lunes, 31 de agosto de 2015

El método psicoanalítico de Freud - 1903 [1904]





El método psicoanalítico de Freud - 1903 [1904]
 El procedimiento psicoanalítico de Freud
 SIGMUND FREUD

El singular método psicoterápico practicado por Freud y conocido con el nombre de psicoanálisis tiene su punto de partida en el procedimiento «catártico», cuya descripción nos han hecho J. Breuer y el mismo Freud en la obra por ellos publicada bajo el título de Estudios sobre la histeria (1895). La terapia catártica era un descubrimiento de Breuer, que había obtenido con ella, diez años antes, la curación de una histérica, en cuyo tratamiento llegó además a vislumbrar la patogénesis de los síntomas que la enferma presentaba. Siguiendo una indicación personal de Breuer, se decidió luego Freud a ensayar de nuevo el método y lo aplicó a un mayor número de pacientes. El procedimiento catártico tenía como premisa que el paciente fuera hipnotizable y reposaba en la ampliación del campo de la conciencia durante la hipnosis. Tendía a la supresión de los síntomas y la conseguía retrotrayendo al paciente al estado psíquico en el cual había surgido cada uno de ellos por vez primera. Emergían entonces en el hipnotizado recuerdos, ideas e impulsos ausentes hasta entonces de su conciencia, y una vez que el sujeto comunicaba al médico, entre intensas manifestaciones afectivas, tales procesos anímicos, quedaban vencidos los síntomas y evitada su reaparición. Breuer y Freud explicaban en su obra este proceso, repetidamente comprobado, alegando que el síntoma representaba una sustitución de procesos psíquicos que no habían podido llegar a la conciencia, o sea una transformación («conversión») de tales procesos, y atribuían la eficacia terapéutica de su procedimiento a la derivación del afecto concomitante a los actos psíquicos retenidos, afecto que había quedado detenido en su curso normal y como «represado». Pero este sencillo esquema de la intervención terapéutica se complicaba en casi todos los casos, pues resultaba que en la génesis del síntoma no participaba una única impresión («traumática»), sino generalmente toda una serie de ellas. 

El carácter principal del método catártico, que lo diferencia de todos los demás procedimientos psicoterápicos, reside, pues, en que su eficacia terapéutica no depende de una sugestión prohibitiva del médico. Por el contrario, espera que los síntomas desaparezcan espontáneamente en cuanto la intervención médica, basada en ciertas hipótesis sobre el mecanismo psíquico, haya conseguido dar a los procesos anímicos un curso distinto al que venían siguiendo y que condujo a la producción de síntomas. Las modificaciones introducidas por Freud en el procedimiento catártico de Breuer fueron en un principio meramente técnicas; pero al traer consigo nuevos resultados, acabaron por imponer una concepción distinta, aunque no contradictoria, de la labor terapéutica. Si el método catártico había renunciado a la sugestión, Freud avanzó un paso más y renunció también a la hipnosis. Actualmente trata a sus enfermos sin someterlos a influencia ninguna personal, haciéndoles adoptar simplemente una postura cómoda sobre un diván y situándose él a su espalda, fuera del alcance de su vista. No les pide tampoco que cierren los ojos, y evita todo contacto, así como cualquier otro manejo que pudiera recordar la hipnosis. Una tal sesión transcurre, pues, como un diálogo entre dos personas igualmente dueñas de sí, una de las cuales evita simplemente todo esfuerzo muscular y toda impresión sensorial que pudiera distraerla y perturbar la concentración de su atención sobre su propia actividad anímica. 

Como la posibilidad de hipnotizar a una persona no depende tan sólo de la mayor o menor destreza del médico, sino sobre todo de la personalidad del sujeto, existiendo muchos pacientes neuróticos a los que no hay modo de sumir en la hipnosis, la renuncia al hipnotismo hacía posible la aplicación del procedimiento a un número ilimitado de enfermos. Pero, por otro lado, suprimía aquella ampliación del campo de la conciencia que había suministrado precisamente al médico el material psíquico de representaciones y recuerdos con cuyo auxilio se conseguía transformar los síntomas y liberar los afectos. Así, pues, para mantener la eficacia terapéutica del tratamiento era preciso hallar algo que sustituyese a la hipnosis. Freud halló tal sustitución, plenamente suficiente, en las ocurrencias espontáneas de los pacientes, esto es, en aquellas asociaciones involuntarias que suelen surgir habitualmente en la trayectoria de un proceso mental determinado, siendo apartadas por el sujeto, que no ve en ellas sino una perturbación del curso de sus pensamientos. Para apoderarse de estas ocurrencias. Freud invita a sus pacientes a comunicarle todo aquello que acuda a su pensamiento, aunque lo juzgue secundario, impertinente o incoherente. Pero, sobre todo, les exige que no excluyan de la comunicación ninguna idea ni ocurrencia ninguna por parecerles vergonzosa o penosa su confesión. En su labor de reunir este material de ideas espontáneas al que generalmente no se concede atención ninguna, realizó Freud observaciones fundamentales luego para su teoría. Ya en el relato de su historial patológico revelaban los enfermos ciertas lagunas de su memoria: un olvido de hechos reales, una confusión de las circunstancias de tiempo o un relajamiento de las relaciones causales, que hacía incomprensibles los efectos. No hay ningún historial patológico neurótico en el que no aparezca alguna de estas formas de la amnesia. Pero cuando se apremia al sujeto para que llene estas lagunas de su memoria por medio de un esfuerzo de atención, se observa que intenta rechazar, con todo género de críticas, las asociaciones entonces emergentes, y acaba por sentir una molestia directa cuando por fin surge el recuerdo buscado. De esta experiencia deduce Freud que las amnesias son el resultado de un proceso al que da el nombre de represión y cuyo motivo ve en sensaciones displacientes. En la resistencia que se opone a la reconstitución del recuerdo cree vislumbrar las fuerzas psíquicas que produjeron la represión. 

El factor «resistencia» ha llegado a ser luego uno de los fundamentos de su teoría. En las ocurrencias espontáneas, generalmente desatendidas, ve ramificaciones de los productos psíquicos reprimidos (ideas e impulsos) o deformaciones impuestas a los mismos por la resistencia que se opone a su reproducción. Cuanto más intensa sea la resistencia, tanto mayor será esta deformación. En esta relación de las ocurrencias inintencionadas con el material psíquico reprimido reposa su valor para la técnica terapéutica. Si poseemos un procedimiento que hace posible llegar a lo reprimido partiendo de las ocurrencias y deducir de las deformaciones lo deformado, podremos hacer también asequible a la conciencia, sin recurrir al hipnotismo, lo que antes era inconsciente en la vida anímica. Freud ha fundado en estas bases un arte de interpretación al que corresponde la función de extraer del mineral representado por las ocurrencias involuntarias el metal de ideas reprimidas en ellas contenidas. Objeto de esta interpretación no son sólo las ocurrencias del enfermo, sino también sus sueños, los cuales facilitan un acceso directo al conocimiento de lo inconsciente, sus actos involuntarios y casuales (actos sintomáticos) y los errores de su vida cotidiana (equivocaciones orales, extravío de objetos, etc.). Los detalles de este arte de interpretación o traducción no han sido aún publicados por Freud. Trátase, según sus indicaciones, de una serie de reglas empíricamente deducidas para extraer, de las ocurrencias, el material psíquico, indicaciones sobre el sentido que ha de darse a una ausencia o cesación de tales ocurrencias en el enfermo, y experiencia sobre las principales resistencias típicas que se presentan en el curso de tal tratamiento. Una extensa obra publicada por Freud en 1900, con el título de Interpretación de los sueños, representa ya el primer paso de tal introducción a la técnica psicoanalítica. 

