifra en la evolución del artista una identificación significativa con Cristo.

En sus dos grandes textos sobre la depresión, Notas sobre la investigación y tratamiento psicoanalítico de la locura maníaco-depresiva y condiciones asociadas (1912) y Estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales (1924), los  ejemplos clínicos de Abraham relatan, en su anamnesis, los deseos de muerte, en estos casos, de hermanos menores.

El estudio de mis casos ejemplares permite encontrar el doble narcisista y la imago del niño muerto tanto en el desencadenamiento de la depresión como en las razones de la culpa, y aun a través de las construcciones fantaseadas o delirantes.

A veces el punto de partida es un nacimiento. De allí puede resultar una psicosis melancólica puerperal [23]. (Y el hombre también responde de este modo, tanto como la mujer: piénsese en el padre de Marcia en La fortaleza vacía de B. Bethelheim [24]). El acontecimiento no hace más que despertar fantasías anteriores desarrolladas en función de niños posibles, virtuales, de la madre, luego con ocasión del nacimiento de un hermano o una hermana.

De la misma manera, los conflictos conyugales, el abandono, atizan un sufrimiento de soledad que remonta a la primera infancia, y del cual permanece un recuerdo muy vivo. Esta soledad, para la cual el único recurso era la madre, se acompañaba, en uno de los casos, de fantasías respecto a una estrecha intimidad con ella, excluyendo todo otro niño.

Claro está, una depresión puede ser provocada por la muerte de un pariente o un ser querido; pero allí, de nuevo, es preciso estar atento a la imagen narcisista infantil subyacente; por lo demás, es claramente descifrable cuando se trata de un deceso en la fratría.

La culpa ligada a la fantasía del asesinato infantil se revela en el sueño, pero, sobre todo, a propósito de acontecimientos familiares. (Citaré, por ejemplo, un hermano muerto en circunstancias trágicas; un aborto espontáneo de la madre; una hermana débil mental; una hermana muerta y visitas frecuentes al cementerio para depositar, sobre la tumba, piedritas blancas; en fin, en una joven, con tentativas de suicidio, el recuerdo de haber imaginado que su madre enferma había tenido que ir al hospital para dar a luz, lo que acarreó, entonces, hacia los 17 años, ante la ausencia del recién nacido, la creación imaginaria de una hermana, luego el odio hacia los niños, seguido, algún tiempo después, por una atracción irresistible por las niñitas de unos doce años).

En fin, la culpa delirante se apodera de esta serie de fantasías con una pretensión compensatoria; sólo daremos el ejemplo, presentado por Abraham, del melancólico que se acusaba de haber infestado de piojos un hospital, ilustración del simbolismo de los animalitos, recordado por el mismo Abraham  [25].

Es preciso, pues, darle un lugar justo en las depresiones al yo ideal, al doble infantil y a los deseos de muerte dirigidos contra un objeto de proyección narcisista que de él se desprenden.

Al destacar el tema del “niño muerto”, no hacemos más que precisar una etapa importante del desprendimiento con respecto a la madre pregenital. Sabemos que la confrontación con el doble refuerza la integridad narcisista, pero también prepara una vía para tomar distancia con respecto a la oposición especular letal.

Este mecanismo, atribuible al niño, que deja sus huellas en el adulto, no adquiere su fuerza coactiva sino retrospectivamente, mediante una reconstitución imaginaria del desamparo inicial y la solución narcisista así encontrada. De este modo, se intenta producir un retorno (una regresión) hacia el pasado para reanudar el lazo con el objeto primario: de donde la pesantez, o inercia de la depresión.

