martes, 5 de mayo de 2015

Contribuciones para un debate sobre el onanismo (1912) Freud

Obras de S. Freud(*)

 Nota introductoria: 

El debate sobre el onanismo realizado en la Sociedad Psicoanalítica de Viena fue mucho más prolongado que el anterior sobre el suicidio -las contribuciones de Freud a este último se- dieron también a publicidad (1910g)-. Las actas de la Sociedad, impresas en el volumen 2 de Zentralblatt für Psychoanalyse (1911-12), muestran que 14 miembros (incluido Freud) tomaron parte en ese debate, que abarcó nueve reuniones vespertinas entre el 22 de noviembre de 1911 y el 24 de abril de 1912. En esta última fecha, Freud expuso las «conclusiones», que en las actas aparecen bajo el título de «Epílogo». La «Introducción» no corresponde a reunión alguna, sino que es sólo el prefacio del folleto en que más tarde se dieron a publicidad los trabajos.
Las consideraciones sobre la masturbación aquí contenidas son, con mucho, las más amplias que se han de encontrar en los escritos de Freud, si bien con bastante frecuencia hace breves alusiones a ella. En sus primeros trabajos, el onanismo aparece principalmente en su conexión con las «neurosis actuales», y, en particular, como agente causal de la neurastenia. (Véase, por ejemplo, «La herencia y la etiología de las neurosis» (1896a), AE, 3, págs. 149-50.) Interesa comprobar cómo Freud defiende firmemente esa posición en esta circunstancia y aprovecha la oportunidad para dar uno de sus pocos pronunciamientos ulteriores sobre las «neurosis actuales» en general. (1)
Luego de esos tempranos trabajos, el primer tratamiento importante de la masturbación apareció en el segundo de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 168 y sigs. Allí por primera vez se esclareció la importancia de la masturbación en la primera infancia. Pero sólo en la tercera edición de dicha obra, de 1915 (o sea, después de la presente contribución), quedó claramente demostrada la existencia de tres fases distintas en la masturbación. Tampoco se estableció netamente el distingo en el siguiente comentario extenso sobre el tema, en el historial clínico del «Hombre de las Ratas» (1909d), AE, 10, pág. 159. No obstante, en trabajos que pertenecen más o menos a este mismo período se consignaron otros dos puntos destacables: el vínculo de la masturbación con las fantasías -en'«Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad» (1908a)- y su nexo con la amenaza de castración -en «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c) y, desde luego, en el análisis del pequeño Hans (1909b)-. Debemos mencionar, asimismo, un breve párrafo en el artículo sobre la moral sexual «cultural» (1908d), AE, 9, pág. 178, donde se exponen las objeciones contra la masturbación según lineamientos análogos a los del presente escrito. Digamos de paso que, según allí indica Freud, en todas sus reacciones frente al mundo externo la persona sigue a menudo el principio de «lo sexual como arquetipo»; y esta indicación explica, sin duda, la oscura referencia a la «arquetipicidad para lo psíquico».
Resulta curioso que, aparte de su examen de los sentimientos de culpa anudados a la masturbación y de las características especiales del onanismo en las niñas, casi todas las alusiones posteriores de Freud a este tema se relacionaran con el temor a la castración. Su interés por los restantes aspectos parece haberse agotado con el presente aporte.

James Strachey


Introducción.

Los debates de la «Sociedad Psicoanalítica de Viena» nunca llevan el propósito de cancelar oposiciones ni de llegar a resoluciones definitivas. Sostenidos todos por una parecida concepción fundamental sobre idénticos hechos, los expositores osan dar el más agudo perfil a sus variaciones individuales sin miramiento por la probabilidad de ganar para sus opiniones al pensante auditorio a que se dirigen. Puede que así haya mucha discusión inútil, por fallida exposición o defectuoso entendimiento; pero el resultado final es que cada uno ha recibido la más clara impresión de intuiciones divergentes, y él mismo las ha comunicado a los demás.