De estas indicaciones sobre la técnica del método psicoanalítico podría deducirse que su inventor se ha impuesto un esfuerzo superfluo y ha obrado equivocadamente al abandonar el procedimiento hipnótico, mucho menos complicado. Pero, en primer lugar, el ejercicio de la técnica psicoanalítica, una vez aprendida ésta, es mucho menos difícil de lo que por descripción parece, y en segundo, no existe ningún otro camino que conduzca al fin propuesto, y por tanto, el camino más penoso es, de todos modos, el más corto. La hipnosis encubre la resistencia oculta así, a los ojos del médico, el funcionamiento de las fuerzas psíquicas. Pero no vence la resistencia, sino que se limita a eludirla, y de este modo sólo procura datos incompletos y éxitos pasajeros. La labor que el método psicoanalítico tiende a llevar a cabo puede expresarse en diversas fórmulas, equivalentes todas en el fondo. Puede decirse que el fin del tratamiento es suprimir las amnesias. Una vez cegadas todas las lagunas de la memoria y aclarados todos los misteriosos afectos de la vida psíquica, se hace imposible la persistencia de la enfermedad e incluso todo nuevo brote de la misma. Puede decirse también que el fin perseguido es el de destruir todas las represiones, pues el estado psíquico resultante es el mismo que el obtenido una vez resueltas todas las amnesias. Empleando una fórmula más amplia, puede decirse también que se trata de hacer accesible a la conciencia lo inconsciente, lo cual se logra con el vencimiento de la resistencia. Pero no debe olvidarse en todo esto que semejante estado ideal no existe tampoco en el hombre normal y que sólo raras veces se hace posible llevar tan lejos el tratamiento. 

Del mismo modo que entre la salud y la enfermedad no existe una frontera definida y sólo prácticamente podemos establecerla, el tratamiento no podrá proponerse otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce. Cuando el tratamiento no ha sido suficientemente prolongado o no ha alcanzado éxito suficiente, se consigue, por lo menos, un importante alivio del estado psíquico general, aunque los síntomas continúen subsistiendo, aminorada siempre su importancia para el sujeto y sin hacer de él un enfermo. El procedimiento terapéutico es, con pequeñas modificaciones, el mismo para todos los cuadros sintomáticos de las múltiples formas de la histeria y para todas las formas de la neurosis obsesiva. Pero su empleo no es, desde luego, ilimitado. La naturaleza del método psicoanalítico crea indicaciones y contraindicaciones, tanto por lo que se refiere a las personas a las cuales ha de aplicarse el tratamiento como el cuadro patológico. Los casos más favorables para su aplicación son los de psiconeurosis crónica, con síntomas poco violentos y peligrosos, esto es, en primer lugar, todas las formas de neurosis obsesivas, ideas o actos obsesivos, aquellas histerias en las que desempeñan un papel principal las fobias y las abulias, y, por último, todas las formas somáticas de la histeria, en tanto no impongan al médico, como en la anorexia, la necesidad de hacer desaparecer rápidamente el síntoma. En los casos agudos de histeria habrá de esperarse la aparición de una fase más tranquila, y en aquellos en los cuales predomina el agotamiento nervioso, deberá evitarse un tratamiento que exige por sí mismo un cierto esfuerzo, no realiza sino muy lentos progresos y tiene que prescindir durante algún tiempo de la subsistencia de los síntomas. Para que el tratamiento tenga amplias probabilidades de éxito, debe también reunir el sujeto determinadas condiciones. En primer lugar, debe ser capaz de un estado psíquico normal, pues en períodos de confusión mental o de depresión melancólica no es posible intentar nada, ni siquiera en los casos de histeria. Deberá poseer asimismo un cierto grado de inteligencia natural y un cierto nivel ético. Con las personas de escaso valor pierde pronto el médico el interés que le capacita para ahondar en la vida anímica del enfermo. 

Las deformaciones graves del carácter y los rasgos de una constitución verdaderamente degenerada se hacen sentir durante el tratamiento como fuentes de resistencias apenas superables. La constitución pone, pues, en esta medida un límite a la eficacia de la Psicoterapia. También una edad próxima a los cincuenta años crea condiciones desfavorables para el psicoanálisis. La acumulación de material psíquico dificulta ya su manejo, el tiempo necesario para el restablecimiento resulta demasiado largo y la facultad de dar un nuevo curso a los procesos psíquicos comienza a paralizarse. No obstante estas restricciones, el número de personas a quienes puede aplicarse el método psicoanalítico es extraordinariamente amplio, y muy considerable también, según las afirmaciones de Freud, la extensión de nuestro poder terapéutico. Freud señala como duración del tratamiento un período muy amplio, de seis meses a tres años; pero hace constar que por diversas circunstancias, fácilmente adivinables, sólo ha podido probarlo en casos muy graves, en enfermos muy antiguos, llegados ya a una plena incapacidad funcional, que se han visto defraudados por todos los demás tratamientos y acuden, como último recurso, al discutido método psicoanalítico. En casos menos graves, la duración del tratamiento habría de ser mucho menor y se alcanzaría una mayor garantía de curación para el porvenir.» 

Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica (1910)



«Die zukünftigen Chancen der psychoanalytischen Therapie»

 Este trabajo fue leído como discurso inaugural del 2°Congreso Internacional de Psicoanálisis, llevado a cabo enNuremberg los días 30 y 31 de marzo de 1910. Como reseña general de la situación del psicoanálisis en el momento de pronunciarlo, puede comparárselo con «Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica>· (1919aJ, la alocución que efectuó Freud ocho años más tarde en el Congreso de Budapest. En especial, la parte del presente artículo que se ocupa de la técnica psicoanalítica preanuncia el tema fundamental de ese trabajo posterior: el ele la terapia "activa».
                                                                                                                                      James Strachey

Señores: Puesto que son unas metas predominantemente prácticas las que hoy nos reúnen, también yo escogeré un tema práctico como asunto de mi conferencia introductoria y reclamaré, no el interés científico, sino el interés médico de ustedes. Imagino cuál puede ser su apreciación sobre los resultados de nuestra terapia, y supongo que la mayoría de ustedes ya han atravesado las dos fases de iniciación: el entusiasmo por el insospechado incremento de nuestros logros terapéuticos y la depresión ante la magnitud de las dificultades que salen al paso de nuestros empeños. Ahora bien, prescindiendo del punto de ese curso de desarrollo en que se encuentre cada uno, hoy me propongo mostrarles que en modo alguno hemos agotado nuestros recursos terapéuticos para la lucha contra las neurosis, y podemos esperar del futuro próximo un notable mejoramiento de nuestras posibilidades en ese terreno.

De tres lados, creo yo, nos llegará el refuerzo:.

