domingo, 20 de abril de 2014

Bruno Bettelheim. El niño tiene necesidad de magia.

Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de Hadas. 
El niño tiene necesidad de magia.
Satisfacción sustitutiva frente a reconocimiento consciente
La importancia de la externalización. Pp.53-76

El niño tiene necesidad de magia

 
Tanto los mitos como los cuentos de hadas responden a las eternas preguntas: ¿Cómo es el mundo en realidad? ¿Cómo tengo que vivir mi vida en él? ¿Cómo puedo ser realmente yo? Las respuestas que dan los mitos son concretas, mientras que las de los cuentos de hadas son meras indicaciones; sus mensajes pueden contener soluciones, pero éstas nunca son explícitas. Los cuentos dejan que el niño imagine cómo puede aplicar a sí mismo lo que la historia le revela sobre la vida y la naturaleza humana.
 
El cuento avanza de manera similar a cómo el niño ve y experimenta el mundo; es precisamente por este motivo que el cuento de hadas resulta tan convincente para él. El cuento lo conforta mucho más que los esfuerzos por consolarlo basados en razonamientos y opiniones adultos. El pequeño confía en lo que la historia le cuenta, porque el mundo que ésta le presenta coincide con el suyo. Sea cual sea nuestra edad, sólo serán convincentes para nosotros aquellas historias que estén de acuerdo con los principios subyacentes a los procesos de nuestro pensamiento. Si esto es cierto en cuanto al adulto, que ya ha aprendido a aceptar que hay más de un punto de referencia para comprender el mundo — aunque nos sea difícil, si no imposible, pensar en otro que no sea el nuestro—, lo es especialmente para el niño, puesto que su pensamiento es de tipo animista. Como en todos los pueblos preliterarios y en los que la evolución ha llegado ya a la etapa literaria, «el niño supone que sus relaciones con el mundo inanimado son exactamente iguales que las que tiene con el mundo animado de las personas: acaricia el objeto de su agrado tal como haría con su madre; golpea la puerta que se ha cerrado violentamente ante él». 14
 
Hemos de añadir que el niño acaricia este objeto porque está convencido de que a esta cosa tan bonita le gusta, como a él, ser mimada; y, por otra parte, castiga a la puerta porque cree que ésta le ha golpeado deliberadamente, con mala intención. Tal como Piaget afirma, el pensamiento del niño sigue siendo animista hasta la pubertad. Los padres y los profesores le afirman que las cosas no pueden sentir ni actuar; y por más que intenta convencerse de ello para complacer a los adultos, o para no hacer el ridículo, en el fondo el niño está seguro de la validez de sus propias ideas. Al estar sujeto a las enseñanzas racionales de los otros, el pequeño oculta su «verdadero conocimiento» en el fondo de su alma, permaneciendo fuera del alcance de la racionalidad. Sin embargo, puede ser formado e informado por lo que relatan los cuentos de hadas. Para un niño de ocho años (citando un ejemplo de Piaget), el sol está vivo puesto que da luz (y, podríamos añadir, lo hace porque quiere).
 
Para la mente animista del niño, una piedra está viva porque puede moverse, como ocurre cuando baja rodando por una colina. Incluso un niño de doce años y medio está convencido de que un riachuelo está vivo y tiene voluntad, porque sus aguas fluyen constantemente. Así pues, el sol, la piedra y el agua, para el niño, están poblados de seres parecidos a las personas, por lo tanto, sienten y actúan como éstas. 15 Para el niño no hay ninguna división clara que separe los objetos de las cosas vivas; y cualquier cosa que tenga vida la tiene igual que nosotros. Si no comprendemos lo que nos dicen las rocas, los árboles y los animales, es porque no armonizamos suficientemente con ellos. Para el pequeño que intenta comprender el mundo, es más que razonable esperar respuestas de aquellos objetos que excitan su curiosidad. El niño está centrado en sí mismo y espera que los animales le hablen de las cosas que son realmente importantes para él, como sucede en los cuentos de hadas y como él mismo hace con los animales de verdad o de juguete. Cree sinceramente que los animales entienden y sienten junto a él, aunque no lo demuestren abiertamente. Puesto que los animales vagan libre y tranquilamente por el mundo, es natural que en los cuentos de hadas estos mismos animales guíen al héroe en sus pesquisas que lo conducen a lugares lejanos. Si todo lo que se mueve está vivo, es lógico que el niño piense que el viento puede hablar y arrastrar al héroe hacia donde éste pretende llegar, como en «Al este del sol y al oeste de la luna». 16 En el pensamiento animista no sólo los animales piensan como nosotros, sino que también las piedras están vivas; por lo tanto, el hecho de convertirse en una piedra significa simplemente que este ser tiene que permanecer silencioso e inmóvil durante algún tiempo. Siguiendo el mismo razonamiento, es perfectamente lógico que los objetos, antes silenciosos, empiecen a hablar, a dar consejos y a acompañar al héroe en sus andanzas.
 
Desde el momento en que todas las cosas están habitadas por seres similares a todos los demás (sobre todo al del niño, que ha proyectado su propio espíritu a todas ellas), es totalmente posible que, debido a esta igualdad inherente, los hombres puedan convertirse en animales, o viceversa, como en «La bella y la bestia» o «El rey rana». 17 Si no existe una clara línea divisoria entre las cosas vivas y las cosas muertas, estas últimas pueden convertirse, también, en algo vivo. Cuando los niños buscan, como los grandes filósofos, soluciones a las preguntas fundamentales —«¿Quién soy yo? ¿Cómo debo tratar los problemas de la vida? ¿En qué debo convertirme?»—, lo hacen a partir de su pensamiento animista. Al ignorar el niño en qué consiste su existencia, la primera cuestión que surge es «¿quién soy yo?». Tan pronto como el niño empieza a deambular y explorar, comienza también a plantearse el problema de su identidad.
 
Cuando examina su propia imagen reflejada en el espejo, se pregunta si lo que está viendo es realmente él, o si se trata de otro niño exactamente igual que él, situado detrás del espejo. Intenta, entonces, averiguar, examinándolo, si este otro niño es igual que él en todos los aspectos. Hace muecas, se pone de esta o aquella manera, se aleja del espejo y vuelve a él con un brinco para descubrir si el otro se ha ido o si todavía sigue allí. A los tres años de edad, un niño se ha enfrentado ya con el difícil problema de la identidad personal. El niño se pregunta a sí mismo: «¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo empezó a existir el mundo? ¿Quién creó al hombre y a los animales? ¿Cuál es la finalidad de la vida?».
 
En realidad, se plantea estas cuestiones, no de un modo abstracto, sino tal como le afectan a él. No se preocupa por si existe o no justicia para cada individuo, lo único que le inquieta es saber si él será tratado con justicia. Se pregunta quién o qué le lleva hacia la adversidad, y qué es lo que puede evitar que esto suceda. ¿Existen fuerzas benévolas además de los padres? ¿Son los padres fuerzas benévolas? ¿Cómo debería formarse a sí mismo y por qué? ¿Le queda todavía alguna esperanza si se ha equivocado? ¿Por qué le ha sucedido todo esto? ¿Qué significa esto para su futuro?
 
