lunes, 19 de enero de 2009

Nasio: EL DOLOR EN LA HISTERIA




Fragmentos del Texto de David Nasio. Edicion Digital de Paidós.


Ilustraciones inlcuídas por Jose Luis Gonzalez Fernandez



APERTURA

"¿A dónde se han ido las histéricas de antaño, esas mujeres maravillosas, las Anna O., las Dora...",[1] todas esas mujeres que son hoy las figuras matrices de nuestro psicoanálisis? Merced a su palabra, Freud, al escucharlas, descubrió una forma enteramente nueva de la relación humana. Pero la histeria de entonces no sólo hizo nacer el psicoanálisis sino que, sobre todo, marcó con un sello indeleble la teoría y la práctica psicoanalíticas de hoy. La manera de pensar de los psicoanalistas actuales y la técnica que aplican siguen siendo, a pesar de los cambios inevitables, un pensamiento y una técnica íntimamente ligados al tratamiento del sufrimiento histérico. El psicoanálisis y la histeria son hasta tal punto indisociables que rige sobre la terapéutica analítica un principio capital: para tratar y curar la histeria hay que crear artificialmente otra histeria. En definitiva, la cura analítica de toda neurosis no es otra cosa que la instalación artificial de una neurosis histérica y su resolución final. Si al término del análisis se supera esta nueva neurosis artificial creada enteramente por el paciente y su psicoanalista, habremos conseguido resolver también la neurosis inicial que dio motivo a la cura.
Así pues, los histéricos de antaño vivieron, y su sufrimiento presenta en nuestros días otros rostros, otras formas clínicas, tal vez más discretas, menos espectaculares que las de la antigua Salpétriére. El histérico de finales de siglo XIX y el histérico moderno viven cada cual a su manera un sufrimiento diferente; y sin embargo, no ha variado en lo esencial la explicación ofrecida por el psicoanálisis en cuanto a la causa de estos sufrimientos. Es verdad que desde sus comienzos la teoría psicoanalítica experimentó singulares cambios, pero su concepción del origen de la histeria continúa fundamentalmente intacta. Ahora bien, ¿qué origen es éste? ¿Cuál es la teoría freudiana de la causalidad psíquica de la histeria? O, para decirlo en términos más simples: ¿cómo se vuelve uno histérico? Y si esto sucede, ¿cómo se cura? He aquí las preguntas que nos formularemos en este libro.


[1] J. Lacan, "Propos sur lTiystérie", conferencia pronunciada en Bruselas en 1977, publicada en Quarto, ns 2, 1981


EL ROSTRO DE LA HISTERIA EN ANÁLISIS







Charcot en una demostración en la Salpetiere



Antes de proponer una respuesta para nuestros interrogantes iniciales, dibujemos el rostro clínico de la histeria moderna. Según el tipo de mirada que le dirijamos se nos aparecerá de dos maneras diferentes. Si la consideramos desde un ángulo descriptivo y partimos de los síntomas observables, la histeria se presenta como una entidad clínica definida; en cambio, si la encaramos desde un punto de vista relacional, concebiremos la histeria como un vínculo enfermo del neurótico con el otro y, particularmente en el caso de la cura, con ese otro que es el psicoanalista.

Si nos situamos primero en el puesto de un observador exterior, reconoceremos en la histeria una neurosis por lo general latente que, las más de las veces, estalla al producirse ciertos acontecimientos notorios en períodos críticos de la vida de un sujeto, como la adolescencia, por ejemplo. Esta neurosis se exterioriza en forma de trastornos diversos y a menudo pasajeros; los más clásicos son síntomas somáticos como las perturbaciones de la motricidad (contracturas musculares, dificultades en la marcha, parálisis de miembros, parálisis faciales...); los trastornos de la sensibilidad (dolores locales, jaquecas, anestesias en una región limitada del cuerpo...); y los trastornos sensoriales (ceguera, sordera, afonía...).

Hallamos también un conjunto de afecciones más específicas que van de los insomnios y los desmayos benignos a las aliteraciones de la conciencia, la memoria o la inteligencia (ausencias, amnesias, etc.), e incluso a estados graves de seudocoma. Todas estas manifestaciones que el histérico padece, y en particular los síntomas somáticos, se caracterizan por un signo absolutamente distintivo: son casi siempre transitorias, no resultan de ninguna causa orgánica y su localización corporal no obedece a ninguna ley de la anatomía o la fisiología del cuerpo. Más adelante veremos hasta qué punto, por el contrario, todos estos sufrimientos somáticos dependen de otra anatomía, eminentemente fantasmática, que actúa a espaldas del paciente.
Otro rasgo clínico de la histeria al que nos referiremos con frecuencia concierne también al cuerpo, pero entendido como cuerpo sexuado. En efecto, el cuerpo del histérico sufre de dividirse entre la parte genital, asombrosamente anestesiada y aquejada por intensas inhibiciones sexuales (eyaculación precoz, frigidez, impotencia, repugnancia sexual...), y todo el resto no genital del cuerpo, que se muestra, paradójicamente, muy erotizado y sometido a excitaciones sexuales permanentes.

Cambiemos ahora de puesto e instalémonos en el ángulo de mira relacional, aquel que adopta el psicoanalista cuando cumple su trabajo de escucha. Su concepción de la histeria se ha forjado no sólo a través de la enseñanza teórica de las obras de psicoanálisis, sino sobre todo merced a la experiencia de la transferencia con el analizando llamado histérico y, de modo más general, subrayémoslo bien, con el conjunto de sus pacientes. Sí, con el conjunto de sus pacientes, pues todos los pacientes que se encuentran en análisis atraviesan inevitablemente una fase de histerización al instalarse la neurosis de transferencia con el psicoanalista. Justamente, ¿qué hemos aprendido de la histeria con nuestros pacientes? Este libro aspira a ser una larga respuesta a esa pregunta; pero por el momento, quedémonos en lo siguiente: ¿qué rostro adopta la histeria en análisis?

Desde nuestro puesto transferencial, verificamos tres estados o incluso tres posiciones permanentes y duraderas del yo histérico. Más allá de la multiplicidad de acontecimientos que se suceden a lo largo de una cura, y sin perjuicio de las palabras, afectos y silencios, reconocemos efectivamente tres estados propios del yo que resumen por sí solos el rostro específico de la histeria en análisis. Un primer estado, por así decir, pasivo, donde el yo se encuentra en constante espera de recibir del Otro, no la satisfacción que colma, sino, curiosamente, la no respuesta que frustra. Esta espera defraudada, siempre difícil de manejar para el psicoanalista, conduce a la perpetua insatisfacción y al descontento de que tanto suele quejarse el neurótico. Primer estado, pues: el de un yo insatisfecho. Otra posición típicamente histérica observable en el análisis es también un estado del yo, pero un estado más bien activo de un yo que histeriza, es decir, que transforma la realidad concreta del espacio analítico en una realidad fantasmática de contenido sexual. Pronto vamos a determinar en qué consiste esa transformación y qué sentido habrá que otorgar a este calificativo de "sexual", pero ya podemos afirmar que el yo histérico erotiza el lugar de la cura. Segundo estado, pues: el de un yo histerizador. Existe además una tercera posición Subjetiva del histérico, caracterizada por la tristeza de su yo cuando debe afrontar por fin la única verdad de su ser: no saber si es un hombre o una mujer. Tercer estado, pues: el de un yo tristeza. Detengámonos un momento sobre cada uno de estos estados yoicos.

UN YO INSATISFECHO


Para el psicoanálisis, la histeria no es una enfermedad que afecte a un individuo, como se piensa, sino el estado enfermo de una relación humana en la que una persona es, en su fantasma, sometida a otra. La histeria es ante todo el nombre que damos al lazo y a los nudos que el neurótico teje en su relación con otro, sobre la base de sus fantasmas. Formulémoslo con claridad: el histérico, como cualquier sujeto neurótico, es aquel que, sin saberlo, impone al lazo afectivo con el otro la lógica enferma de su fantasma inconsciente. Un fantasma en el que él encarna el papel de víctima desdichada y constantemente insatisfecha. Precisamente este estado fantasmático de insatisfacción marca y domina toda la vida del neurótico.
         Ana O

Pero, ¿por qué concebir fantasmas y vivir en la insatisfacción, cuando en principio lo que buscamos alcanzar es la felicidad y el placer? La razón es clara: el histérico es, fundamentalmente, un ser de miedo que, para atenuar su angustia, no ha encontrado más recurso que sostener sin descanso, en sus fantasmas y en su vida, el penoso estado de la insatisfacción. Mientras esté insatisfecho, diría el histérico, me hallaré a resguardo del peligro que me acecha. Pero, ¿de qué peligro se trata? ¿De qué tiene miedo el histérico? ¿Qué teme? Un peligro esencial amenaza al histérico, un riesgo absoluto, puro, carente de imagen y de forma, más presentido que definido: el peligro de vivir la satisfacción de un goce máximo. Un goce de tal índole que, si lo viviera, lo volvería loco, lo disolvería o lo haría desaparecer. Poco importa que imagine este goce máximo como goce del incesto, sufrimiento de la muerte o dolor de agonía; y poco importa que imagine los riesgos de este peligro bajo la forma de la locura, de la disolución o del anonadamiento de su ser; el problema es evitar a toda costa cualquier experiencia capaz de evocar, de cerca o de lejos, un estado de plena y absoluta satisfacción. Por más que se trate de un estado imposible, el histérico lo presiente como una amenaza realizable, como el peligro supremo de ser arrebatado un día por el éxtasis y de gozar hasta la muerte última. En suma, el problema del histérico es ante todo su miedo, un miedo profundo y decisivo que en verdad él no siente jamás, pero que se ejerce en todos los niveles de su ser; un miedo concentrado en un único peligro: gozar. El miedo y la tenaz negativa a gozar ocupan el centro de la vida psíquica del neurótico histérico.

Ahora bien, para alejar esta amenaza de un goce maldito y temido, el histérico inventa inconscientemente un libreto fantasmático destinado a probarse a sí mismo y a probar al mundo que no hay más goce que el goce insatisfecho. Así pues, ¿cómo alimentar el descontento si no creando el fantasma de un monstruo, monstruo que nosotros llamamos el Otro, unas veces fuerte y supremo, otras débil y enfermo, siempre desmesurado para nuestras expectativas y siempre decepcionante? Cualquier intercambio con el Otro conduce inexorablemente a la insatisfacción. La realidad cotidiana del neurótico se modela, en consecuencia, según el molde del fantasma, y los seres cercanos a los que ama u odia desempeñan para él el papel de un Otro insatisfactorio.

El histérico trata a su semejante amado u odiado, y en particular a su partenaire psicoanalista, de la misma forma en que trata al Otro de su fantasma. ¿Que cómo se las arregla? Busca —¡y siempre encuentra!— aquellos puntos en que su semejante es fuerte y abusa de esta fuerza para humillarlo; y los puntos en que su semejante es débil y, por esta debilidad, despierta compasión. Con agudísima percepción, el histérico descubre en el otro la señal de una potencia humillante que lo hará desdichado, o de una impotencia conmovedora que le suscita piedad, pero a la que no podrá poner remedio. En síntesis, se trate del poder del otro o de la falla en el otro, con el Otro de su fantasma o con el otro de su realidad, lo que el yo histérico se empeñará en reencontrar como su mejor guardián, será siempre la insatisfacción. El mundo de la neurosis, poblado de pesadillas, obstáculos y conflictos, se convierte en la única muralla protectora contra el peligro absoluto del goce.


El histérico nunca percibe sus propios objetos internos o los objetos externos del mundo tal como se los percibe comúnmente, sino que él transforma la realidad material de estos objetos en realidad fantasmatizada: en una palabra: histeriza el mundo. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa histerizar?

Acabamos de ver que, para asegurarse un estado de insatisfacción, el histérico busca en el otro la potencia que lo somete o la impotencia que lo atrae y lo decepciona. Dotado de una aguda sensibilidad perceptiva, detecta en el otro la mínima falla, el mínimo signo de debilidad, el más pequeño indicio revelador de su deseo. Pero, a semejanza de un ojo penetrante que no se conforma con horadar y traspasar la apariencia del otro para encontrar en él un punto de fuerza o una fisura, el histérico inventa y crea lo que percibe. El instala en el cuerpo del otro un cuerpo nuevo, tan libidinalmente intenso y fantasmático como lo es su propio cuerpo histérico. Pues el cuerpo del histérico no es su cuerpo real, sino un cuerpo sensación pura, abierto hacia afuera como un animal vivo, como una suerte de ameba extremadamente voraz que se estira hacia el otro, lo toca, despierta en él una sensación intensa y de ella se alimenta. Histerizar es hacer que nazca en el cuerpo del otro un foco ardiente de libido.

Modifiquemos ahora nuestro lenguaje y definamos de un modo más preciso el concepto de histerización. ¿Qué es histerizar? Histerizar es erotizar una expresión humana, la que fuere, aun cuando por sí misma, en lo íntimo, no sea de naturaleza sexual. Esto es exactamente lo que hace el histérico: con la máxima inocencia, sin saber, él sexualiza lo que no es sexual; por el filtro de sus fantasmas de contenido sexual —y de los que no tiene necesariamente conciencia—. el histérico se apropia de todos los gestos, todas las palabras o todos los silencios que percibe en el otro o que el mismo dirige al otro.