1. Un progreso interno.
2. Un aumento de autoridad.
3. El efecto universal de nuestro trabajo.

1. Por «progreso interno» entiendo el progreso:
a) en nuestro saber analítico, y b) en nuestra técnica.

a. El progreso en nuestro saber: Desde luego, ni de lejos sabemos todo lo que nos haría falta para entender lo inconciente en nuestros enfermos. Ahora bien, es claro que todo progreso de nuestro saber significa un aumento de poder para nuestra terapia. Mientras no comprendamos nada no conseguiremos nada tampoco; y lograremos más mientras mejor sepamos comprender. En sus comienzos la cura psicoanalítica era despiadada y agotadora. El paciente debía decirlo todo él mismo y la actividad del médico consistía en esforzarlo {drángen} de continuo. Hoy tiene un aspecto más benévolo. La cura consta de dos partes: lo que el médico colige y dice al enfermo, y el procesamiento por este último de lo que ha escuchado. El mecanismo de nuestra terapia es fácil de comprender; proporcionamos al enfermo la representación-expectativa conciente por semejanza con la cual descubrirá en sí mismo la representación inconciente reprimida. (1) He ahí el auxilio intelectual que le facilita superar las resistencias entre conciente e inconciente. Les observo, de pasada, que no es el único mecanismo empleado en la cura analítica; en efecto, todos ustedes conocen otro más poderoso, basado en el empleo de la «trasferencia». En una «metodología general del psicoanálisis(2)» me empeñaré próximamente en tratar todas estas constelaciones importantes para entender la cura. Tampoco necesito aventar en ustedes la objeción de que, tal como hoy la practicamos, se eclipsa en la cura la fuerza probatoria que pudiéramos obtener para nuestras premisas; no olviden que esas pruebas han de hallarse en otro sitio y que una intervención terapéutica no puede conducirse como una indagación teórica.

Ahora permítanme tocar algunos campos en que tenemos cosas nuevas para aprender y de hecho las averiguamos día a día. Está, sobre todo, el del simbolismo en el sueño y en lo inconciente. ¡Tema harto polémico, como ustedes saben! No es escaso mérito de nuestro colega Wilhelm Stekel haberse consagrado al estudio de los símbolos oníricos sin hacer caso del veto de todos los oponentes. De hecho, todavía nos resta mucho por aprender ahí; mi obra La interpretación de los sueños, escrita en 1899, aguarda importantes complementos del estudio del simbolismo. (3)


Quiero decirles unas palabras acerca de algunos de estos símbolos recién discernidos: Hace cierto tiempo supe que un psicólogo ajeno a nosotros hizo a uno de los nuestros la observación de que sobrestimábamos sin duda el significado sexual secreto de los sueños. Su sueño más frecuente era el de subir por una escalera, y ahí por cierto no se escondía nada sexual. Alertados por esta objeción, atendimos expresamente a la aparición en el sueño de escaleras de cuerda, escaleras de mano y de interiores, y pronto pudimos comprobar que las escaleras (y cosas análogas) figuran un indudable símbolo del coito. No es difícil descubrir el fundamento de esa comparación; con pasos rítmicos, quedándose cada vez más sin aliento, uno llega a una altura y después, en un par de rápidos saltos, puede bajar de nuevo. Así, el ritmo del coito se reencuentra en el acto de subir escaleras. No nos olvidemos de aducir el uso lingüístico; él nos muestra que «steigen» {«montar»} es usado sin más como designación sustitutiva de la acción sexual. De un hombre suele decirse que es un «Steiger» {«uno que monta»}, y se habla de «nachsteigen» {«rondar (a una muchacha) »; literalmente, «montarle atrás»}. En francés, el escalón se llama «la marche»; «un vieux marcheur» tiene el mismo significado que nuestro «ein alter Steiger» {«un viejo disoluto»}. (4) El material onírico de que provienen estos símbolos recién discernidos les será presentado a su tiempo por un comité que
organizaremos para centralizar las investigaciones sobre el simbolismo. Acerca de otro interesante símbolo, el del «rescate» y su cambio de significado, hallarán indicaciones en el segundo volumen de nuestro Jahrbuch. (5) Pero debo interrumpir aquí, pues de otro modo no llegaría a tratar los otros puntos.

Cada uno de ustedes ya se habrá convencido por experiencia propia de que uno aborda de manera muy diferente un caso nuevo si antes penetró la ensambladura de algunos casos patológicos típicos. Imaginen que hubiéramos reducido a fórmulas sucintas lo que en el edificio de las diversas formas de neurosis está sujeto a leyes, como ya lo hemos logrado respecto de la formación de síntoma en la histeria: ¡cuán segura se volvería entonces nuestra prognosis! Así como el obstetra, mediante la inspección de la placenta, averigua si se la expulsó por completo o quedaron restos nocivos, nosotros podríamos decir, independientemente del resultado y del estado del paciente, si nuestro trabajo consiguió un éxito definitivo o sí cabe esperar recaídas o la contracción de una nueva enfermedad.

b. Me apresuro a considerar las innovaciones en el campo de la técnica, donde de hecho casi todo aguarda todavía su comprobación definitiva y muchas cosas sólo ahora empiezan a aclararse. La técnica psicoanalítica se propone hoy dos objetivos: ahorrar esfuerzos al médico y abrirle al enfermo un acceso irrestricto a su inconciente. Como ustedes saben, se ha producido un cambio de principio en nuestra técnica. En la época de la cura catártica teníamos por meta el esclarecimiento de los síntomas; luego dimos la espalda a estos, y reemplazamos esa meta por la de poner en descubierto los «complejos» -según la expresión de Jung, que se ha vuelto indispensable-; ahora, empero, orientamos directamente el trabajo hacia el hallazgo y la superación de las «resistencias», y nos consideramos autorizados a esperar que los complejos se dilucidarán con facilidad tan pronto como aquellas hayan sido discernidas y eliminadas.

Desde entonces, muchos de ustedes se han afanado por obtener una visión de conjunto de esas resistencias y clasificarlas. Les pido confronten en su material si es posible corroborar la siguiente síntesis: En pacientes del sexo masculino las resistencias más sustantivas a la cura parecen provenir del complejo paterno y resolverse en el miedo al padre, el desafío al padre y la incredulidad hacia él.

Otras innovaciones de la técnica atañen a la persona del propio médico. Nos hemos visto llevados a prestar atención a la «contratrasferencia» que se instala en el médico por el influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconciente, y no estamos lejos de exigirle que la discierna dentro de sí y la domine. Desde que un número mayor de personas ejercen el psicoanálisis e intercambian sus experiencias, hemos notado que cada psicoanalista sólo llega hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias interiores, y por eso exigimos que inicie su actividad con un autoanálisis y lo profundice de manera ininterrumpida a medida que hace sus experiencias en los enfermos. Quien no consiga nada con ese autoanálisis puede considerar que carece de la aptitud para analizar enfermos.(6)

Nos aproximamos ahora a la intelección de que la técnica analítica tiene que experimentar ciertas modificaciones de acuerdo con la forma de enfermedad y las pulsiones que predominen en el paciente. Hemos partido de la terapia de la histeria de conversión; en el caso de la histeria de angustia (las fobias) debemos modificar algo nuestro procedimiento. En efecto, estos enfermos no pueden aportar el material decisivo para la resolución de la fobia mientras se sientan protegidos por la observancia de la condición fóbica. Desde luego, no se consigue que desde el comienzo de la cura renuncien al dispositivo protector y trabajen bajo las condiciones de la angustia. Es preciso entonces asistirlos traduciéndoles su inconciente hasta el momento en que puedan decidirse a renunciar a la protección fóbica y exponerse a una angustia, muy moderada ahora. Sólo cuando hacen esto último se vuelve asequible el material cuyo gobierno lleva a la solución de la fobia. Otras modificaciones de la técnica, que aún no me parecen maduras, se requerirán en el tratamiento de las neurosis obsesivas. (7)

Importantísimas cuestiones, todavía no aclaradas, emergen en este contexto: ¿En qué medida debe consentirse alguna satisfacción durante la cura a las pulsiones combatidas en el enfermo, y qué diferencia importa para ello el hecho de que esas pulsiones sean de naturaleza activa (sádica) o pasiva (masoquista) ?