 Los cuentos de hadas proporcionan respuestas a todas estas cuestiones urgentes, y el niño es consciente de ellas sólo a medida que avanza la historia. Desde el punto de vista adulto, y en términos de la ciencia moderna, las respuestas que ofrecen los cuentos de hadas están más cerca de lo fantástico que de lo real. De hecho, estas soluciones son tan incorrectas para muchos adultos — ajenos al modo en que el niño experimenta el mundo— que se niegan a revelar a sus hijos esa «falsa» información. Sin embargo, las explicaciones realistas son, a menudo, incomprensibles para los niños, ya que éstos carecen del pensamiento abstracto necesario para captar su sentido. Los adultos están convencidos de que, al dar respuestas científicamente correctas, clarifican las cosas para el niño. Sin embargo, ocurre lo contrario: explicaciones semejantes confunden al pequeño, le hacen sentirse abrumado e intelectualmente derrotado.
 
Un niño sólo puede obtener seguridad si tiene la convicción de que comprende ahora lo que antes le contrariaba; pero nunca a partir de hechos que le supongan nuevas incertidumbres. Aunque acepte este tipo de respuestas, el niño llega incluso a dudar de que haya planteado la pregunta correcta. Si la respuesta carece de sentido para él, es que debe aplicarse a algún problema desconocido, pero no al que el niño había hecho referencia. Por ello, es importante recordar que tan sólo resultan convincentes los razonamientos que son inteligibles en términos del conocimiento y preocupaciones emocionales del niño. El hecho de que la tierra flote en el espacio, que gire alrededor del sol atraída por la fuerza de la gravedad sin caer hacia él, del mismo modo que un niño cae al suelo, resulta sumamente confuso para él. El niño sabe, por su propia experiencia, que todo debe apoyarse o sostenerse en algo.
 
Únicamente una explicación basada en este conocimiento le hará sentir que sabe ya algo más acerca de la tierra en el espacio. Y aún más importante, le hará sentirse seguro en la tierra, pues el niño tiene necesidad de creer que este mundo está firmemente sujeto en su sitio. Por esta razón, encuentra una explicación mucho más satisfactoria en un mito que cuenta que la tierra está sostenida por una tortuga, o que un gigante la aguanta. Si un niño acepta como verdadero lo que sus padres le cuentan —que la tierra es un planeta firmemente asentado en su lugar correspondiente gracias a la gravedad—, imaginará que la gravedad no es más que una cuerda. Así, la explicación de los padres no habrá conducido a una mayor comprensión ni a un sentimiento de seguridad. Hace falta una considerable madurez intelectual para llegar a creer que puede haber estabilidad en la vida, cuando el suelo que uno pisa (el objeto más firme que nos rodea y en el que todo se apoya) da vueltas en torno a un eje invisible y a una velocidad increíble; gira alrededor del sol, y para colmo, se desliza por el espacio junto con todo el sistema solar. No he encontrado todavía ningún niño que haya podido comprender, antes de la pubertad, todos estos movimientos combinados, aunque algunos sean capaces de repetir exactamente esta información. Estos niños repiten automáticamente, como un loro, explicaciones que, de acuerdo con su propia experiencia del mundo, no son más que mentiras que han de creer como si fueran ciertas porque lo ha dicho un adulto. Como consecuencia, los niños desconfían de su propia experiencia y, por lo tanto, de sí mismos y de lo que su mente les sugiere.
 
A finales dé 1973, era noticia el cometa Kohoutek. Por aquel entonces, un competente profesor de ciencias explicó el cometa a un reducido grupo de niños considerablemente inteligentes de segundo y tercer grados. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo de papel y había dibujado en él la trayectoria de los planetas alrededor del sol; una elipse de papel, unida al círculo mediante una hendidura, representaba el curso del cometa. Los niños me mostraron el cometa circulando en ángulo respecto a los planetas.
 
Cuando les pregunté, los niños me dijeron que estaban sosteniendo el cometa en sus manos, mostrándome la elipse. Al preguntarles cómo podía estar también en el cielo el cometa que tenían en sus manos, quedaron perplejos. En su confusión se dirigieron a su profesor, quien, cuidadosamente, les explicó que lo que ahora tenían en sus manos, y que habían creado con tanto esfuerzo, no era más que un modelo de los planetas y del cometa. Los niños aseguraron que lo comprendían y, si se les preguntara de nuevo, volverían a dar esta misma respuesta. Pero, así como antes habían contemplado con orgullo este círculo con elipse que sostenían en sus manos, ahora habían perdido todo interés por él. Algunos arrugaron el papel y otros lo tiraron a la papelera. Mientras creyeron que aquellos trozos de papel eran el cometa, planearon todos llevar el modelo a casa para mostrarlo a sus padres, pero ahora ya no tenía ningún significado para ellos.
 
Al intentar que un niño acepte explicaciones científicamente correctas, los padres desestiman, demasiado a menudo, los descubrimientos científicos acerca de cómo funciona la mente del niño. Las investigaciones sobre los procesos mentales infantiles, especialmente las de Piaget, demuestran de modo harto convincente que el niño pequeño no es capaz de comprender los dos conceptos abstractos de permanencia de cantidad, y de reversibilidad; por ejemplo, no pueden entender que la misma cantidad de agua en un recipiente estrecho permanezca a un nivel superior que si la colocamos en otro más ancho, donde el nivel será inferior; así como tampoco ven que la resta es el proceso inverso a la suma. Hasta que no llegue a comprender estos procesos abstractos, el niño podrá experimentar el mundo sólo de modo subjetivo. 18 Las explicaciones científicas requieren un pensamiento objetivo.
 
Las investigaciones, tanto teóricas como experimentales, muestran que ningún niño, por debajo de la edad escolar, es realmente capaz de captar estos dos conceptos, sin los cuales todo pensamiento abstracto resulta imposible. En su más temprana edad, hasta los ocho o diez años, el niño sólo puede desarrollar conceptos sumamente personalizados sobre lo que experimenta. Por ello, es natural que el niño vea la tierra como una madre o una diosa, o por lo menos como una gran morada, ya que las plantas que en ella crecen lo alimentan, al igual que hizo el pecho materno.

Incluso un niño pequeño sabe, de algún modo, que ha sido creado por sus padres; por lo tanto, es muy importante para él averiguar que, a semejanza suya, todos los hombres, vivan donde vivan, han sido creados por una figura sobrehumana no muy diferente de sus padres: algún dios o diosa.
 
Naturalmente, el niño cree que existe algo parecido a los padres, que cuidan de él y le proporcionan todo lo necesario, aunque mucho más poderoso, inteligente y digno de confianza — un ángel de la guarda—, que hace esto mismo en el mundo. Así pues, el niño experimenta el mundo a semejanza de sus padres y de lo que ocurre en el seno de su familia. Los antiguos egipcios, al igual que las criaturas, veían el cielo y el firmamento como un símbolo materno (Nut) que se extendía sobre la tierra para protegerla, cubriéndola serenamente a ella y a los hombres. 19
 
Lejos de impedir que, posteriormente, el hombre desarrolle una explicación más racional del mundo, esta noción ofrece seguridad donde y cuando más se necesita: una seguridad que, llegado el momento, permite una visión verdaderamente racional del mundo. La vida en un pequeño planeta rodeado de un espacio ilimitado es, para el niño, horriblemente solitaria y fría; exactamente lo contrario de lo que, según él, debería ser la vida.
 
