miércoles, 28 de enero de 2009

Freud. La Angustia

Tomado de Sigmund Freud / Obras Completas de Sigmund Freud. Standard Edition. Notas e Introducción de James Strachey / Volumen 16 (1916-17). Conferencias de introducción al psicoanálisis / Parte III. Doctrina general de las neurosis (1917 [1916-17]) / 25ª conferencia. La angustia

Subrayado, notas en azul y algunas otras notas de Jose Luis González Fernández

25ª conferencia.
La angustia
[i]

Señoras y señores: Lo que les he dicho en mi última conferencia acerca del estado neurótico general[ii] les habrá parecido, sin ninguna duda, la más incompleta e insuficiente de mis comunicaciones. Lo sé. Y nada les habrá asombrado más, creo, que el hecho de que ni se hablase de la angustia[iii], a pesar de que la mayoría de los neuróticos se quejan de ella, la señalan como su padecimiento más horrible y, realmente, puede alcanzar en ellos una intensidad enorme y hacerles adoptar las más locas medidas. Pero, al menos en esto, no quiero yo escatimarles nada; por el contrario, me he propuesto abordar con particular dedicación el problema de la angustia en los neuróticos, y elucidarlo en detalle ante ustedes.

A la angustia como tal no necesito presentársela; cada uno de ustedes ha experimentado alguna vez esta sensación o, mejor dicho, este estado afectivo. Pero creo que no se ha inquirido con suficiente seriedad por qué justamente los neuróticos sienten una angustia tanto más fuerte que los otros. Quizá se lo juzgue algo obvio; y aun las palabras «neurótico» {nervös} y «angustiado» {ängstlich} suelen emplearse indistintamente como si significasen lo mismo. Pero no hay ningún derecho a hacerlo; existen hombres angustiados que por lo demás nada tienen de neuróticos, y hay neuróticos que padecen de muchos síntomas sin que entre estos se encuentre la inclinación a la angustia.

Angustia Neurótica (las notas a color son referencias para la clase)

Comoquiera que sea, el problema de la angustia es un punto nodal en el que confluyen las cuestiones más importantes y diversas; se trata, en verdad, de un enigma cuya solución arrojaría mucha luz sobre el conjunto de nuestra vida anímica. No aseveraré que puedo darles esa solución íntegra, pero sin duda ustedes esperan que el psicoanálisis aborde también este tema de manera por completo diversa que la medicina académica. Esta parece interesarse sobre todo por los caminos anatómicos a través de los cuales se produce el estado de angustia. Se nos dice que la medulla oblongata es estimulada, y el enfermo se entera de que padece de una neurosis del nervus vagus. La medulla oblongata es un objeto muy serio y muy lindo. Recuerdo bien todo el tiempo y el esfuerzo que hace años consagré a su estudio. Pero hoy no podría indicar algo más indiferente para la comprensión psicológica de la angustia que el conocimiento de las vías nerviosas por las que transitan sus excitaciones[iv].

Angustia Realista

Al comienzo es posible tratar un buen rato de la angustia sin considerar para nada el estado neurótico.* Ustedes me comprenderán sin más si designo a esta angustia como angustia realista, por oposición a una angustia neurótica. Y bien; la angustia realista aparece como algo muy racional y comprensible. De ella diremos que es una reacción frente a la percepción de un peligro exterior, es decir, de un daño esperado, previsto; va unida al reflejo de la huida, y es lícito ver en ella una manifestación de la pulsión de autoconservación. Las oportunidades en que se presente la angustia (es decir, frente a qué objetos y en qué situaciones) dependerán en buena parte, como es natural, del estado de nuestro saber y de nuestro sentimiento de poder respecto del mundo exterior. Hallamos sumamente comprensible que el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que maneja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permanece exento de angustia en esas situaciones. En otras ocasiones es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, porque permite individualizar antes el peligro. Así, el salvaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el bosque y que al inexperto nada le dio, pero a él le revela la proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experimentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero le parece insignificante.
Si se reflexiona un poco más, hay que decir que el juicio según el cual la angustia realista es racional y adecuada[v] debe revisarse a fondo. En efecto, la única conducta adecuada frente a un peligro que se cierne sería la fría evaluación de las propias fuerzas comparadas con la magnitud de la amenaza, y el decidirse, sobre esa base, por lo que prometa un mejor desenlace: si la huida o la defensa, o aun el ataque, llegado el caso. Pero en una situación así no hay lugar alguno para la angustia; todo cuanto acontece se consumaría igualmente bien, e incluso mejor, probablemente, si no se llegase al desarrollo de angustia. Bien advierten ustedes que si la angustia alcanza una fuerza desmedida, resulta inadecuada en extremo: paraliza toda acción, aun la de la huida. Por lo común, la reacción frente al peligro consiste en una mezcla de afecto de angustia y acción de defensa. El animal aterrorizado se angustia y huye, pero lo adecuado en ese caso es la «huida», no el «angustiarse».
Angustia Expectante
Estamos tentados de afirmar, por tanto, que el desarrollo de angustia nunca es adecuado. Quizás obtengamos una mejor intelección si descomponemos con mayor cuidado la situación de angustia. Lo primero que hallamos en ella es el apronte para el peligro, que se exterioriza en un aumento de la atención sensorial y en una tensión motriz. Ese apronte expectante debe reconocerse, sin ninguna duda, como ventajoso, y su falta puede traer serias consecuencias. En él se origina, por un lado, la acción motriz -primero la huida y, en un nivel superior, la defensa activa-; por el otro, lo que sentimos como estado de angustia. Mientras más se limita el desarrollo de angustia a un meto amago, a una señal[vi], tanto menores son las perturbaciones en el paso del apronte angustiado a la acción, y tanto más adecuada la forma que adopta todo el proceso. Por eso, en lo que llamamos angustia, el apronte angustiado me parece lo más adecuado al fin, y el desarrollo de angustia lo más inadecuado.
Miedo, Terror, Angustia
Omito entrar a considerar más de cerca si las acepciones usuales de angustia {Angst}, miedo {Furcht} y terror {Schreck} designan lo mismo o cosas claramente distintas. Creo, tan sólo, que «angustia» se refiere al estado y prescinde del objeto, mientras que «miedo» dirige la atención justamente al objeto. En cambio, «terror» parece tener un sentido particular, a saber, pone de resalto el efecto de un peligro que no es recibido con apronte angustiado. Así, podría decirse que el hombre se protege del horror mediante la angustia.[vii]

Angustia Filogenética
No se les escapará a ustedes cierta ambigüedad e imprecisión en el uso de la palabra «angustia». Casi siempre se entiende por tal el estado subjetivo en que se cae por la percepción del «desarrollo de angustia», y designa en particular a este afecto. Ahora bien, ¿qué es, en sentido dinámico, un afecto? Para empezar, algo muy complejo. Un afecto incluye, en primer lugar, determinadas inervaciones motrices o descargas; en segundo lugar, ciertas sensaciones, que son, además, de dos clases: las percepciones de las acciones motrices ocurridas, y las sensaciones directas de placer y displacer que prestan al afecto, como se dice, su tono dominante. Pero no creo que con esta enumeración hayamos alcanzado la esencia del afecto. En el caso de algunos afectos creemos ver más hondo y advertir que el núcleo que mantiene unido a ese ensamble es la repetición de una determinada vivencia significativa. Esta sólo podría ser una impresión muy temprana de naturaleza muy general, que ha de situarse en la prehistoria, no del individuo, sino de la especie. Para que se me comprenda mejor: el estado afectivo tendría la misma construcción que un ataque histérico y sería, como este, la decantación de una reminiscencia. Por tanto, el ataque histérico es comparable a un afecto individual neoformado, y el afecto normal, a la expresión de una histeria general que se ha hecho hereditaria[viii].

Angustia de Nacimiento
No crean que lo que les he dicho sobre los afectos es patrimonio admitido en la psicología normal. Al contrario; son concepciones nacidas en el terreno del psicoanálisis, su único solar natal. Lo que ustedes pueden averiguar en la psicología acerca de los afectos, por ejemplo la teoría de James-Lange, es algo que nosotros, psicoanalistas, no comprendemos ni podemos examinar.[ix] Pero tampoco creemos muy seguro lo que sabemos sobre los afectos; es un primer intento de orientarse en este oscuro campo. Y ahora prosigo: En cuanto al afecto de angustia, creemos conocer cuál es esa impresión temprana que él reproduce en calidad de repetición. Decimos que es el acto del nacimiento, en el que se produce ese agrupamiento de sensaciones displacenteras, mociones de descarga y sensaciones corporales que se ha convertido en el modelo para los efectos de un peligro mortal y desde entonces es repetido por nosotros como estado de angustia. El enorme incremento de los estímulos sobrevenido al interrumpirse la renovación de la sangre (la respiración interna) fue en ese momento la causa de la vivencia de angustia; por tanto, la primera angustia fue una angustia tóxica. El nombre «angustia» {Angst} -angustiae, angostamiento {Enge}-[x] destaca el rasgo de la falta de aliento, que en ese momento fue consecuencia de la situación real y hoy se reproduce casi regularmente en el afecto. Admitiremos también como significativo que ese primer estado de angustia se originara en la separación de la madre. Por cierto, estamos convencidos de que la predisposición a repetir el primer estado de angustia se ha incorporado tan profundamente al organismo, a través de la serie innumerable de las generaciones, que ningún individuo puede sustraerse á ese afecto, por más que, como el legendario Macduff, haya sido «arrancado prematuramente del seno materno[xi], y por eso no haya experimentado por sí mismo el acto del nacimiento. No podemos decir en qué ha parado el estado de angustia en los animales que no son mamíferos. Tampoco sabemos, por eso, si en estas criaturas el complejo de sensaciones equivale a nuestra angustia.

Quizá les interese saber cómo llegué a la idea de que el acto del nacimiento es la fuente y el modelo del afecto de angustia. La especulación fue la que menos parte tuvo; más bien, me inspiré en el pensamiento ingenuo del pueblo. Hace muchos años, un grupo de jóvenes médicos de hospital almorzábamos en una posada; un asistente relató la cómica historia que había sucedido en el último examen de parteras. Se le preguntó a una candidata qué significaba el hecho de que en el parto apareciese meconio (alhorre, excremento) en el agua del nacimiento, y ella respondió sin vacilar: «Que el niño está angustiado». Se rieron de ella y la reprobaron. Pero yo, calladamente, tomé partido por ella y empecé a sospechar que esa pobre mujer del pueblo había puesto certeramente en descubierto un nexo importante[xii].