Habrán recibido la impresión, espero, de que si supiéramos todo lo que ahora vislumbramos por primera vez y lleváramos a cabo todos los perfeccionamientos de la técnica a que debe conducirnos la experiencia más honda con los enfermos, nuestro quehacer médico alcanzaría una precisión y una seguridad de éxito que no existen en todos los campos especializados de la medicina.

2. Dije que teníamos mucho que esperar del aumento de autoridad que necesariamente recibiremos con el trascurso del tiempo. No me hace falta decirles mucho sobre el significado de la autoridad. Entre los hombres formados en la cultura son los menos los capaces de existir o aun de formular un juicio autónomo sin apuntalarse en otros. No teman ustedes exagerar la manía de autoridad y la inconsistencia interna de los seres humanos. Podría proporcionarles un patrón para medirlas la extraordinaria multiplicación de las neurosis desde que las religiones entraron en decadencia. (8) Acaso una de las principales causas de ese estado sea el empobrecimiento del yo por el gran gasto de represión que la cultura exige de todo individuo.

Hasta ahora esa autoridad y la enorme sugestión que emana de ella obraron contra nosotros.

Todos nuestros éxitos terapéuticos se alcanzaron contra esa sugestión, y cabe maravillarse de que en tales circunstancias los obtuviéramos. No quiero ceder a la tentación de pintarles las lindezas de aquellos tiempos en que yo era el único sustentador del psicoanálisis. Sé que los enfermos a quienes aseguraba que sabría remediar duraderamente su padecer miraban mí modesto ambiente, meditaban en lo escaso de mi fama y de mis títulos, y me consideraban como a uno que se dijera poseedor de un sistema infalible para ganar en la ruleta, y a quien se le objetaría que, si supiera eso, él mismo tendría otro aspecto. En verdad, no era nada cómodo realizar operaciones psíquicas cuando los colegas que habrían tenido el deber de ayudar sentían particular gusto en escupir en el lugar donde debía practicárselas, y los parientes amenazaban al cirujano tan pronto al enfermo le salía sangre o se movía intranquilo. Es natural que una operación produzca fenómenos reactivos; en la cirugía hace tiempo que estamos habituados a ello. Simplemente no se me creía, como todavía hoy no nos creen mucho a cualquiera de nosotros; en tales condiciones, numerosas intervenciones por fuerza fracasaban.

Para estimar la multiplicación de nuestras posibilidades terapéuticas cuando recibamos la confianza general, consideren ustedes la situación del ginecólogo en Turquía y en Occidente. Allí, todo lo que el ginecólogo puede hacer es tomar el pulso al brazo que se le extiende a través de un agujero de la pared. Semejante inaccesibilidad del objeto tiene su correlato en el logro médico; un parecido poder de disposición sobre lo anímico de nuestros enfermos es lo que quieren imponernos nuestros opositores en Occidente. Ahora bien, desde que la sugestión de la sociedad hace que la mujer enferma acuda al ginecólogo, este se ha convertido en su auxiliador y salvador. Y no digan ahora que sí la autoridad de la sociedad viniera en nuestra ayuda, y nuestros éxitos aumentasen, ello no probaría en absoluto la corrección de nuestras premisas.

Como se piensa que la sugestión lo puede todo, nuestros éxitos serían entonces éxitos de la sugestión y no del psicoanálisis. Sin embargo, la sugestión de la sociedad solicita hoy para los neuróticos las curas de aguas, dietéticas y eléctricas, sin que estos recursos logren doblegar a las neurosis. Ya podremos comprobar si los tratamientos psicoanalíticos son capaces de conseguir algo más.

Pero acto seguido, es cierto, debo aminorar las expectativas de ustedes. La sociedad no se apresurará a concedernos autoridad. No puede menos que ofrecernos resistencia, pues nuestra conducta es crítica hacia ella le demostramos que contribuye en mucho a la causación de las neurosis. Así como hacemos del individuo nuestro enemigo descubriéndole lo reprimido en él, la sociedad no puede responder con solicitud simpática al intransigente desnudamiento de sus perjuicios e insuficiencias; puesto que destruimos ilusiones, se nos reprocha poner en peligro los ideales. Parece, pues, que nunca se cumplirá la condición de la que yo esperaba un adelanto tan grande para nuestras posibilidades terapéuticas. No obstante, la situación no es tan desesperada como uno creería ahora. Por poderosos que sean los afectos y los intereses de los hombres, también lo intelectual es un poder. No justamente uno que consiga reconocimiento desde el comienzo, pero sí tanto más seguro al final. Las más graves verdades terminarán por ser escuchadas y admitidas después que se desfoguen los intereses que ellas lastiman y los afectos que despiertan. Siempre ha sido así hasta ahora, y las indeseadas verdades que los analistas tenemos para decirle al mundo hallarán el mismo destino. Sólo que no ha de acontecer muy rápido; tenemos que saber esperar.

3. Debo declararles, por último, lo que entiendo por el «efecto universal» de nuestro trabajo, y cómo llego a depositar esperanzas en este. Tenemos aquí una muy curiosa constelación terapéutica, que acaso no se reencuentre del mismo modo en ninguna otra parte, y que también a ustedes les parecerá extraña al comienzo, hasta que disciernan en ella algo desde hace mucho tiempo familiar. Saben ustedes, pues, que las psiconeurosis son satisfacciones sustitutivas desfiguradas {dislocadas} de pulsiones cuya existencia uno tiene que desmentir ante sí mismo y ante los demás. Su viabilidad descansa en esa desfiguración y en ese mentís.

Con la solución del enigma que ofrecen, y la aceptacíón de ella por los enfermos, estos estados patológicos se vuelven inviables. Difícilmente se encuentre algo parecido en la medicina; pero en los cuentos tradicionales hallarán ustedes noticia de unos malos espíritus cuyo poder es quebrantado tan pronto como uno puede decirles sus nombres secretos.