A esta altura debemos hacer una precisión que se tendrá en cuenta cada vez que utilicemos en este libro la palabra "sexual". ¿De qué sexualidad se trata cuando pensamos en la histeria? ¿Cuál es el contenido de esos fantasmas? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que el histérico sexualiza? Empecemos por aclarar que el contenido sexual de los fantasmas histéricos no es nunca vulgar ni pornográfico, sino una evocación, muy lejana y transfigurada, de movimientos sexuales. Se trata, estrictamente hablando, de fantasmas sensuales y no sexuales, en los que un mínimo elemento anodino puede obrar, como disparador de un orgasmo autoerótico.

Debemos comprender, en efecto, que la sexualidad histérica no es en absoluto una sexualidad genital sino un simulacro de sexualidad, una seudogenitalidad más cercana a los tocamientos masturbatorios y los juegos sexuales infantiles que a un intento real de concretar una verdadera relación sexual. Para el histérico, sexualizar lo que no es sexual significa transformar el objeto más anodino en signo evocador y prometedor de una eventual relación sexual. El histérico es un creador notable de signos sexuales que rara vez van seguidos del acto sexual que anuncian. Su único goce, goce masturbatorio, consiste en producir estos signos que le hacen creer y hacen creer al otro que su verdadero deseo es internarse en el camino de un acto sexual consumado. Y sin embargo, si existe un deseo en el que el histérico se empeñe, es el de que tal acto fracase; para ser más exactos, el histérico se empeña en el deseo inconsciente de la no realización del acto y, por consiguiente, en el deseo de permanecer como un ser insatisfecho.

El marco habitual del análisis, el diván, el ritual de las sesiones o el tono particular de la voz del psicoanalista, así como el vínculo transferencial. constituyen condiciones de las más favorables para que se instale este estado activo de histerización. La palabra del analizando, hombre o mujer —se lo diagnostique o no como "histérico"—, en determinado momento de la sesión puede cargarse de un sentido sexual, suscitar una imagen fantasmática y provocar efectos erógenos en el cuerpo, sea el cuerpo del psicoanalista o el del propio analizando.

El relato de una analizanda nos permitirá ilustrar la forma en que un elemento anodino de la realidad puede ser transformado en signo erótico.

Ejemplo de histerizacion: "Cuando al llegar oigo el toque de la puerta principal del edificio, cuando usted me abre pulsando el botón del portero automático, siento que su dedo pulsa mi piel a la altura de los brazos. Y en ese momento me río de mí misma. A decir verdad, sólo me reí la primera vez que me pasó; ahora no me río más, mis sensaciones me absorben. Cada vez que estoy atenta al más ligero movimiento de otro, lo recibo en la piel, lo siento, siento un calor en el cuello o en el corazón. Siento incluso como una excitación cuando oigo el simple ruido de la respiración de un hombre junto a mí. En ese momento algo llega directamente al cuerpo, sin ninguna barrera. Ante los menores ruidos que usted hace, siento inmediatamente una sensación de placer en la piel. Soy muy sensible a sus movimientos, que resuenan en mi piel. Imagino lo que sucede en usted como si yo fuera su propia piel, envolviéndolo. Siento sus movimientos en mi piel porque yo soy su piel." Después de un silencio, añade:

"Pensar esto y decírselo me tranquiliza, y me da un límite. El razonamiento mismo es el límite."
Vayamos ahora al tercer estado del yo histérico, el yo tristeza.



Es de imaginar hasta qué punto el yo histérico, para histerizar la realidad, debe ser maleable y capaz de estirarse sin discontinuidad desde el punto más intimo de su ser hasta el borde más exterior del mundo, y cuán incierta se torna entonces la frontera que separa los objetos internos de los objetos externos. Pero esta singular plasticidad del yo ínstala al histérico en una realidad confusa, medio real, medio fantaseada, donde se emprende el juego cruel y doloroso de las identificaciones múltiples y contradictorias con diversos personajes, y ello al precio de permanecer ajeno a su propia identidad de ser y, en particular, a su identidad de ser sexuado. Así pues, el histérico puede identificarse con el hombre, con la mujer, o incluso con el punto de fractura de una pareja, es decir que puede encarnar hasta la insatisfacción que aflige a ésta. Es muy frecuente comprobar la asombrosa soltura con que el sujeto adopta tanto el papel del hombre como el de la mujer, pero sobre todo el papel del tercer personaje que da lugar al conflicto o, por el contrario, gracias al cual el conflicto se resuelve. El histérico. desatando el conflicto o despejándolo, sea hombre o mujer, ocupará invariablemente el papel de excluido. Precisamente, lo que explica la tristeza que suele agobiar a los histéricos es el hecho de verse relegados a este lugar de excluidos. Los histéricos crean una situación conflictiva, escenifican dramas, se entrometen en conflictos y luego, una vez que ha caído el telón, se dan cuenta, en el dolor de su soledad, de que todo no era más que un juego en el que ellos fueron la parte excluida. En estos momentos de tristeza y depresión tan característicos descubrimos la identificación del histérico con el sufrimiento de la insatisfacción: el sujeto histérico ya no es un hombre, ya no es una mujer, ahora es dolor de insatisfacción. Y, en medio de este dolor, queda en la imposibilidad de decirse hombre o de decirse mujer, de decir, simplemente, la identidad de su sexo. La tristeza del yo histérico responde al vacío y a la incertidumbre de su identidad sexuada.

En suma, el rostro de la histeria es una cura de análisis y. fuera de ésta, en cualquier relación con el otro, se presenta como un lazo insatisfactorio, erotizador y triste, enteramente polarizado alrededor de la tenaz negativa a gozar.

Es oportuno precisar ahora que esta tenaz negativa a gozar aparece igualmente en los fundamentos de esas otras neurosis que son la obsesión y la fobia, pero adoptando entonces modalidades bien específicas. ¿Cuáles son las modalidades obsesiva y fóbica de la negativa que el neurótico opone al goce? Y, comparativamente, ¿cuál es la modalidad específica de la negativa histérica? De esto vamos a tratar a continuación.


Para situar a la histeria dentro del amplio marco de las neurosis e indicar su especificidad al lado de los otros dos grandes tipos clínicos, preguntémonos qué es la neurosis en general. La respuesta ya está clara: la neurosis es una inapropiada que, sin saber, empleamos para oponernos a un goce inconsciente y peligroso. Si caemos enfermos, neuróticamente porque nos obcecamos en procurar defendernos de un goce doloroso. Y, al hacerlo, nos defendemos mal. Nos defendemos mal porque, para aplacar lo intolerable de un dolor, no tuvimos otro recurso que transformarlo en sufrimiento neurótico (síntomas). Finalmente, lo único que conseguimos es sustituir un goce inconsciente, peligroso e irreductible, por un sufrimiento consciente, soportable y en última instancia reductible. Las tres neurosis clásicas pueden definirse, pues, según el modo particular que tiene el yo de defenderse. Existen tres maneras —insisto, malas maneras— de luchar contra el goce intolerable y, por consiguiente, tres modos distintos de vivir la propia neurosis.

Sufrir neuróticamente de modo obsesivo es sufrir conscientemente en el pensamiento, o sea desplazar el goce inconsciente e intolerable hacia el sufrimiento del pensar.
Sufrir de modo fóbico es sufrir conscientemente el mundo que nos rodea, o sea proyectar hacia afuera, al mundo exterior, el goce inconsciente e intolerable y cristalizarlo en un elemento del medio externo, transformado ahora en el objeto amenazador de la fobia.
Por último, sufrir de modo histérico es sufrir conscientemente en el cuerpo, o sea convertir -el goce inconsciente e intolerable en sufrimiento corporal.

En una palabra, el goce intolerable se convierte en trastornos del cuerpo en el caso de la histeria, se desplaza como alteración del pensamiento en la obsesión, y se expulsa, para retornar de inmediato como peligro exterior, en la fobia.

Efectuemos una última observación, apoyada en una esclarecedora frase de Freud: "Nuestra terminología de las neurosis no es aplicable a lo reprimido [goce intolerable], que ya no podemos calificar de histérico ni de obsesivo ni de paranoico." Vemos fácilmente que los calificativos de histérico, obsesivo o fóbico no se aplican a la cosa inconsciente y reprimida, sino a los modos de defensa utilizados por el yo. La neurosis es una cuestión de defensa y no un asunto del objeto contra el que la defensa actúa. Acudiendo de nuevo a nuestra terminología, podemos concluir afirmando que no hay goce neurótico, obsesivo o de cualquier otra índole: no hay sino modalidades neuróticas del yo para defenderse.



Volvamos ahora a nuestras preguntas iniciales: ¿cómo se hace uno histérico?, ¿cuál es la causa de las manifestaciones histéricas? ¿Cuál es el mecanismo por el que se forma un síntoma histérico? Según la primera teoría freudiana, la neurosis histérica, como además cualquier neurosis, es provocada por la acción patógena de una representación psíquica, de una idea parásita no consciente y fuertemente cargada de afecto. Recordemos que, a finales del siglo XIX , bajo el impulso de Charcot y Janet, quedó establecida y relativamente bien admitida la tesis que hacía de la histeria una "enfermedad por representación". También Freud tomó esta senda, pero pronto se apartó de ella introduciendo una serie de modificaciones; la más decisiva fue considerar la idea parásita, generadora del síntoma histérico, como una idea de contenido esencialmente sexual. Pero, ¿qué es esto de idea sexual? ¿Cómo es posible que una idea inconsciente y sexual baste para provocar una afonía, por ejemplo, una bulimia o hasta una frigidez? Para responder, seguiremos paso a paso el trayecto que se inicia con la aparición de esta representación sexual inconsciente y que culmina con la aparición de un síntoma histérico en el paciente.

En los inicios de su obra, Freud está persuadido —después cambiará de opinión— de que el enfermo histérico sufrió en su infancia una experiencia traumática. El niño, tomado de improviso, fue víctima impotente de una seducción sexual proveniente de un adulto. La violencia de este acontecimiento reside en la irrupción intempestiva de una efusión sexual excesiva, que inunda al niño y de la que no tiene la menor conciencia. El niño, ser inmaduro, queda petrificado, sin voz: no ha tenido tiempo para comprender lo que le sucede ni para experimentar la angustia que. si una efusión tan brutal se hubiese hecho consciente, se habría apoderado de él. La violencia del trauma consiste en el surgimiento de una demasía de afecto sexual, no sentido en la conciencia sino recibido inconscientemente. Trauma quiere decir demasiado afecto inconsciente en ausencia de la angustia necesaria que, al producirse el incidente, hubiese permitido al yo del niño amortiguar y soportar la tensión excesiva. Si hubo trauma, fue precisamente porque la angustia —que debió haber surgido— faltó. De ahí en más, se instala en el inconsciente del niño un exceso de tensión inasimilable y errabunda que no llega a descargarse en una llamada de socorro, por ejemplo o en la acción motriz de la fuga. Esta demasía del afecto subsistirá en el yo a la manera de un quiste, y pasará a constituir el foco mórbido generador de los futuros síntomas histéricos. La excitación brutal provocada por el acto seductor del adulto introdujo en el seno del yo una energía que, transferida de lo exterior a lo interior, se encierra aquí en forma de una intensa tensión sexual a la deriva. Podemos reconocer en semejante exceso de afecto sexual el equivalente de un orgasmo inconsciente en un ser inmaduro. De este modo, comprendemos que el trauma ya no es un acontecimiento exterior sino un violento desarreglo interno, situado en el yo.

Sin embargo, hay otro aspecto más del trauma que debemos destacar. El trauma psíquico no es solamente un exceso de tensión errante; es también una imagen sobre-activada por la acumulación de este exceso de energía sexual. La huella psíquica del trauma, que ahora llamaremos "representación intolerable", comprende, pues, dos elementos inconscientes: una sobrecarga de afecto y una imagen sobreactivada. Acabamos de ver cómo surge la carga sexual: preguntémonos ahora cómo surge la imagen. Para esto, hay que entender primero que el yo del niño, futuro histérico, sobre el que recaerá el impacto traumático de la seducción, es una superficie psíquica compuesta de diferentes imágenes corporales que se organizan como un cuerpo imaginario, verdadera caricatura del cuerpo anatómico. Así pues, el yo histérico es un cuerpo formado a la manera de un traje de arlequín, donde cada rombo corresponde a la imagen deformada de un órgano particular, de un miembro, de un orificio o de cualquier otra parte anatómica. En el momento del trauma, el impacto de la seducción suelta uno de estos rombos, toca puntualmente una de estas imágenes, precisamente la que corresponde a la parte corporal puesta en juego en el accidente traumático. El excedente de tensión psíquica se concentra entonces en esta imagen, y la inviste en tal medida que ésta se desolidariza de las demás imágenes del cuerpo imaginario o, lo que es equivalente, se desolidariza del yo histérico. Precisamente, lo que dimos en llamar representación inconsciente o idea parásita cuando calificamos a la histeria de "enfermedad por representación", es esta misma imagen inconsciente, desconectada del cuerpo imaginario (el yo), remitiendo a la parte del cuerpo que estuvo en juego en la escena traumática y altamente investida por una carga sexual. Un detalle, una postura del cuerpo del adulto seductor o del cuerpo del niño seducido, un olor, una luz, un ruido..., todas estas formas pueden constituir el contenido imaginario de la representación inscrita en lo inconsciente y sobre la cual va a fijarse el exceso del afecto sexual.