Angustia Neurótica Libremente Flotante
Y si ahora pasamos a la angustia neurótica, ¿qué nuevas formas de manifestación y qué nuevos nexos nos presenta la angustia en los neuróticos? Mucho hay para decir sobre esto. Hallamos, en primer lugar, un estado general de angustia, por así decir una angustia libremente flotante. Está dispuesta a prenderse del contenido de cualquier representación pasajera; influye sobre el juicio, escoge expectativas, acecha la oportunidad de justificarse. Llamamos a este estado «angustia expectante» o «expectativa angustiada». Las personas aquejadas de esta clase de angustia prevén, entre todas las posibilidades, siempre la más terrible, interpretan cada hecho accidental como indicio de una desgracia, explotan en el peor sentido cualquier incertidumbre. La inclinación a esa expectativa de desgracia se encuentra como rasgo de carácter en muchos hombres que en lo demás no podríamos llamar enfermos, y a quienes se moteja de hiperangustiados o pesimistas; empero, un grado llamativo de angustia expectante corresponde, por regla general, a una afección neurótica que yo he llamado «neurosis de angustia[xiii]» e incluyo entre las neurosis actuales.

Una segunda forma de la angustia, a diferencia de la que acabamos de describir, está más bien psíquicamente ligada[xiv] y anudada a ciertos objetos o situaciones. Es la angustia de las «fobias», de enorme diversidad y a menudo muy extrañas. Stanley Hall [1914], el respetado psicólogo norteamericano, no hace mucho se ha tomado el trabajo de presentarnos toda la serie de estas fobias con lujosos rótulos procedentes del griego. Eso suena como la cuenta de las diez plagas de Egipto, sólo que su número rebasa con mucho la decena [xv]. Escuchen ustedes todo lo que puede ser objeto o contenido de una fobia: la oscuridad, el aire libre, lugares abiertos, gatos arañas, orugas, serpientes, ratones, tormentas, puntas aguzadas, sangre, espacios cerrados, multitudes, la soledad, el paso de puentes, los viajes por mar y por ferrocarril, etc. En un primer intento de orientarnos en esta maraña, es sugerente diferenciar tres grupos. Muchos de los objetos y situaciones temidos tienen también para nosotros, normales, algo de ominoso, una dimensión de peligro, y por eso tales fobias no nos parecen inconcebibles, aunque sí muy exageradas en su fuerza. Así, la mayoría de nosotros experimentamos un sentimiento de repugnancia si tropezamos con una víbora. La fobia a las víboras, puede decirse, es común a todos los hombres, y Charles Darwin [1890] ha descrito de manera muy impresionante su incontenible angustia frente a una víbora que se le abalanzó, aunque se sabía protegido por un grueso vidrio. En un segundo grupo reunimos los casos en que sigue habiendo una dimensión de peligro, pero solemos minimizar y no anticipar ese peligro. Entre ellos se cuentan la mayoría de las fobias a una situación. Sabemos que si viajamos en ferrocarril, la probabilidad de sufrir un accidente es mayor que si permaneciésemos en casa, pues puede producirse un choque de trenes; sabemos también que un barco puede hundirse, a raíz de lo cual uno por lo general se ahoga, pero no pensamos en estos peligros y viajamos libres de angustia por tren y por barco. Es innegable, asimismo, que si el puente se rompiera en el momento en que pasamos sobre él nos precipitaríamos al río, pero es un suceso tan raro que no lo computamos como peligro. También la soledad tiene sus peligros, y en ocasiones la evitamos; pero no es que no podamos la: siquiera un momento en condiciones normales.

Lo mismo vale para las multitudes, los espacios cerrados, las tormentas, etc. Lo que nos extraña en estas fobias de los neuróticos no es tanto su contenido como su intensidad. ¡La angustia de las fobias es directamente abrumadora! Y muchas veces tenemos la impresión de que los neuróticos no se angustian frente a las mismas cosas y situaciones que en ciertas circunstancias pueden provocarnos angustia también a nosotros, aunque las llamen con idénticos nombres.

Nos queda un tercer grupo de fobias que ya están por completo fuera de nuestra comprensión. Cuando la angustia impide a un hombre fuerte, adulto, atravesar una calle o una plaza de su ciudad natal, tan familiar para él; cuando una mujer sana y bien desarrollada cae presa de incomprensible angustia porque un gato roza el ruedo de su vestido o una laucha atravesó corriendo la habitación, ¿cómo estableceríamos el nexo con el peligro que evidentemente existe para el fóbico? En el caso de las fobias a los animales, que pertenecen a este grupo, no puede tratarse de unas aumentadas antipatías, comunes a todos los seres humanos; en efecto, como para demostrar lo contrario, hay muchas personas que no pueden pasar junto a un gato sin atraerlo y hacerle caricias. El ratón, tan temido por las mujeres, es al mismo tiempo [en alemán] un apelativo cariñoso por excelencia; muchas muchachas que gustosas se oirían llamar «ratoncito» por su amado gritan despavoridas al divisar el gracioso animalito que lleva ese nombre. En cuanto al hombre que siente angustia en calles o plazas, se nos impone esta única explicación: se comporta como un niño pequeño. Los educadores dirigen a este la exhortación directa de evitar como peligrosas tales situaciones, y nuestro agorafóbico se siente, de hecho, protegido de su angustia si lo acompañamos por la plaza.
Angustia Fóbica como resultado de la liga de la libre con una nueva representación exterior

Las dos formas de angustia aquí descritas, la angustia expectante, libremente flotante, y la unida a fobias, son independientes entre sí. No es que una sea una etapa superior de la otra; sólo por excepción se presentan juntas, y cuando lo hacen es como por casualidad. Un estado de angustia general, aun el más fuerte, no necesita manifestarse en fobias; personas que durante toda su vida se han visto coartadas por una agorafobia pueden hallarse totalmente exentas de una angustia expectante pesimista. Muchas de las fobias, por ejemplo la angustia a las plazas o a los ferrocarriles, se adquieren sólo a edad madura, según puede demostrarse; otras, como la angustia a la oscuridad, a las tormentas, a ciertos animales, parecen haber existido desde el comienzo. Las del primer tipo tienen la dimensión de enfermedades graves; las segundas aparecen más bien como rarezas, caprichos. En las personas que muestran una de estas últimas, puede conjeturarse por regla general la existencia de otras del mismo tipo. Debo agregar que incluimos todas estas fobias en la histeria de angustia, vale decir, las consideramos como una afección muy próxima a la conocida histeria de conversión[xvi].

La tercera de las formas de angustia neurótica nos plantea, entonces, este enigma: perdemos totalmente de vista el nexo entre la angustia y la amenaza de un peligro. En el caso de la histeria, por ejemplo, esta angustia aparece acompañando a los síntomas histéricos, o bien en estados emotivos en que esperaríamos, por cierto, una exteriorización de afectos, pero no justamente de angustia; o bien, puede aparecer desligada de cualquier condición, como un ataque gratuito de angustia tan incomprensible para nosotros como para el enfermo. Ni hablar entonces de un peligro o de una ocasión que, exagerada, pudiese elevarse a la condición de tal. En esos ataques espontáneos advertimos, además, que el complejo que designamos como estado de angustia es susceptible de una división. La totalidad del ataque puede estar subrogada por un único síntoma, intensamente desarrollado: por un temblor, un vértigo, palpitaciones, ahogos; y el sentimiento general que individualizamos como angustia puede faltar o hacerse borroso. No obstante, esos estados, que describimos como «equivalentes de la angustia», pueden equipararse a esta última en todos los aspectos clínicos y etiológicos.

Ahora se plantean dos preguntas. ¿Puede la angustia neurótica, en la cual el peligro no desempeña papel alguno o lo tiene muy ínfimo, vincularse con la angustia realista, que es, en todo, una reacción frente al peligro? ¿Y cómo hemos de entender la angustia neurótica? Consignemos primero nuestra expectativa: si hay angustia, tiene que existir también algo frente a lo cual uno se angustie.

Angustia y Neurosis Actuales o de angustia

De la observación clínica se obtienen varias indicaciones para la comprensión de la angustia neurótica, cuyo contenido dilucidaré ante ustedes.

A. No es difícil comprobar que la angustia expectante o estado de angustia general mantiene estrecha dependencia con determinados procesos de la vida sexual; queremos decir: con ciertas aplicaciones de la libido. El caso más simple y más instructivo de esta clase se presenta en personas expuestas a la llamada excitación frustránea, es decir, aquellas en que unas violentas excitaciones sexuales no experimentan descarga suficiente, no son llevadas a una consumación satisfactoria. Por ejemplo, los hombres mientras están de novios, o las mujeres cuyos maridos no tienen suficiente potencia o que, por precaución, practican el acto sexual abreviado o mutilado. En estas circunstancias, la excitación libidinosa desaparece y en su lugar emerge angustia[xvii], tanto en la forma de la angustia expectante cuanto en ataques y sus equivalentes. La interrupción deliberada del acto sexual, cuando se la practica como régimen sexual, es tan regularmente causa de neurosis de angustia en los hombres, y en particular en las mujeres, que en la práctica médica es recomendable investigar en tales casos ante todo esta etiología. Y entonces podrá comprobarse innumerables veces que la neurosis de angustia desaparece cuando se elimina ese mal hábito sexual.

Este nexo entre retención sexual y estados de angustia es un hecho. Por lo que yo sé, ni siquiera médicos alejados del psicoanálisis lo ponen en duda. No obstante, bien puedo imaginar que no se omitirá el intento de invertir la relación, sosteniendo que en tales casos se trata de personas de antemano propensas a los estados de angustia y que por eso se retienen en materia sexual. Pero contradice terminantemente esa concepción la conducta de las mujeres, cuya práctica sexual es por esencia de naturaleza pasiva, vale decir, está determinada por el trato que reciben del hombre. Mientras más temperamental, y por tanto más inclinada al comercio sexual y más capaz de satisfacción, sea una mujer, tanto más seguramente reaccionará con manifestaciones de angustia frente a la impotencia del marido o al coitus interruptus, en tanto que en mujeres anestésicas o poco libidinosas ese mal trato ejercerá un papel mucho menor.