Ahora reemplacen el individuo enfermo por la sociedad entera, afectada por las neurosis y compuesta por personas sanas y enfermas; y entonces, en lugar de aquella aceptación de la solución pongan el reconocimiento universal: a poco que reflexionen, verán que esa sustitución no puede hacer variar en nada el resultado. El éxito que la terapia es capaz de alcanzar en el individuo tiene que producirse también en la masa. Si el sentido general de los síntomas es notorio para todos los allegados y extraños ante quienes los enfermos pretenden ocultar sus procesos anímicos, y si estos mismos saben que con los fenómenos patológicos no pueden producir nada que los demás no sepan interpretar enseguida, no les resultará posible dejar que devengan públicas sus variadas neurosis: su hiperternura angustiada, cuyo destino es ocultar el odio; su agorafobia, que habla de su ambición desengañada, o sus acciones obsesivas, que figuran tanto los reproches como las medidas precautorias frente a malos designios que han tenido. Pero el efecto no se limitará a la necesidad de ocultar los síntomas -cosa a menudo irrealizable, por lo demás-: siendo preciso esconderla, la condición de enfermo se volverá inviable. La comunicación del secreto ha atacado en su punto más débil la «ecuación etiológica» de la que surgen las neurosis(9); en efecto, ha vuelto ilusoria la ganancia de la enfermedad, y por eso el cambio que la indiscreción médica ha introducido en el estado de cosas no puede tener otra consecuencia última que la de suspender la producción patológica. Si esta esperanza les parece utópica, permítanme recordarles que la eliminación de fenómenos neuróticos por este camino ya ha ocurrido de hecho, si bien en casos muy aislados. Consideren cuán frecuente era en épocas anteriores la alucinación de la Virgen María en muchachas campesinas. Mientras esa aparición atrajo gran afluencia de creyentes, y acaso provocaba la erección de una capilla en el lugar donde había sobrevenido la gracia, el estado visionario de aquellas muchachas era inaccesible a todo influjo. Hoy el propio clero ha variado su posición ante esas apariciones; consiente que el gendarme y el médico visiten a la visionaria, y desde entonces la Virgen aparece sólo muy rara vez.

O permítanme estudiar con ustedes estos mismos procesos que yo trasladaba al futuro en una situación análoga, pero de nivel más modesto y por eso más fácil de abarcar. Supongan que un grupo de caballeros y damas de la buena sociedad hayan combinado una escapada diurna a una posada campestre. Las damas convinieron que cuando una de ellas quisiera satisfacer una necesidad natural diría en voz alta: «Ahora me iré a coger flores»; pero un malicioso dio con el secreto e hizo incluir estas palabras en el programa impreso enviado a los de la partida:

«Cuando las damas quieran concurrir al baño, tengan a bien decir que se irán a coger flores».

Desde luego, ninguna de las damas querrá servirse ya de esta metáfora floral, y también resultará difícil convenir nuevas fórmulas de ese tipo. ¿Cuál será la consecuencia? Las damas confesarán con franqueza sus necesidades naturales y ninguno de los caballeros lo tomará a escándalo.

Volvamos ahora a nuestro caso, más serio. Muchísimos seres humanos, ante conflictos vitales cuya solución se les volvió demasiado difícil, se han refugiado en la neurosis, obteniendo así una ganancia de la enfermedad, ganancia inequívoca, si bien harto costosa a la larga. ¿Qué se verían precisados a hacer si los indiscretos esclarecimientos del psicoanálisis les bloquearan el refugio en la enfermedad? Deberían ser honestos, confesar las pulsiones que se pusieron en movimiento en su interior y arrostrar el conflicto; deberían, pues, combatir o renunciar, y en su auxilio acudiría la tolerancia de la sociedad, ineludible resultado del esclarecimiento psicoanalítico.

Recordemos, sin embargo, que no es lícito enfrentar la vida como un higienista o terapeuta fanático. Admitamos que esa profilaxis ideal de las neurosis no resultará ventajosa para todos los individuos. De darse las condiciones que acabamos de suponer, buen número de quienes hoy se refugian en la enfermedad no soportarían el conflicto, sino que naufragarían rápidamente o causarían una desgracia mayor que la de su propia neurosis. Es que las neurosis tienen su función biológica como dispositivo protector, y su justificación social; su «ganancia de la enfermedad» no siempre es puramente subjetiva. ¿Quién de ustedes no ha tenido oportunidad de escrutar la causación de algunas neurosis en la que debió reconocer el desenlace más benigno entre todas las posibilidades de la situación? Y estando lleno el mundo de otras fatales miserias, ¿haríamos tan grandes sacrificios justamente para desarraigar las neurosis?

¿Deberíamos entonces resignar nuestros empeños para esclarecer el sentido secreto de la condición neurótica, por ser en su último fundamento peligrosos para los individuos y dañinos para la fábrica de la sociedad? ¿Deberíamos renunciar a extraer la consecuencia práctica de un fragmento del saber científico? Yo creo que no, que nuestro deber está en el partido contrario.

En efecto, en su conjunto y en definitiva, la ganancia de la enfermedad de las neurosis es dañina tanto para los individuos como para la sociedad. Muy pocos serán los afectados por el infortunio que pueda resultar de nuestro trabajo de esclarecimiento. El precio que este sacrificio importa, a cambio del paso hacia un estado de la sociedad más veraz y más digno, no será desmedido. Pero he aquí lo principal: todas las energías que hoy se dilapidan en la producción de síntomas neuróticos al servicio de un mundo de fantasía aislado de la realidad efectiva contribuirán a reforzar, si es que no se puede utilizar ya mismo esas energías en provecho de la vida, el clamor que demanda aquellas alteraciones de nuestra cultura en que discernimos la única salvación para las generaciones futuras.

Quiero entonces trasmitirles a ustedes la seguridad de que en más de un sentido cumplen con su deber cuando tratan psicoanalíticamente a sus enfermos. No sólo trabajan al servicio de la ciencia, en tanto aprovechan la única e irrepetible oportunidad de penetrar en los secretos de las neurosis; no sólo ofrecen a sus enfermos el tratamiento más eficaz hoy disponible para aliviarles el sufrimiento, sino que contribuyen también a aquel esclarecimiento de la masa del que esperamos la más radical profilaxis de las neurosis pasando por el rodeo de la autoridad social.(10)

NOTAS STRACHEY

 1. Esto había sido tratado más extensamente en el historial clínico del pequeño Hans (1909b), AE, 10, págs. 98-9. Freud volvió a ocuparse del tema en «Sobre la iniciación del tratamiento» (1913c).
La meta psicología del proceso de interpretación se examina en detalle en las secciones II y VII de «Lo inconciente" (1915e J.)

2 dio a conocer por separado un cierto número de trabajos sobre técnica; se los hallará reunidos en el volumen 12 de la Standard Edtion.
 

3 ef. Stekel, 1909 y 1911a. Freud hizo algunos comentarios sobre el artículo y el extenso libro de Stekel en un pasaje agregado en 1925 a La interpretación de los Sueños (1900a l, AE, 5. pág. 356; se hallarán otras consideraciones al respecto en mi "Introducción" a dicha obra, AE, 4, págs. 5-6). La segunda edición de La interpretación de los sueños, preparada por Freud durante el verano de 1908, se publicó en 1909; en ella, y más aún en la tercera edición (1911), fue muy ampliada la sección dedicada al simbolismo.

4 Todo el párrafo hasta este punto (salvo la primera oración) fue agregado por Freud como nota al pie en la edición de 1911 de La interpretación de los sueños 1.1900a), AE, 5, págs, 360-1.

5  "Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre»(1910h), il/fra, págs, 165-6, - A sugerencia de Ernest Jones se creóen el Congreso de Nuremberg un comité para el estudio del simbolismo,pero como el propio Jones nos dice (1955, págs, 75-6), «poco fue loque de él se obtuvo luego»Capítulo VI, sección l.

 6 No siempre mostró Freud igual convencimiento acerca de la posibilidad de un autoanálisis adecuado para el analista en formación.Más adelante insistió en la necesidad de un análisis didáctico conducido por otra persona. Se hallará un examen más amplio del problema en una nota al pie agregada por mí a su "Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d), AE, 14, pág. 19, n. 19.

7 Estas ideas fueron ulteriormente elaboradas por Freud en su trabajo presentado ante el Congreso de Budapest, «Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica» (1919a), AE, 17, págs. 161-2.