El debate sobre el onanismo, del que aquí no publicaremos sino unos fragmentos, se prolongó varios meses; se lo desarrolló de modo tal que cada expositor leyera un informe, seguido por un circunstanciado debate. En esta publicación sólo se han recogido los informes, no los ricos debates por ellos promovidos, en que se declaraban y refutaban las oposiciones. De otra manera, este cuaderno habría cobrado unas dimensiones que obstarían sin duda a su difusión y su efecto.
La elección del tema no necesita de disculpa alguna en nuestro tiempo, en que por fin se ha ensayado someter a exploración científica también los problemas de la vida sexual humana. Era inevitable que se produjesen múltiples repeticiones de los mismos pensamientos y de idénticas tesis; ellas significan coincidencias. La redacción no podía proponerse solucionar, ni mantener en secreto, las muchas contradicciones entre lo sostenido por los diversos expositores. Esperamos que ni aquellas repeticiones ni estas contradicciones ahuyenten el interés del lector.

Nuestro propósito fue mostrar, esta vez, los caminos por donde ha sido guiada la investigación sobre los problemas del onanismo en virtud de la emergencia del abordaje psicoanalítico. La aprobación, y de manera todavía más clara la crítica, de los lectores permitirá saber si lo hemos logrado.

Conclusiones.

Señores: Los miembros más antiguos de este círculo recordarán que hace ya muchos años emprendimos un similar ensayo de debate en conjunto -un simposio, según la expresión empleada por unos colegas norteamericanos- sobre el tema del onanismo. (2) Las opiniones manifestadas en aquel momento resultaron tan divergentes que no nos atrevimos a dar a publicidad nuestras sesiones. Desde entonces, nosotros -las mismas personas y otras que se sumaron-, en permanente contacto con los hechos de la experiencia y en incesante intercambio de ideas, hemos aclarado nuestros puntos de vista y los hemos situado sobre un terreno común a tal punto que ya no puede parecernos tan grande el atrevimiento a que renunciamos aquella vez.

Tengo realmente la impresión de que nuestras coincidencias sobre el tema del onanismo son ahora más fuertes y profundas que los desacuerdos, si bien no se puede desmentir estos últimos. Mucho de lo que parece contradicción se debe a la multiplicidad de los puntos de Vista por ustedes desarrollados, cuando en verdad son opiniones que pueden coexistir.

Permítanme que les presente un resumen sobre los puntos en que, según parece, estamos de acuerdo o en desacuerdo.

Todos, quizás, estamos de acuerdo:

a. Sobre la significatividad de las fantasías que acompañan al acto onanista o lo subrogan.
b. Sobre la significatividad de la conciencia de culpa enlazada con el onanismo, sea cual fuere la fuente de donde ella provenga.
c. Sobre la imposibilidad de indicar una condición cuanlitativa para el daño que el onanismo es capaz de provocar. (Cabe decir que el acuerdo con respecto a este punto no es unánime.)
Diferencias de opinión no allanadas se evidenciaron:
a. Sobre la negativa de que el factor somático participe en el efecto del onanismo.
b. Acerca del rechazo del carácter dañino del onanismo en general.
c. Respecto del origen del sentimiento de culpa, que algunos de ustedes pretenden derivar directamente de la insatisfacción, mientras que otros aducen factores sociales o la respectiva postura de la personalidad. (3)
d. Con relación a la ubicuidad del onanismo infantil.

Por último, subsisten serias incertidumbres:
a. En cuanto al mecanismo del efecto pernicioso del onanismo, si es que se lo debe admitir.
b. En cuanto al vínculo etiológico del onanismo con las neurosis actuales.

En la mayoría de los puntos controvertidos entre nosotros, debemos el cuestionamiento a la crítica de nuestro colega W. Stekel, (I.-Wilhelm Stekel 1868-1940, médico, psicólogo y psicoanalista austríaco, uno de los primeros seguidores de Freud) quien se apoya en una rica y autónoma experiencia. Por cierto que hemos dejado a un futuro grupo de investigadores y observadores mucho para comprobar y aclarar, pero consolémonos diciendo que hemos trabajado dignamente y libres de miras estrechas, inaugurando así las orientaciones por las cuales avanzará la investigación ulterior.