Lo que de este modo persiste en la madre alcanza a crear un fondo depresivo. Para protegerse de ello, proyectándolo, pero también para darse un poder de dominio sobre su hijo, a fin de tener que ir en ayuda de él, tal  como hubiese querido que se hiciera por ella, tenderá inconscientemente a proseguir una acción depresora sobre él. Esta especie de contagio de la depresión - por otra parte, de pretensión reparadora - desempeña un papel primordial en las relaciones humanas. Diremos que si existe, con respecto a los psicóticos, como lo sostiene H. Searles, un acuerdo y procedimientos del entorno para volverlos locos, un deseo de provocar depresiones existe aún más frecuentemente, sobre todo en nuestras sociedades urbanas, en las que la violencia puede tomar ese rodeo, llegando a ser un medio de dominación sobre los individuos susceptibles de abdicar por el descorazonamiento, y que se prestan de buen grado como víctimas acusadoras. De este modo, se mata por suicidio inducido a aquellos que se presten a ello.

Así, llegamos al corazón de la relación entre la depresión y el sentimiento de culpa. El desdoblamiento narcisista ofrece la ventaja, no obstante desastrosa en esta patología, de proteger a la madre. La culpa puesta en juego de este modo concierne a un objeto imaginario: el mal en cuestión es él mismo imaginario; para que pueda ser remitido a la intención, es preciso que comparaciones y distinciones sean posibles entre un objeto reducido a la relación de necesidad (el pecho–objeto parcial) y un objeto total que responde a una relación que supera esta necesidad, que es construido, pues, sobre una comunicación, que es afectada por una demanda, y se sitúa en el deseo. La posibilidad de aprehender lo imaginario como realidad psíquica y, por tanto, de poder reconocer el mecanismo de la proyección, establece la realidad como tal (como resultante ella misma  de  un  rechazo). En este movimiento, el doble narcisista, es decir, la representación mental del yo ideal, es captado, soportado, por la imagen especular del semejante, mediante todo ser humano, la madre inicialmente, pero más especialmente el hermano o un niño de edad cercana. En esta confrontación, se toma distancia con respecto al simple rechazo y al mal correlativo, en la medida en que éste puede ser atribuido por el juicio a la madre, al doble (o al objeto de proyección narcisista), lo que conduce a poder remitirlo a sí mismo como responsabilidad cuando la proyección es reconocida como tal. Pero, el vaivén narcisista vuelve precaria esta localización. La ventaja de la posición narcisista es que, al desviarse de la madre, conduce a una autonomía que permite la introyección de ella. El asesinato del niño se vuelve el contenido de la fantasía que parece venir de ella: así, tiene lugar la identificación desastrosa con la madre mala. Ella siempre está implicada en los casos de realización criminal o en los finales con suicidio. Es su triunfo. No obstante, la operación de proyección, resultado del desdoblamiento, hace que la maniobra sea menos fatal cuando el doble es sacrificado, de modo fantaseado, en lugar del sujeto. Así, la madre, debido a que el doble es apotropaico, y a que la intención podrá distinguirse de la realización, perderá su masiva potencia amenazante.

Es preciso agregar que este desarrollo no puede perfeccionarse más que si la función paterna (o lo que ocupa su lugar: la sociedad o un ideal, cuyas características no tienen porqué enunciarse aquí) se hace cargo de la intención homicida. El niño muerto, que pertenece a un pasado periclitado, pero a la vez accesible mediante el recuerdo, y que entra como elemento en la construcción simbólica de lenguaje y alianza, debe remitir al padre. Toda civilización, hasta hoy, por el hecho mismo de que tiene en cuenta la función de un tercero en posición de autoridad, conlleva una focalización de las pulsiones agresivas en el padre. Esto permite la mejor separación de la madre, cuya imago se desprende libre de retaliaciones agresivas. Los mitos de las tres grandes religiones monoteístas siempre ponen en evidencia, de una manera patente, la problemática narcisista del niño muerto pero referida al padre, término decisivo que ordena, de una manera implícita, como Freud y Reik lo han demostrado, la culminación de esta dialéctica con el padre muerto como la transición del último “perseguidor secreto y misterioso” [26] a su revelación colectiva y mítica que permite reafirmar “la confianza en el ser querido muerto” [27]. Se sabe que en toda esta mitología simbólica la madre permanece siempre por fuera del dogma, fuera de relación con la muerte violenta, y sólo llegando a ser figurada en las corrientes gnósticas (La Virgen, Sofía, Shejiná). Ella subsiste, siempre como potencia benéfica y tutelar, al margen del conflicto. No hay necesidad de advertir que esta estructura puede ocultar el desconocimiento de las pulsiones agresivas con respecto a la madre, en una idolatría que no ve en ella sino “bondad”: es ésta la perspectiva obsesiva.