8  Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910c).

9 Referencia retrospectiva al segundo trabajo de Freud sobre la neurosis de angustia (1895), aunque el concepto se remonta más atrás aún, como aclaro allí en mi «Nota introductoria» (AE, 3, pág.
120 y n.).

10 La cuestión de la «ganancia de la enfermedad» fue examinada en detalle en la 24" de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).


Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico. Sigmund Freud



CONSEJOS AL MÉDICO EN EL TRATAMIENTO PSICOANALÍTICO 1912
Sigmund Freud


Las reglas técnicas a continuación propuestas son el resultado de una larga experiencia. Se observará fácilmente que muchas de ellas concluyen en un único progreso. Espero que su observancia ahorrará a muchos analistas inútiles esfuerzos y los preservará de incurrir en peligrosas negligencias; pero también quiero hacer constar que si la técnica aquí aconsejada ha demostrado ser la única adecuada a mi personalidad individual, no es imposible que otra personalidad médica, distintamente constituida, se vea impulsada a adoptar una actitud diferente ante los enfermos y ante la labor que los mismos plantean.

a) La primera tarea que encuentra ante sí el analista que ha de tratar más de un enfermo al día es quizá la que parecerá más difícil. Consiste en retener en la memoria los innumerables nombres, fechas, detalles del recuerdo, asociaciones y manifestaciones patológicas que el enfermo va produciendo en el curso de un tratamiento prolongado meses enteros y hasta años, sin confundir este material con el suministrado por otros pacientes en el mismo período de tiempo o en otros anteriores. Cuando se tiene que analizar diariamente a siete u ocho enfermos, el rendimiento mnémico conseguido por el médico ha de despertar la admiración de los profanos -cuando no su incredulidad- y, desde luego, su curiosidad por conocer la técnica que permite dominar un material tan amplio, suponiendo que habrá de servirse de algún medio auxiliar especial.

En realidad, esta técnica es muy sencilla. Rechaza todo medio auxiliar, incluso, como veremos, la mera anotación, y consiste simplemente en no intentar retener especialmente nada y acogerlo todo con una igual atención flotante. Nos ahorramos de este modo un esfuerzo de atención imposible de sostener muchas horas al día y evitamos un peligro inseparable de la retención voluntaria, pues en cuanto esforzamos voluntariamente la atención con una cierta intensidad comenzamos también, sin quererlo, a seleccionar el material que se nos ofrece: nos fijamos especialmente en un elemento determinado y eliminamos en cambio otro, siguiendo en esta selección nuestras esperanzas o nuestras tendencias. Y esto es precisamente lo que más debemos evitar. Si al realizar tal selección nos dejamos guiar por nuestras esperanzas, correremos el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos, y si nos guiamos por nuestras tendencias, falsearemos seguramente la posible percepción. No debemos olvidar que en la mayoría de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a posteriori descubrimos.

Como puede verse, el principio de acogerlo todo con igual atención equilibrada es la contrapartida necesaria de la regla que imponemos al analizado, exigiéndole que nos comunique, sin crítica ni selección algunas, todo lo que se le vaya ocurriendo.

Si el médico se conduce diferentemente, anulará casi por completo los resultados positivos obtenidos con la observación de la «regla fundamental psicoanalítica» por parte del paciente. La norma de la conducta del médico podría formularse como sigue: Debe evitar toda influencia consciente sobre su facultad retentiva y abandonarse por completo a su memoria inconsciente. O en términos puramente técnicos: Debe escuchar al sujeto sin preocuparse de si retiene o no sus palabras.

Lo que así conseguimos basta para satisfacer todas las exigencias del tratamiento. Aquellos elementos del material que han podido ser ya sintetizados en una unidad se hacen también conscientemente disponibles para el médico, y lo restante, incoherente aún y caóticamente desordenado, parece al principio haber sucumbido al olvido, pero emerge prontamente en la memoria en cuanto el analizado produce algo nuevo susceptible de ser incluido en la síntesis lograda y continuarla. El médico acoge luego sonriendo la inmerecida felicitación del analizado por su excelente memoria cuando al cabo de un año reproduce algún detalle que probablemente hubiera escapado a la intención consciente de fijarlo en la memoria.

En estos recuerdos sólo muy pocas veces se comete algún error, y casi siempre en detalles en los que el médico se ha dejado perturbar por la referencia a su propia persona, apartándose con ello considerablemente de la conducta ideal del analista. Tampoco suele ser frecuente la confusión del material de un caso con el suministrado por otros enfermos. En las discusiones con el analizado sobre si dijo o no alguna cosa y en qué forma la dijo, la razón demuestra casi siempre estar de parte del médico.

b) No podemos recomendar la práctica de tomar apuntes de alguna extensión, formar protocolos, etc., durante las sesiones con el analizado. Aparte de la misma impresión que produce en algunos pacientes, se oponen a ello las mismas razones que antes consignamos al tratar de la retención en la memoria. Al anotar o taquigrafiar las comunicaciones del sujeto realizamos forzosamente una selección perjudicial y consagramos a ello una parte de nuestra actividad mental, que encontraría mejor empleo aplicada a la interpretación del material producido.

Podemos infringir sin remordimiento esta regla cuando se trata de fechas, textos de sueños o singulares detalles aislados, que pueden ser desglosados fácilmente del conjunto y resultan apropiados para utilizarlos independientemente como ejemplos.

Por mi parte, tampoco lo hago así, y cuando encuentro algo que puede servir como ejemplo, lo anoto luego de memoria, una vez terminado el trabajo del día.

Cuando se trata de algún sueño que me interesa especialmente, hago que el mismo enfermo ponga por escrito su relato después de habérselo oído de palabra.

c) La anotación de datos durante las sesiones del tratamiento podía justificarse con el propósito de utilizar el caso para una publicación científica. En principio no es posible negar al médico tal derecho. Pero tampoco debe olvidarse que en cuanto se refiere a los historiales clínicos psicoanalíticos, los protocolos detallados presentan una utilidad mucho menor de lo que pudiera esperarse. Pertenece, en último término, a aquella exactitud aparente de la cual nos ofrece ejemplos singulares la Psiquiatría moderna. Por lo general resultan fatigosos para el lector, sin que siquiera puedan darle en cambio la impresión de asistir al análisis. Hemos comprobado ya repetidamente que el lector, cuando quiere creer al analista, le concede también su crédito en cuanto a la elaboración a la cual ha tenido que someter su material, y si no quiere tomar en serio ni el análisis ni al analista, ningún protocolo, por exacto que sea, le hará la menor impresión. No parece ser éste el mejor medio de compensar la falta de evidencia que se reprocha a las descripciones psicoanalíticas.

d) La coincidencia de la investigación con el tratamiento es, desde luego, uno de los títulos más preciados de la labor analítica; pero la técnica que sirve a la primera se opone, sin embargo, al segundo a partir de cierto punto. Antes de terminar el tratamiento no es conveniente elaborar científicamente un caso y reconstruir su estructura e intentar determinar su trayectoria fijando de cuando en cuando su situación, como lo exigiría el interés científico. El éxito terapéutico padece en estos casos utilizados desde un principio para un fin científico y tratados en consecuencia. En cambio, obtenemos los mejores resultados terapéuticos en aquellos otros en los que actuamos como si no persiguiéramos fin ninguno determinado, dejándonos sorprender por cada nueva orientación y actuando libremente, sin prejuicio alguno. La conducta más acertada para el psicoanálisis consistirá en pasar sin esfuerzo de una actitud psíquica a otra, no especular ni cavilar mientras analiza y esperar a terminar el análisis para someter el material reunido a una labor mental de síntesis. La distinción entre ambas actitudes carecería de toda utilidad si poseyéramos ya todos los conocimientos que pueden ser extraídos de la labor analítica sobre la psicología de lo inconsciente y la estructura de las neurosis, o, por lo menos, los más importantes.