Desde luego, la abstinencia sexual tan vivamente recomendada hoy por los médicos tiene la misma importancia para la génesis de estados de angustia sólo cuando la libido a que se deniega la descarga de satisfacción posee la correspondiente fuerza y no ha sido tramitada en su mayor parte por sublimación. Es que siempre la decisión en cuanto al resultado patológico recae en los factores cuantitativos. Aun donde no está en juego la enfermedad, sino la conformación del carácter, es fácil advertir que una restricción sexual va de la mano con cierta propensión a la angustia y cierta medrosidad, mientras que la intrepidez y la audacia acompañan al libre consentimiento de las necesidades sexuales. Por más que estas relaciones sean alteradas y complicadas por múltiples influencias culturales, para el promedio de los hombres es cierto que angustia y restricción sexual se corresponden entre sí.
Lejos estoy de haberles comunicado todas las observaciones que abonan nuestra tesis del vínculo genético entre libido y angustia. Entre ellas se cuenta, todavía, la influencia que sobre la contracción de angustia ejercen ciertas fases de la vida, como la pubertad y la menopausia, a las que es lícito atribuir un considerable incremento en la producción de libido. En muchos estados emocionales es posible observar directamente el entrelazamiento de libido y angustia, y la sustitución final de la primera por la segunda. La impresión que recibimos de todos estos hechos es doble: en primer lugar, que está en juego una acumulación de libido a la que se le coartó su aplicación normal; en segundo lugar, que ello nos sitúa por entero en el campo de los procesos somáticos. A primera vista no se discierne el modo en que se genera la angustia a partir de la libido; se comprueba, solamente, que falta libido y en su lugar se observa angustia.[xviii]
Angustia e Histeria
B. Nos proporciona un segundo indicio el análisis de las psiconeurosis, en especial de la histeria. Dijimos que en esta afección la angustia aparece a menudo acompañando a los síntomas, pero se exterioriza también, como ataque o como estado crónico, una angustia no ligada. Los enfermos no saben decir qué es eso ante lo cual se angustian y, mediante una inequívoca elaboración secundaria, lo enlazan con las fobias que tienen más a mano, como morir, enloquecer, sufrir un síncope. Si sometemos al análisis la situación de la cual nació la angustia o los síntomas acompañados por ella, por regla general podemos indicar el decurso psíquico normal interceptado y sustituido por el fenómeno de la angustia. Expresémoslo de otro modo: construimos el proceso inconciente como si no hubiera experimentado ninguna represión y hubiera proseguido, sin inhibición, hasta la conciencia. Este proceso también habrá estado acompañado por un determinado afecto, y ahora nos enteramos con sorpresa de que ese afecto que acompañó al decurso normal es sustituido por angustia en todos los casos, sin que importe su cualidad. Por tanto, cuando estamos frente a un estado de angustia histérica, su correlato inconciente puede ser una moción de similar carácter, es decir, de angustia, vergüenza, turbación, pero también una excitación libidinosa positiva, o una agresiva, de hostilidad, como la furia y el enojo. Esta angustia es, entonces, la moneda corriente por la cual se cambian o pueden cambiarse todas las mociones afectivas cuando el correspondiente contenido de representación ha sido sometido a represión (ver nota[xix].


Angustia y Obsesiones
C. Una tercera experiencia nos la proporcionan los enfermos que padecen de acciones obsesivas, notablemente exentos de angustia, en apariencia. Si intentamos impedirles que ejecuten su acción obsesiva, su lavado o su ceremonial, o si ellos mismos se aventuran a abandonar una de sus compulsiones, una angustia horrible los fuerza a obedecer a la compulsión. Caemos en la cuenta de que la angustia estaba encubierta por la acción obsesiva, y esta no se ejecutaba sino para evitar aquella. En la neurosis obsesiva, por tanto, una formación de síntoma sustituye a la angustia que, de lo contrario, sobrevendría necesariamente. Y si ahora nos volvemos a la histeria, hallamos una situación parecida en esta neurosis: el resultado del proceso represivo es, o bien un desarrollo de angustia pura, o bien una angustia con formación de síntoma, o bien una formación de síntoma más completa, sin angustia. Por consiguiente, en un sentido abstracto no parecería erróneo decir que, en general, los síntomas sólo se forman para sustraerse a un desarrollo de angustia que de lo contrario sería inevitable. Esta concepción sitúa a la angustia, por así decir, en el centro de nuestro interés en cuanto a los problemas de las neurosis.
De las observaciones hechas sobre la neurosis de angustia inferíamos que la desviación de la libido de su aplicación normal, desviación generadora de la angustia, se produce en el campo de los procesos somáticos. Los análisis de la histeria y de la neurosis obsesiva nos permiten agregar que esa misma desviación, con idéntico resultado, puede ser también el efecto de un rehusamiento de parte de las instancias psíquicas. Eso es, pues, todo lo que sabemos sobre la génesis de la angustia neurótica; suena bastante impreciso todavía. Pero por ahora no diviso camino alguno que pudiera llevarnos adelante. Aún más difícil de solucionar parece la segunda tarea que nos hemos planteado, la de establecer un vínculo entre la angustia neurótica, que es libido aplicada de manera anormal, y la angustia realista, que corresponde a una reacción frente al peligro. Se creería que se trata de cosas por entero dispares; empero, no disponemos de ningún medio para distinguir, por la sensación que ellas nos provocan, la angustia realista de la angustia neurótica.

Angustia Señal de las Neurosis
El enlace buscado se establece, por fin, si tomamos como premisa la oposición, tantas veces aseverada, entre yo y libido. Como sabemos, el desarrollo de angustia es la reacción del yo frente al peligro y la señal para que se inicie la huida; esto nos sugiere la siguiente concepción: en el caso de la angustia neurótica, el yo emprende un idéntico intento de huida frente al reclamo de su libido y trata este peligro interno como si fuera externo. Así se cumpliría nuestra expectativa de que ahí donde aparece angustia tiene que existir algo frente a lo cual uno se angustia. Ahora bien, la analogía puede proseguirse. Así como el intento de huida frente al peligro exterior es relevado por la actitud de hacerle frente y adoptar las medidas adecuadas para la defensa, también el desarrollo de la angustia neurótica cede paso a la formación de síntoma, que produce una ligazón de la angustia.

La dificultad para comprenderlo radica ahora en otro lugar. La angustia que significa una huida del yo frente a su libido no puede haber nacido sino de esa libido misma. Esto nos resulta oscuro y nos advierte que no debemos olvidar que la libido de una persona en el fondo le pertenece a ella y no puede contraponérsele como algo exterior. Es la dinámica tópica del desarrollo de angustia la que todavía nos resulta oscura, a saber, la clase de energías anímicas que son convocadas, y los sistemas psíquicos desde los cuales lo son. No puedo prometerles respuesta también para esta cuestión, pero sin dejar de recurrir a la observación directa y a la investigación analítica como auxiliares de nuestra especulación, perseguiremos otras dos pistas: la génesis de la angustia en el niño y el origen de la angustia neurótica que está ligada a fobias.

En los niños es muy común el estado de angustia, y parece muy difícil discernir si se trata de angustia realista o neurótica. Y aun el valor de este distingo es puesto en entredicho por la conducta de aquellos. En efecto, por una parte no nos asombra que el niño se angustie frente a todas las personas extrañas, frente a situaciones y objetos nuevos, y nos explicamos fácilmente esta reacción por su debilidad y su ignorancia. Por tanto, atribuimos al niño una fuerte inclinación a la angustia realista, y nos parecería totalmente acorde a fines que ese estado de angustia fuese congénito en él. El niño no haría sino repetir así la conducta del hombre primordial y de los primitivos de nuestros días, quienes, a causa de su ignorancia y de su indefensión, sienten angustia frente a todo lo nuevo, aun frente a cosas familiares que hoy no nos la provocarían. Y si las fobias del niño siguiesen siendo, al menos en parte, las mismas que nos es lícito atribuir a aquellas épocas primordiales del desarrollo humano, ello respondería por completo a nuestra expectativa.

Por otro lado, no podemos desconocer que no todos los niños están sometidos a la angustia en igual medida, y que son precisamente los que exteriorizan un horror particular frente a todos los objetos y situaciones posibles los que resultan más tarde neuróticos. Entonces, la disposición neurótica se trasluce también por una inclinación expresa a la angustia realista; el estado de angustia aparece como lo primario, y se llega a la conclusión de que el niño y, más tarde, el adolescente se angustian frente al nivel de su libido justamente porque todo los angustia. Ello refutaría la tesis de que la angustia se genera desde la libido, y, si se investigaran las condiciones de la angustia realista, se llegaría consecuentemente a la concepción de que la conciencia de la propia debilidad e indefensión -la inferioridad, en la terminología de Adler- es también el fundamento último de la neurosis, toda vez que puede proseguir desde la infancia en la vida adulta.