Quisiera insistir más sobre el elemento esencial del trauma. Lo que hay que tener presente es esto: el trauma que el niño sufre no es la agresión exterior, sino la huella psíquica que queda de la agresión; lo importante no es la naturaleza del impacto, sino la señal que deja, impresa sobre la superficie del yo. Esta señal, esta imagen altamente investida de afecto, aislada, penosa para el yo, debe ser considerada la fuente del síntoma histérico e incluso, generalizando, la fuente de cualquier síntoma neurótico, sea el que fuere.

El trauma se ha desplazado. Empezamos mencionando un incidente traumático exterior al niño, y ahora nos hallamos con la misma violencia de la efracción enclavada en el interior del yo en forma de una representación inconsciente, sobrecargada de energía sexual y fuente de un dolor intolerable para el yo. Lo recalcamos: la causa de la histeria no es un accidente mecánico exterior y fechable en la historia del paciente, sino la huella psíquica sobre-investida de afecto; lo que opera no es el hecho de la seducción, sino la representación psíquica que es su huella viva.



Se nos impone ahora una nueva pregunta: ¿qué destino tendrá la sobrecarga que inviste a la representación errante? ¿Cómo hará el yo para desprenderse de ella? Y sobre todo, ¿por qué decimos que la representación sobrecargada es la fuente mórbida de los trastornos histéricos? Es decisivo responder a estas preguntas para comprender una de las grandes tesis freudianas de la etiología de la histeria. Según Freud, la neurosis histérica es provocada por la torpeza con que el yo pretende neutralizar ese parásito interno que es la representación sexual intolerable. Es curioso observar que la representación intolerable adquiere paradójicamente su verdadero poder patógeno cuando se ve atacada por un yo recalcitrante a ella. Esta representación ya había sido aislada por el peso de su sobrecarga, y el yo va a acentuar su aislamiento hasta llevar la tensión al paroxismo. Cuanto más ataca el yo a la representación, más la aisla. Ahora bien, este sobresalto defensivo del yo es exactamente lo que Freud llama "represión". Tanto insistió Freud en la noción de represión, que solemos olvidar lo siguiente: "reprimir" quiere decir, ante todo, "aislar". Lo que hace a la representación radicalmente intolerable es el hecho de haber quedado fundamentalmente separada de las otras representaciones organizadas de la vida psíquica; y precisamente esto hace que conserve, en el seno del yo, una actividad patógena inextinguible. Mientras esta representación penosa permanezca apartada —es decir, reprimida—, el yo conservará en sí un traumatismo psíquico interno y larvado.

Insisto: lo que enferma a un histérico no es tanto la huella psíquica del trauma como el hecho de que esta huella, bajo la presión de la represión, esté sobrecargada de una demasía de afecto que en vano quisiera fluir. La razón esencial de la histeria es, por lo tanto, el conflicto entre una representación portadora de un exceso de afecto, por un lado, y, por el otro, una defensa desafortunada —la represión— que hace aún más virulenta la representación. La represión, cuanto más se ensaña con la representación, más la aisla y más peligrosa la vuelve. Así, el yo se extenúa y se debilita en un vano combate que genera el efecto inverso al fin perseguido. La represión es una defensa hasta tal punto inadecuada, que bien podemos juzgarla tan malsana para el yo como la representación patógena a la que pretende neutralizar.

Fue tan decisivo para Freud el papel de la defensa en la etiología de la histeria, que llamó a ésta "histeria de defensa'' (pudimos haber dicho también "histeria de represión"). A continuación, veremos que Freud no se conformará, y propondrá una denominación nueva: "histeria de conversión".



Nos hallamos, pues, en presencia de un conflicto en el seno del yo entre, por un lado, una representación sobrecargada que intenta liberar su exceso de energía, y, por el otro, la presión constante de la represión, la cual, aislando a la representación, le impide dejar fluir su sobrecarga. ¿De qué modo se resolverá este conflicto? No habrá, de hecho, ninguna solución radical, es decir que no habrá flujo liberador sino únicamente soluciones de compromiso, consistentes todas ellas en la investidura de otras representaciones menos peligrosas que la representación intolerable. Se trata, pues, de un desplazamiento de energía; para ser más exactos, deberíamos decir que se trata de una transformación de la energía de un estado primero en un estado segundo. Con el fin de poner fuera de juego a la represión, el exceso de energía pasa de su estado primero —sobrecarga de una representación intolerable— a ese otro estado de carga que es el sufrimiento corporal. La carga se transforma, pues, pero no por ello deja de ser un exceso de energía generador de mórbidos efectos.

Ahora bien, este conflicto "sobrecarga/represión", que hemos destacado en nuestro afán de comprender el mecanismo de la histeria, en realidad constituye el fundamento de todas las neurosis. La especificidad de cada tipo de neurosis, obsesión, fobia e histeria, dependerá de la modalidad que adopte el desenlace final del conflicto. Tendremos una neurosis diferente según el tipo de representación que la sobrecarga acabe por investir tras abandonar la representación intolerable. Expliquémonos. El desenlace del conflicto se decide, de acuerdo con el esquema de transformación de la energía, en dos estados distintos. Tenemos siempre la sobrecarga energética en su naturaleza de exceso, pero esta sobrecarga adopta dos estados diferentes? y sucesivos: el estado primero corresponde al momento en que ella inviste a la representación intolerable "escena traumática"; y el estado segundo corresponde al momento en que inviste a una representación cualquiera perteneciente al pensamiento (obsesión), al mundo exterior (fobia) o al cuerpo (histeria). Así pues, la sobrecarga, conservando siempre su naturaleza de exceso, puede movilizarse sorteando de tres maneras posibles la represión; o. si se quiere, provocando tres reveses de la represión que a la larga serán tres malas soluciones, pues cada una de ellas dará lugar a un síntoma neurótico causante de sufrimiento.

Obsesión
El primer desenlace posible consiste en un 'desplazamiento de la carga, que abandona la representación penosa, se instala en el pensamiento y sobreinviste una idea consciente que ha pasado a invadir la vida del neurótico. Reconocemos aquí el mecanismo de formación de la idea fija obsesiva.


Fobia
El segundo desenlace corresponde al caso de la neurosis fóbica. La carga abandona igualmente la representación pero, en vez de instalarse de inmediato en un elemento del pensamiento, como sucede en la obsesión, en Un primer momento queda libre en el yo, desconectada, a la expectativa. La carga disponible y flotante se proyecta luego al mundo exterior y se fija en un elemento definido (la muchedumbre, un animal, un espacio cerrado, un túnel, etc.). convertido ahora en el objeto que el fóbico debe rehuir para evitar que aparezca la angustia.



Conversión
El tercer desenlace de la lucha con la represión, el que aquí nos interesa, consiste en la transformación de la carga sexual excesiva en influjo nervioso igualmente excesivo que, actuando como excitante o como inhibidor, provoca un sufrimiento somático. Así pues, la conversión se define, desde el punto de vista económico, como la transformación de un exceso constante de energía que pasa del estado psíquico al estado somático.. Este salto de lo psíquico a lo somático, que es aún hoy un interrogante abierto,[1] podría describirse así: la sobrecarga energética se suelta del collar de la representación intolerable, conserva su naturaleza de exceso y resurge transformada en sufrimiento corporal, sea en forma de hipersensibilidad dolorosa o, por el contrario, en forma de inhibición sensorial o motriz. Puesto que en el paso de lo psíquico a lo físico el exceso de energía permanece constante —es decir, siempre desmedido—, podemos admitir que el sufrimiento de un síntoma somático es una energía equivalente a la energía de excitación del trauma inicial o, para ser más exactos, a aquel exceso de afecto sexual que comparábamos con un orgasmo.

Esta permanencia de un mismo exceso de energía justificaría la impresión del psicoanalista cuando, ante manifestaciones somáticas de carácter histérico, acaba reconociendo en ellas la expresión sustitutiva de un orgasmo sexual. Para ser más precisos, de un orgasmo obtenido por masturbación, pues no olvidemos que la sexualidad del histérico es esencialmente una sexualidad infantil. Una repentina mancha roja en el cuello de un paciente histérico al final de una sesión puede ser considerada, desde el punto de vista psicoanalítico, como el equivalente cutáneo de un orgasmo. Vómitos atípicos, enuresis en un niño, una crisis de llanto, una afonía o una parálisis histérica de la marcha constituirán, en definitiva, la manera irregular y neurótica de que se vale el histérico para vivir su sexualidad infantil. Así pues, los síntomas de conversión han de ser tenidos por equivalentes corporales de satisfacciones masturbatorias infantiles.

En consecuencia, de los tres fracasos de la represión fracaso por desplazamiento de la sobrecarga de una representación a una idea en la neurosis obsesiva, fracaso por proyección de la sobrecarga del interior psíquico al mundo exterior en la neurosis fóbica, y fracaso por conversión de la sobrecarga en el síntoma somático, este ultimo constituye el mecanismo específico de la histeria. De aquí en más, Freud sustituirá la antigua denominación de "histeria de defensa" por la expresión "histeria de conversión".



Ya quedó entendido que para desbaratar y sortear la presión de la represión, la sobrecarga tuvo que hallar esa salida conversiva en lo corporal e investir un órgano preciso. Ahora bien, ¿en qué forma se elige este órgano? ¿Cómo se explica que la carga irrumpa en una determinada zona corporal y no en otra? Precisamente, la región somática afectada por el síntoma de conversión corresponde a aquella parte del cuerpo alcanzada antaño por el trauma, y que pasó a constituir asi una imagen determinada. En la conversión, la carga energética abandona la imagen inconsciente para ir a "energizar" el órgano cuyo reflejo es esta imagen. La elección del asiento somático de la conversión se explica entonces, esquemáticamente, por la secuencia siguiente: parte del cuerpo percibida en la escena traumática (por ejemplo, el brazo) —> imagen inconsciente de un brazo —> parálisis conversiva del brazo. Por supuesto, estos tres estados sucesivos del cuerpo —cuerpo percibido, cuerpo en imagen y cuerpo sufriente— no siempre se refieren al cuerpo de una misma persona. La zona corporal percibida en ocasión del trauma puede pertenecer tanto al cuerpo del niño como del adulto seductor, y hasta al de un testigo de la escena. Pues lo importante no es saber a quién pertenece el cuerpo, sino qué parte del cuerpo percibió el niño más intensamente en el momento del trauma, es decir, con más pregnancia. Por ejemplo, si durante la escena traumática de seducción (deseo) se escuchan los gritos indignados de un testigo —pongamos por caso, una madre horrorizada que sorprende al padrastro tocando el cuerpo de su hija—, (novela familiar o fantasía) entonces el síntoma somático de conversión adoptará la forma de una inhibición en la voz (afonía) que años después afectará a la hija, convertida en mujer histérica. Los gritos de la madre, percibidos e inscritos en el inconsciente de la niña, resurgirán ulteriormente en ésta como pérdida de su propia voz. El histérico actualiza en su cuerpo (afonía) la señal psíquica impresa por el cuerpo del otro (gritos de la madre). (Nota: Evidentemente, desde la teoría traumática de Freud el ejemplo que Nasio expone es apropiado, sin embargo, ante la aparición de la fantasía y el deseo, Freud transforma sus conceptualizaciones y habría que decir lo expuesto entre paréntesis y en rojo. JLGF)
Si resumimos los dos aspectos esenciales de la conversión, que acabamos de examinar, la constancia del exceso de energía al pasar del estado sexual-psíquico al estado de sufrimiento somático, y la persistencia de una zona del cuerpo al pasar del estado de imagen inconsciente al estado de órgano conversivo, comprenderemos hasta qué punto la solución conversiva es una solución mala e inapropiada. La energía cambió sin duda de sistema, pero el sujeto sigue sufriendo porque el motivo de su sufrimiento no ha variado. Sea en el plano psíquico o en el plano del cuerpo, el sujeto sufre de estar habitado por un exceso inasimilable e irreductible. La conversión es una mala solución porque no resuelve la dificultad principal causante de la histeria, a saber: el encierro del exceso de carga energética en un elemento aislado y desconectado del conjunto, tanto se trate de una representación psíquica como de una zona corporal conversiva. La salida conversiva es, en efecto, una mala solución, porque el problema de la incompatibilidad permanece intacto: lo que antes fue incompatibilidad de la representación con el conjunto de representaciones constitutivas del yo del histérico, es ahora incompatibilidad de un sufrimiento somático que no obedece a las leyes del cuerpo real.

Pero surge de inmediato este interrogante: si la conversión no es la buena solución, ¿habría una manera más adecuada de tratar el exceso?, ¿una solución que no fuese este cambio de estado en el que, como hemos visto, el exceso sigue siendo un exceso? Sí, empezar de nuevo y distribuir este exceso en una multiplicidad de representaciones, colectivizar el exceso; en síntesis: diseminarlo y, de este modo, desactivarlo. Pero, ¿de qué manera? Este es el punto en que debemos introducir la escucha del psicoanalista, considerada justamente como una diseminación del exceso y como una vía posible para curar al sujeto de lo inconciliable.