En el movimiento que va de la madre hacia el padre, que Freud ha descrito en el desarrollo edípico, pero que es preciso presentir en las etapas pregenitales, interviene, paralelamente, la constitución narcisista. En efecto, el desdoblamiento es el eje especular, etapa que lleva a conferir a la madre su estatuto de objeto total, y al padre su localización simbólica con respecto a las prohibiciones concernientes al objeto primordial en el conflicto en el que el riesgo principal llega a ser la castración. Este posicionamiento del padre alivia la confrontación letal y, por lo mismo, orienta y libera el potencial de investidura propiamente narcisista, homosexual, que entra en la composición dinámica de los ideales: Freud ya lo había destacado al final de Introducción del narcisismo.

En la depresión, no se podría desconocer el encerramiento dentro de este tiempo narcisista. La herida afecta al yo ideal, en su representación como doble, en todo objeto de proyección narcisista. Toda falla a este nivel reactiva la más arcaica de las imágenes correspondientes: la del niño muerto. La depresión patológica se manifiesta cuando esta válvula ya no puede funcionar: el hundimiento del doble (o del yo ideal) es una amenaza de tal magnitud para el yo que el único recurso que queda consiste en acusarse virtualmente de esta carencia, tomarla sobre sí, como asesinato del doble, en su forma arcaica del niño que se vuelve a hallar en sí. Toda relación, de agresión y destrucción, vale más que el vacío de aniquilación y de lo desconocido. En esto consiste el bloqueo del sistema narcisista: la culpa no puede elaborarse ni respecto a un objeto total (la madre o el padre), ni matizarse mediante un juicio que dé cuenta de la realidad interna, de la fantasía. La culpa, pues, respondería, en la depresión, a la imagen del niño muerto. Pero esta razón, tan ideal como es, traducida en palabras se resumiría en el mayor de los crímenes, aquel que amenaza al más alto punto la integridad narcisista. Ahora bien, toda tentativa de culpa, con su tríada de expiación / reparación / perdón, se encuentra invalidada, aunque se  haya esbozado, porque es aplastada por la relación narcisista que hace desparecer al objeto por el peso del yo ideal y por sus fallas. En esta situación, la culpa, que corresponde a un objeto tan exorbitante, es indecible. En la depresión a menudo también es ausente; y, a la inversa, sólo aparece en el delirio melancólico. En cuanto a la autodestrucción, ésta sólo resulta del fracaso, tanto de las correcciones inconscientes que han debido asegurar la tríada de la culpa, como de la imposibilidad de fijar el doble sobre un objeto o un ideal, de donde, como consecuencia, la identificación progresiva o brutal con el niño muerto, caído bajo los golpes de la madre mala.

Pero la ventaja ya señalada de la etapa depresiva, volvámoslo a decir, es la de interiorizar los conflictos y, de este modo, ponerlos en la vía de una relación de objeto exenta de proyecciones masivas.

En definitiva, estamos en condiciones de ordenar los hilos conductores que hemos identificado para comprender la depresión.