No esperen gran cosa de mis propias contribuciones a los problemas que nos ocupan. Ustedes conocen mi preferencia por el tratamiento fragmentario de un asunto, en el interés de destacar los puntos que me parecen certificados. No tengo nada nuevo para ofrecer, ninguna solución; sólo meras repeticiones de cosas que ya he sostenido antes, algunas defensas de esas viejas tesis contra los ataques que han partido de ustedes, a lo cual se suman unas pocas puntualizaciones que no podían menos que imponerse a quien escuchara sus exposiciones.

Es notorio que he dividido el onanismo, según las edades de la vida, en: 1) el onanismo del lactante, por el cual han de entenderse todos los quehaceres autoeróticos al servicio de la satisfacción sexual; 2) el onanismo del niño, que proviene inmediatamente de aquel y ya se ha fijado en zonas erógenas definidas, y 3) el onanismo de la pubertad, que sigue a continuación del onanismo infantil o está separado de él por el período de latencia. En algunas de las exposiciones que les he escuchado no se concedía todo su valor a esta separación temporal. La supuesta unicidad del onanismo, sugerida por la expresión médica usual, ha promovido muchas afirmaciones generales donde habría sido más adecuado diferenciar según aquellas tres épocas de la vida. He lamentado también que no pudiéramos considerar el onanismo de la mujer en igual medida que el del hombre; opino que merece un estudio particular y que en él, justamente, ha de recaer un fuerte acento sobre las modificaciones condicionadas por la época de la vida. (4)

Paso ahora a las objeciones que Reitler formuló a mi argumento teleológico en favor de la ubicuidad del onanismo del lactante. Declaro abandonar este argumento. Si mis Tres ensayos de teoría sexual se reeditan alguna otra vez, ya no contendrán esta impugnada tesis. Renunciaré a querer colegir los propósitos de la naturaleza, y me conformaré con describir estados de cosas. (5)

También debo declarar sensata y significativa la puntualización de Reitler según la cual ciertos dispositivos del aparato genital, peculiares de la especie humana, parecen aspirar a atajar el comercio sexual en la infancia. Pero a este punto se anudan mis reparos. La oclusión de la abertura sexual femenina y la ausencia de un hueso peniano que asegurara la erección apuntan sólo contra el coito mismo, no contra unas excitaciones sexuales en general. Paréceme que Retlier concibe demasiado humanas las metas a que aspiraría la naturaleza, corno si ahí se tratara, lo mismo que en la obra del hombre, de la ejecución consecuente de un propósito único. Es que, hasta donde lo vemos, en los procesos naturales las más de las veces corren paralelas, unas junto a las otras, toda una serie de aspiraciones-meta, sin que se cancelen entre sí. Y si hubiéramos de hablar sobre la naturaleza en términos humanos, tendríamos que decir: ella se nos aparece como lo que, en el hombre, llamaríamos inconsecuente. Creo entonces, a mi vez, que ReitIer no debiera conceder tanto peso a sus propios argumentos teleológicos. El empleo de la teleología como hipótesis heurística está expuesto a objeciones; en el caso singular uno nunca sabe si ha dado en una «armonía» o una «disarmonía». Es como cuando uno introduce un clavo en una pared: no sabe sí acertará en una juntura o dará sobre la piedra. (III.- Teleología Télos (fin, meta, propósito) y Lógos (razón, explicación). Puede traducirse como «razón de algo en función de su fin», o «la explicación que se sirve de propósitos o fines». Decir de un suceso, proceso, estructura o totalidad que es un suceso o un proceso teleológico significa a) que no se trata de un suceso o proceso azaroso, o que la forma actual de una totalidad o estructura no es el resultado de sucesos aleatorios; b) que existe una meta, fin o propósito, intimamente ligada al propio suceso, que constituye su sentido).