Porque alguien me escucha v quiere descubrir el enigma de los malestares de mi cuerpo, estos malestares cobraran un sentido en mi historia: tal vez así podrán desaparecer alguna vez.
Puesto que la conversión —decíamos— no es la buena solución, ¿cómo tratar el exceso y curar al histérico de lo inconciliable que lo parásita? Partimos de la hipótesis siguiente: la escucha y la interpretación del psicoanalista funcionan como yo simbólico, es decir, como conjunto de representaciones. Se trata de un yo capaz de acoger la representación inconciliable que el yo histérico reprime y de neutralizar así la sobrecarga mórbida, distribuyéndola entre el conjunto de sus propias representaciones. La escucha del analista íntegra y disipa lo que el histérico reprime y concentra. De este modo, el sujeto se cura de lo inconciliable y el síntoma de conversión podrá desaparecer. Estamos formulando estrictamente, en los términos del vocabulario energético, aquel principio general según el cual un síntoma conversivo se desvanece si cobra el valor simbólico que la escucha y la interpretación del psicoanalista le confieren. Que un síntoma cobre un valor simbólico y tenga la posibilidad de desaparecer, significa que la representación inconciliable a la que este síntoma había venido a sustituir pudo ser integrada en el sistema de representaciones de la escucha analítica, y que su sobrecarga pudo ser diseminada. Estamos formulando lo mismo mediante dos expresiones diferentes, una energética y otra simbólica. Decir que la representación inconciliable se integra en el seno del yo de la escucha equivale a decir que la escucha del analista otorga un sentido simbólico al síntoma conversivo y lo hace desaparecer. La escucha analítica actúa, pues, tanto en el registro energético como en el simbólico.

Ahora bien, como es evidente, para que un síntoma conversivo adquiera significación simbólica y desaparezca, tendrá que cumplirse una única condición: que sea dicho por el paciente y recogido por una escucha, no una escucha que revele un sentido oculto y ya existente, sino una escucha generadora de un sentido nuevo. Pero, ¿cómo admitir que la escucha silenciosa de un analista, aparentemente pasiva, es capaz de engendrar sentido por sí sola? ¿Y cómo admitir que el engendramiento de este sentido hace desaparecer el síntoma? Una escucha tendrá efectivamente el poder de engendrar un sentido nuevo si es la escucha de un psicoanalista habitado por un deseo en hueco, preparado para recibir el impacto de un dicho sintomático. Entendámonos: para que el síntoma conversivo cobre sentido, no basta con que el paciente lo nombre y hable de él a otro. Aún es preciso que la escucha que recibe este decir sea una escucha transferencial, esto es, la escucha de un terapeuta que desea entrar en la psique del paciente hasta el punto de encarnar en ella el exceso irreductible, de constituirse en ella como el núcleo del sufrimiento. Si lo consigue, es decir, si su deseo de analista está presente, identificado - con la causa del sufrimiento sufrimiento, entonces el psicoanalista será llevado a decir la interpretación o a hacerla surgir indirectamente en la palabra del analizando. Para que el analista sea llevado a decir la interpretación, habrá hecho falta, ante todo, que se identifique con el exceso inasimilable, esto es, que pase a ser la energía misma. Para encontrar la buena interpretación no hay ninguna necesidad de buscarla en los libros ni en el trabajo del pensamiento; surgirá de improviso si el analista supo colocarse antes en el centro del foco psíquico del exceso. Identifíquense con el núcleo del sufrimiento y la interpretación brotará: y, cuando aparezca, se ofrecerá como un sustituto de la representación intolerable, radicalmente distinto de ese otro sustituto que era el síntoma de conversión.

Antes de la escucha, la representación inconciliable era dicha por el síntoma a través de la conversión, y esto hacía sufrir; con la escucha, la misma representación es dicha por la interpretación y esto disipa el sufrimiento. ¿Por qué? Porque el analista, al decir la representación inconciliable a través de la interpretación, logra que el exceso que pesaba sobre la representación se disemine entre la familia de representaciones que la escucha analítica encarna (yo simbólico). Al yo del histérico extenuado y enfermo por querer reprimir en vano, le inserto como psicoanalista mi deseo de ser el sufrimiento del síntoma: y, gracias a la interpretación, vuelvo conciliable la representación hasta entonces inconciliable. De este modo el síntoma se hará compatible con el resto del cuerpo, es decir, será llevado a desaparecer. Con mi escucha, o sea con mi inconsciente, acepto integrar lo que el yo histérico rechaza. Es suficiente este deseo del analista, aun silencioso y tácito, para que la escucha vivifique al síntoma con un valor simbólico y, en consecuencia..., lo haga desaparecer. Sí, la escucha da un sentido y el sentido mata al síntoma, porque lo "ordinariza", lo trivializa y le hace ocupar un lugar entre otros acontecimientos en la constelación de acontecimientos de la vida psíquica del sujeto. Mientras no ha sido escuchado, el síntoma sigue siendo la espina que, por inasimilable, hace sufrir; pero fue preciso que la escucha lo tornara significante para que el sufrimiento menguase y el síntoma se disolviera.

En resumen, es como si la escucha del psicoanalista funcionara como una familia de representaciones que da acogida a la representación inconciliable, hasta entonces reprimida por el yo histérico. El exceso de sobrecarga se reparte así entre los diferentes miembros de esa familia auxiliar que es el yo simbólico haciendo las veces de escucha. La resolución del exceso de afecto se cumple, pues, gracias a la dispersión y disipación de la energía entre las representaciones de este conjunto que es el yo de la escucha. Por fin, liberada de la sobrecarga y homologada con otras representaciones hermanas, la representación antaño inconciliable y ahora apaciguada podrá volver a integrarse en el yo que la había repelido. La escucha analítica obraría, pues, como relevo, a través del cual la representación inconciliable se torna conciliable; relevo entre un yo enfermo que reprime y un yo nuevo, antaño histérico, que en lo sucesivo acepta. Estructuralmente hablando, el conjunto de representaciones que reprime —llamado yo histérico—, el conjunto de representaciones que acoge —llamado yo simbólico, es decir, la escucha psicoanalítica— y el conjunto de representaciones de un yo nuevo que ahora acepta, constituyen, dentro del marco de la transferencia, tres conjuntos que se superponen. Estos conjuntos se fundan en una sola y misma estructura llamada lo inconsciente, un inconsciente que no pertenece ni a uno ni a otro de los partenaires analíticos.



El interés del que estudia la histeria no tarda en apartarse de los síntomas para dirigirse a los fantasmas que los producen.
S.Freud

Antes de continuar, preguntémonos lo siguiente: esta teoría que acabamos de exponer y que se basaba en nuestra lectura de las primeras formulaciones de Freud, ¿mantiene su actualidad? ¿Sigue siéndonos útil en el trabajo con nuestros pacientes? Cuando un psicoanalista se encuentra hoy ante un síntoma histérico de conversión un problema somático como los que suelen presentarse en el curso del análisis: crisis de urticaria, por ejemplo, o vértigos en el niño—, ¿piensa este psicoanalista en los términos que acabamos de emplear? Respondo, sin vacilar, por la afirmativa. A nuestro juicio, la teoría de la conversión, según la hemos interpretado, sigue siendo extremadamente actual. Más actual todavía si tenemos en cuenta la modificación que Freud le introdujo en 1900: el origen de la histeria es un fantasma inconsciente,(fantasía) no una representación. Y lo que se convierte es una angustia fantasmática, no una sobrecarga de la representación.

Freud considera que. para explicar la aparición de un síntoma de conversión, ya no es necesario descubrir un acontecimiento traumático real en la historia del paciente. La representación penosa no necesita surgir de una remota seducción sexual cometida por un adulto. Ahora basta pensar en nuestra infancia, imaginar el desarrollo de nuestro cuerpo pulsional, y comprender que cada experiencia vivida en nuestra niñez, en el nivel de las diferentes zonas erógenas —boca, ano, músculos, piel, ojos— tiene el exacto valor de un trauma. A lo largo de su maduración sexual, el yo infantil mismo, sin tener que padecer una experiencia traumática real desencadenada por un agente exterior, es el asiento natural de la eclosión espontánea y violenta de una tensión excesiva llamada deseo.

¿Pero dónde localizar entonces, en la evolución normal de nuestro cuerpo libidinal, esa eclosión espontánea de un trauma producido sin intervención exterior? Para Freud —y en el presente para nosotros— el vocablo trauma ya no se refiere esencialmente a la idea de un acontecimiento exterior, sino que designa un acontecimiento psíquico cargado de afecto, verdadero microtrauma local, centrado en torno a una región erógena del cuerpo y consistente en la ficción de una escena traumática que el psicoanálisis llama fantasma. Que el fantasma sea un trauma no quiere decir, por supuesto, que todos los traumas sean fantasmas. En la vida cotidiana del niño pueden producirse choques traumáticos reales provocados por agentes exteriores; estos choques existen y son frecuente motivo de consulta en psicoanálisis de niños. En este caso, el afecto provocado por el trauma real es un sentimiento de pavor que, sin ser reprimido, quedará inscrito no obstante, de una u otra manera, en la vida fantasmática de la psique infantil. Digámoslo, pues, con claridad: es cierto que hay traumas que no son fantasmas, pero todos los traumas, sean reales o psíquicos, se inscriben necesariamente en la vida de los fantasmas.

Pero sigamos. ¿Por qué decir que los fantasmas equivalen a traumas? Porque en ese foco del fantasma que es el lugar erógeno, brota una sexualidad excesiva, no genital (autoerótica), sometida automáticamente a la presión de la represión. La sexualidad infantil nace siempre mal, pues es siempre exorbitante y extrema. Este fue el gran descubrimiento que hizo abandonar a Freud la teoría del trauma real como origen de la histeria. La sexualidad infantil es un foco inconsciente de sufrimiento, pues es siempre desmesurada en relación con los limitados recursos, físicos y psíquicos, del niño. El niño será siempre inevitablemente prematuro, no preparado en relación con la tensión que aflora en su cuerpo; y, a la inversa, esta tensión libidinal será siempre demasiado intensa para su yo. Origen de futuros síntomas, la sexualidad infantil es traumática y patógena porque es excesiva y desbordante. Según la primera teoría, el incidente traumático real de la histeria consistía en la acción perversa de un adulto sobre un niño pasivo; en el presente, la perspectiva ha dado un vuelco total: el propio cuerpo erógeno del niño produce el acontecimiento psíquico, pues es foco de una sexualidad rebosante, asiento del deseo. Un deseo que entraña la idea de que algún día podría realizarse en la satisfacción de un goce ilimitado y absoluto. Lo insoportable para el sujeto es, justamente, esta posibilidad de un absoluto cumplimiento de deseo. Lo habíamos dicho en las primeras páginas: para el sujeto el goce es insoportable porque, si lo viviera, pondría en peligro la integridad de todo su ser. Es tan intenso el surgimiento de este exceso de sexualidad llamado deseo, con la eventualidad de su cumplimiento, llamado goce, que, para atemperarse, necesita la creación inconsciente de fabulaciones, escenas y fantasmas protectores.

Estas formaciones fantasmáticas producidas inconscientemente, es decir, ignorándolas el sujeto, son la respuesta psíquica obligada para contener el exceso de energía que el empuje del deseo implica. Una escena fantasmática tan "verdadera" como la antigua escena traumática ocurrida en la realidad, dará entonces forma y figura dramáticas a la tensión deseante. Esta tensión, una vez fantasmatizada, es decir, atemperada por el fantasma, sigue siendo una tensión igualmente insoportable, pero ahora está integrada en la escena del fantasma y a ella se circunscribe. Ahora la llamamos angustia fantasmática. La angustia es el nombre que adoptan el deseo y el goce una vez inscritos en el marco del fantasma. (El fantasma en tanto un lugar vacío y sobrecargado de afecto, explicaría la noción de "estado afectivo" freudiana. JLGF)

Sin embargo, se entienda el exceso de energía como una demasía de afecto resultante de un choque traumático (primera teoría), o como una angustia fantasmática respondiendo al despertar espontáneo y prematuro de la sexualidad infantil (nueva teoría del fantasma), invariablemente seguimos sosteniendo la tesis de que la causa principal de la histeria reside en la actividad inconsciente de una representación sobreinvestida. Con la salvedad de que el contenido de esta representación ya no se reduce a la imagen delimitada de una parte del cuerpo (primera teoría), sino que se despliega respondiendo a un libreto dramático llamado fantasma. Este fantasma se desarrolla en una breve secuencia escénica que comprende siempre los elementos siguientes: una acción principal, protagonista, y una zona corporal excesivamente investida, fuente de angustia. En esta nueva teoría, el fantasma así construido es tan inconsciente y está tan sometido a la represión como la representación intolerable de la primera teoría; y también es portador de un exceso insoportable de afecto, exceso que ahora denominamos angustia. Angustia que. al desbaratar la acción de la represión, hallará su expresión final en un trastorno del cuerpo. De ahora en adelante, de acuerdo con esta segunda teoría freudiana que sitúa al fantasma en el origen de la histeria, el psicoanalista ya no deberá buscar detrás del síntoma un acontecimiento traumático fechable y real, sino el "traumatismo" de un fantasma angustiante.