Esta es la razón por la que los antiguos necesitaban sentirse protegidos y abrigados por una envolvente figura materna. Despreciar una imagen protectora de este tipo, como simples proyecciones de una mente inmadura, es privar al niño de un aspecto de la seguridad y confort duraderos que necesita. En realidad, la noción de un cielo-madre protector puede coartar a la mente si uno se aferra a ella durante mucho tiempo.
 
Ni las proyecciones infantiles ni la dependencia en las imágenes protectoras —tales como el ángel de la guarda que vela por nosotros cuando estamos dormidos o durante la ausencia de nuestra madre— ofrecen una verdadera seguridad; pero, visto que uno mismo no puede proporcionarse una seguridad completa, es preferible utilizar las imágenes y proyecciones que carecer de seguridad. Si se experimenta durante un período suficientemente largo, esta seguridad (en parte, imaginada) permite al niño desarrollar un sentimiento de confianza en la vida, necesario para poder confiar en sí mismo; dicho sentimiento es básico para que aprenda a resolver sus problemas vitales a través de una creciente capacidad racional.
 
A veces el niño reconoce que lo que ha tomado como literalmente cierto —la tierra como madre— no es más que un símbolo. Por ejemplo, un niño que ha aprendido, gracias a los cuentos de hadas, que lo que al principio parecía un personaje repulsivo y amenazador puede convertirse mágicamente en un buen amigo, está preparado para suponer que un niño extraño, al que teme, puede pasar a ser un compañero deseable en vez de parecer una amenaza. El hecho de creer en la «verdad» del cuento de hadas le da valor para no dejarse acobardar por la forma en que esta persona extraña se le aparece al principio.
 
Cuando recuerda que el héroe de numerosos cuentos triunfa en la vida por atreverse a proteger a una figura aparentemente desagradable, el niño cree que también a él puede sucederle este hecho mágico.
 
He tenido ocasión de observar muchos ejemplos en los que, especialmente al final de la adolescencia, se necesita creer, durante algún tiempo, en la magia para compensar la privación a la que, prematuramente, ha estado expuesta una persona en su infancia debido a la violenta realidad que la ha constreñido. Es como si estos jóvenes sintieran que se les presenta ahora su última oportunidad para recuperarse de una grave deficiencia en su experiencia de la vida; o que, sin haber pasado por un período de creencia en la magia, serán incapaces de enfrentarse a los rigores de la vida adulta.
 
Muchos jóvenes que hoy en día buscan un escape en las alucinaciones producidas por la droga, que se ponen de aprendices de algún gurú, que creen en la astrología, que practican la «magia negra» o que de alguna manera huyen de la realidad, abandonándose a ensueños diurnos sobre experiencias mágicas que han de transformar su vida en algo mejor, fueron obligados prematuramente a enfrentarse a la realidad, con una visión semejante a la de los adultos. El intentar evadirse así de la realidad tiene su causa más profunda en experiencias formativas tempranas que impidieron el desarrollo de la convicción de que la vida puede dominarse de forma realista. Parece que el individuo desea repetir, a lo largo de su vida, el proceso implicado históricamente en la génesis del pensamiento científico.
 
En el curso de la historia, vemos que el hombre se servía de proyecciones emocionales —como los dioses— nacidas de esperanzas y ansiedades inmaduras, para explicar el hombre, su sociedad y el universo; estas explicaciones le prestaban un cierto sentimiento de seguridad. Entonces, poco a poco, gracias a su progreso social, científico y tecnológico, el hombre comenzó a liberarse de su constante temor por la propia existencia. Sintiéndose ya más seguro en el mundo, y también de sí mismo, el hombre pudo empezar a cuestionarse la validez de las imágenes que había utilizado en el pasado como instrumentos explicativos. A partir de aquel momento, las proyecciones «infantiles» del hombre fueron desapareciendo hasta ser sustituidas por explicaciones racionales. Sin embargo, este proceso no se da, de ningún modo, sin fantasías. En períodos intermedios difíciles y de tensión, el hombre vuelve a buscar consuelo en la noción «infantil^; de que él y su lugar de residencia son el centro del universo.

Traducido a términos de conducta humana, cuanto más segura se siente una persona en el mundo, tanto menos necesitará apoyarse en proyecciones «infantiles» — explicaciones míticas o soluciones de cuentos de hadas para los eternos problemas vitales— y más podrá buscar explicaciones racionales. Cuanto más seguro de sí mismo se siente un hombre, tanto menos le cuesta aceptar una explicación que afirme que su mundo tiene muy poca importancia en el cosmos. No obstante, una vez se siente realmente importante en su entorno humano, poco le preocupa ya el papel que su planeta puede desempeñar dentro del universo.
 
Por otra parte, cuanto más inseguro se siente uno de sí mismo y de su lugar en el mundo inmediato, tanto más se retrae, a causa del temor, o se dirige hacia el exterior para conquistar el espacio. Es exactamente lo contrario de explorar sin una seguridad que libere nuestra curiosidad. Por estas mismas razones, un niño, mientras no esté seguro de si su entorno humanó lo protegerá, necesita creer que existen fuerzas superiores que velan por él, como el ángel de la guarda, y que, además, el mundo y su propio lugar en él son de vital importancia. Aquí vemos una cierta conexión entre la capacidad de la familia para proporcionar una seguridad básica y la facilidad del niño para comprometerse en investigaciones racionales al ir haciéndose mayor. Antes, cuando los padres creían ciegamente que las historias bíblicas resolvían el enigma y objetivo de nuestra existencia, resultaba mucho más sencillo el procurar que el niño se sintiera seguro. Se suponía que la Biblia contenía la respuesta a las cuestiones más acuciantes: en ella el hombre aprendía todo lo que necesitaba para comprender el mundo, la creación y, sobre todo, cómo comportarse en él.
 
En el mundo occidental, la Biblia proporcionó también arquetipos para la imaginación del hombre. Pero por muy rica que fuera la Biblia en historias, éstas no eran, incluso durante las épocas más religiosas, lo suficientemente adecuadas como para colmar todas las necesidades psíquicas del hombre. Ello se debe a que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento y las historias de los santos brindan respuestas a cuestiones sobre cómo llevar una vida virtuosa, pero sin ofrecer, en ningún momento, soluciones a los problemas planteados por la parte más enigmática de nuestra personalidad. Las historias bíblicas sugieren una única solución a estos aspectos asociales del inconsciente: la represión de estos (inaceptables) impulsos. Los niños, al no tener las presiones del ello bajo el control consciente, necesitan historias que les permitan, como mínimo, satisfacer estas tendencias «perversas» en su fantasía, e imaginar modelos específicos para sublimarlas.-

 Explícita e implícitamente, la Biblia nos habla de las exigencias de Dios para con los hombres. Aun cuando se nos diga que causa mayor regocijo la conversión de un pecador que la virtud de un hombre que nunca erró, el mensaje es que debemos llevar una vida recta, sin tomar cruel venganza en aquellos a quienes odiamos. Tal como se nos muestra en la historia de Caín y Abel, en la Biblia no se profesa simpatía alguna por las angustias de la rivalidad fraterna; solamente hallamos el aviso de que, si influimos en ella, las consecuencias pueden ser devastadoras. Sin embargo, lo que más necesita el niño, cuando se encuentra acosado por los celos de su hermano, es el permiso para poder sentir que lo que él experimenta está plenamente justificado por la situación en la que se halla.
 