En el problema del nexo entre el onanismo y las poluciones, por un lado, y la causación de la llamada «neurastenia», por el otro, me encuentro, como muchos de ustedes, en oposición a Stekel y sostengo contra él lo que ya he venido señalando, con una limitación que después mencionaré. No veo nada que nos constriña a renunciar al distingo entre neurosis actuales y psiconeurosis, y no puedo sino considerar tóxica la génesis de los síntomas en las primeras. Creo que el colega Stekel extiende realmente demasiado la psicogenidad. Yo sigo viendo las cosas como se me aparecieron al comienzo, hace más de quince años: las dos neurosis actuales neurastenia y neurosis de angustia (quizá se les deba agregar, como tercera neurosis actual, la hipocondría en sentido estricto)- (6) prestan la solicitación somática para las psiconeurosis, les ofrecen el material de excitación que luego es psíquicamente seleccionado y revestido {umkleiden}, de suerte que, expresado en términos generales, el núcleo del síntoma psiconeurótico -el grano de arena en el centro de la perla- está formado por una exteriorización sexual somática. Sin duda que esto es más nítido para la neurosis de angustia y su relación con la histeria que para la neurastenia, sobre la cual todavía no se han emprendido cuidadosas indagaciones psicoanalíticas. En la neurosis de angustia es en el fondo, como a menudo han podido ustedes convencerse, un pequeño fragmento de la excitación de coito no descargada el que sale a la luz como síntoma de angustia o proporciona el núcleo para la formación de un síntoma histérico.

Nuestro colega Stekel comparte con muchos autores situados fuera del psicoanálisis la inclinación a desestimar y confundir bajo un solo título -el de psicastenia, por ejemplo- las diferenciaciones morfológicas que hemos estatuido dentro de la maraña de las neurosis. En esto lo hemos contradicho muchas veces y nos atenemos a la expectativa de que las diferencias morfológico-clínicas habrán de revelarse valiosas como unos indicadores, que aún no entendemos, de procesos de esencia diversa. Si nos aduce -y con razón- que en los llamados «neurasténicos» él ha hallado de una manera regular los mismos complejos y conflictos que en los otros neuróticos, este argumento no es pertinente para la cuestión en litigio. Desde hace tiempo sabemos que también en todas las personas sanas y normales hemos de esperar tales complejos y conflictos. Y aun nos hemos acostumbrado a atribuir a todo hombre de cultura un cierto grado de represión de mociones perversas, de erotismo anal, de homosexualidad, etc., así como un fragmento de complejo paterno y complejo materno, y de otros complejos todavía, de igual modo como en el análisis de los elementos de un cuerpo orgánico esperamos pesquisar con seguridad carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y algo de azufre. Lo que distingue entre sí a los cuerpos orgánicos es la proporción en que se mezclan estos elementos y la constitución de las combinaciones que forman. De igual modo, la diferencia entre normales y neuróticos no reside en la existencia de tales complejos y conflictos, sino en que estos hayan devenido o no patógenos y, en tal caso, qué mecanismos siguieron para ello.

Lo esencial de mis doctrinas sobre las neurosis actuales, esas doctrinas que formulé en su momento y hoy defiendo, estriba en la tesis, fundada en el experimento, de que sus síntomas no se pueden descomponer analíticamente como los psiconeuróticos. O sea que la constipación, el dolor de cabeza, la fatiga de los llamados «neurasténicos» no consienten su reconducción histórica o simbólica a vivencias eficientes, no se los puede comprender como unos compromisos de mociones pulsionales contrapuestas, al revés de lo que ocurre con los síntomas psiconeuróticos (que llegado el caso pueden parecer de idéntica naturaleza).

No creo que se consiga refutar esta tesis por medio del psicoanálisis. En cambio, hoy admito lo que en aquella época no podía creer: que un tratamiento analítico pueda llegar a tener un influjo curativo indirecto sobre los síntomas actuales, haciendo que estos perjuicios actuales se toleren mejor o bien poniendo al individuo enfermo en condiciones de sustraerse a ellos por un cambio de su régimen sexual. Por cierto que son unas perspectivas halagüeñas para nuestro interés terapéutico.