El deseo y el asco son las dos columnas del templo del Vivir.
P. Valéry

Pero, ¿cuál es ese fantasma inconsciente, origen de la histeria? ¿Quiénes son sus actores, cómo actúan y de qué naturaleza es la angustia que los anima? Vamos a responder pero, antes, prefiero comenzar por tratar este fantasma según los efectos clínicos que produce en la vida sexual de los pacientes histéricos. El desajuste de la sexualidad histérica se explica como la manifestación más directa o, para decirlo con más precisión, como la conversión somática más inmediata de la angustia que domina en el fantasma originario de la histeria. Veremos más adelante cuál es este fantasma y de qué angustia se trata, pero observemos ya que el mecanismo de conversión, que transforma a la angustia de este fantasma inconsciente en un desorden general de la sexualidad, tiene un alcance más global que la estricta conversión que transformaba la sobrecarga en un síntoma somático peculiar. Existirían entonces dos clases diferentes de conversión que, lejos de oponerse, se complementan: una conversión global que transforma la angustia en un estado general del cuerpo, y una conversión local que transforma la angustia en un trastorno somático limitado a una parte definida del cuerpo. Pensamos que la idea de una conversión global —que por lo tanto ya no se limitará a una parte del cuerpo sino que lo involucraría globalmente— permite explicar mejor la sexualidad histérica. Creemos que a partir del momento en que reflexionamos en términos de fantasma inconsciente y no ya en términos de representación (imagen de una parte corporal), en términos de angustia y no ya en los de exceso de energía, la teoría freudiana de la conversión, así reestructurada, resulta más fecunda que nunca como explicación del sufrimiento sexual de la histeria. Podemos afirmar que la angustia del fantasma se transforma en una perturbación de la vida sexual del histérico, en un estado de sufrimiento causado por una erotización general del cuerpo, erotización que se acompaña, paradójicamente, de una inhibición concentrada en el nivel de la zona genital. Así pues, la conversión global de la angustia del fantasma da lugar a un sorprendente contraste: un cuerpo globalmente erotizado coexiste dolorosamente con una zona genital anestesiada.

Pero, ¿de qué naturaleza es esta angustia que acompaña al salto de un fantasma psíquico situado en lo inconsciente a la erotización global del cuerpo y a la inhibición genital? Por otra parte, ¿de qué fantasma se trata? Dejemos la respuesta en suspenso un momento más, y describamos la singular y dolorosa paradoja de la sexualidad histérica.


Aclaremos primero que la inhibición genital a que nos referimos se traduce en la vida sexual del histérico no, como podríamos pensar, por una indiferencia hacia la sexualidad, sino casi siempre por una aversión, verdadera repugnancia hacia todo contacto carnal. La inhibición sexual histérica no significa apartamiento, sino movimiento activo de repulsión. Una repulsión tan característica que Freud llegó incluso a formular lo siguiente: "No vacilo en considerar histérica a toda persona a quien produce asco cualquier ocasión de excitación sexual, manifieste o no esta persona síntomas somáticos."[2] Y, en otro texto, añadirá: "El contradictorio enigma que plantea la histeria (...) (es] la pareja de opuestos formada por una necesidad sexual excesiva y una repulsa exagerada de la sexualidad"[3] De modo, pues, que a la hipererotización global del cuerpo no genital se le opone una profunda aversión por el coito genital. La impotencia, la eyaculación precoz, el vaginismo o la frigidez son todos ellos trastornos característicos de la vida sexual del histérico que expresan, en una forma u otra, esa angustia inconsciente del hombre a penetrar en el cuerpo de la mujer, y esa angustia inconsciente de la mujer a dejarse penetrar. La paradoja del histérico respecto de la sexualidad se caracteriza, pues, por una contradicción:por un lado, hay hombres y mujeres excesivamente preocupados por la sexualidad y que intentan erotizar cualquier relación social; por el otro, ellos sufren —sin saber por qué sufren— de tener que pasar la prueba del encuentro genital con el otro sexo. Pienso por ejemplo en esa clase de hombres que se cuestionan sobre el tamaño y los atributos de su pene, o incluso sobre su guapura muscular, y que correlativamente manifiestan un frágil interés por las mujeres; para ser más exactos, una frágil pulsión de penetrar el cuerpo de la mujer. Son hombres narcisistas, exhibicionistas, a veces muy seductores, y con un grado variable de homosexualidad y masturbación.



Si pensamos ahora en las mujeres histéricas, la paradoja resulta mucho más complicada y oscura. En efecto, la multiplicidad de aventuras amorosas de ciertas mujeres contrasta con el sufrimiento de que dan fe variados tipos de inhibición durante el acto sexual (frigidez, vaginismo, etc.). Ahora bien, entre estas inhibiciones figura una, esencial y secreta, que alcanza a la histérica en lo más profundo de su ser de mujer. Mientras vive una relación carnal aparentemente dichosa con un hombre, la mujer histérica puede rehusar abrirse —casi sin saberlo, pero resueltamente— a la presencia sexual del cuerpo del otro. La lección que obtiene el psicoanalista de esta negativa de la mujer histérica podría enunciarse así: la histérica se ofrece, pero no se entrega; puede tener relaciones sexuales orgásmicas (orgasmo clitorídeo o vaginal) sin por ello comprometer su ser de mujer. En el momento del acto, cuando se enfrenta a la amenaza de perder su virginidad fundamental, se repliega en el umbral del goce del orgasmo, preservándose así de experimentar un goce radicalmente distinto, enigmático y peligroso, que llamaremos goce de lo abierto.[4] La histérica puede ofrecerse al orgasmo, pero no se entrega por ello al goce de lo abierto.

La histérica no se entrega, de acuerdo; pero subsiste un interrogante: ¿es posible, histérico o no, entregarse verdaderamente a ese goce infinito? ¿Es concebible gozar de lo abierto? Aparte de los místicos y de sus experiencias de éxtasis, quizá todos nosotros seamos, igual que los histéricos, seres para quienes la relación sexual es finalmente una relación imposible. Esto es lo que Lacan se esforzó en mostrarnos a través de toda su obra. Pero entonces, ¿qué cosa singularizaría a la histérica sino la intensidad y pasión que pone para tropezar, hiriéndose, con el límite de una imposible relación sexual?

Al rehusar entregarse, la histérica se ve inevitablemente arrastrada a la pendiente de la insatisfacción. Se trate del hombre que se niega abiertamente a penetrar a la mujer, o de la mujer que, aceptando la penetración, se niega a perder su virginidad fundamental, los dos vivirán sin escapatoria un estado permanente y latente de insatisfacción. Una insatisfacción que no se acantona en el mero registro sexual sino que se extiende al conjunto de la vida; a veces, con enorme dolor, a través de episodios depresivos y hasta de tentativas de suicidio. Sin embargo, a pesar de este dolor, el histérico se empeña asombrosamente en su insatisfacción. Tanto se empeña que hace de ella su deseo: deseo de insatisfacción; deseo con el cual Lacan marcó para siempre lo propio de la histeria. El histérico desea estar insatisfecho porque la insatisfacción le garantiza la inviolabilidad fundamental de su ser. Cuanto más insatisfecho está, mejor protegido queda contra la amenaza de un goce que él percibe como riesgo de desintegración y locura.


¿Pero cómo explicar esta paradoja de la vida sexual del histérico: erotización excesiva y dolorosa del cuerpo no genital e inhibición de la zona genital, así como la insatisfacción resultante? Ya hemos indicado que el origen de esta escisión de la sexualidad histérica residía en un fantasma inconsciente. Ahora debemos explicarnos sobre el contenido del fantasma. Nos habíamos preguntado: ¿quiénes son los actores del fantasma originario de la histeria, cómo actúan y, sobre todo, de qué naturaleza es la angustia que los atraviesa? Respondamos inmediatamente: el fantasma que da base a la neurosis histérica, es decir, el fantasma fundador de la histeria —que todo psicoanalista podrá descubrir en el trabajo con un paciente histérico, cualquiera sea la variante con que este fantasma se presente—, se resume en la instantánea de la escena siguiente:

Un niño (más adelante nos referiremos al caso de la niña) se sobrecoge de horror al ver la imagen del cuerpo sin ropas de una mujer; para ser más exactos, del cuerpo desnudo, "castrado", de la madre. De la madre, o de cualquier otra mujer con la que exista un lazo de amor. La visión del cuerpo femenino, percibido como un cuerpo privado de pene, provoca angustia porque el niño piensa que él mismo puede ser víctima de una castración igual. Bastó que viese a su madre desnuda, percibiéndola castrada, para que de inmediato le asaltase el temor de padecer el mismo destino.

Recordemos simplemente que la interdicción del incesto proferida por la voz del padre es complementaria de esta otra interdicción, silenciosa y visual, impuesta por la desnudez del cuerpo materno. Con toda seguridad, las dos amenazas, una que entra por los ojos, la del cuerpo materno, y otra que entra por los oídos, la de la voz paterna, convergen para desencadenar la angustia de castración.


La vida psíquica del histérico se organiza, pues, alrededor de este fantasma visual cuyo argumento sigue el trazado de una línea que parte de los ojos del chiquillo, toca enseguida el agujero sexual del otro castrado y retorna finalmente al falo del propio niño. La mirada del niño es placer y horror a la vez: placer para el sujeto de revelar la falta en la madre (curiosidad visual), y también horror de deducir que si la falta ha afectado a la madre, también él puede ser castrado. Este horror, que es el afecto dominante del fantasma histérico del varón, se denomina en psicoanálisis "angustia de castración". Angustia que, para ser rigurosos, deberíamos llamar "angustia frente a la amenaza de castración", pues remite no al dolor de sufrir la castración, sino al temor de percibir la amenaza de sufrirla. Angustia de castración quiere decir temor ante la amenaza de castración visualmente percibida, y no miedo de ser realmente castrado. En el libreto fantasmático de la histeria, el único personaje verdaderamente castrado es la figura de la madre; la castración es siempre la castración del Otro.



Agreguemos una observación referida a la naturaleza inconsciente de la angustia de castración. Cuando el psicoanalista utiliza la expresión "angustia de castración", esta angustia no tiene que ser confundida con la que vemos aparecer en los niños, por ejemplo, en forma de miedos diversos (pesadillas, terrores nocturnos, etc.). Estas perturbaciones, caracterizadas por una angustia que el niño vive y siente en forma de miedo, no son sino las manifestaciones clínicas de una lucha invisible que el yo libra contra la angustia inconsciente de castración, inherente al fantasma. Así pues, la angustia vivida y consciente, llamada "miedo", es la expresión de la defensa del yo (represión) contra esa otra angustia no vivida, fantasmática e inconsciente, que denominamos angustia de castración. Por supuesto, y he aquí la tesis freudiana que sostenemos a lo largo de este libro, la angustia inconsciente de castración es la fuente no sólo de estos miedos fóbicos, sino de las manifestaciones neuróticas en su conjunto.

Efectuemos una precisión terminológica. Ha llegado el momento de reunir diversas expresiones que habíamos empleado para designar la cosa inconsciente, reprimida e intolerable que el yo histérico es llamado a convertir. Aquí la denominábamos "angustia inconsciente de castración". Pero recordemos que inicialmente, al estudiar la teoría del trauma, dimos en designar la cosa inconsciente con el término de "sobrecarga de la representación intolerable". Lo que hay que retener es lo siguiente: la cosa inconsciente que se convierte es, desde el punto de vista de la teoría del trauma, la sobrecarga energética; y, desde el punto de vista de la teoría del fantasma, la angustia de castración. Agreguemos una precisión más a fin de establecer claramente la diferencia entre la intolerable angustia de castración y el intolerable goce. Una cosa es el miedo y la repulsa de un goce ilimitado que amenaza la integridad de todo el ser; y otra la angustia ante la amenaza de una castración dirigida a una parte limitada del cuerpo: el falo. O bien tengo miedo de perder mi ser al cumplir mi deseo incestuoso, o bien me angustio frente a la idea de arriesgar mi falo.


Según Freud, la escena del fantasma visual de la histeria que acabamos de describir correspondería en todos sus detalles a una escena ficticia. A una escena que habría sido vivida por un niño de cinco años en la fase así llamada fálica de su evolución libidinal. El histérico sería, pues, aquel niño que, no habiendo podido remontar psíquicamente esta fase, quedaría coagulado en ella. Si la llamamos fase fálica es porque la parte sexual que le falta a la madre en la imagen de su cuerpo desnudo no es, a los ojos del niño, el pene, sino el ídolo del pene, la ficción de un pene potente cargado de una extrema tensión libidinal, un "semblante" del pene que el psicoanálisis conceptualiza con el vocablo falo. Precisamente, cuando el varón descubre, angustiado, que su madre está desprovista de falo, su universo —antaño exclusivamente habitado por seres portadores de falo (todos, incluido el propio niño)— se escinde a partir de ahora en dos clases de seres: los que son portadores de un falo y los que están desprovistos de él; y esto, independientemente de su sexo anatómico. En la fase fálica, la diferencia entre el sexo masculino y el sexo femenino no está adquirida; el universo infantil sigue repartido entre seres provistos y seres desprovistos de falo o, simplemente, entre seres potentes y seres impotentes, sanos y enfermos, lindos y feos, y no entre hombres que tienen un pene y mujeres que tienen una vagina. Es decir que el niño sumergido en este universo no sabe si es un varón o una niña. Exactamente de esta incertidumbre sexual sufre el histérico.