Para soportar los remordimientos de la envidia, el niño ha de ser animado a inventar fantasías en las que, algún día, llegará a superar su conflicto; entonces podrá ya dominar la situación, puesto que está convencido de que el futuro arreglará las cosas de modo justo. Ante todo, el niño precisa del crecimiento, del duro trabajo y de la madurez para mantener la frágil creencia de que, así, llegará algún día a alcanzar la victoria definitiva. Si sabe que sus actuales sufrimientos serán recompensados en el futuro, no tiene por qué actuar impulsado por los celos que siente en este momento, como hizo Caín. Los cuentos de hadas, como las historias bíblicas y los mitos, componen la literatura que ha educado a todo el mundo —tanto niños como, adultos— durante casi toda la existencia humana. Muchas de las historias contenidas en la Biblia son comparables a los cuentos de hadas, si exceptuamos el hecho de que Dios es el tema central.
 
En el relato de Jonás y la ballena, por ejemplo, Jonás intenta huir de las demandas de su super-yo (de su conciencia) para que luche contra la inmoralidad de las gentes de Nínive. Las vicisitudes por las que pasa su personalidad son, como en la mayoría de los cuentos de hadas, un arriesgado viaje en el que él mismo debe ponerse a prueba. Este viaje de Jonás a través del mar lo conduce al vientre de un enorme pez. Allí, ante aquel inmenso peligro, Jonás descubre una moral más elevada, un yo superior, y, renaciendo así prodigiosamente, vuelve dispuesto ya a enfrentarse a las rigurosas exigencias de su super-yo. No obstante, este renacimiento solo no completa su verdadera existencia humana: el no ser esclavo del ello ni del principio del placer (eludiendo arduas tareas al intentar escapar de su influencia) ni del super-yo (deseando la destrucción de la ciudad inmoral) significa haber alcanzado la verdadera libertad, una identidad superior. Jonás sólo consigue su completa calidad humana después de liberarse de las instancias de su mente. Al abandonar la ciega obediencia al ello y al super-yo, logra reconocer la sabiduría de Dios juzgando al pueblo de Nínive, no según las estructuras rígidas del super-yo de Jonás, sino de acuerdo con las debilidades humanas.

 
Satisfacción sustitutiva frente a reconocimiento consciente

 Como todas las grandes artes, los cuentos de hadas deleitan e instruyen al mismo tiempo; su don especial es que lo hacen en términos que afectan directamente a los niños. En el momento en que estas historias tienen un mayor significado para el niño, el problema más importante que éste tiene es poner orden en el caos interno de su mente, de manera que pueda entenderse mejor a sí mismo; lo que debe preceder necesariamente a todo intento de congruencia entre lo que percibe y el mundo externo. Las historias «verdaderas» acerca del mundo «real» pueden proporcionar, a menudo, una útil e interesante información. No obstante, la manera en que se desarrollan estas historias es tan ajena al modo en que funciona la mente del niño antes de llegar a la pubertad, como lo son, a su vez, los acontecimientos sobrenaturales del cuento de hadas respecto al modo en que la mente madura concibe el mundo.

 Las historias estrictamente realistas van contra las experiencias internas del niño; él les prestará atención y quizá pueda obtener algo de ellas, pero nunca extraerá ningún significado personal que trascienda su contenido evidente. Dichas historias informan sin enriquecer, cosa que, por desgracia, vale también para gran parte de lo que se aprende en la escuela. El conocimiento real de los hechos sólo beneficia a la personalidad total cuando se convierte en «conocimiento personal».*20

*«El acto de conocer incluye una apreciación, un coeficiente personal que da forma a todo conocimiento real», escribe Michael Polanyi. Si un importante científico tiene que confiar en un grado considerable de «conocimiento personal», parece evidente que los niños no podrán adquirir un conocimiento verdaderamente significativo para ellos, si antes no le  han dado forma mediante la introducción de sus coeficientes personales

El negar las historias realistas a los niños sería tan estúpido como prohibir los cuentos de hadas; hay un lugar importante para cada uno de ellos en la vida del niño. Las historias realistas resultan, por sí solas, algo completamente inútil. Sin embargo, cuando se combinan con una orientación amplia y psicológicamente correcta referida a los cuentos, el niño recibe una información  se dirige a las dos partes de su personalidad en desarrollo: la racional y la emocional. Los cuentos de hadas tienen algunos rasgos parecidos a los de los sueños, pero no a los sueños de los niños, sino a los de los adolescentes o adultos. Por muy sobrecogedores e incomprensibles que sean los sueños de un adulto, todos sus detalles tienen sentido cuando se analizan, y permiten que el que sueña comprenda lo que atormenta a su inconsciente. Al examinar los propios sueños, una persona puede llegar a comprenderse mucho mejor a sí misma, a través de la captación de aspectos de su vida mental a los que no había prestado atención o que habían sido distorsionados, negados o ignorados anteriormente.
 
Al tener en cuenta el importante papel que estos deseos, necesidades, pulsiones y ansiedades inconscientes juegan en la conducta, la nueva percepción de sí misma que una persona consigue a partir de sus sueños le permite obtener unos resultados mucho más valiosos. Los sueños de los niños son muy sencillos: satisfacen sus deseos y dan forma tangible a sus ansiedades. Por ejemplo, un niño sueña que un animal devora a una persona o que lo golpea brutalmente. Los sueños de un niño tienen un contenido inconsciente apenas alterado por su yo; las funciones mentales superiores casi no intervienen en la elaboración del sueño. Por esta razón, los niños no pueden ni deben analizar sus sueños.
 
El yo de un niño todavía es débil y está en proceso de formación. Particularmente antes de la edad escolar, el niño tiene que luchar continuamente para evitar que las presiones de sus deseos se impongan sobre su personalidad total; debe librar una batalla en contra de los poderes del inconsciente, de la que, a menudo, sale derrotado. Esta lucha, que nunca está ausente por completo de nuestras vidas, sigue siendo, en la adolescencia, una batalla sin resolver, a pesar de que, con el paso del tiempo, tenemos que luchar también contra las tendencias irracionales del super-yo. A medida que vamos creciendo, las tres instancias de la mente—ello, yo y super-yo— se articulan y se separan una de otra cada vez con mayor claridad, pudiendo cada una de ellas interrelacionarse con las otras dos, sin que el inconsciente se imponga al consciente. Las acciones del yo para controlar al ello y al super-yo son cada vez más variadas, y los esfuerzos que los individuos mentalmente sanos llevan a cabo, en el curso normal de las cosas, ejercen un control efectivo sobre su interacción. Sin embargo, cuando el inconsciente de un niño pasa a primer plano, domina inmediatamente a la personalidad total.
 
Lejos de fortalecerse al reconocer el contenido caótico del inconsciente, el yo del niño se debilita con este contacto directo, puesto que se ve totalmente dominado. Por esta razón debe el niño externalizar sus procesos internos si quiere captarlos, por no decir controlarlos. Tiene que distanciarse, de alguna manera, del contenido de su inconsciente, viéndolo así como algo externo, para conseguir algún dominio sobre él. En el juego normal, se usan objetos, como muñecas y animales de trapo, para encarnar diversos aspectos de la personalidad del niño que son demasiado complejos, inaceptables y contradictorios para poder manejarlos. Esto hace posible que el yo del niño domine de algún modo estos elementos, cosa que no puede hacer cuando las circunstancias le exigen o le obligan a reconocerlos como proyecciones de sus propios procesos internos.
 