Esto suena tan simple y seductor que solicita nuestra atención. Es verdad que no haría sino desplazar el enigma del estado neurótico. La persistencia del sentimiento de inferioridad (y, con él, de la condición de la angustia y de la formación de síntoma) parece tan segura que más bien haría falta una explicación para los casos excepcionales en que se produjera lo que conocemos como salud. Ahora bien, ¿qué podemos averiguar mediante una observación cuidadosa del estado de angustia de los niños? Al comienzo, el niño pequeño se angustia frente a personas extrañas; las situaciones cobran importancia únicamente si incluyen a personas, y las cosas sólo más tarde entran en cuenta. Pero el niño no se angustia frente a estos extraños porque les atribuya malas intenciones y compare su debilidad con la fuerza de ellos, individualizándolos como peligros para su vida, su seguridad o la ausencia de dolor. Un niño así, desconfiado, aterrorizado por la pulsión de agresión que gobernaría al mundo, no es más que una malograda construcción teórica. No; el niño se aterroriza frente al rostro extraño porque espera ver a la persona familiar y amada: en el fondo, a la madre. Son su desengaño y su añoranza las que se trasponen en angustia; vale decir, en una libido que ha quedado inaplicable, que por el momento no puede mantenerse en suspenso, sino que es descargada como angustia. Difícilmente será casual que en esta situación arquetípica de la angustia infantil se repita la condición del primer estado de angustia durante el acto del nacimiento, a saber, la separación de la madre.[xx]

Las primeras fobias situacionales de los niños son las fobias a la oscuridad y a la soledad; la primera persiste a menudo durante toda la vida, y es común a las dos la nostalgia por la persona amada que cuidó al niño, vale decir, la madre. Una vez oí, desde la habitación vecina, exclamar a un niño que se angustiaba en la oscuridad: «Tía, háblame, tengo miedo». «Pero, ¿de qué te sirve, si no puedes verme? »; y respondió el niño: «Hay más luz cuando alguien habla»[xxi].Por tanto, la añoranza en la oscuridad se trasforma en angustia frente a la oscuridad. Lejos de que la angustia neurótica sea sólo secundaria y un caso especial de la angustia realista, en el niño pequeño vemos más bien que se comporta como angustia realista algo que comparte con la angustia neurótica el rasgo esencial de provenir de una libido no aplicada. En cuanto a la angustia realista en sentido más estricto, el niño parece traerla congénita en escasa medida. En todas las situaciones que más tarde pueden condicionar fobias (alturas, puentes estrechos sobre el agua, viajes por ferrocarril o por barco), el niño no muestra angustia alguna, y tanta menos cuanto más ignorante es. Muy deseable sería que se recibieran en herencia más instintos[xxii] de esta clase, protectores de la vida; así se aliviaría mucho la tarea de la vigilancia, destinada a impedir que el niño se exponga a un peligro tras otro. Pero, en realidad, el niño sobrestima inicialmente sus fuerzas y actúa exento de angustia porque no conoce los peligros. Correrá por el borde del agua, se trepará al alféizar de las ventanas, jugará con objetos filosos y con fuego; en suma, hará todo lo que puede causarle daño y preocupar a quienes lo tienen a su cargo. Es por entero obra de la educación que por fin despierte en él la angustia realista, pues no puede permitírsele que haga por sí mismo la aleccionadora experiencia.

Y bien; si hay niños que transigen un poco más[xxiii] con esta educación para la angustia y después encuentran por sí mismos peligros sobre los cuales no se les había advertido, para explicarlo basta suponer que era congénita a su constitución una medida mayor de necesidad libidinosa, o que prematuramente se los malcrió con una satisfacción libidinosa. Y no cabe asombrarse de que entre estos niños se encuentren también los que después serán neuróticos; ya sabemos que lo que más favorece la génesis de una neurosis es la incapacidad para soportar por largo tiempo una estasis libidinal considerable[xxiv]. Notan ustedes que aquí el factor constitucional recupera unos derechos que, por lo demás, nunca quisimos impugnarle. Sólo nos ponemos en guardia cuando alguien pretende, por sustentar ese derecho, descuidar todo lo demás e introducir el factor constitucional aun allí donde, según los resultados conjugados de la observación y del análisis, no es pertinente o debe ser computado en último término.

Resumamos ahora las observaciones acerca del estado de angustia de los niños: La angustia infantil tiene muy poco que ver con la angustia realista y, en cambio, se emparienta de cerca con la angustia neurótica de los adultos. Como esta, se genera a partir de una libido no aplicada y sustituye al objeto de amor, que se echa de menos, por un objeto externo o una situación.
La Represión separa la liga entre la Representación y el Afecto

No les disgustará saber que el análisis de las fobias no nos enseña muchas cosas nuevas. En efecto, en ellas ocurre lo mismo que en la angustia infantil; una libido que permanece inaplicable se trasmuda en una aparente angustia realista[xxv] y, de ese modo, un minúsculo peligro externo se erige como subrogación de los reclamos libidinales. Esta coincidencia nada tiene de extraño, pues las fobias infantiles no sólo son el modelo de las posteriores, que incluimos en la «histeria de angustia», sino su directa precondición y su preludio. Toda fobia histérica se remonta a una angustia infantil y la continúa, aun si tiene un contenido diverso y, por ende, debe recibir otro nombre. La diferencia entre ambas afecciones reside en el mecanismo. En el adulto, para la mudanza de la libido en angustia no basta que aquella, en calidad de añoranza, se haya vuelto momentáneamente inaplicable. Desde largo tiempo atrás ha aprendido a mantener en suspenso esa libido o a aplicarla de otro modo. Pero cuando la libido pertenece a una moción psíquica que ha experimentado la represión, se restablece una situación parecida a la del niño que todavía no posee ninguna separación entre conciente e inconciente. Y por la regresión a la fobia infantil se abre, digámoslo así, el desfiladero a través del cual puede consumarse cómodamente la mudanza de la libido en angustia.

Como ustedes recuerdan, ya nos ocupamos bastante de la represión,
[xxvi] pero no hicimos sino perseguir el destino de la representación que había de ser reprimida, desde luego porque era más fácil de averiguar y de exponer. En todo momento dejamos de lado lo que acontece con el afecto adherido a la representación reprimida, y sólo ahora nos enteramos de que el destino más inmediato de ese afecto es el de ser mudado en angustia, sin que interese la cualidad que haya presentado en el decurso normal. Pues bien, esta mudanza del afecto es, con mucho, la parte más importante del proceso represivo. No es tan fácil hablar de ella porque no podernos aseverar la existencia de afectos inconscientes en el mismo sentido en que podemos hacerlo respecto de las representaciones inconscientes[xxvii]. Una representación sigue siendo la misma, salvada la diferencia de que sea conciente o inconciente. Pero un afecto es un proceso de descarga y ha de ser objeto de un juicio muy diverso que una representación; no puede decirse qué habrá de corresponderle en el inconciente sin reflexionar con más hondura y aclarar nuestras premisas sobre los procesos psíquicos. No podemos abordar esto aquí. Sólo queremos destacar la impresión obtenida, a saber, que el desarrollo de angustia se anuda estrechamente al sistema del inconciente.

Decía que la mudanza en angustia o, mejor, la descarga en la forma de la angustia es el destino más inmediato de la libido afectada por la represión. Tengo que agregar: no el único ni el definitivo. En las neurosis hay en marcha procesos que se empeñan en ligar este desarrollo de angustia, y que lo logran incluso, por diversas vías. En el caso de las fobias, por ejemplo, es posible diferenciar nítidamente dos fases del proceso neurótico. La primera tiene a su cargo la represión y el trasporte de la libido a la angustia, que es ligada a un peligro exterior. La segunda consiste en la edificación de todas aquellas precauciones y aseguramientos destinados a evitar un contacto con ese peligro considerado como algo externo.[xxviii] La represión corresponde a un intento de huida del yo frente a la libido sentida como peligro. La fobia puede compararse a un atrincheramiento contra el peligro externo que subroga ahora a la libido temida. La debilidad del sistema protector en el caso de las fobias reside, desde luego, en que la fortaleza tan afianzada hacia afuera sigue siendo vulnerable desde adentro. Nunca puede conseguirse del todo la proyección del peligro libidinal hacia afuera.[xxix] Por eso en las otras neurosis se usan sistemas diferentes para protegerse contra la posibilidad del desarrollo de angustia. Esta es una parte muy interesante de la psicología de las neurosis, pero por desgracia nos llevaría demasiado lejos y presupone unos conocimientos especiales más profundos. Sólo quiero agregar algo todavía. Ya les he hablado de la «contrainvestidura» que el yo gasta a raíz de una represión y que debe mantener permanentemente para que esta persista. Sobre tal contrainvestidura recae la tarea de ejecutar las diversas formas de protección contra el desarrollo de angustia tras la represión.

Volvamos a las fobias. Creo que advierten cuán insuficiente es querer explicar sólo su contenido, interesarse exclusivamente por su proveniencia, por el hecho de que este o aquel objeto, o una situación cualquiera, pasaron a ser el tema de la fobia. El contenido de una fobia tiene para esta más o menos la misma importancia que posee para el sueño su fachada manifiesta. Con las necesarias restricciones, es preciso conceder que entre estos contenidos de las fobias se encuentran muchos que, como destaca Stanley Hall [1914], son aptos, por herencia filogenética, para convertirse en objetos de angustia. Y no está en desacuerdo con ello el hecho de que muchas de estas cosas angustiantes sólo puedan establecer su enlace con el peligro mediante una referencia simbólica.