Señalemos que la intensidad libidinal centrada en las regiones peniana y clitorídea, así como la necesidad de tranquilizarse en cuanto a la permanencia e integridad de su órgano sexual, explican en el niño de la fase fálica y posteriormente en el histérico la propensión a una actividad masturbatoria frecuente y compulsiva.


Oigo ahora a una lectora que me pregunta: "De acuerdo, entiendo que el varón se angustie ante el peligro que representa la imagen de una madre castrada, pero, ¿qué sucede con la niña, con esa niña que yo misma he sido?". Vamos a responder, proponiendo nuestra propia concepción del fantasma femenino de castración. Pero antes, recordemos claramente la posición freudiana clásica. Según Freud, el afecto que domina en el fantasma femenino de castración como origen de la histeria, no es la angustia, como en el caso del varón, sino el odio y el resentimiento hacia la madre. La mujer no podría tener angustia de castración en el verdadero sentido del término, pues ya está castrada; no hay para ella ningún peligro de castración. Sin embargo, existe cabalmente un fantasma femenino de castración en el cual la castración no es una amenaza sino un hecho ya consumado. En su fantasma, la niña no tiene la idea del pene sino de un falo que le han robado, y tampoco tiene la idea de la vagina como cavidad positiva sino de la falta de un falo que hubiese debido estar ahí.

Como lo hicimos respecto del niño varón, recuadremos la instantánea de la escena fantasmática, versión femenina:


Una niña descubre visualmente, ella también, el cuerpo desnudo de su madre y se dice: "¡Vaya!... ¡estoy castrada como ella!". No olvidemos que, con anterioridad a este instante de descubrimiento, la niña había visto el pene de un chiquillo y vivía creyendo que todos los humanos poseen esa cosa potente que se llama falo. Sorprendida ante el cuerpo castrado de su madre y confirmándosele así su propia castración, se ve asaltada por la incontenible apetencia de tener ese falo que le falta, o de ver un día que su pequeño falo clitorídeo ha crecido. Dominada por esta apetencia, irrumpe en ella de inmediato un odio reivindicativo respecto de su madre, esa madre a la que considera responsable de haberla hecho mujer y de no haber sabido protegerla garantizándole la permanencia de una fuerza fálica.[5]

La secuencia escénica que acabamos de describir recoge a grandes rasgos la tesis freudiana clásica del fantasma femenino de castración. Ahora bien, en realidad deberíamos calificar a este fantasma con más precisión y decir: fantasma femenino de confirmación de una castración ya consumada. Respecto del varón, en cambio, enunciábamos: fantasma masculino de una amenaza de castración temida y venidera. Para completar nuestra descripción, deberíamos añadir que la hostilidad de la niña respecto de su madre castrada reactualiza un sentimiento de odio más antiguo: el rencor que acompañó a la separación dolorosa del destete.

Ahora bien, nuestra práctica con pacientes histéricos nos autoriza a introducir una modificación en el planteamiento freudiano. En efecto, la frecuente corroboración clínica de la paradoja de la sexualidad histérica, y en particular de esa variante singular de la inhibición sexual constituida por el renunciamiento al goce de la penetración, nos llevó a teorizar de otra manera el fantasma femenino de castración como origen de la histeria. En este punto coincidiremos parcialmente con las ideas que formulara Ernest Jones.[6] Con anterioridad al descubrimiento de la madre castrada, cuando la niña atribuye a todos los seres un falo universal, experimenta ya unas confusas sensaciones en el bajo vientre y en la vagina, con la misma mezcla de impresiones físicas, narcisismo y ensoñaciones que despierta el pene en el niño varón. Mientras que para Freud, en cierto momento de la evolución de la niña el falo podría localizarse esencialmente en el clítoris, nosotros ampliamos su localización a los demás órganos genitales femeninos, y en particular al útero. La chiquilla investiría su clítoris y sus órganos sexuales internos como el niño inviste su órgano peniano, es decir, con la misma potencia fálica y con el mismo temor de sentirlos amenazados.[7] Por lo tanto, así como el varoncito considera su pene como un falo que no habrá que perder jamás, la niña toma sus órganos genitales por un falo que habrá que preservar de cualquier ataque. En efecto, la visión de la madre desnuda e impotente despertaría en la pequeña la inquietud de un peligro que amenazaría la integridad de sus órganos genitales, y en particular de su útero. El cuerpo materno se ofrece a los ojos de la chiquilla como un cuerpo inmenso, monstruoso y soberbio, todo el falo inquietante. No negamos que la niña experimenta rencor y decepción con respecto a su madre, pero queremos reconocer y hacer existir también la angustia provocada por ese falo desmesurado e invasor que es el cuerpo de la madre-falo. Madre-falo y no "madre fálica", pues no se trata de una madre poseedora de un falo sino de una madre enteramente homologada, identificada con el falo insuperable.* (Solo faltaría preguntarse sobre la consecuencia de la percepción de la diferencia anatómica con el varoncito. JLGF)

He aquí nuestra propuesta. Creemos que la angustia primera suscitada por el peligro de una madre-falo es la fuente inconsciente de la angustia que puede experimentar una mujer histérica ante la penetración sexual, captada ésta como riesgo de desgarradura y de estallido de su vagina, su útero y, más allá, todo su ser. En su fantasma, el pene del hombre representaría, para la mujer histérica, el equivalente inconsciente del cuerpo desmesurado y peligroso de la madre.


Volvamos a lo principal de nuestro desarrollo. Se trate de la versión femenina del fantasma de castración o de la masculina, el histérico queda petrificado en este fantasma. Presa de la angustia de perder lo que tiene por lo esencial de sí mismo, su falo, se sume en la confusión de no saber si es hombre o mujer. En una palabra, el universo fálico constituye el mundo angustiante en el que el sujeto histérico se debate constantemente. Cuanto más indeterminado está en su identidad sexual, más le importará su falo y más se acrecentará su angustia hasta transformarse en síntomas y sufrimiento.

Nos habíamos preguntado de qué modo explicar la paradoja de la vida sexual del histérico, así como la insatisfacción resultante. Ahora podemos dar una respuesta: esta obsesión permanente de los peligros fantasmático que acechan la integridad de su falo y, más allá, la integridad de todo su ser, es una angustia intolerable, inconscientemente intolerable, que es preciso quitarse de encima. Ahora bien, precisamente, el histérico es histérico por la manera que tiene de quitarse de encima su angustia. ¿Cómo se las arregla? ¿Qué mecanismo intentará el histérico para resolver su angustia?

Conocemos ya una primera respuesta formulada en los términos de la teoría del trauma, pues hemos estudiado la conversión como un fracaso de la represión provocado por el desplazamiento de la sobrecarga de la representación inconciliable hacia las otras representaciones. Explicábamos que, como el yo es incapaz de desprenderse de la sobrecarga abriéndola a un flujo liberador, entonces la desplaza, es decir, la convierte. ¿De qué manera? La sobrecarga sigue siendo excesiva, pero cambia de estado: cesa de investir la representación inconciliable (estado primero) para investir una parte del cuerpo (estado segundo) y producir así un síntoma somático de conversión. Ahora bien, la teoría del origen fantasmático de la histeria que acabamos de exponer, así como el concepto de falo y el de angustia de castración, nos invitan a pensar de otra manera el mecanismo de conversión, y no con la teoría del trauma. Tenemos una razón extra para concebir diferentemente la conversión, y es la necesidad de explicar no sólo la formación de un síntoma, sino también el sufrimiento general del cuerpo en el histérico y, más concretamente, la paradoja de su vida sexual con la insatisfacción resultante. Está claro que las dos concepciones posibles del mecanismo de la conversión local y global, lejos de oponerse, convergen estrechamente para dar cuenta de la clínica de la histeria.

Hagamos un alto y examinemos la otra forma de concebir el mecanismo conversivo. Sabemos que la conversión de la angustia de castración da lugar a un doble efecto clínico: una excitación que afecta al conjunto del cuerpo de manera global, y una inhibición que afecta estrictamente a la región genital. ¿Cuál es el motor de esta transformación conversiva? Para responder, volvamos por un momento a la dinámica interna del fantasma inconsciente de castración. ¿Qué observamos? Observamos que el cuerpo entero, quiero decir toda la tensión libidinal del cuerpo fantasmatizado, se concentra en un solo lugar que el vocabulario de la anatomía médica denominaría "región genital", pero que, en el fantasma, se llama falo. Ciertamente, no debemos olvidar que los ojos, zona erógena también marcadamente investida, acumulan a su vez tensión. En efecto, el niño del fantasma siente con los ojos el placer y el horror de percibir la castración de la madre. Pero los ojos no son sino un afluente que canaliza la libido hacia ese núcleo central que es el falo. Toda la energía está, pues, ahí, en el falo. Toda la energía se concentra en este foco bullente de sensaciones confusas, excitaciones punzantes y afectos excesivos, foco desde el que irradian todas las fuerzas y en el que se ocultan todas las debilidades llamadas angustia. Pero entonces, ¿cómo hallará una salida este exceso de energía inasimilable, toda esta libido fálica mezcla de amor y de angustia, sometida a la presión tenaz de la represión? ¿Cómo podrá el yo desembarazarse de ella si no desviándola del núcleo fálico, como se desvía el curso de un río?

El fenómeno de conversión puede ser comparado, en efecto, con un movimiento de vasos comunicantes: la libido fálica contenida en un vaso —que sería el fantasma inconsciente de castración— fluye hacia otro vaso representado por el cuerpo real sufriente del histérico. Acumulada hasta entonces en el nivel del falo fantasmático, la libido abandona su fuente central y va falizando progresivamente el cuerpo real; es decir que se expande por todas las partes del cuerpo, con una excepción puntual: la zona genital. Mientras que en lo inconsciente el cuerpo se condensa reduciéndose a ser nada más que falo, ahora, en la realidad, todo el cuerpo real del histérico es invadido por el fenómeno de falización. El cuerpo real pasa a ser un cuerpo que sufre de ser un inmenso falo. El mecanismo de conversión se ha hecho comprensible: se trata de un fenómeno de falización del cuerpo no genital y, simultáneamente, de desafección del cuerpo genital. Así pues, el cuerpo del histérico sufre de ser un falo desmesurado y embarazoso en el que se abre, en el nivel de la región genital, un agujero (véase el esquema siguiente).


Ahora se comprende mejor por qué, en su posición histérica, los dos sexos tienen las máximas razones para negar cualquier idea de relación sexual, para anestesiar sus órganos genitales y, opuestamente, falicizar globalmente, su cuerpo. La zona genital pasa a ser entonces un lugar vaciado y desafectado, mientras que el cuerpo no genital se excita y se yergue cual falo potente, lugar de veneración narcisista, objeto de todas las seducciones, pero también sede de múltiples sufrimientos. El cuerpo no genital se convierte en ese falo que el histérico pasa a ser: él es falo. Está claro que para un histérico tener el falo es, en realidad, serlo. Pero, ¿qué falo es el histérico? Precisamente, aquel que le faltaba a la madre, al Otro castrado en el fantasma de castración. Comprendemos ahora de dónde viene el sufrimiento vivido por el histérico. El sujeto sufre por haber pasado a constituir ese falo del que el Otro está castrado. El es lo que el Otro no tiene; y esto duele. Pues ese narcisismo en demasía, ese falicismo difundido por el cuerpo, constituye un exceso tan grande que, aun cuando procura al sujeto el sentimiento de existir, le costará el dolor de ser constante presa de requerimientos por parte del estímulo más anodino del mundo exterior. Un ligero murmullo, el mero roce de una tela, la menor inflexión de una voz o una simple mirada, son captados por el histérico-falo como estimulaciones sexuales que se renuevan incesantemente. A la manera de un sexo que se extenúa queriendo responder a las excitaciones pero que nunca se descarga, el histérico permanece en la anarquía libidinal: él es un cuerpo-falo que sufre de un narcisismo en demasía y de una nada de genitalidad. Vive su sexualidad en todas las partes de su cuerpo, menos donde tendría que vivirla. El histérico renuncia al goce de la penetración e ignora la sexualidad genital. Penetrar a la mujer para un hombre histérico, o para una mujer ser penetrada, significa inconscientemente poner en peligro esa parte fantasmáticamente sobreinvestida, el falo; el cual, de ser alcanzado, acarrearía la desintegración total del cuerpo. Un hombre histérico sorprendido por su impotencia en el momento en que esta a punto de penetrar a la mujer deseada, reactualiza sin saberlo su fantasma inconsciente de niño angustiado ante la visión del cuerpo castrado de la madre, que él percibe como un cuerpo deseante y por lo tanto peligroso. La angustia de castración se convierte aquí en inhibición sexual, seguida de la insatisfacción que naturalmente resulta; insatisfacción —lo repetimos— que lo protege y en la que él se empeña.

Resumamos en un esquema el movimiento que va del fantasma visual de castración a la conversión histérica.