Algunas pulsiones inconscientes de los niños pueden expresarse mediante el juego. Algunas, sin embargo, no lo permiten porque son demasiado complejas y contradictorias, o demasiado peligrosas y no aceptadas socialmente. Por ejemplo, los sentimientos del Genio cuando se le encierra en la tinaja, como hemos visto antes, son tan ambivalentes, violentos y potencialmente destructivos, que un niño no podría comprenderlos hasta el punto de externalizarlos mediante los mismos, y porque las consecuencias serían, quizá, demasiado peligrosas. En este caso, el conocimiento de los cuentos de hadas es una gran ayuda para el niño, puesto que representa muchas de estas historias en sus juegos.
 
No obstante, sólo podrá hacerlo después de haberse familiarizado con ellas, ya que él mismo no hubiera podido inventarlas. Por ejemplo, a la mayoría de los niños les encanta representar la «Cenicienta», aunque sólo después de que el cuento ha pasado ya a formar parte de su mundo imaginario, incluyendo, especialmente, el final feliz que soluciona la enorme rivalidad fraterna. Es imposible que un niño pueda imaginar que será rescatado o que aquellos que él está convencido que le desprecian y que tienen un poder sobre él llegarán a reconocer su superioridad. No es probable que una chica, que en un momento determinado está convencida de que su madre (madrastra) perversa es la causa de todos sus males, pueda imaginar, por sí sola, que todo va a cambiar súbitamente. Pero cuando se le sugiere la idea a través de «Cenicienta», puede llegar a creer que en cualquier momento una (hada) madrina bondadosa vendrá a salvarla, puesto que el cuento le dice, de manera convincente, que así será.
 
Un niño puede dar forma a sus deseos profundos, de manera indirecta, prodigando cuidados a un juguete o a un animal real como si fuera un niño, en el caso del deseo edípico de tener un hijo con la madre o el padre. Al hacer esto, el niño satisface, a través de la externalización del deseo, una necesidad experimentada intensamente. El hecho de ayudar al niño a ser consciente de lo que la muñeca o el animal representan para él, y de lo que está expresando en su juego —como ocurre con la interpretación psicoanalítica del material del sueño de un adulto—, produce en el niño una confusión que no puede resolver a su edad. La razón es que el pequeño no posee todavía un sentido de identidad lo suficientemente estable. Antes de que se afirme una identidad masculina o femenina, el reconocimiento de deseos complicados, destructivos o edípicos, contrarios a una identidad sólida, pueden debilitarla o incluso destruirla.
 
A través del juego con una muñeca o con un animal, un niño puede satisfacer, de manera sustitutiva, el deseo de dar a luz o de cuidar un bebé; y esto puede hacerlo tanto un niño como una niña. No obstante, contrariamente a lo que ocurre con las niñas, un niño sólo podrá obtener una gratificación psicológica jugando a muñecas en tanto no se le hagan reconocer los deseos inconscientes que satisface con ello. Se puede aducir que sería positivo que los niños reconocieran conscientemente este deseo de dar a luz. Opino que el hecho de que un niño sea capaz de influir sobre su deseo inconsciente, jugando a muñecas, es bueno para él y debería aceptarse como algo positivo. Esta externalización de pulsiones inconscientes puede ser muy valiosa, pero se convierte en algo peligroso si el reconocimiento del significado inconsciente de la conducta llega a la conciencia antes de haberse alcanzado una madurez suficiente como para sublimar los deseos que no se pueden satisfacer en la realidad. Algunas muchachas se sienten ligadas a los caballos; juegan con caballos de juguete y elaboran complicadas fantasías acerca de los mismos.
 
Cuando crecen, y tienen ocasión de hacerlo, sus vidas parecen girar alrededor de caballos reales, a los que cuidan con mucho cariño y de los que parecen inseparables. La investigación psicoanalítica ha puesto en evidencia que esta compleja relación con los caballos puede expresar diversas necesidades emocionales que la chica intenta satisfacer. Por ejemplo, al dominar a este poderoso animal, puede llegar a sentir que controla al macho, a la sexualidad animal que está dentro de ella. Imaginemos qué sucedería con el placer que una chica siente al montar (teniendo en cuenta el respeto que siente por sí misma), si llegara a ser consciente del deseo que expresa con su acción. Se destruiría, se la habría despojado de una sublimación inofensiva y placentera, y quedaría reducida, a sus propios ojos, a una persona despreciable. Al mismo tiempo, sentiría una intensa presión para intentar encontrar una salida adecuada a tales pulsiones internas y, por lo tanto, es posible que no consiguiera dominarlas.

 En cuanto a los cuentos de hadas, se puede decir que el niño que no se pone en contacto con esta literatura tiene tanta mala suerte como la chica, deseosa de descargar sus pulsiones internas mediante los caballos, a la que se priva de este placer inocente. Un niño que llega a ser consciente de lo que representan las figuras de los cuentos en su propia psicología se ve despojado de un recurso que necesita y se siente como destruido cuando se da cuenta de los deseos, ansiedades y sentimientos negativos que lo invaden.
 
Como hemos visto en el ejemplo de los caballos, también los cuentos de hadas pueden ser muy útiles para el niño; incluso pueden hacer que una vida insoportable adquiera el aspecto de algo que vale la pena, con tal de que el niño no sepa lo que tales historias significan para él, desde el punto de vista psicológico. Aunque un cuento tenga algunos rasgos parecidos a los de los sueños, su gran ventaja respecto a éstos es que tiene una estructura consistente, con un principio bien definido y un argumento que avanza hacia una solución final satisfactoria. El cuento de hadas tiene también otras ventajas importantes comparadas con las fantasías individuales. Una de ellas es el hecho de que, sea cual sea el contenido de un cuento —que puede correr paralelo a las fantasías íntimas del niño, tanto si son edípicas, como sádicas y vengativas, o de desprecio hacia un progenitor—, se puede hablar abiertamente de los cuentos, porque el niño no necesita guardar el secreto de sus sentimientos sobre lo que ocurre en la historia, ni sentirse culpable por disfrutar de estos pensamientos. El cuerpo del héroe del cuento de hadas puede llevar a cabo verdaderos milagros.
 
Al identificarse con él, cualquier niño puede compensar con su fantasía, y a través de la identificación, todos los déficits, reales o imaginarios, de su propio cuerpo. Puede tener la fantasía de que también él, al igual que el héroe, es capaz de subir hasta el cielo, de derribar gigantes, de cambiar su apariencia, de convertirse en la persona más poderosa o hermosa del mundo; en resumen, puede hacer que su cuerpo sea y haga todo lo que él desee. Después de haber satisfecho sus deseos más intensos mediante la fantasía, el niño puede sentirse mucho más conforme con su propio cuerpo. El cuento proyecta incluso esta aceptación de la realidad por parte del niño, porque, aunque a lo largo de la historia se vayan produciendo transfiguraciones extraordinarias en el cuerpo del héroe, éste se convierte de nuevo en un simple mortal cuando la lucha ha terminado. Al acabar la historia, ya no se menciona la belleza o la fuerza sobrenatural del protagonista, cosa que no sucede con el héroe mítico, que conserva para siempre sus características sobrehumanas.
 