Cuando se trata de algún sueño que me interesa especialmente, hago que el mismo enfermo ponga por escrito su relato después de habérselo oído de palabra.

c) La anotación de datos durante las sesiones del tratamiento podía justificarse con el propósito de utilizar el caso para una publicación científica. En principio no es posible negar al médico tal derecho. Pero tampoco debe olvidarse que en cuanto se refiere a los historiales clínicos psicoanalíticos, los protocolos detallados presentan una utilidad mucho menor de lo que pudiera esperarse. Pertenece, en último término, a aquella exactitud aparente de la cual nos ofrece ejemplos singulares la Psiquiatría moderna. Por lo general resultan fatigosos para el lector, sin que siquiera puedan darle en cambio la impresión de asistir al análisis. Hemos comprobado ya repetidamente que el lector, cuando quiere creer al analista, le concede también su crédito en cuanto a la elaboración a Ia cual ha tenido que someter su material, y si no quiere tomar en serio ni el análisis ni al analista, ningún protocolo, por exacto que sea, le hará la menor impresión. No parece ser éste el mejor medio de compensar la falta de evidencia que se reprocha a las descripciones psicoanalíticas.

d) La coincidencia de la investigación con el tratamiento es, desde luego, uno de los títulos más preciados de la labor analítica; pero la técnica que sirve a la primera se opone, sin embargo, al segundo a partir de cierto punto. Antes de terminar el tratamiento no es conveniente elaborar científicamente un caso y reconstruir su estructura e intentar determinar su trayectoria fijando de cuando en cuando su situación, como lo exigiría el interés científico. El éxito terapéutico padece en estos casos utilizados desde un principio para un fin científico y tratados en consecuencia. En cambio, obtenemos los mejores resultados terapéuticos en aquellos otros en los que actuamos como si no persiguiéramos fin ninguno determinado, dejándonos sorprender por cada nueva orientación y actuando libremente, sin prejuicio alguno. La conducta más acertada para el psicoanálisis consistirá en pasar sin esfuerzo de una actitud psíquica a otra, no especular ni cavilar mientras analiza y espera a terminar el análisis para someter el material reunido a una labor mental de síntesis. La distinción entre ambas actitudes carecería de toda utilidad si poseyéramos ya todos los conocimientos que pueden ser extraídos de la labor analítica sobre la psicología de lo inconsciente y la estructura de las neurosis, o, por lo menos, los más importantes.

Pero actualmente nos encontramos aún muy lejos de tal fin y no debemos cerrarnos los caminos que nos permiten comprobar los descubiertos hasta ahora y aumentar nuestros conocimientos.

e) He de recomendar calurosamente a mis colegas que procuren tomar como modelo durante el tratamiento psicoanalítico la conducta del cirujano, que impone silencio a todos sus afectos e incluso a su compasión humana y concentra todas sus energías psíquicas en su único fin: practicar la operación conforme a todas las reglas del arte.

Por las circunstancias en las que hoy se desarrolla nuestra actividad médica se hace máximamente peligrosa para el analista una cierta tendencia afectiva: la también terapéutica de obtener con su nuevo método, tan apasionadamente combatido, un éxito que actúe convincentemente sobre los demás. Entregándose a esta ambición no sólo se coloca en una situación desfavorable para su labor, sino que se expone indefenso a ciertas resistencias del paciente, de cuyo vencimiento depende en primera línea la curación. La justificación de esta frialdad de sentimientos que ha de exigirse al médico está en que crea para ambas partes interesadas las condiciones más favorables, asegurando al médico la deseable protección de su propia vida afectiva y al enfermo eI máximo auxilio que hoy nos es dado prestarle. Un antiguo cirujano había adoptado la siguiente divisa: Je le pensai, Dieu le guérit. Pensé, Dios lo sanó. Con algo semejante debía darse por contento el analista.

f) No es difícil adivinar el fin al que todas estas reglas tienden. Intentan crear en el médico la contrapartida de la «regla psicoanalítica fundamental» impuesta al analizado. Del mismo modo que el analizado ha de comunicar todo aquello que la introspección le revela, absteniéndose de toda objeción lógica o afectiva que intente moverle a realizar una selección, el médico habrá de colocarse en situación de utilizar, para la interpretación y el descubrimiento de lo inconsciente oculto, todo lo que el paciente le suministra, sin sustituir con su propia censura la selección a la que el enfermo ha renunciado. O dicho en una fórmula: Debe orientar hacia lo inconsciente emisor del sujeto su propio inconsciente, como órgano receptor, comportándose con respecto al analizado como el receptor del teléfono con respecto al emisor. Como el receptor transforma de nuevo en ondas sonoras las oscilaciones eléctricas provocadas por las ondas sonoras emitidas, así también el psiquismo inconsciente del médico está capacitado para reconstruir, con los productos de lo inconsciente que le son comunicados, este inconsciente mismo que ha determinado las ocurrencias del sujeto.

Pero si el médico ha de poder servirse así de su inconsciente como de un instrumento, en el análisis ha de llenar plenamente por sí mismo una condición psicológica. No ha de tolerar en sí resistencia ninguna que aparte de su conciencia lo que su inconsciente ha descubierto, pues de otro modo introduciría en el análisis una nueva forma de selección y deformación mucho más perjudicial que la que podría producir una tensión consciente de su atención.

Para ello no basta que sea un individuo aproximadamente normal, debiendo más bien exigírsele que se haya sometido a una purificación psicoanalítica y haya adquirido conocimiento de aquellos complejos propios que pudieran perturbar su aprehensión del material suministrado por los analizados. Es indiscutible que la resistencia de estos defectos no vencidos por un análisis previo descalifican para ejercer el psicoanálisis, pues, según la acertada expresión de W. Stekel, a cada una de las represiones no vencidas en el médico corresponde un punto ciego en su percepción analítica.

Hace ya años respondí a la interrogación de cómo podía llegarse a ser analista en los siguientes términos: por el análisis de los propios sueños. Esta preparación resulta desde luego suficiente para muchas personas, mas no para todas las que quisieran aprender a analizar. Hay también muchas a las cuales se hace imposible analizar sus sueños sin ayuda ajena. Uno de los muchos merecimientos contraídos por la escuela analítica de Zurich consiste en haber establecido que para poder practicar el psicoanálisis era condición indispensable haberse hecho analizar previamente por una persona perita ya en nuestra técnica. Todo aquel que piense seriamente en ejercer el análisis debe elegir este camino, que le promete más de una ventaja, recompensándole con largueza del sacrificio que supone tener que revelar sus intimidades a un extraño. Obrando así, no sólo se conseguirá antes y con menor esfuerzo el conocimiento deseado de los elementos ocultos de la propia personalidad, sino que se obtendrán directamente y por propia experiencia aquellas pruebas que no puede aportar el estudio de los libros ni la asistencia a cursos y conferencias. Por último, la duradera relación espiritual que suele establecerse entre el analizado y su iniciador entraña también un valor nada despreciable.