EL ÚTERO EN LA HISTERIA: UN FANTASMA FUNDAMENTAL

En las mujeres, lo que llaman matriz o útero es un animal dentro de ellas que tiene un apetito de hacer niños; y cuando permanece un tiempo largo sin fruto, este animal se impacienta y tolera mal ese estado; vaga por todas las partes del cuerpo, obstruye los pasajes del aliento, impide la respiración, sume en angustias extremas y provoca otras enfermedades de toda clase. Platón, Timeo

Nuestra práctica nos muestra que el fantasma de castración que da base a la histeria siempre va acompañado de otro fantasma en el horizonte del universo histérico, un fantasma tan importante que lo llamamos fantasma fundamental. ¿Cuál es su contenido? La escena es muy simple y se resume en lo siguiente:'un hombre y una mujer con sus cuerpos enlazados conciben un hijo sin ninguna penetración genital. El histérico sería no solamente, artesano y actor de este sueño, desempeñando tanto el papel de la Virgen Inmaculada como el del Padre todopoderoso, sino que sería también, y sobre todo, el lugar contenedor de este encuentro procreador y divino. Sea que encarne el lecho, la casa o el suelo de la tierra que alberga a los dos cuerpos místicos, sea el lugar matricial que alberga a la pareja germinal, el histérico hace de sí el lugar protector de su unión sublime. He aquí el fantasma fundamental que atraviesa como un hilo rojo toda su existencia.
Resulta de este fantasma una identificación primordial: encarnar el útero, órgano matricial en hueco que contiene el encuentro real en el que se genera la vida. Todo se presenta como si el histérico se identificara con el útero según los dos estados que adopta este órgano en sus sueños. En el fantasma de castración, es el órgano amenazado de mutilación al producirse la penetración sexual; y en el fantasma fundamental, es el receptáculo ideal que da cobijo al encuentro feliz y divino de un hombre y una mujer sin sexo. El histérico se identifica, por lo tanto, con dos clases de útero-falo. O bien es el útero como órgano interno que habrá que preservar y no exponer nunca; o bien es el útero asimilado al cuerpo del propio histérico, receptáculo que encierra dos cuerpos enlazados, los de un hombre y una mujer sin sexo. Para comprender estas identificaciones cruzadas del histérico, útero contenido en un cuerpo y a la vez útero que contiene a dos cuerpos, nuestro pensamiento se ve obligado a efectuar una torsión. Identificaciones cruzadas entre un adentro y un afuera que despiertan en nosotros otra intuición, muy distinta de la intuición habitual: la intuición topológica.[8]

Se suele decir, y con razón, que los histéricos son seres bisexuales. En un universo en el que no existe la oposición de sexos y donde la mujer se confunde con el hombre, ambos resbalan fácilmente del papel masculino al papel femenino y viceversa. Ahora bien, deberíamos ir más allá y afirmar que no son bisexuales sino otra cosa; hallándose fuera del sexo, son extrasexuales. No sólo ignoran la diferencia de sexos sino que encarnan el límite, el marco neutro y exterior contenedor de una unión sexual procreadora y sin penetración.

Una observación más. Así reconozcamos al histérico como bisexual o como extrasexual, subsiste un hecho de fondo: el histérico ignora si es un hombre o una mujer. El histérico es histérico porque no ha logrado tomar para sí el sexo de su cuerpo. En este sentido no seguiremos a los autores que, después de Charcot, afirmaron la existencia de una supuesta histeria masculina diferente de la histeria femenina. No podemos confirmar sus asertos por la sencilla razón de que el problema de la histeria reside precisamente en la imposibilidad de asumir psíquicamente un sexo definido. La expresión "histeria masculina" es en sí misma una contradicción en los términos, pues el sustantivo histeria significa incertidumbre sexual (ni hombre ni mujer), mientras que el adjetivo masculina, en cambio, decide y elige allí donde la elección muestra ser imposible

DIFERENCIA ENTRE LOS FANTASMAS HISTÉRICO, OBSESIVO Y FÓBICO

Para precisar mejor nuestro desarrollo sobre la histeria debemos hacer una digresión. Así como reconocimos un fantasma originario de castración en la histeria, igualmente podemos despejar un fantasma inconsciente fundador de la neurosis obsesiva y otro fundador de la neurosis fóbica. En verdad, estos últimos fantasmas no son otra cosa que dos versiones derivadas del fantasma histérico, que está en la base de todas las neurosis. Los libretos del fantasma obsesivo y de fantasma histérico se despliegan, cada cual a su manera, recorriendo el mismo drama de la prueba de castración, pero sobre todo bajo la misma tensión de angustia que en el fantasma histérico. Describamos estos dos libretos, el del fantasma obsesivo y el del fantasma fóbico.

El fantasma del obsesivo
La instantánea de la escena de fantasma obsesivo puede representarse como sigue:

Un niño, presa de un deseo incestuoso hacia la madre, es embargado por la angustia (angustia de castración) al oír la voz interdictora del padre prohibiéndole cumplir este deseo so pena de castrarlo. La zona erógena a cuyo alrededor se organiza el fantasma obsesivo es el oído, que vibra, sufre y goza de haber oído la voz imperiosa del padre.

Este fantasma, como todos los fantasmas a que nos referimos, es, a todas luces, inconsciente, dado que está sometido a la presión de la represión. Recordemos que la neurosis obsesiva, es decir, el sufrimiento que experimenta de manera consciente y en sus síntomas el sujeto obsesivo, es la expresión dolorosa del combate del yo para reprimir, negar y desplazar la angustia de castración contenida en este fantasma.

El fantasma del fóbico
El libreto de la fobia es más complicado. Para comprender la instantánea del fantasma fóbico recordemos previamente que la angustia de castración es suscitada en este caso por el deseo del niño para con su padre, esencialmente, y ya no en forma exclusiva para con su madre, como sucedía en el caso de las neurosis obsesiva o histérica. Quien está en el centro de la fobia es el padre, primero como objeto de un deseo de muerte (deseo parricida) y después como objeto de un deseo de amor. Aunque al igual que en toda neurosis el punto de partida es siempre el deseo incestuoso hacia la madre, en la fobia el personaje principal es el padre.

Resumamos esquemáticamente, como trazando una cadena de acontecimientos, la secuencia del fantasma fóbico:
Deseo incestuoso por la madre ► Interdicción de realizar este deseo proferida por el padre - ► Odio contra ese padre interdictor (deseo parricida)—►El odio suscita angustia de castigo (castración)—►Para morigerar la angustia, el niño reprime su odio contra el padre interdictor—► En el lugar del odio reprimido, aparición del afecto opuesto: amor por el padre
—►Pero este amor despierta otra forma de la angustia intolerable de castración: angustia de mostrar y decir el amor por el padre. Temor de depender del padre, de sometérsele en demasía, de ser feminizado, es decir, seducido y hasta sodomizado por este padre al que ama.
—►La angustia de castración que el amor al padre suscita es repelida y proyectada al mundo exterior —► Esta angustia expulsada hacia afuera se fija a un objeto del mundo circundante (muchedumbre, espacio cerrado, puente, animal, etc.), transformado ahora en el objeto amenazador que el fóbico deberá rehuir para evitar la invasión de un miedo consciente más tolerable que la angustia inconsciente de castración.

Si de esta sucesión de acontecimientos quisiéramos extraer el momento culminante del fantasma fóbico, elegiríamos aquel eslabón en que el niño, luchando con su deseo de amor filial por el padre, vive la angustia de ser asfixiado por éste. La zona erógena a cuyo alrededor se organiza el fantasma de la fobia no se limita a una región localizada del cuerpo sino que se extiende al conjunto de los tejidos musculares. En la fobia, la zona erógena son los músculos que rigen sobre los orificios, contrayéndolos o dilatándolos (aflojamiento o crispación del ano, de la boca, del ojo, del aparato digestivo o pulmonar, etc.). Recordemos que, a semejanza de otras neurosis, el sufrimiento vivido por el fóbico es la expresión dolorosa del combate del yo para proyectar hacia afuera la angustia de castración contenida en su fantasma.[9] En realidad, el fóbico es aquel que instala su angustia de castración sobre la escena del mundo con el fin de ubicarla, controlarla y evitarla merced a los desplazamientos motores de su cuerpo.

Reuniendo en una única fórmula los tres fantasmas fundantes de las grandes neurosis, diremos:
· En el fantasma obsesivo, la amenaza de castración entra por el oído, y la angustia que de ella resulta, que es inconsciente pues está sometida a la represión, acaba por desplazarse hacia el pensamiento y se fija sobre una idea anodina (idea fija).
· En el fantasma fóbico, la amenaza de castración entra por los orificios de todo el cuerpo, estén crispados o sueltos, y la angustia que de ella resulta, que es inconsciente pues está sometida a la represión, acaba siendo proyectada, instalada y ubicada en el espacio del mundo exterior.
· En el fantasma histérico, la amenaza de castra ción entra por los ojos, y la angustia que de ella resulta, que es inconsciente pues está sometida a la represión, acaba por convertirse en sufrimiento de la vida sexual del histérico, consistente en una erotización general del cuerpo a la que se suma, paradójicamente, una inhibición localizada en el nivel de la zona genital.
Agreguemos una observación importante. El fantasma de castración que postulamos en la base de las neurosis es también el fantasma que todo ser hablante, neurótico o no, tuvo que conocer y superar necesariamente, y que además no dejará de conocer y superar. En el caso particular de las neurosis, la especificidad de este fantasma consiste en la fuerza que es capaz de emplear para dominar la vida del neurótico; esta vida se organiza enteramente en función de la angustia de castración, núcleo del fantasma. Está claro que nuestro escrito es una larga demostración de la determinación de la neurosis por este fantasma.


Resumamos en una serie de cinco proposiciones la génesis fantasmática de la histeria. Pero antes, quisiera destacar ya con toda nitidez el tercer eslabón del encadenamiento que vamos a describir, y al que tenemos por principal.

Tanto hemos insistido sobre el fantasma de castración como causa de la histeria, que el lector ha perdido quizá de vista lo manifestado en las primeras páginas. El fantasma angustiante de castración que domina la vida psíquica del histérico es sin duda la fuente y el motivo del sufrimiento del neurótico, pero es también, y sobre todo, una pantalla protectora, una defensa segura contra cualquier eventual acercamiento al goce máximo. Todo se presenta como si el histérico prefiriese enfermar de su fantasma angustiante antes que afrentar lo que teme como al peligro absoluto: gozar. A mi juicio, éste es el concepto decisivo para comprender lo que es la histeria, así como para orientar la escucha del practicante psicoanalista.

Recordado este punto capital, vayamos a las cinco proposiciones de síntesis:

· Gozar constituye, para el histérico, un límite último y peligroso que una vez cruzado lo sumiría inevitablemente en la locura, lo haría estallar y disolverse en la nada.
· Frente a este peligro del goce, el histérico opone entonces una tenaz negativa a gozar.
· Para mantenerse apartado del goce y persistir en su negativa, el histérico inventa inconscientemente un fantasma protector: el fantasma angustiante de la castración. Utiliza este fantasma para crear una amenaza ficticia, la amenaza de perder su fuerza fálica, que le permite olvidar otra amenaza igualmente ficticia pero más oscura, indefinida y mucho más terrible: la de sucumbir al goce. El histérico se angustia ante una castración que él necesita tornar posible para no desaparecer ante un goce insostenible. En el fantasma, la repuls a del goce se transforma en angustia de castración. Y el objeto amenazado no es todo el ser, sino el falo. En el capítulo sobre el tratamiento psicoanalítico de la histeria veremos que, en una cura de análisis, este rechazo del goce se traduce por la negativa a atravesar la prueba del fantasma angustiante de castración. Volveremos sobre esto.
· Ahora bien, es verdad que el fantasma salva y protege del goce al histérico, pero lo hunde en un sufrimiento corporal (síntomas somáticos), sexual (paradoja de la vida sexual) y relacional (deseo de insatisfacción). La angustia de castración se transforma, por conversión, en síntomas del cuerpo, en desajuste de la sexualidad y en dolor de insatisfacción.
· El fantasma de castración salva y protege del goce al histérico, pero perturbando su manera de percibir a los seres amados u odiados. A la manera de una lente deformante, el fantasma de castración sumerge al neurótico en un mundo donde la fuerza y la debilidad deciden exclusivamente sobre el amor y el odio. Yo amaré u odiaré a mi partenaire según la percepción de su fuerza o de su debilidad fálica. Por eso. las relaciones afectivas del histérico se transforman inevitablemente en relaciones de dominante y dominado.

La lógica de la génesis de la histeria se resume, pues, en lo siguiente: el deseo conduce al goce, el goce suscita el fantasma, el fantasma contiene la angustia y la angustia, por último, se transforma en sufrimiento.


El analizando, tendido sobre el diván, habla; yo lo escucho, y espontáneamente se forma en mí una figura que condensa tres factores conjugados: la abstracción de la teoría, el deseo de la transferencia y la historia del sujeto.

Cuando escucha a sus pacientes, ciertas imágenes se imponen al practicante. Son imágenes que traducen de manera figurada los elementos principales de la teoría psicoanalítica y que el practicante podrá reconocer, eventualmente, a lo largo de su trabajo. Estas imágenes, auténticas escenificaciones de tesis teóricas, funcionan como disparadores de una intervención analítica, en general apropiada y oportuna. Así pues, el psicoanalista se serviría de estas imágenes para realizar la metamorfosis de lo abstracto a lo perceptible, y enunciar su interpretación. Es como si el practicante, en vez de preguntarse: "¿Cómo intervenir? ¿Qué decir al paciente?", se interrogara: "¿Qué debo fantasmatizar? ¿Con qué imagen forjada por la teoría, pero surgida en el silencio de mi escucha, debo trabajar?". Justamente, hagámonos esta pregunta: ¿Qué retratos imaginarios se dibujan en la mente del psicoanalista cuando escucha activamente a su paciente histérico o al paciente en fase de histerización transferencial?