Una vez que el héroe del cuento ha alcanzado su verdadera identidad al final de la historia (y, con ello, la seguridad interna en sí mismo, en su cuerpo, su vida y su posición en la sociedad), es feliz de la manera que es, y, en todos los aspectos, deja de ser algo extraordinario. Para que el cuento consiga resultados positivos en cuanto a externalización, el niño no debe percibir las pulsiones inconscientes a las que responde cuando hace de las soluciones de la historia las suyas propias. El cuento empieza cuando el niño se encuentra en un momento de su vida, en el que permanecería fijado sin la ayuda de la historia: los sentimientos serían negados, rechazados o degradados.

 Entonces, usando procesos de pensamiento que le son propios —contrariamente a la racionalidad del adulto—, la historia le abre unas espléndidas perspectivas que permiten al niño superar las sensaciones momentáneas de completa desesperación. Para creerse la historia y para hacer que su apariencia optimista pase a formar parte de su experiencia del mundo, el niño necesita oírla muchas veces. Si además la escenifica, esto la hace mucho más «verdadera» y «real» El niño siente cuál de los muchos cuentos es real para su situación interna del momento (a la que es incapaz de enfrentarse por sí solo), y siente también cuándo la historia le proporciona un punto de apoyo en que basarse cuando tiene un problema complejo. Pero este reconocimiento casi nunca se hace inmediatamente después de haber oído el cuento por primera vez, puesto que algunos de sus elementos son demasiado extraños, cosa necesaria para dirigirse a las emociones más íntimas. Un niño será capaz de sacar el máximo provecho de lo que la historia le ofrece en cuanto a comprensión de sí mismo y en cuanto a su experiencia del mundo, sólo después de haberlo oído repetidas veces y de haber dispuesto del tiempo y de las oportunidades suficientes para hacerlo. Sólo entonces las asociaciones libres del niño referentes a la historia le proporcionarán su propio significado personal del cuento y le ayudarán, así, a enfrentarse a los problemas que lo torturan. Cuando un niño oye un cuento por primera vez, no puede, por ejemplo, atribuirse el papel de una figura del sexo opuesto.

 Se requiere tiempo y una elaboración personal para que una chica pueda identificarse con Jack en «Jack y las habichuelas mágicas» y un chico ponerse en el lugar de «Nabiza». *

*En este punto los cuentos se pueden comparar una vez más con los sueños, aunque tenga que hacerse con un cuidado extremo puesto que el sueño es la expresión más personal del inconsciente y de las experiencias de una persona concreta, mientras que el cuento es la forma imaginaria que han tomadolos problemas humanos más o menos universales, al ir pasando, dichas historias, de generación en generación.El significado de un sueño que vaya más allá de las meras fantasías de satisfacción de deseos casi nunca se puede comprender la primera vez que se evoca. Los sueños que son el resultado de complejos procesos inconscientes necesitan una profunda reflexión antes de llegar a una comprensión de su significado latente. Para encontrar un sentido profundo a lo que en un principio parecía absurdo o muy sencillo, se requieren cambios de énfasis, una meditación repetida y detallada sobre todas las características del sueño, ordenándolas de manera distinta a como se recuerdan, además de muchas otras cosas. Sólo cuando observamos repetidamente los rasgos, que antes parecían confusos ,insustanciales, imposibles o incluso absurdos, empezamos a captar las claves básicas que nos permiten comprender el sueño. Para que un sueño llegue a su significado profundo, debemos acudir, a menudo, a otro material imaginativo para completar su comprensión. Por esta razón recurrió Freud a los cuentos de hadas al intentar dilucidar los sueños del Hombre Lobo.

En psicoanálisis, las asociaciones libres constituyen un método para conseguir claves adicionales que nos permitan llegar al significado de uno u otro detalle. También en los cuentos de hadas son necesarias las asociaciones del niño para que la historia adquiera su máxima importancia a nivel personal. Asimismo otros cuentos que el niño haya oído le proporcionarán un material adicional de fantasía y tendrán un mayor significado para él.

He conocido niños que, después de contarles un cuento, decían «me gusta», y por eso sus padres les contaban otro, pensando que este nuevo cuento aumentaría su placer. Pero el comentario del niño expresa, probablemente, una vaga sensación de que esta historia tiene algo importante que decirle, algo que se escapará si no se le repite el relato y no se le da tiempo a captarlo. Si los pensamientos del niño se dirigen, de manera prematura, hacia una nueva historia, se puede anular el impacto de la primera; mientras que si se tarda más en hacerlo, este impacto puede aumentarse. Cuando se leen cuentos a los niños, en clase o en la biblioteca durante la hora de estudio, los críos parecen fascinados. Pero, a menudo, no se les da la oportunidad de reflexionar sobre los relatos ni de reaccionar de ninguna manera; se les hace empezar inmediatamente otra actividad o bien se les cuenta una historia diferente, que diluye o destruye la impresión que había causado el primer cuento.
 
Al hablar con los niños después de una experiencia así, parece que no se le hubiera contado ninguna historia puesto que no les ha hecho efecto alguno. Pero cuando el narrador da tiempo a los niños para meditar sobre el relato, para sumergirse en la atmósfera que se les crea al oírlo, y cuando se les anima a hablar de ello, la conversación revela que el cuento ofrece muchas posibilidades desde el punto de vista emocional e intelectual, por lo menos para un gran número de niños. Al igual que se hacía con los pacientes de la medicina hindú, a los que se pedía que reflexionaran sobre un cuento para encontrar una solución a la confusión interna que obnubilaba sus pensamientos, también debe concederse al niño la oportunidad de apropiarse poco a poco de un cuento, aportando sus propias asociaciones en y dentro de él. Esta es la razón por la que los libros de cuentos con ilustraciones, que prefieren actualmente tanto los adultos como los niños, no sirven para satisfacer las necesidades de éstos. Las ilustraciones distraen más que ayudan.
 
Los estudios de libros ilustrados demuestran que los dibujos apartan del proceso de aprendizaje más de lo que contribuyen a él, porque estas imágenes dirigen la imaginación del niño por derroteros distintos de cómo él experimentaría la historia. Este tipo de cuentos pierde gran parte del contenido del significado personal que el niño extraería al aplicar únicamente sus asociaciones visuales a la historia, en lugar de las del dibujante. 22 Tolkien pensaba también que «aunque sean buenas por sí mismas, las ilustraciones no favorecen a los cuentos... Si un relato dice, "subió a una colina y vio un río en el valle", el ilustrador puede captar, o casi captar, su propia visión de esa escena, pero todo el que escucha estas palabras tendrá su propia imagen, formada por todas las colinas, ríos y valles que haya visto, pero, especialmente, por La Colina, El Río y El Valle que fueron para él la primera encarnación de dicha palabra». 23
 
Por esta razón, un cuento pierde gran parte de su significado personal cuando se da cuerpo a sus personajes y acontecimientos, no a través de la imaginación del niño, sino de la del dibujante. Los detalles concretos, procedentes de su vida particular, con los que la mente del oyente ilustra una historia que lee o que se le cuenta, hacen de la historia una experiencia mucho más personal. Tanto los adultos como los niños prefieren que otra persona se encargue de la tarea de imaginar la escena del relato. Pero si permitimos que un dibujante determine nuestra imaginación, la historia deja de ser nuestra y pierde gran parte de su significado personal. Cuando preguntamos a los niños, por ejemplo, qué aspecto tiene el monstruo de una historia, se producen las variantes más diversas: grandes figuras parecidas a seres humanos, unas parecidas a animales, otras que combinan ciertas características humanas y animales, etc.; y cada uno de estos detalles tiene un gran significado para la persona que creó en su mente esta realización imaginativa concreta. Sin embargo, perdemos este significado si vemos el monstruo tal como lo pintó el artista a su manera, limitado a su imaginación, que es mucho más completa comparada con nuestra propia imagen, vaga e indeterminada. Puede ser que, entonces, la idea del monstruo nos deje completamente impasibles, que no tenga nada importante que comunicarnos o bien que nos aterrorice sin evocar ningún significado profundo más allá de la ansiedad.