Hemos llegado al convencimiento de que el problema de la angustia ocupa entre las cuestiones de la psicología de las neurosis un lugar que ha de llamarse lisa y llanamente central. Tuvimos la fuerte presunción de que el desarrollo de angustia se conecta con los destinos de la libido y con el sistema del inconciente. Sólo a un punto lo percibimos corno inconexo, como una laguna en nuestra concepción: es el hecho, difícilmente rebatible, de que la angustia realista tiene que considerarse como exteriorización de la pulsión de autoconservación del yo .[xxx]
NOTAS[i] [El problema de la angustia ocupó a Freud toda su vida, y sus puntos de vista al respecto sufrieron unos cuantos cambios. Su primer examen importante de la cuestión se halla en sus dos trabajos iniciales sobre la neurosis de angustia (1895b y 1895f); el último, en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), donde en mi «Introducción» doy cuenta en alguna medida de la evolución de sus ideas (AE, 20, págs. 73 y sigs.). Debe tenerse presente que lo que Freud sostiene en esta conferencia fue sometido más adelante a revisiones importantes -y en un caso, fundamentales-; estas modificaciones fueron sintetizadas por él en su «Anexo A» a Inhibición, síntoma y angustia, AE, 20, págs. 147-54. En fecha aún posterior, en la 321 de las Nuevas conferencias (1933a), reformuló su posición definitiva con particular claridad. Recordemos sin embargo que, como el propio Freud indica en su «Prólogo» a estas conferencias (cf. 15, pág. 9), lo que sigue es el tratamiento más exhaustivo que había hecho del tema a la sazón]
[ii] [«Allgemeine» en el original. En la conferencia anterior había utilizado la palabra «gemeine» («común»).]
[iii] [«Angst». En inglés se ha adoptado anxiety como traducción técnica, en un sentido muy distinto del coloquial, pero a menudo nos ha sido preciso emplear expresiones como «temor», «miedo», «terror», etc.] {En la presente versión hemos traducido unívocamente Angst por «angustia», Furcht por «temor» y Schreck por «terror».}
[iv] [Cuando Freud tenía alrededor de treinta años trabajó durante dos años en la histología del bulbo raquídeo, publicando tres artículos sobre el particular (1885d, 1886b y 1886c); los resúmenes que él mismo hiciera de estos artículos se incluyen en Freud (1897b), AE, 3, págs. 228 y 230-2.]
[v] {Rationell y zweckmässig; una traducción más explicitante sería «acorde a la ratio» (el cálculo medios-fines) y conforme a fines.}
[vi] [Esta noción de la angustia como señal cumpliría un papel decisivo en los estudios posteriores de Freud sobre la angustia; cf. Inhibición, síntoma y angustia (1926d) y las Nuevas conferencias (1933a), AE, =, pág. 79. La idea es retomada infra, pág. 369.]
[vii] [Otros exámenes semejantes del tema se encontrarán en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs.
12-3, y en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, págs. 154-5.]
[viii] [Esta descripción de los ataques histéricos había sido propuesta por Freud muchos años atrás (1909a), AE, 9, págs. 209-10. La concepción aquí expresada de los afectos en general posiblemente se base en Darwin, quien los explicó como relictos de acciones originalmente provistas de un significado (Darwin, 1872) -explicación que Freud había citado en un trabajo previo (1895d), AE, 2, pág. 193- Freud repite la presente argumentación en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, págs. 80, 89 y 126.]
[ix] La teoría de James y Lange propone un modelo en el que la reacción fisiológica es la que produce la emoción. Establecen que, como respuesta a las experiencias y estímulos, el sistema nervioso autónomo crea respuestas fisiológicas (tensión muscular, lagrimeo, aceleración cardiorespiratoria) a partir de las cuales se crean las emociones. Lange incluso llegó a afirmar que los cambios vasomotores eran las emociones. Un ejemplo clásico de James que la respuesta adecuada ante un oso es correr, lo cual impulsa a sentir miedo y no al revés. (Nota JLGF)
[x] [O sea que tanto Angst como Enge derivan de la misma raíz latina.]
[xi] {Macbeth, acto V, escena 7}
[xii] [El episodio debe de haber ocurrido a comienzos de la década de 1880, y este es el único lugar en que se lo registra. En mi «Introducción» a Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, págs. 81-2, hago una reseña de la creencia de Freud en un vínculo entre la angustia y el nacimiento. Aparentemente, la primera referencia a ello estaba en una nota de la edición de 1909 de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 403, redactada probablemente en el verano de 1908. No obstante, luego de que yo publicara esa «Introducción», ha aparecido una referencia anterior en las Minutes of the Vienna Psychoanalytical Society (1962, 1, pág. 179). Se informa allí que en la reunión del 24 de abril de 1907, en la que Stekel leyó un trabajo sobre «La psicología y patología de la neurosis de angustia», Adler hizo el siguiente comentario: «No es preciso aventurarse tanto como Freud, quien ve angustia en el proceso del nacimiento; pero la angustia puede retrotraerse a la niñez». Ni en la intervención de Freud en ese debate, posterior a la de Adler, ni en ninguna otra de sus contribuciones, se vuelve a mencionar el asunto. Sin embargo, esto permite colegir que la hipótesis de Freud era conocida en la Sociedad de Viena por lo menos un par de años antes de ser publicada por primera vez.]
[xiii] [Véase la descripción original de la neurosis de angustia que hizo Freud (1895b).]
[xiv] [En vez de ser libremente flotante.]
[xv] [En realidad, Stanley Hall enumera 132; véase la reseña de su artículo por Ernest Jones (1916b). Stanley Hall (1846-1924) era al principio partidario de Freud: él fue quien lo invitó a dar conferencias en Estados Unidos en 1909; más tarde, empero, se convirtió en prosélito de Adler.]
[xvi] [El primer examen prolongado de la histeria de angustia por parte de Freud es el que aparece en la historia del pequeño Hans (1909b), AE, 10, págs. 94 y sigs. En mi «Apéndice» a su antiguo trabajo sobre «Obsesiones y fobias» (1895c), AE, 3, págs. 83-4, hago una reseña de sus cambiantes opiniones respecto de las fobias.]
[xvii] Se refiere al papel del Coitus Interruptus y de todas aquellas causas que derivan en una Neurosis Actual (Neurosis de Angustia). Es decir, la propi angustia expectante como resultado de la no satisfacción libidinal y carga energética libidinal sin canalizar. Y que desaparece después de resolver el “mal hábito” sexual. (Nota JLGF)
[xviii] [Los últimos cuatro párrafos son, en gran medida, un resumen del primer trabajo de Freud sobre la neurosis de angustia (1895b).]
[xix] [Cf. «La represión» (1915d), AE, 14, págs. 147 y sigs.]
[xx] [Esta fue la primera oportunidad en que Freud insistió explícitamente en la fundamental importancia de la separación de la madre como factor causante de la angustia, aunque ya lo había sugerido antes en esta misma obra (cf. pág. 361) e implícitamente en escritos anteriores. Se hallarán referencias al respecto en mi «Introducción» a Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 78, obra en la cual la cuestión es ampliamente discutida (ibid., págs. 129-31 y 142). También se hace una mención pasajera a esto en El yo y el ello (1923b), AE, 19, pág. 59.]
[xxi] [Esta anécdota fue consignada, en forma levemente distinta, en una nota al pie del tercero de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 204n.]
[xxii] [Es esta una de las rarísimas ocasiones en que Freud emplea «Instinkt» en vez de «Trieb».]
[xxiii] {«Que transigen un poco más» = «weit entgegenkommen»; entiéndase: que presentan mayor complacencia o solicitud somática, o son más proclives a recibir esa educación.}
[xxiv] Ver nota 17 (JLGF)
[xxv] En tanto Angustia Libremente Flotante (JLGF)
[xxvi] En la 19ª conferencia.
[xxvii]Para mayor información sobre lo que sigue, véase la sección III de «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 173-4, y El yo y el ello (1923b), AE, 19, págs., 24-5.]
[xxviii] La operación obsesiva propiamente dicha (JLGF)
[xxix] [Se encontrará una descripción más técnica de la estructura de las fobias en «La represión» (1915d), AE, 14, págs. 149-50, y en «Lo inconciente» (1915e), AE, 14, págs. 179-80.]
[xxx] [Se aborda esta dificultad hacia el final de la próxima conferencia.]

miércoles, 21 de enero de 2009

Cinco conferencias sobre psicoanálisis - 1909 [1910]Sigmund Freud



El grupo en la Universidad de Clark (1909) Arriba, de izquierda a derecha, Abraham Brill, Ernest Jones y el  Sándor Ferenczi. Abajo, S. Freud, Granville Stanley Hall (presidente de la universidad de Clark) y Carl Jung.  [http://www.freud-museum.at/freud/chronolg/1909-e.htm]

Cinco conferencias sobre psicoanálisis
Volumen 11 (1910), Standard Edition,
Nota introductoria por James Strachey
En 1909 la Clark University, de Worcester, Massachusetts, celebró el 20º aniversario de su fundación, y su presidente, G. Stanley Hall, invitó a Freud y a Carl G. Jung a participar de esa celebración, donde se les conferiría el título de miembros honorarios. Freud recibió la invitación en diciembre de 1908, pero el evento tuvo lugar recién en septiembre del próximo año; dicto sus conferencias el lunes 6 de dic y los 4 días subsiguientes.
El propio Freud decaró entonces que era ese el primer reconociemiento de la joven ciencia, en en su Presentación autobiográfica (1925) diría más tarde que ocupar esa cátedra le pareció "la realización de un increíble sueño diurno".Freud pronunció estas conferencias en alemán de manera directa, sin anotaciones y con muy poca preparación previa, como nos informa el doctor Jones. Solo al regresar a Viena fue persuadido para que las escribiera, y se avino a hacerlo. El trabajo no quedó listo hasta la segunda semana de diciembre, pero su memoria verbal era tan buena que -asegura Jones- la versión impresa "no se apartó mucho de la alocución original".
A comienzos de 1910 se publicó la traducción en la American Journal of Psychology, y poco después apareció en Viena la primera edición alemana, en forma de folleto. La obra se hizo popular y tuvo varias ediciones, en ninguna de estas sufrió cambios sustanciales, salvo la nota al pie agregada en 1923 al comienzo, en la cual Freud rectifica sus manifestaciones respecto de la deuda que tenía el psicoanálisis para con Breuer. Esta nota no aparece más que en los Gesammelte-Scgriften y en las Gesammelte Werke.
En mi "Introducción" a Estudios sobre la histeria (1895a4), AE, 2, págs. 20 y sigs., se hallará un comentario acerca de la variable actitud de Freud hacia Breuer.
Durante toda su carrera, Freud se demostró siempre dispuesto a exponer sus descubrimientos en trabajos de divulgación general. Aunque ya tenía publicados algunos informes sumarios sobre el psicoanálisis, esta serie de conferencias constituyó el primer escrito extenso de divulgación.
Naturalmente, sus trabajos de esta indole eran de diversa dificultad según el público al que estuvieran dirigidos; y el que ocupa las páginas siguientes debe considerarse uno de los más sencillos, en especial si se lo compara con la importante serie de Conferencias de introducción al psicoanálisis que pronunció años más tarde (1916-1917).
Pero a despecho de todos los agregados que se le harían a la estructura del psicoanálisis en el cuarto de siglo venidero, las presentes conferencias siguen proporcionando un admirable esquema preliminar, que exige muy pocas correccciones. Y ofrecen una excelente idea de la soltura y claridad de su estilo, y de su desembarazado sentido de la forma, que hicieron de él tan notable conferencista.
CINCO CONFERENCIAS
I
Señoras y señores:
Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia. Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (1)
Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (2)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino. La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad.
Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso.
Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria.
En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (3)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego.
He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal.
Edificio central Universidad de Clark
Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (4)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. No podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más graves.
Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos, como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis.
Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo. «Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho, pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y cuando lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis, quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez, cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria. (5)
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos, mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (6)
En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna, eminente, que en aras de la brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía?
Ahora bien, los histéricos y los neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas, no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor sustantividad práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento, considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto, corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí, cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la enfermedad y del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de su muy intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el síntoma que había quedado pendiente de esa escena cobraba su máxima intensidad a medida que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento. Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal. En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de «double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él.
En los consabidos fenómenos de la llamada "sugestión pos-hipnótica", en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria. Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo, y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación de los hechos sin supuestos previos.
II
Señoras y señores:
Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la «talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena. Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración. Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica.
Si me permiten ustedes un símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer, pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños terapéuticos.Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con su estado normal.
Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a Bernheim en Nancy [en 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen} afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado en juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada y esforzada afuera de la conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa representación con el yo del enfermo era el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una joven que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe -situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una «resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha, discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos psíquicos respecto del otro. Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta.
En tales circunstancias no podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reingresar, ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida -el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge ahora un padecer sin término en el tiempo.
En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí. La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones espirituales del ser humano; así se logra su gobierno conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con algunas puntualizaciones.
III
Señoras y señores:
No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien; esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía lamentarle de haber resignado la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa, debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así, por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás, de un chiste en lengua inglesa.He aquí la anécdota: Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro; esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo. Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos, como aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello., manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la identidad de motivación entre chiste y ocurrencia.
¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión con omisión». (7)
Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva más o menos desfigurada.Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la escuela de Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto. Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada. Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente. Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung y sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de Zurich ha abordado con éxito.La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición detallada de la interpretación de los sueños. Un motivo puramente subjetivo y en apariencia secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país, consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente, el fundamento más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista, respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto todos los oponentes del psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar la interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el carácter ajeno aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos. Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo. No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo inconciente han de suponer.
Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas resistencias que en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor. Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido manifiesto del sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto, del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento disfrazado de unos deseos reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones, sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición, surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo. Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños, cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos, a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el perder o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón- sin atribuirles peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor. Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados, escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y de las imágenes oníricas.
Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas, lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia.
Y todavía más: está preparado para descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre, de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues, que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su noticia conciente.