Al escuchar a un paciente histérico, en particular si es un hombre, imaginémoslo como un chiquillo asustado, acurrucado en un rincón de la habitación, los ojos abiertos
de par en par y protegiéndose la cabeza con las manos como para atajar la violencia de un eventual castigo.

Al escuchar a un paciente histérico, sobre todo si es una mujer, piensen en el padre. Esfuércense por imaginar que quien les habla no es una mujer sino el padre que se encuentra en su interior, un padre dolorido y de voz distante. La imaginación del psicoanalista podría entrar en movimiento y alumbrar incluso esta caprichosa quimera compuesta por una niñita cuyo rostro hubiese adquirido, durante el instante de una mirada, las facciones del padre. Una niñita cuyo sexo, como el de la muñeca de porcelana, fuera tan sólo una superficie lisa, marmórea y sin pliegue.

Si ahora pensamos en el aspecto corporal de esta paciente o en su modo de mover las manos, ¿no son como la emanación en ella de la presencia viva de padre? Presencia viva, incluso y sobre todo si el padre está muerto o si parece en su vida un personaje borroso.

Al escuchar a nuestro paciente, imaginemos que su cuerpo alberga a la pareja de un hombre y una mujer de cuerpos transparentes, enlazados como dos personajes de sueño en un abrazo sin penetración ni erotismo.

Al escuchar a un paciente histérico, recordemos que sufre de no saber quién es, de no poder interrumpir ni siquiera por un instante el insostenible desfile de las figuras que lo pueblan y bajo las cuales no puede evitar ofrecerse a los otros.

Al escuchar a un paciente histérico, imaginemos que su mundo —del que formamos parte— está poblado de seres fuertes e inaccesibles y de seres débiles y lastimosos. El rechaza a los potentes y sin embargo está al acecho de su menor debilidad, del más ligero sufrimiento, de la más ínfima fatiga. El rechaza, por desprecio, a los impotentes porque están hechos a su imagen, y sin embargo los reclama con la compasión de quien desea sanar sus heridas.



Con estos retratos imaginarios del histérico nos hemos instalado en el espacio psíquico del psicoanalista. Pero ahora se plantea un interrogante: estas imágenes surgidas espontáneamente en él, mientras escucha, ¿qué relación tienen con la escena central del fantasma de castración? ¿Cómo interviene el fantasma de castración en el trabajo concreto del psicoanalista con sus pacientes?

Ante todo, un punto previo. Las escenas que describíamos en los capítulos precedentes al exponer los fantasmas masculino y femenino de castración, las variantes obsesiva y fóbica, así como el fantasma del útero, no corresponden en absoluto a hechos realmente acontecidos. La escena del fantasma de castración no es un hecho real, y pocos de sus detalles hallarán confirmación, por ejemplo, en la conducta observable de un niño frente a la desnudez de una mujer adulta y amada. Una escena semejante tampoco corresponde al relato gráfico que alguno de nuestros pacientes pudiera haber efectuado en sesión. Son raras las ocasiones en que el practicante oye narrar una secuencia fantasmática parecida. Pero entonces, ¿de dónde sacamos esta historia de la castración, que no es ni un hecho real ni un relato que pudiésemos haber oído? Digamos las cosas con toda claridad. Las breves escenas que describíamos y recuadrábamos en nuestro texto como quien enmarca una fotografía, no son sino los dibujos abstractos de un libreto fantasmático concebido e inventado por el psicoanálisis para dar cuenta de la clínica y la práctica con pacientes histéricos y, de manera más general, con neuróticos. Pero entonces, ¿se trata de una caprichosa ensoñación del psicoanalista? ¿En qué se respalda éste, y originariamente el propio Freud, para construir un fantasma semejante, suponerlo en los fundamentos del sufrimiento histérico y afirmar, como lo hicimos nosotros, que este fantasma es la obra inconsciente del propio sujeto?

La legitimidad del fantasma de castración es doble: teórica y práctica. Legitimidad teórica, porque el libreto de la castración según lo hemos descrito guarda una rigurosa coherencia con el conjunto del edificio conceptual del psicoanálisis. El concepto de castración constituye una de las nociones más sólidamente arraigadas en el suelo de la teoría. Pero también, y sobre todo, legitimidad práctica pues ese libreto, a pesar de su cliché de aleluya aparentemente envejecido, se renueva sin cesar en una infinidad de variantes imaginarias que se suceden en el camino de la cura. Una infinidad de imágenes que se verifican continuamente en el trabajo con nuestros pacientes, como fieles expresiones del fantasma de castración que causa su sufrimiento.

Pero, concretamente, ¿qué quiere decir que el dibujo abstracto del libreto de la castración, así como sus imágenes derivadas, se verifican en el trabajo con nuestros pacientes? Significa, en primer lugar que cuando un analizando nos habla y nos comunica sus conflictos y sus quejas, empezamos por comprender el origen inconsciente de su sufrimiento sobre la base, claro está, de nuestro lugar en la transferencia, pero también representándonos mentalmente el dibujo de la escena fantasmática que la teoría nos propone. Que quede bien claro: somos nosotros, los psicoanalistas, quienes en el silencio de la escucha imaginamos mentalmente, en forma de escena,
el origen del sufrimiento experimentado por el neurótico. A la manera de un filtro teórico colocado entre la oreja y la boca del psicoanalista, entre lo que éste escucha y lo que dice, el libreto de la castración revela ser un notable instrumento mental en el trabajo del practicante.
Con todo, debemos formular dos importantes reservas. En primer lugar, la escena gráfica que nos representamos mentalmente mientras el analizando nos habla no reproduce nunca tal cual el dibujo del fantasma de castración establecido por la teoría, y que hemos descrito, sino una de sus infinitas variantes, la que es propia de un momento determinado de la sesión. Después, segunda reserva, se trata de imágenes que el psicoanalista no construye deliberadamente sino que se le imponen de modo espontáneo al ejercer su escucha activa.

Ahora bien, ¿cómo interviene el psicoanalista en función de estas imágenes? Cuando el practicante rompe el silencio de su escucha e interviene, su intervención debe ser considerada como la puesta en palabras de la escena fantasmática que se desplegaba en él mentalmente y que expresaba, en forma gráfica, el origen inconsciente del sufrimiento vivido por su paciente. Claro está que tal puesta en palabras no es nunca una simple descripción de los detalles o el contenido de la escena gráfica. El psicoanalista conserva la imagen en silencio y sólo dice a su analizando aquellas palabras con las que él traduce la significación de la escena. La secuencia podría descomponerse en la siguiente forma:

fantasma inconsciente en el paciente —► sufrimiento vivido por el paciente —► palabras del paciente en sesión —► al escuchar estas palabras, el psicoanalista ve surgir espontáneamente en él una escena gráfica —►traducción mental y silenciosa de la escena por el psicoanalista, considerada como la expresión gráfica del fantasma de castración, causa del sufrimiento del paciente —► comunicación al analizando del resultado de esta traducción interior. En este esperamos la reacción del analizando a nuestra intervención y, al recibirla, podremos confirmar retroactivamente el valor del dibujo teórico del fantasma de castración. Así pues, sólo en el ejercicio de la escucha se podrá confirmar este dibujo como una ficción fecunda de la teoría analítica.



¿Nos será posible circunscribir mejor el lugar de esta escucha visual en la cura? ¿Cómo conceptualizar la función de la imagen en el trabajo del psicoanalista? A las diversas variantes de la acción psicoanalítica como lo son el silencio, las intervenciones explicativas y la interpretación, debemos añadir ahora esa cuarta figura que es la escucha visual. Se verifica en la práctica que ciertas intervenciones psicoanalíticas tan infrecuentes como la interpretación están ligadas, en efecto, a un estado de visión transitoria y fugaz vivido por el psicoanalista. Ya no se trata del silencio preparando una palabra interpretativa, ni de la reconstrucción de elementos de la historia del paciente precediendo a una intervención explicativa, sino cabalmente de una disposición subjetiva del practicante, harto peculiar. La escucha está tan polarizada en el decir de paciente, que el analista no sólo olvida su yo sino que mira lo que escucha. Intentemos describir mejor este fenómeno de una escucha transformada en visión.

Cuando el psicoanalista percibe visualmente lo que oye, podemos suponer que ha tenido lugar una singular identificación entre el analista mismo y la materialidad sonora de las palabras pronunciadas por el analizando. Para que el analista llegue a mirar lo que escucha, fue preciso que él fuera la voz del enunciado; e incluso, más que la voz, fue preciso que él fuese la sonoridad física de la palabra hablada, como si la persona del psicoanalista se hubiese desplazado, a la manera de un objeto erógeno, a través de tres zonas del cuerpo: el oído, la boca y los ojos. Si esquematizamos la secuencia de este curioso desplazamiento, obtendremos:

primero, el analista escucha —► después, al escuchar, olvida su yo —► luego, él mismo se convierte en la materialidad sonora de las palabras pronunciadas —► y, por último, percibe visualmente el origen inconsciente de lo que oye. En síntesis, para mirar en el inconsciente, fue preciso que el sea lo que oye. La secuencia se complica si, por afán de rigor, añadimos que, para un sujeto, mirar significa ser el objeto que él mira. Habría que resumir, pues, diciendo: para mirar, vale decir, para ser lo que él ve, fue preciso que él sea lo que oye. Por supuesto, esta gradación de una escucha transformada en mirada no es sino un artificio explicativo destinado a hacer comprensible el proceso de una experiencia que se produce en la práctica de un modo condensado y compacto. También está claro que presentar este artificio tiene no sólo una ventaja explicativa. Cuando propongo esta gradación como una secuencia que va de la escucha a la mirada, mi objetivo es echar algunos jalones en una búsqueda teórica que debe continuar.

En un texto dedicado a la transferencia,[10] definí la interpretación como un retorno, en el psicoanalista, de lo reprimido inconsciente del analizando. Al igual que la interpretación, la mirada mental del analista puede ser entendida como el retorno en el psicoanalista de lo reprimido inconsciente del analizando. Así pues, la interpretación y la mirada serían dos modos de retorno de lo reprimido, diferenciados por el hecho de que el primero es, fundamentalmente, un modo simbólico de retorno —la interpretación consiste en un decir simbólico—, mientras que el segundo es, fundamentalmente, un modo fantasmático de retorno. En verdad, debería decir que la mirada surgida en el psicoanalista mientras escucha realiza un único deseo, el de la relación analítica misma o, si se prefiere, el de la transferencia inconsciente. En síntesis, el analista mira lo que el paciente desea.

Una bellísima frase de Nietzsche evoca certeramente la disposición visual del analista durante el trabajo de la escucha: "Hay que esperar y prepararse, acechar el brote de manantiales nuevos, estar prontos, en la soledad, para visiones y voces extrañas, reencontrar dentro de sí el Mediodía, tender de nuevo por encima de sí la " claridad, el resplandor y el misterio del cielo de Mediodía."


[1] P. Benoit, "Le saut du psychique au somatique", Psychiatrie franqaise, 5, 85, págs. 13-25.
[2] S. Freud, Cinq psychanalyses, P.U.F., 1981, pág. 18.
[3] S. Freud, Trois Essais sur la théorie sexuelle, Gallimard, 1987, pág. 60.
[4] El concepto de apertura fue ampliamente desarrollado por X. Audouard, La Non-Psychanalyse ou l'ouverture, L'Etincelle, 1984.
[5] Una formulación más pormenorizada del fantasma femenino de castración puede encontrarse en J. -D. Nasio, Enseignement de 7 concepts cruciaux de la psychanaiyse, Rivages, 1988, págs. 23-51.
[6] Théorie et pratique de la psychanalyse, Payot, 1969, págs. 399-405,410, 426-427, 443, 446-448, 450-451.
[7] Ciertamente, la niña investiría sus órganos internos de la misma manera en que el niño inviste su órgano peniano externo. Pero subsiste una interesante cuestión, saber qué diferencia hay entre uno y otro en la manera de percibir, y por consiguiente de investir, sus propios órganos. Como si la niña poseyera una percepción más aguda de sus sensaciones internas (percepción propioceptiva) que el varón; y tal vez, a la inversa, como si el varón fuera más sensible que la niña en la percepción de las formas exteriores.
* Debo mencionar aquí, aunque no me extenderé sobre ello, la existencia de otra categoría de angustia femenina que, según Freud, focaliza el conjunto de las angustias de una mujer: la angustia de perder el objeto de amor.
[8] El lector deseoso de profundizar en la relación topológica entre el adentro y el afuera, puede consultar J. -D. Nasio, Les Yeux de Laure. Le concept d'objet a dans la théorie de J. Latan, Aubier. 1987, págs. 197-202.
[9] En lo tocante al problema de la fobia, el lector podrá consultar el trabajo de Chantal Maillet, rico en proposiciones clínicas, dedicado a la fobia: "Phobies", Patio, 10, 1988, Ed. de l'Eclat.
[10] J. -D. Nasio, "L'inconscient, le transferí et l'interprétation du psychanalyste: une vue lacanienne", Psychanalyse á í'Universüé, 1985, t. 10, na 37, págs. 87-96.

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