Pero si en este punto teórico de las neurosis actuales debiera al final convencerme de mi error, me consolaré con el progreso de nuestro conocimiento, que por fuerza desvalorizará las concepciones de los individuos. Ustedes preguntarán ahora por qué, si yo tengo unas intelecciones tan dignas de alabanza sobre los límites de mi propia infalibilidad, no cedo a las nuevas incitaciones y prefiero, en cambio, repetir la vieja comedia del hombre de edad que se aferra con rigidez a sus opiniones. (7) Respondo: porque todavía no discierno la evidencia que me haría ceder. En años anteriores mis puntos de vista han experimentado numerosos cambios que yo no mantuve en secreto al público. Y se me los reprochó entonces, como hoy se hará con mi perseverancia. Mas ni aquellos ni estos reproches habrán de asustarme. Es que yo sé que tengo aquí un destino por cumplir. No me es posible esquivarlo ni me hace falta contrariarlo. Yo lo aguardaré, y entretanto me comportaré con respecto a nuestra ciencia como he aprendido a hacerlo desde antes.

A mi pesar tomo partido frente al punto, tan debatido por ustedes, del carácter perjudicial del onanismo; en efecto, no es el acceso que conviene a los problemas que nos ocupan. Pero, en fin, es inevitable: a la gente parece interesarle sólo eso del onanismo. Como ustedes recuerdan, en aquellos primeros debates que tuvimos sobre el tema fue nuestro invitado un distinguido pediatra de esta ciudad. ¿Y qué pidió de nosotros, en repetidas inquisiciones? Unicamente, saber cuán dañoso era el onanismo y por qué a unos daña y a otros no. Hemos de constreñir entonces a nuestra investigación para que satisfaga esa necesidad práctica.

Confieso que tampoco en esto puedo compartir la tesis sostenida por Stekel, a pesar de las muchas puntualizaciones audaces y certeras que él nos ha hecho sobre este asunto. Para él, el carácter dañino del onanismo es en verdad un disparatado prejuicio del que sólo por una estrechez personal no queremos abjurar con el necesario radicalismo. Pero yo opino que si abordamos el problema «sine ira et studio (8)» -hasta donde ello nos resulte posible-, más bien nos veremos llevados a declarar que esa toma de partido contradice nuestras visiones básicas sobre la etiología de las neurosis. El onanismo corresponde en lo esencial al quehacer sexual infantil y, luego, a su mantenimiento en años más maduros. Nosotros derivamos las neurosis de un conflicto entre las aspiraciones sexuales de un individuo y sus demás tendencias (yoicas). Entonces, alguien podría decir: «Para mí, el factor patógeno de esta constelación etiológica reside sólo en la reacción del yo contra su sexualidad». Así tal vez se llegaría a aseverar que cualquier persona podría considerarse exenta de neurosis con sólo querer satisfacer sin limitación sus aspiraciones sexuales. No obstante, es evidentemente arbitrario, y bien se ve que es también inadecuado, pronunciarse de tal suerte y no conceder a las aspiraciones sexuales mismas participación alguna en la patogenidad. Pero si ustedes conceden que las impulsiones sexuales pueden tener efecto patógeno, ya no tendrán derecho a impugnarle al onanismo esa significatividad, pues él no es sino la ejecución de tales mociones pulsionales sexuales. Claro que en todos los casos en que el onanismo parezca inculpable de patógeno ustedes podrán reconducir ese efecto más allá, a las pulsiones que se exteriorizan en el onanismo y a las resistencias dirigidas contra estas últimas; es que el onanismo no es algo último desde el punto de vista somático ni del psicológico, no es un agente real y efectivo, sino sólo el nombre para ciertas actividades; pese a tales reconducciones ulteriores, el juicio sobre la causación patológica permanece anudado con derecho a esta actividad. No olviden ustedes que el onanismo no es equiparable al quehacer sexual puro y simple, sino que es tal quehacer con ciertas condiciones limitantes. Entonces es posible que justamente esas particularidades del quehacer onanista sean las portadoras de su efecto patógeno.