1.    Una culpa imaginaria, narcisista, virtual, inexpresable, debe ser destacada. Centrada en la figura del niño muerto, en cuanto cataclismo narcisista, intenta superar activamente un rechazo primordial, al cual remite toda regresión de tipo depresivo.
2.    Esta actividad, con respecto al trauma inicial, se confunde con la única posibilidad de fantasear el displacer, concentrado, mantenido, vuelto sobre sí, en un tiempo original del niño amenazado, sin que otro contenido pueda venir a distraer de la depresión y su sufrimiento.
3.    De este modo, se encuentra reproducida la relación esencial con la madre, sostenida en la relación entre continente y contenido, proseguida en los tres planos, oral y digestivo, uterino y somato-psíquico. La imagen del niño muerto representa, en estas tres direcciones, el resultado del fracaso de esta relación con la devoración, la abolición del nacimiento y de la vida, y la acción destructora del aparato psíquico sobre el cuerpo. Pero, el desdoblamiento narcisista es equívoco porque también ayuda a superar esta salida, para conducir al objeto total y al Otro, en un proyecto de reparación. Se puede decir, entonces, que la depresión, en la alternativa continente-contenido, está ligada al tiempo de la interiorización, y que su sufrimiento, o su patología, dependen de los fracasos, inversiones y repeticiones cíclicas, de esta relación.

Puede preguntarse si semejante organización, que se apoya en el trauma y su fantasía, la culpa virtual, la relación con la madre de continente con el contenido, y la muerte narcisista del niño, puede abarcar todas las variedades clínicas, desde la depresión de inferioridad, las formas reactivas, histéricas o perversas, las crisis, las depresiones de involución, o las descompensaciones psicóticas sobre un fondo esquizofrénico.

Es verdad que la secuencia que hemos descrito permanece muy próxima a la organización narcisista, que hunde sus raíces en la confrontación de la paranoia. Precisamente, se trata de aprehender la articulación, cuya importancia es conocida, entre la vertiente paranoica y la vertiente depresiva, y tanto más cuanto que consideramos a la melancolía como una paranoia “retornada”. Y, ciertamente, el tipo clínico que mejor corresponde a esta descripción es la crisis depresiva.

Partiendo de ahí, es interesante poder descubrir en toda depresión este núcleo, con la salvedad de que, a veces, no se hallan más que sus huellas. De todos modos, será suficientemente perceptible en muchos casos, entre los más diversos, para ser aislado como la infraestructura narcisista de las depresiones en general.

Es evidente que otras configuraciones pueden dar cuenta del detalle clínico - como lo ha recordado acertadamente C. Brenner, principalmente las de la dinámica edípica. Pero, ellas no deben hacer desconocer la estructura narcisista subyacente.

En cuanto a la cuestión de la culpa, ésta no podría cancelarse simplemente mediante la alternancia repetitiva entre proyección e introyección, ni en la posición inmóvil de un alma bella, ni en el rechazo de toda alienación, ni en la sumisión a un mal imaginario, ni tampoco con la seguridad de una “bondad” incuestionable, que conlleva la más peligrosa de las ilusiones. Un retorno a la concepción moralizante, después de su exclusión por la psiquiatría médica, ha desembocado, en nuestros días, en la equivalencia que subtiende un cierto sector del psicoanálisis: lo bueno y el bien aseguran la salud y el equilibrio mental, y, así, conducen al paraíso social; el mal y la maldad, en cambio, conducirían al infierno de la locura y de la segregación. Se encuentra la imposible elección, doble freno, entre maldad y locura. Freud nos recuerda que “gran parte del sentimiento de culpa tiene que ser normalmente inconsciente”, “que el hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral de lo que sabe” y “que la naturaleza del ser humano rebasa en mucho, tanto en el bien como en el mal, lo que él cree de sí” [28].

En el plano práctico de la cura, se perciben las correspondencias que pueden establecerse cuando la fantasía plantea el trabajo analítico y sus beneficios, o al analizante mismo, como un niño imaginario. La reacción terapéutica negativa se entenderá, entonces, como una manera de destrucción en la que el asesinato del niño, según la perspectiva depresiva descrita, viene al primer plano. Será, en la articulación entre el narcisismo y el Edipo donde se presentará esta evolución.

En fin, toda perspectiva evolutiva debe ser pasada por la criba de la crítica. Si damos al tiempo depresivo el valor de un eje (especialmente en la articulación entre la muerte y la castración), en el que la referencia al niño muerto debe ser contemplada, aun es preciso indicar el sentido de esta prueba del duelo.