IV
Señoras y señores:
Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda del ya descrito medio técnico hemos averiguado acerca de los complejos patógenos y mociones de deseo reprimidas de los neuróticos. Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica reconduce con una regularidad asombrosa los síntomas patológicos a impresiones de la vida amorosa de los enfermos; nos muestra que las mociones de deseo patógenas son de la naturaleza de unos componentes pulsionales eróticos, y nos constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones del erotismo la máxima significación entre los influjos que llevan a la enfermedad, y ello, además, en los dos sexos. Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun investigadores que siguen con simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a opinar que yo sobrestimo la contribución etiológica de los factores sexuales, y me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole no habrían de dar ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la formación sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué no habrían de hacerlo, y no tengo nada que oponer a ello; pero la experiencia muestra que no poseen esa significación, que a lo sumo respaldan el efecto de los factores sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es que yo no he postulado teóricamente ese estado de las cosas; en los Estudios sobre la histeria, que en colaboración con el doctor Josef Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía ese punto de vista: debí abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y penetraron con mayor profundidad en el asunto.
Señores: Aquí, entre ustedes, se encuentran algunos de mis más cercanos amigos y seguidores, que me han acompañado en este viaje a Worcester. Indáguenlos, y se enterarán de que todos ellos descreyeron al comienzo por completo de esta tesis sobre la significación decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños analíticos los compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no es en verdad facilitado por el comportamiento de los pacientes. En vez de ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida sexual, por todos los medios procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros en asuntos sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa bata hecha de... tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal tiempo en el mundo de la sexualidad. Y no andan descaminados; en nuestro universo cultural ni el sol ni el viento son propicios para el quehacer sexual; en verdad, ninguno de nosotros puede revelar francamente su erotismo a los otros. Pero una vez que los pacientes de ustedes reparan en que pueden hacerlo sin embarazo en el tratamiento, se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces están ustedes en condiciones de formarse un juicio sobre el problema en debate. Por desdicha, tampoco los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás criaturas en su personal relación con las cuestiones de la vida sexual, y muchos de ellos se encuentran prisioneros de esa unión de gazmoñería y concupiscencia que gobierna la conducta de la mayoría de los «hombres de cultura» en materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros resultados. En otra serie de casos, la exploración psicoanalítica no reconduce los síntomas, es cierto, a vivencias sexuales, sino a unas traumáticas, triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia. El trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la curación definitiva de un caso clínico nunca se detiene en las vivencias de la época en que se contrajo la enfermedad, sino que se remonta siempre hasta la pubertad y la primera infancia del enfermo, para tropezar, sólo allí, con las impresiones y sucesos que comandaron la posterior contracción de la enfermedad.
Unicamente las vivencias de la infancia explican la susceptibilidad para posteriores traumas, y sólo descubriendo y haciendo concientes estas huellas mnémicas por lo común olvidadas conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos aquí al mismo resultado que en la exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas, imperecederas mociones de deseo de la infancia son las que han prestado su poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción frente a traumas posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien, estamos autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones de deseo de la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado ustedes. « ¿Acaso existe una sexualidad infantil? », preguntarán; «¿No es la niñez más bien el período de la vida caracterizado por la ausencia de la pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre que la pulsión sexual descienda sobre los niños en la pubertad como, según el Evangelio, el Demonio lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus pulsiones y quehaceres sexuales desde el comienzo mismo, los trae consigo al mundo, y desde ahí, a través de un significativo desarrollo, rico en etapas, surge la llamada sexualidad normal del adulto. Ni siquiera es difícil observar las exteriorizaciones de ese quehacer sexual infantil; más bien hace falta un cierto arte para omitirlas o interpretarlas erradamente. Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis tesis un testimonio originario del medio de ustedes. Aquí les muestro el trabajo de un doctor Sanford Bell, publicado en la American Journal of Psychology en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo instituto en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo, titulado «A Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y aparecido tres años antes de mis Tres ensayos de teoría sexual [ 1905d], el autor dice exactamente lo que acabo de exponerles: «The emotion of sex-love ( ... ) does not make its appearance for the first time at the period of adolescence, as has been thought». (La emoción del amor sexual (..) no hace su primera aparición en el periodo de la adolescencia, como se ha pensado ) Como diríamos en Europa, él trabajó al estilo norteamericano, reuniendo no menos de 2.500 observaciones positivas en el curso de 15 años, de las que 800 son propias. Acerca de los signos por los que se dan a conocer esos enamoramientos, expresa: «The unprejudiced mind, in observing these manifestations in hundreds of couples of children, cannot escape referring them to sex origin. The most exacting mind is satisfied when to these observations are added the confessions of those who have, as children, experienced the emotion to a marked degree of intensity, and whose memories ol childhood are relatively distinct». (Las mentes sin prejucios, al observar estas manifestaciones en cientos de parejas de niños, no puede evitar referirlas a un origen sexual. La mente mas exigente se satisface cuando a estas observaciones se le agregan las confesiones de aquellos que, cuando niños, eperimentaron la emoción con marcada intensidad y cuyos recuerdos de la infancia son relativamente nítidos)
Pero lo que más sorprenderá a aquellos de ustedes que no quieran creer en la sexualidad infantil será enterarse de que, entre estos niños tempranamente enamorados, no pocos se encuentran en la tierna edad de tres, cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones de su compatriota que en las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte de obtener un cuadro bastante completo de las exteriorizaciones pulsionales somáticas y de las producciones anímicas en un estadio temprano de la vida amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años, aquejado de angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo las reglas del arte. (ref. análisis de la fobia de un niño)
Y puedo recordarles que hace pocas horas mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les expuso en esta misma sala la observación de una niña aún más pequeña, que a raíz de igual ocasión que mi paciente -el nacimiento de un hermanito- permitió colegir con certeza casi las mismas mociones sensuales, formaciones de deseo y de complejo. (Jung 1910)
No desespero, pues, de que se reconcilien ustedes con esta idea, al comienzo extraña, de la sexualidad infantil; quiero ponerles aún por delante el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien hace apenas unos años manifestaba públicamente «no entender mis teorías sexuales», y desde entonces ha corroborado la sexualidad infantil en todo su alcance por sus propias observaciones. (Bleuer,1908)
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres, observadores médicos u otros, no quieran saber nada de la vida sexual del niño. Bajo la presión de la educación para la cultura han olvidado su propio quehacer sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo reprimido. Obtendrían otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis, una revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la sexualidad infantil desde los primeros años de vida. (ref. Tres ensayos)
La pulsión sexual del niño prueba ser en extremo compuesta, admite una descomposición en muchos elementos que provienen de diversas fuentes. Sobre todo, es aún independiente de la función de la reproducción, a cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la ganancia de diversas clases de sensación placentera, que, de acuerdo con ciertas analogías y nexos, reunimos bajo el título de placer sexual. La principal fuente del placer sexual infantil es la apropiada excitación de ciertos lugares del cuerpo particularmente estimulables: además de los genitales, las aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y otras superficies sensibles.
Como en esta primera fase de la vida sexual infantil la satisfacción se halla en el cuerpo propio y prescinde de un objeto ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada por Havelock Ellis, la fase del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas» a todos los lugares significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear o mamar con fruición de los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción autoerótica de esa índole, proveniente de una zona erógena; el primer observador científico de este fenómeno, un pediatra de Budapest de nombre Lindner, ya lo interpretó correctamente como una satisfacción sexual y describió de manera exhaustiva su paso a otras formas, superiores, del quehacer sexual. (ref. Lidner 1879)
Otra satisfacción sexual de esta época de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que tan grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos individuos nunca superan del todo. junto a estos y otros quehaceres autoeróticos, desde muy temprano se exteriorizan en el niño aquellos componentes pulsionales del placer sexual, o, como preferiríamos decir, de la libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de objeto. Estas pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas y pasivas; les menciono los exponentes más importantes de este grupo: el placer de infligir dolor (sadismo) con su correspondiente {Gegenspiel -contraparte-} pasivo (masoquismo), y el placer de ver activo y pasivo; del primero de estos últimos se ramifica más tarde el apetito de saber, y del segundo, el esfuerzo que lleva a la exhibición artística y actoral. Otros quehaceres sexuales del niño caen ya bajo el punto de vista de la elección de objeto, cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su originario valor a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora bien, la diferencia de los sexos no desempeña todavía, en este período infantil, ningún papel decisivo; así, pueden ustedes atribuir a todo niño, sin hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en que cada una de las pulsiones se procura su placer con independencia de todas las otras, experimenta una síntesis y una organización siguiendo dos direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la pubertad las más de las veces queda listo, plasmado, el carácter sexual definitivo del individuo.
Por una parte, las pulsiones singulares se subordinan al imperio de la zona genital, por cuya vía toda la vida sexual entra al servicio de la reproducción, y la satisfacción de aquellas conserva un valor sólo como preparadora y favorecedora del acto sexual en sentido estricto. Por otra parte, la elección de objeto esfuerza hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora en la vida amorosa todos los componentes de la pulsión sexual quieren satisfacerse en la persona amada. Pero no a todos los componentes pulsionales originarios se les permite participar en esta conformación definitiva de la vida sexual. Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el influjo de la educación, represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se establecen poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las mantienen a modo de unos guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene la marea de la necesidad sexual, halla en esas formaciones anímicas reactivas o de resistencia unos diques que le prescriben su discurrir por los caminos llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones sometidas a la represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas de la infancia, vale decir las que tienen que ver con los excrementos, las afectadas de la manera más radical por la represión; además, la fijación a las personas de la elección primitiva de objeto.Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo proceso de desarrollo conlleva los gérmenes de la predisposición patológica, pues puede ser inhibido, retardado, o discurrir de manera incompleta. Lo mismo es válido para el tan complejo desarrollo de la función sexual. No todos los individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces deja como secuela o bien anormalidades o unas predisposiciones a contraer enfermedad más tarde por el camino de la involución (regresión).
Puede suceder que no todas las pulsiones parciales se sometan al imperio de la zona genital; si una de aquellas pulsiones ha permanecido independiente, se produce luego lo que llamamos una perversión y que puede sustituir la meta sexual normal por la suya propia. Dijimos ya que es harto frecuente que el autoerotismo no se supere del todo, de lo cual son testimonio después las más diversas perturbaciones. La igual valencia originaria de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de lo cual resulta en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que en ciertas circunstancias puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva. Esta serie de perturbaciones corresponde a las inhibiciones directas en el desarrollo de la función sexual; comprende las perversiones y el no raro infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un deterioro en el desarrollo sexual. Las neurosis son a las perversiones como lo negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como portadores de los complejos y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales que en las perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente; por tanto, han experimentado una represión, pero, desafiándola, pudieron afirmarse en lo inconciente. El psicoanálisis nos permite discernir que una exteriorización hiper-intensa de estas pulsiones en épocas muy tempranas lleva a una suerte de fijación parcial que en lo sucesivo constituye un punto débil dentro de la ensambladura de la función sexual. Sí el ejercicio de la función sexual normal en la madurez tropieza con obstáculos, se abrirán brechas en la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación} de esa época de desarrollo justamente por los lugares en que ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo uso esa expresión en un sentido mucho más lato que aquel al que ustedes están habituados a entenderla. Se los concedo. Pero cabe preguntar si no sucede más bien que ustedes la emplean en un sentido demasiado estrecho cuando la limitan al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la comprensión de las perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual normal, y se incapacitan para discernir en su verdadero significado los comienzos, fáciles de observar, de la vida amorosa somática y anímica de los niños. Pero cualquiera que sea la decisión de ustedes sobre el uso de esa palabra, retengan que el psicoanalista entiende la sexualidad en aquel sentido pleno al que uno se ve llevado por la apreciación de la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta mucho por pesquisar porque habíamos dirigido nuestra atención más a las exteriorizaciones somáticas que a las anímicas de la vida sexual, La primitiva elección de objeto del niño, que deriva de su necesidad de asistencia, reclama nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas de su crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores. El vínculo del niño con ambos en modo alguno está exento de elementos de coexcitación sexual, según el testimonio coincidente de la observación directa del niño y de la posterior exploración analítica. El niño toma a ambos miembros de la pareja parental, y sobre todo a uno de ellos, como objeto de sus deseos eróticos. Por lo común obedece en ello a una incitación de los padres mismos, cuya ternura presenta los más nítidos caracteres de un quehacer sexual, si bien inhibido en sus metas. El padre prefiere por regla general a la hija, y la madre al hijo varón; el niño reacciona a ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la hija, a la madre. Los sentimientos que despiertan en estos vínculos entre progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre hermanos y hermanas, apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva y tierna, sino también negativa y hostil. El complejo así formado está destinado a una pronta represión, pero sigue ejerciendo desde lo inconciente un efecto grandioso y duradero. Estamos autorizados a formular la conjetura de que con sus ramificaciones constituye el complejo nuclear de toda neurosis, y estamos preparados para tropezar con su presencia, no menos eficaz, en otros campos de la vida anímica. El mito del rey Edipo, que mata a su padre y toma por esposa a su madre, es una revelación, muy poco modificada todavía, del deseo infantil, al que se le contrapone luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet de Shakespeare se basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor encubierto. (La frase Complejo de Edipo fue acuñada por Freud poco tiempo despues de esta conferencia, en -Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre-1910.)
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear no reprimido todavía, una parte significativa de su quehacer intelectual se pone al servicio de los intereses sexuales. Empieza a investigar de dónde vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen, colige sobre las circunstancias efectivas más de lo que los adultos sospecharían. Por lo común, la amenaza material que le significa un hermanito, en el que ve al comienzo sólo al competidor, despierta su interés de investigación. Bajo el influjo de las pulsiones parciales activas dentro de él mismo, alcanza cierto número de teorías sexuales infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos poseen el mismo genital masculino, que los niños se conciben por el comer y se paren por el recto, y que el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de sometimiento. Pero justamente la inmadurez de su constitución sexual y la laguna en sus noticias que le provoca la latencia del canal sexual femenino constriñen al investigador infantil a suspender su trabajo por infructuoso.
El hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías sexuales que produce, conservan valor determinante para la formación de carácter del niño y el contenido de su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus progenitores en objetos de su primera elección amorosa. Pero su libido no debe permanecer fijada a esos objetos primeros, sino tomarlos luego como unos meros arquetipos y deslizarse hacia personas ajenas en la época de la elección definitiva de objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres se convierte así en una tarea insoslayable si es que no ha de peligrar la aptitud social del joven.
Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones parciales, y luego, cuando debe ser mitigado el influjo de los padres, que había costeado lo sustancial del gasto de esas represiones, incumben al trabajo pedagógico unas tareas que en el presente no siempre se tramitan de manera inteligente e inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la vida sexual y el desarrollo psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado del psicoanálisis y su tarea de eliminar perturbaciones neuróticas. Si ustedes quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico sólo como una educación retomada para superar restos infantiles.