Lo dicho nos remite de la argumentación a la observación clínica, que nos advierte que no hemos de tachar el título «efectos dañinos del onanismo». Al menos, en las neurosis encontramos algunos casos en que el onanismo ha provocado daño.

Tales daños parecen abrirse paso por tres diversos caminos:

a. Como daño orgánico según un mecanismo desconocido, respecto del cual entran en consideración los puntos de vista, citados por ustedes a menudo, de la desmesura y la satisfacción inadecuada.
b. Por el camino de la arquetipicidad para lo psíquico, pues así, para satisfacer una gran necesidad, no se requiere aspirar a la alteración del mundo exterior. Sin embargo, toda vez que se desarrolle una vasta reacción a esa arquetipicidad, pueden insinuarse las más valiosas propiedades del carácter.
c. Por el de posibilitar la fijación de metas sexuales infantiles y la permanencia en el infantilismo psíquico. Con ello está dada la predisposición a caer en la neurosis. Como psicoanalistas estamos obligados a conceder el máximo interés a ese resultado del onanismo -aquí me refiero, desde luego, al onanismo de la pubertad y que es proseguido fuera de tiempo-. Tengamos presente el significado que el onanismo cobra como ejecutor de la fantasía, ese reino intermedio que se ha interpolado entre vivir según el principio de placer y vivir según el principio de realidad; y cómo el onanismo posibilita consumar en la fantasía unos desarrollos sexuales y unas sublimaciones que, empero, no constituyen progresos, sino dañinas formaciones de compromiso. Es verdad que este mismo compromiso, según una importante puntualización de Stekel, vuelve inocuas serias inclinaciones perversas y esquiva las peores consecuencias de la abstinencia.

Por mis experiencias médicas, no puedo excluir de la serie de efectos del onanismo un debilitamiento permanente de la potencia; concedo a Stekel, sin embargo, que en cierto número de casos se lo puede desenmascarar como aparente. Ahora bien, este efecto del onanismo no se puede computar sin más entre los daños. Cierto rebajamiento de la potencia viril y de la iniciativa brutal a ella enlazada es muy aprovechable para la cultura. Facilita al hombre de cultura observar las virtudes, a él exigidas, de la templanza y la formalidad. La virtud resultará, las más de las veces, de difícil práctica con una potencia plena.

Si esta aseveración les pareciera cínica, acepten que no la hice con esa intención. No pretende ser sino una pieza de descripción descarnada, indiferente a la complacencia o el enojo que pudiera despertar. Es que el onanismo, como tantas otras cosas, tiene les défauts de ses vertus {los defectos de sus virtudes}, como, a la inversa, les vertus de ses défauts. Siempre que un interés práctico unilateral nos lleva a desmembrar un nexo complicado en ganancias o pérdidas, hemos de admitir tal desagradable hallazgo.

Opino, por lo demás, que podemos separar con ventaja lo que cabe llamar los daños directos del onanismo de aquello que se deriva de una manera indirecta de la resistencia y de la revuelta del yo contra este quehacer sexual. No he entrado a considerar aquí estos últimos efectos.

Debo agregar aún forzosamente algunas palabras sobre la segunda de las espinosas preguntas que nos hicieron. Suponiendo que el onanismo pueda volverse dañino, ¿bajo qué condiciones y en qué individuos resulta así?

Yo, con la mayoría de ustedes, preferiría desautorizar una respuesta general. En efecto, esta pregunta se superpone en parte con otra, más abarcadora, sobre cuándo, en general, el quehacer sexual se vuelve patógeno para un individuo. Si deducimos esta parte superpuesta, nos resta una pregunta de detalle referida a los caracteres del onanismo en la medida en que este constituye una particular modalidad de la satisfacción sexual. Aquí correspondería repetir lo ya consabido y aducido en otro contexto, apreciar el influjo del factor cuantitativo y la conjugación de varios elementos de eficacia patógena. Pero, sobre todo, deberíamos atribuir un gran espacio a las predisposiciones llamadas «constitucionales» del individuo. No obstante, confesémoslo: trabajar con estas es embarazoso. En efecto, solemos inferir ex post la predisposición individual; con posterioridad, cuando la persona ya está enferma, le atribuimos esta o estotra predisposición. No poseemos ningún medio para colegirla de antemano. Nos comportamos en esto como aquel rey escocés de una novela de Víctor Hugo, que se gloriaba de poseer un medio infalible para conocer la brujería. Escaldaba a la acusada en agua hirviente, y probaba luego la sopa. Según el sabor, él juzgaba: «Sí, era una bruja», o bien: «No, no lo era».