Freud mismo sigue este hilo en su propio análisis a través de la Interpretación de los Sueños. ¿Se ha caído en cuenta de que dicho hilo se extiende desde el rechazo del niño, el deseo de muerte - totalmente disfrazado, es cierto - en la Inyección de Irma, primer sueño introductorio, hasta el otro sueño inicial, del séptimo y último capítulo, del niño que arde, que se anuda en una sutil ambivalencia con respecto al mismo deseo, el cual, al fin, se declara sin disimulo alguno en uno de los últimos sueños del libro, el del hijo oficial? El duelo por el padre, tantas veces justamente subrayado, no se realiza completamente en la materia de esta obra fundamental sino mediante la elucidación de esta relación imaginaria con el niño muerto, asumida, en cuanto padre, por ese mismo movimiento [29] instaurado.

La prueba depresiva tiene, sin embargo, una singular semejanza con los ritos de iniciación. El des-ser (désêtre), la muerte y la resurrección, se realizan bajo la égida de una autoridad que da acceso a otro grupo de edad, a otro estatuto social. El poder, por el hecho mismo de que se funda en una jerarquía, hace una exhibición de sus insignias a través de estas ceremonias. Mientras más potente sea, más brillo adquieren. Si se siente amenazado o tambaleante, buscará, según cierta propensión, en el espíritu de contrición depresiva, el medio de someter mejor sus súbditos. Existe una mística de la depresión: procura la ilusión de vencer las ansias de la muerte como si se tratara de la muerte misma.

En la mitología china, según el Liezi, “cuando el Caos, después de dar pruebas de buena educación, mereció ser recibido entre los hombres, dos amigos (eran los genios del rayo) [veríamos en ellos la representación del desdoblamiento narcisista] gastaron toda una semana haciéndole todos los días una apertura, para darle el semblante humano que merecía. Al séptimo día de la operación, el Caos murió, dice Tchuan Tse. Es decir, que toda iniciación, o todo nacimiento, se parece a una muerte. La muerte verdadera es acompañada, al contrario (para los chinos), por la obturación de todos los orificios del cuerpo. Se les cierran los ojos a los difuntos, se les cierra la boca  [30]”.

¿No es preciso ver toda la evolución humana (¿pero no se diría también la animal?) para ambos sexos, como la separación de la madre? Operación que no es posible si la madre misma no facilita su realización en el tiempo debido, es decir, sin rechazo ni fijación, y si la acogida simbólica de llegada no se convierte en una manera siniestra de “aprender a vivir”.

Pero, una sociedad narcisista puede llegar a hacer del goce un deber. Este imperativo laborioso, al cual, desde entonces, no se podrá faltar sin ser desconsiderado, que subvierte la transgresión, no tolera prácticamente las imágenes que perturban sus ideales de perfección, de fuerza y de juventud. El sufrimiento, la vejez y la muerte se vuelven insoportables. Al tiempo marcado por la iniciación, la transición y el sacrifico, se sustituye el del simple catabolismo, de la reducción de los desechos, de la incineración. Lo irrecuperable, lo que se aparta del patrón, o lo minoritario, sirven siempre, pero ignorado por el sistema, de chivo expiatorio.

Así, sin duda, hoy en día la depresión ofrece, por defecto simbólico, el rostro esfumado, inconfesable, que la muerte aún presta a los reflejos del espejo que es nuestro semejante.