V

Señoras y señores:
Con el descubrimiento de la sexualidad infantil y la reconducción de los síntomas neuróticos a componentes pulsionales eróticos hemos obtenido algunas inesperadas fórmulas sobre la esencia y las tendencias de las neurosis. Vemos que los seres humanos enferman cuando a consecuencia de obstáculos externos o de un defecto interno de adaptación se les deniega la satisfacción de sus necesidades eróticas en la realidad. Vemos que luego se refugian en la enfermedad para hallar con su auxilio una satisfacción sustitutiva de lo denegado.
Discernimos que los síntomas patológicos contienen un fragmento del quehacer sexual de la persona o su vida sexual íntegra, y hallamos en el mantenerse alejados de la realidad la principal tendencia, pero también el principal perjuicio, de la condición de enfermo. Sospechamos que la resistencia de nuestros enfermos a la curación no es simple, sino compuesta de varios motivos. No sólo el yo del enfermo se muestra renuente a resignar las represiones {esfuerzos de suplantación} mediante las cuales ha escapado a sus disposiciones originarias, sino que tampoco las pulsiones sexuales quieren renunciar a su satisfacción sustitutiva mientras sea incierto que la realidad les ofrezca algo mejor.
La huida desde la realidad insatisfactoria a lo que nosotros llamamos enfermedad a causa de su nocividad biológica, pero que nunca deja de aportar al enfermo una ganancia inmediata de placer, se consuma por la vía de la involución (regresión), el regreso a fases anteriores de la vida sexual que en su momento no carecieron de satisfacción. Esta regresión es al parecer doble: temporal, pues la libido, la necesidad erótica, retrocede a estadios de desarrollo anteriores en el tiempo, y formal, pues para exteriorizar esa necesidad se emplean los medios originarios y primitivos de expresión psíquica, Ahora bien, ambas clases de regresión apuntan a la infancia y se conjugan para producir un estado infantil de la vida sexual. 
Mientras más a fondo penetren ustedes en la patogénesis de la contracción de neurosis, más se les revelará la trabazón de estas con otras producciones de la vida anímica humana, aun las más valiosas. Advertirán que nosotros, los hombres, con las elevadas exigencias de nuestra cultura y bajo la presión de nuestras represiones internas, hallamos universalmente insatisfactoria la realidad, y por eso mantenemos una vida de la fantasía en la que nos gusta compensar, mediante unas producciones de cumplimiento de deseos, las carencias de la realidad. En estas fantasías se contiene mucho de la genuina naturaleza constitucional de la personalidad, y también de sus mociones reprimidas {desalojadas) de la realidad efectiva. El hombre enérgico y exitoso es el que consigue trasponer mediante el trabajo sus fantasías de deseo en realidad. Toda vez que por las resistencias del mundo exterior y la endeblez del individuo ello no se logra, sobreviene el extrañamiento respecto de la realidad; el individuo se retira a su mundo de fantasía, que le procura satisfacción y cuyo contenido, en caso de enfermar, traspone en síntomas. Bajo ciertas condiciones favorables, le resta la posibilidad de hallar desde estas fantasías un camino diverso hasta la realidad, en vez de enajenarse de ella de manera permanente por regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con la realidad posee el talento artístico, que todavía constituye para nosotros un enigma psicológico, puede trasponer sus fantasías en creaciones artísticas en lugar de hacerlo en síntomas; así escapa al destino de la neurosis y recupera por este rodeo el vínculo con la realidad. (cf. Rank 1907)
Toda vez que persistiendo la rebelión contra el mundo real falle o no baste ese precioso talento, será inevitable que la libido, siguiendo el rastro de las fantasías, arribe por el camino de la regresión a reanimar los deseos infantiles y, así, a la neurosis. La neurosis hace, en nuestro tiempo, las veces del convento al que solían retirarse antaño todas las personas desengañadas de la vida o que se sentían demasiado débiles para afrontarla.
Permítanme insertar en este lugar el principal resultado al que hemos llegado mediante la indagación psicoanalítica de los neuróticos, a saber: sus neurosis no poseen un contenido psíquico propio que no se encuentre también en los sanos, o, como lo ha dicho Carl G. Jung, enferman a raíz de los mismos complejos con que luchamos también los sanos. Depende de constelaciones cuantitativas, de las relaciones entre las fuerzas en recíproca pugna, que la lucha lleve a la salud, a la neurosis o a un hiperrendimiento compensador. Señoras y señores: Les he mantenido en reserva la experiencia más importante que corrobora nuestro supuesto sobre las fuerzas pulsionales sexuales de la neurosis.