 La importancia de la externalización

 Personajes y acontecimientos fantásticos

La mente de un niño contiene una colección de impresiones que, a menudo, crece rápidamente, están mezcladas y sólo parcialmente integradas: algunas constituyen aspectos de la realidad vistos con acierto, pero la mayoría de estos elementos están dominados por la fantasía. Ésta llena las grandes lagunas de la comprensión infantil, debidas a la falta de madurez de su pensamiento y a la carencia de información adecuada. Otras distorsiones son consecuencia de pulsiones internas que llevan a interpretaciones equivocadas de las percepciones del niño. El niño normal empieza a fantasear con algún segmento de la realidad, observado más o menos correctamente, que pueda evocar en él necesidades o ansiedades tan fuertes hasta el punto de verse arrastrado por ellas. Las cosas, a menudo, se confunden en su mente de tal manera que el niño es totalmente incapaz de ordenarlas.
 
Pero se necesita un método para que esta incursión en la fantasía nos devuelva a la realidad, no más débiles, sino más fuertes. Los cuentos de hadas, siguiendo el mismo proceso que la mente infantil, ayudan al niño porque le muestran la comprensión que puede surgir y, de hecho surge, de toda esta fantasía. Estas historias, al igual que la imaginación del niño, empiezan normalmente de una manera realista: una madre que envía a su hija a visitar a la abuela («Caperucita Roja»); los problemas de una pareja para dar de comer a sus hijos («Hansel y Gretel»); un pescador que intenta, en vano, atrapar algún pez («El pescador y el genio»). Es decir, el relato comienza con una situación real y, de alguna manera, problemática. Un niño, enfrentado a los problemas y hechos sorprendentes de cada día, es estimulado por su educación a entender el cómo y el porqué y a buscar salidas válidas a estas situaciones. No obstante, puesto que su racionalidad tiene todavía poco control sobre su inconsciente, la imaginación del niño lo domina bajo la presión de sus emociones y conflictos no resueltos. Cuando surge su capacidad de razonamiento, se ve pronto invadida por ansiedades, esperanzas, temores, deseos, amor y odio, que se entrometen en todo lo que el niño empieza a pensar.
 
El cuento de hadas, aunque pueda chocar con el estado psicológico de la mente infantil —con sentimientos de rechazo cuando se enfrenta a las hermanastras de Cenicienta, por ejemplo—, no contradice nunca su realidad física. Es decir, un niño nunca tiene que sentarse entre cenizas, como Cenicienta, ni es abandonado deliberadamente en un frondoso bosque, como Hansel y Gretel, porque una realidad física similar sería demasiado terrorífica para el niño y «perturbaría la comodidad del hogar», mientras que el hecho de dar este bienestar es, precisamente, uno de los objetivos de los cuentos.
 
El niño que está familiarizado con los cuentos de hadas comprende que éstos le hablan en el lenguaje de los símbolos y no en el de la realidad cotidiana. El cuento nos transmite la idea, desde su principio y, a través del desarrollo de su argumento, hasta el final, de que lo que se nos dice no son hechos tangibles ni lugares y personas reales. En cuanto al niño, los acontecimientos de la realidad llegan a ser importantes a través del significado simbólico que él les atribuye o que encuentra en ellos. «Érase una vez», «en un lejano país», «hace más de mil años», «cuando los animales hablaban», «érase una vez un viejo castillo en medio de un enorme y frondoso bosque», estos principios sugieren que lo que sigue no pertenece al aquí y al ahora que conocemos. Esta deliberada vaguedad de los principios de los cuentos de hadas simboliza el abandono del mundo concreto de la realidad cotidiana. Viejos castillos, oscuras cuevas, habitaciones cerradas en las que está prohibida la entrada, bosques impenetrables, sugieren que algo oculto nos va a ser revelado, mientras el «hace mucho tiempo» implica que vamos a aprender cosas sobre acontecimientos de tiempos remotos. Los Hermanos Grimm no hubieran podido empezar su colección de cuentos con una frase más significativa que la que da comienzo a su primer relato «El rey rana».
 
Dice así: «En tiempos remotos, cuando bastaba desear una cosa para que se cumpliera, vivía un rey, cuyas hijas eran muy hermosas; la más pequeña era tan bella que el sol, que ha visto tantas cosas, se quedaba extasiado cada vez que iluminaba su cara». Este principio localiza la historia en una época típica de los cuentos: tiempo remoto en que creíamos que nuestros deseos podían, si no mover montañas, sí por lo menos cambiar nuestro destino; y en que, bajo nuestra perspectiva animista del mundo, el sol tomaba en cuenta, y reaccionaba ante los acontecimientos terrenales. La belleza sobrenatural de la muchacha, el cumplimiento de los deseos y el ensimismamiento del sol representan la absoluta singularidad de este hecho. Estas son las coordenadas que sitúan la historia no en el tiempo y el espacio de la realidad externa, sino en un estado mental, característico de la juventud. Al ocupar ese lugar, el cuento puede cultivar este aspecto mejor que ninguna otra clase de literatura.
 
Muy pronto acontecen hechos que muestran que la lógica y las razones normales se detienen, al igual que sucede con nuestros procesos inconscientes, allí donde se dan los acontecimientos más remotos, singulares y alarmantes. El contenido del inconsciente es, a la vez, algo oculto pero familiar, algo oscuro pero atractivo, que origina la angustia más intensa así como la esperanza más desorbitada. No está limitado por un tiempo o un espacio específicos; ni siquiera por una secuencia lógica de hechos, como lo definiría nuestra racionalidad. Sin que nos demos cuenta, el inconsciente nos lleva a los tiempos más lejanos de nuestras vidas. Los lugares más extraños, remotos, distantes, de los que nos habla el cuento, sugieren un viaje hacia el interior de nuestra mente, hacia los reinos de la inconsciencia y del inconsciente.
 
A partir de un principio normal y corriente, la historia se lanza a acontecimientos fantásticos. Pero, por muy grandes que sean los rodeos, el proceso del relato no se pierde, cosa que sucede fácilmente con un sueño o con la mente confusa del niño. El cuento embarca al pequeño en un viaje hacia un mundo maravilloso, para después, al final, devolverlo a la realidad de la manera más reconfortante.
 
Le enseña lo que el niño necesita saber en su nivel de desarrollo: el permitir que la propia fantasía se apropie de él no es perjudicial, puesto que no se queda encerrado en ella de modo permanente.
 
Cuando la historia termina, el héroe vuelve a la realidad, una realidad feliz pero desprovista de magia.
 