Podría llamarles la atención todavía sobre un tema apenas tratado en nuestros debates: el del llamado «dinamismo inconciente». Me refiero al onanismo mientras se duerme, en estados anormales, en ataques. Recuerdan ustedes cuántos ataques histéricos reflejan el acto onanista de manera escondida o irreconocible, después que el individuo ha renunciado a esta modalidad de satisfacción, y cuántos síntomas de la neurosis obsesiva procuran sustituir y repetir esta variante, otrora prohibida, del quehacer sexual. (9) También puede hablarse de un retorno terapéutico del onanismo. Muchos de ustedes ya habrán hecho, como yo, la experiencia de que implica un gran progreso que el paciente ose de nuevo practicar el onanismo en el curso del tratamiento, no teniendo el propósito de demorarse duraderamente en esta estación infantil. Me permito señalarles, por otra parte, que un número considerable de los neuróticos más graves, justamente, han evitado el onanismo en las épocas históricas de su recuerdo, mientras que el psicoanálisis permite demostrar que en modo alguno permanecieron ajenos a esta actividad sexual en épocas tempranas olvidadas.

Pero creo que es mejor interrumpir aquí. Todos estamos de acuerdo en que el tema del onanismo es poco menos que inagotable. (10)


Notas:
(*) Agradecemos a http://psicopsi.com por las facilidades de digitalizacion del texto freudiano.
1) Damos una lista completa de referencias en una nota de «Sobre el psicoanálisis "silvestre"» (1910k), AE, 11, pág. 224
(**) Anotaciones en numeros romanos y subrrayados de JLGF.
2) Este primer debate parece haber tenido lugar los días 25 de mayo y 1º y 8 de junio de 1910.
3) Freud ya se explayó sobre los motivos por los cuales la masturbación va acompañada de un sentimiento de culpa en un agregado, hecho en 1915 y 1920, a Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 172, y en un pasaje de «"Pegan a un niño"» (1919e), AE. 17, pág. 191.
4) La masturbación en la mujer había sido examinada por Freud en Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 201. Volvió sobre este tema en varias obras posteriores, insistiendo siempre en la naturaleza clitorídea de esa masturbación: por ejemplo, en «Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j), AE, 19, pág. 270; en «Sobre la sexualidad femenina» (1931b), AE, 21, pág. 234, y en la 33º de sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 117-8.
5) La correspondiente enmienda fue introducida en la edición de 1915; cf. AE, 7, págs. 170-1, n. 26.
6) Esto ya había sido insinuado por Freud en una nota de «Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia» (1911c), y fue retomado en «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág, 80.
7) En momentos de escribir esto, Freud tenía casi exactamente 56 años.
8)«Sin ira ni parciaIidad»; Tácito, Anales, I, 1.
9) Véase la sección C de «Apreciaciones generales sobre el ataque histérico» (1909a).
10) En una carta a Fliess del 22 de diciembre de 1897 (Freud, 1950a, Carta 79), AE, 1, pág. 314, Freud define la masturbación como la «adicción primordial», de la cual son sustitutos las adicciones posteriores (al alcohol, el tabaco, la morfina, etc.). En el curso de un párrafo bastante extenso dedicado a la masturbación en «La sexualidad en la etiología de las neurosis» (1898a), trabajo escrito poco después que esa carta, la compara también con las demás adicciones (AE, 3, pág, 268). Esta idea fue retomada por él mucho más tarde, al ocuparse de la afición al juego en «Dostoievski y el parricidio» ( 1928b), AE, 21, pág. 190.