Estos análisis de individuos prácticamente sanos permanecen, como es natural, inacabados. Aquellos que sepan estimar el gran valor del conocimiento y el dominio de sí mismos en ellos obtenidos, continuarán luego, en un autoanálisis, la investigación de su propia personalidad y verán con satisfacción cómo siempre les es dado hallar, tanto en sí mismos como en los demás, algo nuevo.

En cambio, quienes intenten dedicarse al análisis despreciando someterse antes a él, no sólo se verán castigados con la incapacidad de penetrar en los pacientes más allá de una cierta profundidad, sino que se expondrán a un grave peligro, que puede serlo también para otros. Se inclinarán fácilmente a proyectar sobre la ciencia como teoría general lo que una oscura autopercepción les descubre sobre las peculiaridades de su propia persona, y de este modo atraerán el descrédito sobre el método psicoanalítico e inducirán a error a los individuos poco experimentados.

g) Añadiremos aún algunas reglas con las que pasaremos de la actitud recomendable al médico al tratamiento de los analizados.

Resulta muy atractivo para el psicoanalista joven y entusiasta poner en juego mucha parte de su propia
individualidad para arrastrar consigo al paciente e infundirle impulso para sobrepasar los límites de su reducida personalidad. Podía parecer lícito, e incluso muy apropiado para vencer las resistencias dadas en el enfermo, el que el médico le permitiera la visión de sus propios defectos y conflictos anímicos y le hiciera posible equipararse a él, comunicándole las intimidades de su vida. La confianza debe ser recíproca, y si se quiere que alguien nos abra su corazón, debemos comenzar por mostrarle el nuestro.

Pero en la relación psicoanalítica suceden muchas cosas de un modo muy distinto a como sería de esperar según las premisas de la psicología de la conciencia. La experiencia no es nada favorable a semejante técnica afectiva. No es nada difícil advertir que con ella abandonamos el terreno psicoanalítico y nos aproximamos al tratamiento por sugestión. Alcanzamos así que el paciente comunique antes y con mayor facilidad lo que ya le es conocido y hubiera silenciado aún durante algún tiempo por resistencias convencionales. Mas por lo que respecta al descubrimiento de lo que permanece inconsciente para el enfermo, esta técnica no nos es de utilidad ninguna; incapacita al sujeto para vencer las resistencias más profundas y fracasa siempre en los casos de alguna gravedad, provocando en el  enfermo una curiosidad insaciable que le inclina a invertir los términos de la situación y a encontrar el análisis del médico más interesante que el suyo propio. Esta actitud abierta del médico dificulta asimismo una de las tareas capitales de la cura: la solución de la transferencia, resultando así que las ventajas que al principio pudo proporcionar quedan luego totalmente anuladas. En consecuencia, no vacilamos en declarar indeseable tal técnica.

EI médico debe permanecer impenetrable para el enfermo y no mostrar, como un espejo, más que aquello que le es mostrado. Desde el punto de vista práctico no puede condenarse que un psicoterapeuta mezcle una parte de análisis con algo de influjo sugestivo para conseguir en poco tiempo resultados visibles, como resulta necesario en los sanatorios; pero debe exigírsele que al obrar así sepa perfectamente lo que hace y reconozca que su método no es el psicoanálisis auténtico.

h) De la actuación educadora que sin propósito especial por su parte recae sobre el médico en el tratamiento psicoanalítico se deriva para él otra peligrosa tentación. En la solución de las inhibiciones de la evolución psíquica se le plantea espontáneamente la labor de señalar nuevos fines a las tendencias libertadas. No podremos entonces extrañar que se deje llevar por una comprensible ambición y se esfuerce en hacer algo excelente de aquella persona a la que tanto trabajo le ha costado libertar de la neurosis, marcando a sus deseos los más altos fines. Pero también en esta cuestión debe saber dominarse el médico y subordinar su actuación a las capacidades del analizado más que a sus propios deseos. No todos los neuróticos poseen una elevada facultad de sublimación. De muchos de ellos hemos de suponer que no hubieran contraído la enfermedad si hubieran poseído el arte de sublimar sus instintos. Si les imponemos una sublimación excesiva y los privamos de las satisfacciones más fáciles y próximas de sus instintos, les haremos la vida más difícil aún de lo que ya la sienten. Como médicos debemos ser tolerantes con las flaquezas del enfermo y satisfacernos con haber devuelto a un individuo -aunque no se trate de una personalidad sobresaliente- una parte de su capacidad funcional y de goce. La ambición pedagógica es tan inadecuada como la terapéutica. Pero, además, debe tenerse en cuenta que muchas personas han enfermado precisamente al intentar sublimar sus instintos más de lo que su organización podía permitírselo, mientras que aquellas otras capacitadas
para la sublimación la llevan a cabo espontáneamente en cuanto el análisis deshace sus inhibiciones. Creemos, pues, que la tendencia a utilizar regularmente el tratamiento analítico para la sublimación de instintos podrá ser siempre meritoria, pero nunca recomendable en todos los casos.

i) ¿En qué medida debemos requerir la colaboración intelectual del analizado en el tratamiento? Es difícil fijar aquí normas generales. Habremos de atenernos ante todo a la personalidad del paciente, pero sin dejar de observar jamás la mayor prudencia.

Resulta equivocado plantear al analizado una labor mental determinada, tal como reunir sus recuerdos, reflexionar sobre un período determinado de su vida, etc. Por el contrario, tiene que aceptar algo que ha de parecerle muy extraño en un principio. Que para llegar a la solución de los enigmas de la neurosis no sirve de nada la reflexión ni el esfuerzo de la atención o la voluntad y sí únicamente la paciente observancia de las reglas psicoanalíticas que le prohiben ejercer crítica alguna sobre lo inconsciente y sus productos. La obediencia a esta regla debe exigirse más inflexiblemente a aquellos enfermos que toman la costumbre de escapar a las regiones intelectuales durante el tratamiento y reflexionan luego mucho, y a veces muy sabiamente, sobre su estado, ahorrándose así todo esfuerzo por dominarlo. Por esta razón prefiero también que los pacientes no lean durante el tratamiento ninguna obra psicoanalítica; les pido que aprendan en su propia persona y les aseguro que aprenderán así mucho más de lo que pudiera enseñarles toda la bibliografía psicoanalítica. Pero reconozco que en las condiciones en que se desarrolla la cura en sanatorio puede ser conveniente servirse de la lectura para la preparación del analizado y la creación de una atmósfera propicia.

En cambio, no deberá intentarse jamás conquistar la aprobación y el apoyo de los padres o familiares del enfermo dándoles a leer una obra más o menos profunda de nuestra bibliografía. Por lo general, basta con ello para hacer surgir prematuramente la hostilidad de los parientes contra el tratamiento psicoanalítico de los suyos, hostilidad natural e inevitable más pronto o más tarde, resultando así que la cura no Ilega siquiera a ser iniciada.

Terminaremos manifestando nuestra  esperanza de que la progresiva experiencia de los psicoanalistas conduzca pronto a un acuerdo unánime sobre la técnica más adecuada para el tratamiento de los neuróticos. Por lo que respecta al tratamiento de los familiares, confieso que no se me ocurre solución alguna y que me inspira pocas esperanzas su tratamiento individual.