* Tomado de Nouvelle revue de psychanalyse, Figures du vide, Numéro 11, printemps 1974, París, Gallimard. Traducción: Anthony Sampson. El traductor agradece la colaboración de Pierre Ángelo González y de Gabriel Patiño Lakatos sin cuyo empeño e insistencia esta traducción nunca se habría terminado.
[1]  D. W. Winnicott, “La psychanalyse et le sentiment de la culpabilité » (1958), en De la pédiatrie à la psychanalyse, Payot, 1969.
[2] Cf. E. Jacobson, Depression, Intern. Univ. Press, 1971.
[3] M. Schur, Affects and Cognition, Intern. J. Psychoanal., 1969, 4, p. 647-653
[4] F. Pasche “De la depresión” en A partir de Freud, Payot,1969.
[5] Cf. C. Brenner, “Depression, anxiety and affect theory”, Int. J. Psycho-Anal., 1974, 1, p. 25-32.
[6] Cf. “Transference problems in the psychoanalytic treatment of severely depressive patients”, op. cit.
[7] Cf. sobre este tema: M. Torok, “Maladie du deuil et fantasme du cadaavre exquis”, Revue française de psychanaalyse, 1968, 4, p. 715-734.
[8] A. De Maret, “La psychose maniaco-dépressive envisagée dans une perspective éthologique », Acta Psychiatric Belg., 1971, 71, p.p. 429-228.
[9]  “Fear of Breakdown”, The International Review of Psychoanalysis, 1974, 1-2, p. 103-107.
[10] Cf. J. Laplanche, Vie et mort en psychanalyse, Flammarion, 1970, p.162-173 [Vida y muerte en psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1973].
[11] “Los estados maníaco-depresivos y los niveles pregenitales de la libido” (1924), en Psicoanálisis Clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959, p. 319-362.
[12] Cf. op.cit.
[13] De acuerdo con N. Abraham y M. Torok, “Introjecter-incorporer. Deuil ou mélancolie”, en Destins du cannibalisme, Nouvelle revue de psychanalyse, 6, 1972, p.111-122.
[14] Cf., Abraham, op.cit.
[15]  “Reflections on depression” (1961), en Selected Writings of B. D. Lewin, The Psych. Quart. Inc. P., 1973, p.147-157.
[16] Sic: una invaginación.
[17] Cf. R. M. Benson y D. B. Prior, “’When Friends Fall Out’: Developmental Interference with the Function of some Imaginary Companions”, Journ. Amer. Psychoan. Assoc. 1973, 3, p. 457-473.
[18] “The Only Child”, The Psychoan. Quart., 1972, 4, p. 507-536.
[19] Op. cit. Véanse también las consideraciones más convencionales de D. Winnicott, The Child, the Family and the Outside World, London, Tavistock, 1957, cap. 20 “The Only Child”.
[20] Cf. Moullembé, F, Tiano, G. Y C. Anavi, J-M. Pericón, “Les conduites suicidaires, approché théorique et clinique », Bulletin de Psycho. 1973 – 1974, 313, 15-18, p. 901, (918), 928.
[21] “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” (1920), Obras Completas, vol. 18, p. 137-164. Buenos Aires, Amorrortu, 1976.
[22] Psicoanálisis y Psiquiatría, Buenos Aires, Hormé, 1961. p. 208.
[23] Véase sobre este tema el estudio clínico de J. P. Sichel y R. Chepfor, “Des liens possibles entre les suites de couches normales et la psychose puerpéraleen L’évolution psychiatrique, 1974, 3, p.643-662, donde se indican los hechos desencadenantes (un accidente en la calle que evoca la muerte de niños) y las intenciones homicidas de la madre. También se observará en dicho estudio la identificación de la madre con el niño en la separación sangrienta.
[24] Barcelona, Laia, 1975.
[25] Psicoanálisis clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959, p. 352.
[26] M. Klein, “Una contribución a la psicogénesis de los estados maníaco-depresivos” (1934), en Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires, Hormé, 1964.
[27] M. Klein, “El duelo y su relación con los estados maníaco-depresivos” (1940), op. cit.
[28] “El yo y el ello”, Obras Completas, vol. XIX, op.cit., p. 53.
[29] El movimiento mismo que El Rey de los Alisos reproduce. [El Rey de los Alisos, poema de Goethe convertido en Lied por Schubert, n. del t].
[30] Cf. M. Granet, La pensée chinoise, A. Michel, p. 320.