 Siempre que tratamos psicoanalíticamente a un neurótico, le sobreviene el extraño fenómeno de la llamada trasferencia, vale decir, vuelca sobre el médico un exceso de mociones tiernas, contaminadas hartas veces de hostilidad, y que no se fundan en ningún vínculo real; todos los detalles de su emergencia nos fuerzan a derivarlas de los antiguos deseos fantaseados del enfermo, devenidos inconcientes. Entonces, revive en sus relaciones con el médico aquella parte de su vida de sentimientos que él ya no puede evocar en el recuerdo, y sólo reviviéndola así en la «trasferencia» se convence de la existencia y del poder de esas mociones sexuales inconcientes. Los síntomas, que para tomar un símil de la química son los precipitados de tempranas vivencias amorosas (en el sentido más lato), sólo pueden solucionarse y trasportarse a otros productos psíquicos en la elevada temperatura de la vivencia de trasferencia.
Según una acertada expresión de Sándor Ferenczi, (1909) el médico desempeña en esta reacción el papel de un fermento catalítico que de manera temporaria atrae hacia sí los afectos que libremente devienen a raíz del proceso. El estudio de la trasferencia puede proporcionarles también la clave para entender la sugestión hipnótica de la que al comienzo nos habíamos servido como medio técnico para explorar lo inconciente en nuestros enfermos. En aquella época la hipnosis demostró ser un auxiliar terapéutico, pero también un obstáculo para el discernimiento científico de la relación de las cosas, pues removía las resistencias psíquicas de cierto ámbito para acumularlas en sus lindes hasta erigir una muralla infranqueable. Por lo demás, no crean ustedes que el fenómeno de la trasferencia, sobre el que desdichadamente es muy poco lo que puedo decirles aquí, sería creado por el influjo psicoanalítico. Ella se produce de manera espontánea en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo con el médico; es dondequiera el genuino portador del influjo terapéutico, y su efecto es tanto mayor cuanto menos se sospecha su presencia.
Entonces, el psicoanálisis no la crea; meramente la revela a la conciencia y se apodera de ella a fin de guiar los procesos psíquicos hacia las metas deseadas. Sin embargo, no puedo abandonar el tema de la trasferencia sin destacar que este fenómeno no sólo cuenta decisivamente para el convencimiento del enfermo, sino también para el del médico. Sé que todos mis partidarios sólo mediante sus experiencias con la trasferencia se convencieron de la justeza de mis tesis sobre la patogénesis de las neurosis, y muy bien puedo concebir que no se obtenga esa certeza en el juicio mientras uno mismo no haya hecho psicoanálisis, vale decir, no haya observado por sí mismo los efectos de la trasferencia.

Señoras y señores: Opino que del lado del intelecto cabe apreciar sobre todo dos obstáculos para el reconocimiento de las argumentaciones psicoanalíticas. En primer lugar, la falta de hábito de contar con el determinismo estricto y sin excepciones de la vida anímica y, en segundo, el desconocimiento de las peculiaridades por las cuales unos procesos anímicos inconcientes se diferencian de los concientes con que estamos familiarizados. Una de las más difundidas resistencias al trabajo psicoanalítico -tanto en personas enfermas como en sanas- se reconduce al segundo de los factores mencionados. Se teme causar daño mediante el psicoanálisis, se tiene angustia a convocar ja la conciencia del enfermo las mociones sexuales reprimidas, como si esto aparejara el peligro de que con ello resultaran luego avasalladas sus aspiraciones éticas superiores y fuera despojado de sus adquisiciones culturales. (Este ultimo parrafo fue omitido accidentalmente en la edición inglesa)
Uno nota que el enfermo tiene puntos débiles en su vida anímica, pero no se atreve a tocarlos para no aumentarle todavía más su padecimiento. Podemos retomar esta analogía. Sin duda, es más benigno no tocar lugares enfermos si por esa vía uno no sabe otra cosa que deparar dolor.
Pero, como es bien sabido, el cirujano no se abstiene de investigar y trabajar sobre el foco enfermo cuando se propone una intervención destinada a procurar curación duradera. Nadie piensa en reprocharle las inevitables molestias de la investigación ni los fenómenos reactivos de la operación cuando esta alcanza su propósito y el enfermo, mediante un temporario empeoramiento de su estado, gana su definitiva eliminación. Parecida es la situación en el caso del psicoanálisis; tiene derecho a reclamar lo mismo que la cirugía, pero, siendo buena la técnica, las mayores molestias que depara al enfermo en el curso del tratamiento son incomparablemente menores que las que el cirujano impone, y de todo punto desdeñables con relación a la gravedad del sufrimiento básico. Y en cuanto al temido desenlace, la destrucción del carácter cultural por obra de las pulsiones emancipadas de la represión, es por completo imposible, pues tales aprensiones no toman en cuenta lo que nos han enseñado con certeza nuestras experiencias, a saber, que el poder anímico y somático de una moción de deseo, toda vez que su represión haya fracasado, es incomparablemente más intenso cuando es inconciente que cuando es conciente, de suerte que hacerla conciente no puede tener otro efecto que debilitarla. El deseo inconciente es insusceptible de influencia e independiente de cualquier aspiración contraria, en tanto que el deseo conciente resulta inhibido por todo cuanto es igualmente conciente y lo contraría. Por tanto, el trabajo psicoanalítico, como sustituto mejor de la infructuosa represión, se pone directamente al servicio de las aspiraciones culturales supremas y más valiosas.
¿Cuáles son, en general, los destinos de los deseos inconcientes liberados por el psicoanálisis, por qué caminos conseguimos volverlos inocuos para la vida del individuo? Esos caminos son varios. Lo más frecuente es que ya durante el trabajo sean consumidos por la actividad anímica correcta de las mociones mejores que se les contraponen. La represión es sustituida por un juicio adverso {Verurteilting} llevado a cabo con los mejores medios. Ello es posible porque en buena parte sólo tenemos que eliminar consecuencias de estadios más tempranos de desarrollo del yo. El individuo produjo en su momento una represión de la pulsión inutilizable sólo porque en esa época él mismo era muy endeble y su organización muy imperfecta; con su madurez y fortaleza actuales quizá pueda gobernar de manera intachable lo que le es hostil.
Un segundo desenlace del trabajo psicoanalítico es poder aportarles a las pulsiones inconcientes descubiertas aquella aplicación acorde a fines que ya habrían debido hallar antes si el desarrollo no estuviera perturbado. En efecto, el desarraigo de las mociones infantiles de deseo en modo alguno constituye la meta ideal del desarrollo. Mediante sus represiones, el neurótico ha mermado muchas fuentes de energía anímica, cuyos aportes habrían sido muy valiosos para su formación de carácter y quehacer en la vida. Conocemos un proceso de desarrollo muy adecuado al fin, la llamada sublimación, mediante la cual la energía de mociones infantiles de deseo no es bloqueada, sino que permanece aplicable si a las mociones singulares se les pone, en lugar de la meta inutilizable, una superior, que eventualmente ya no es sexual. Y son los componentes de la pulsión sexual los que se destacan en particular por esa aptitud para la sublimación, para permutar su meta sexual por una más distante Y socialmente más valiosa. Es probable que a los aportes de energía ganados de esa manera para nuestras operaciones anímicas debamos los máximos logros culturales. Una represión sobrevenida temprano excluye la sublimación de la pulsión reprimida; cancelada la represión, vuelve a quedar expedito el camino para la sublimación.No podemos dejar de considerar también el tercero de los desenlaces del trabajo psicoanalítico. Cierta parte de las mociones libidinosas reprimidas tienen derecho a una satisfacción directa y deben hallarla en la vida. Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la vida para la mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven el extrañamiento de la realidad y la génesis de las neurosis sin conseguir un superávit de ganancia cultural a cambio de ese exceso de represión sexual. No debemos llevar nuestra arrogancia hasta descuidar por completo lo animal originario de nuestra naturaleza, y tampoco nos es lícito olvidar que la satisfacción dichosa del individuo no puede eliminarse de las metas de nuestra cultura. Es que la plasticidad de los componentes sexuales, que se anuncia en su aptitud para la sublimación, puede engendrar la gran tentación de obtener efectos culturales cada vez mayores mediante una sublimación cada vez más vasta. Pero así como en nuestras máquinas no podemos contar con trasformar en trabajo mecánico útil más que un cierto fragmento del calor aplicado, no debemos aspirar a enajenar la pulsión sexual de sus genuinas metas en toda la amplitud de su energía. No es posible lograrlo, y si la limitación de la sexualidad se lleva demasiado lejos, no podrá menos que aparejar todos los nocivos resultados de una explotación depredadora.
No sé si la advertencia con que concluyo mi exposición puede haberles parecido a ustedes, a su vez, una arrogancia. Sólo me atreveré a presentar de manera indirecta mi convicción contándoles una vieja historia cuya moraleja dejo a su cargo. La literatura alemana conoce un pueblito de Schilda, a cuyos moradores atribuye la fama toda clase de agudezas. Los habitantes de Schilda, se nos refiere, poseían también un caballo de cuyo vigor para el trabajo estaban muy satisfechos, y sólo una cosa tenían para reprocharle: consumía demasiada avena, avena cara. Resolvieron quitarle esta mala costumbre benévolamente, reduciéndole día tras día su ración en varios tallos hasta habituarlo a la abstinencia total. Por un tiempo todo marchó a pedir de boca. El caballo se había deshabituado a comer, salvo un solo tallo diario, y por fin al día siguiente trabajaría sin avena ninguna. Esa mañana hallaron muerto al alevoso animal; los pobladores de Schilda no pudieron explicarse de qué había Muerto.
Nos inclinaremos a creer que el caballo murió de hambre, y sin una cierta ración de avena no puede esperarse que ningún animal trabaje.
Agradézcoles, señores, la invitación que me han hecho y la atención que me han dispensado.