De la misma manera que nos despertamos de nuestros sueños más dispuestos a emprender las tareas de la realidad, el cuento termina también cuando el héroe vuelve, o es devuelto, al mundo real, más preparado para enfrentarse con la vida. Las recientes investigaciones sobre los sueños han demostrado que una persona a la que no se le permite soñar, aunque pueda dormir, acaba por no poder manejar la realidad; sufre perturbaciones emocionales porque es incapaz de expresar en sueños los problemas inconscientes que la obsesionan. 24 Quizás algún día lleguemos a demostrar experimentalmente este mismo hecho con respecto a los cuentos: los niños se sienten todavía mucho peor cuando se les priva de lo que estos relatos pueden ofrecerles porque les ayudan a expresar, a través de la fantasía, sus pulsiones inconscientes. Si los sueños infantiles fueran tan complejos como los de los adultos normales e inteligentes, cuyo contenido latente está muy elaborado, los niños necesitarían mucho menos de los cuentos. Por otro lado, si los adultos, de niños, no tuvieran esas historias, sus sueños serían menos ricos en contenido y significado y no les servirían para recuperar su capacidad de enfrentarse a la vida. El niño, mucho más inseguro que el adulto, exige la certeza de que el hecho de necesitar la fantasía y de no poder dejar de sentir ese deseo no es una deficiencia.
 
Cuando un padre cuenta historias a su hijo, le está demostrando que considera que sus experiencias internas, expresadas en los cuentos, son algo que vale la pena, algo legítimo y de alguna manera incluso «real». Esto le da al niño la sensación de que, puesto que el padre ha aceptado sus experiencias internas como algo real e importante, él —en consecuencia— es real e importante. Un niño, en estas circunstancias, se sentirá más tarde como Chesterton, que escribió: «Mi primera y última filosofía, aquella en la que creo a ciegas, fue la que aprendí en el parvulario…, las cosas en que antes creía y en las que más creo ahora son los cuentos de hadas». La filosofía que Chesterton y cualquier niño puede deducir de los cuentos es «que la vida no es sólo un placer sino también una especie de extraño privilegio».
 
Es una idea sobre la vida muy distinta de la que proporcionan las historias «fieles-a-la-realidad», pero mucho más capaz de ayudar al que se encuentra inmerso en las dificultades de la vida. En el capítulo de la obra Orthodoxy, del que he extraído la cita anterior y que se titula «La Ética del País de las Maravillas», Chesterton acentúa la moral inherente a los cuentos de hadas. «Tenemos la lección caballerosa de "Jack, el matador de gigantes", que nos dice que los gigantes tienen que matarse porque son gigantescos. Es una insubordinación activa en contra del orgullo como tal... Tenemos la lección de "Cenicienta" que es la misma del Magnificat —exaltavit humiles (exaltó a los humildes).
 
Nos encontramos asimismo la gran lección de "La bella y la bestia" que dice que una cosa ha de amarse antes de poder amarla... Estoy interesado por una cierta manera de ver la vida que me proporcionaron los cuentos de hadas.» Cuando Chesterton dice que los cuentos son «cosas completamente razonables», habla de ellos como experiencias, como reflejos de la experiencia interna, no de la realidad; y es así como el niño los entiende. 25 A partir de los cinco años, aproximadamente —la edad en que los cuentos adquieren su pleno sentido—, ningún niño normal cree que estas historias sean reales. Una chiquilla disfruta imaginando que es una princesa que vive en un castillo y elabora fantasías de que lo es, pero cuando su madre la llama para ir a comer, sabe que no es una princesa. Y aunque los arbustos de un parque puedan verse, a veces, como un bosque oscuro y frondoso, llenos de secretos ocultos, el niño es consciente de lo que es en realidad, lo mismo que una niña sabe que su muñeca no es un bebé de carne y hueso aunque la llame así y la trate como tal.
 
Es muy probable que el niño se sienta confundido, en cuanto a lo que es real y a lo que no, frente a los relatos que están más cerca de la realidad, porque empiezan en la sala de estar o en el patio de una casa en lugar de la cabaña de un pobre leñador en un gran bosque; y cuyos personajes son mucho más parecidos a los padres del niño que a unos leñadores muertos de hambre, a reyes o a reinas; pero que mezclan estos elementos realistas con otros fantásticos y de realización de deseos. Estas historias fracasan en su intento de adecuarse a la realidad interna del niño y, por muy fieles que sean a la realidad externa, aumentan la separación entre ambos tipos de experiencia en el niño. También le alejan de sus padres porque llega a sentir que viven en mundos espirituales diferentes del suyo; por muy cerca que vivan en el espacio «real», parecen vivir en continentes diferentes, desde el punto de vista emocional. Se produce una discontinuidad entre generaciones, tan dolorosa para los padres como para el hijo.
 
Si a un niño no se le cuentan más que historias «fieles-a-la-realidad» (lo que significa que son falsas para una parte importante de su mundo interno), puede llegar a la conclusión de que sus padres no aceptan gran parte de esta realidad interna. Entonces, el niño se aleja de su propia vida interna y se siente vacío. Como consecuencia, es posible que más tarde, cuando sea un adolescente y no sufra el influjo emocional de sus padres, odie el mundo racional y escape hacia un mundo totalmente fantástico, como si quisiera recuperar lo perdido en la infancia. Posteriormente, esto puede implicar una seria ruptura con la realidad, con el consiguiente peligro para el individuo y para la sociedad. O bien, en un caso menos grave, es posible que la persona continúe este encierro del yo interno durante toda su vida y que no se sienta nunca satisfecha en el mundo, porque, al estar alienada respecto a los procesos inconscientes, no puede usarlos para enriquecer su vida real. Entonces, la vida no es ni «un placer» ni «un extraño privilegio».
 
 Dada una separación semejante, sea lo que sea lo que ocurra en la realidad, no conseguirá ofrecer una satisfacción apropiada a las necesidades inconscientes. El resultado es que la persona tiene siempre la sensación de que la vida es incompleta. Un niño será capaz de enfrentarse a la vida de manera adecuada a su edad, siempre que no esté dominado por los procesos mentales internos y que se ocupen de él en todos los aspectos. En una situación así, podrá solucionar cualquier problema que surja. Pero si observamos a los niños mientras juegan, nos daremos cuenta de lo poco que duran estos momentos.

 Una vez que las presiones internas dominan al niño —lo que ocurre con frecuencia—, la única manera en que puede esperar vencerlas es externalizándolas. Pero el problema es cómo hacerlo sin que estas externalizaciones lo venzan a él. El expresar las diversas facetas de su experiencia externa es una tarea muy difícil para un niño; y, a menos que se le ayude, es imposible cuando las experiencias externas se mezclan con las internas. El niño todavía no es capaz de ordenar y dar un sentido a sus procesos internos por sí solo. Los cuentos de hadas ofrecen personajes con los que externalizar lo que ocurre en la mente infantil, de una manera que el niño, además, puede controlar.
 
Los cuentos muestran al niño cómo puede expresar sus deseos destructivos a través de un personaje, obtener la satisfacción deseada a través de un segundo, identificarse con un tercero, tener una relación ideal con un cuarto, y así sucesivamente, acomodándose a lo que exijan las necesidades del momento.
 
El niño podrá empezar a ordenar sus tendencias contradictorias cuando todos sus pensamientos llenos de deseos se expresen a través de un hada buena; sus impulsos destructivos a través de una bruja malvada; sus temores a través de un lobo hambriento; las exigencias de su conciencia a través de un sabio, hallado durante las peripecias del protagonista, y sus celos a través de un animal que arranca los ojos de sus rivales. Cuando este proceso comience, el niño irá superando cada vez más el caos incontrolable en que antes se encontraba sumergido.

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