domingo, 20 de abril de 2014

Sobre las teorías sexuales infantiles (1908)

SIGMUND FREUD

Sobre las teorías sexuales infantiles (1908)



Nota introductoria:

Este trabajo fue publicado originariamente en un número posterior de la misma revista en que apareció el que le antecede. Pese a que se dio a conocer de esta manera poco notoria, y aunque no hay en él mucho que pueda sorprender al lector actual, en verdad lanzó al mundo por primera vez una cantidad muy notable de nuevas ideas. Esta paradoja se explica si observamos que su publicación fue unos meses anterior a la del historial clínico del pequeño Hans (1909b) -obra que probablemente se encontraba a la sazón en pruebas de imprenta, como se verá, y que la sección de Tres ensayos de teoría sexual (1905d) titulada «La investigación sexual infantil» (AE, 7, págs. 176-9) no fue agregada al libro hasta 1915, siete años después de aparecer el presente artículo -del cual esa sección es de hecho poco más que un resumen-. Cierto es que en un trabajo anterior, «El esclarecimiento sexual del niño» (1907c), Freud citó una parte del material procedente del análisis del pequeño Hans e hizo unas pocas acotaciones sobre la curiosidad sexual de los niños, mencionando incluso la existencia de «teorías sexuales infantiles»; pero no hizo más que mencionarlas, sin elucidar en modo alguno su naturaleza. (1)
 
Los lectores originarios de la presente obra se enfrentaron en ella, pues, casi sin aviso previo, con ideas como la fertilización a través de la boca y el nacimiento a través del ano, el carácter sádico del coito entre los padres, y la posesión de pene en los individuos de ambos sexos. Esta última idea era la que traía consigo mayores consecuencias, de las que a su vez se hace una primera mención en estas páginas: la importancia atribuida al pene por los niños de ambos sexos, las secuelas del descubrimiento de que uno de los sexos carece de él -la aparición en las niñas de la «envidia del pene» y en los varones del concepto de «mujer sin pene», así como el influjo de todo esto sobre una de las variedades de homosexualidad-. Finalmente, aquí se menciona por primera vez en forma explícita, y se examina, el «complejo de castración», que sólo había sido antecedido por una única y oscura referencia a la «amenaza de castración» en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 606.
 
La peculiar riqueza del material que contiene este artículo debe adjudicarse en gran medida, sin lugar a dudas, a los descubrimientos que emanaron del análisis del pequeño Hans, el informe sobre el cual, completado poco tiempo atrás, lo ejemplificó y amplió en gran parte.
 
James Strachey.
 
 
 
El material en que se basa este resumen proviene de varias fuentes. En primer lugar, de la observación directa de las exteriorizaciones y del pulsionar de los niños; en segundo, de las comunicaciones de neuróticos adultos que en el curso de un tratamiento psicoanalítico refieren lo que recuerdan concientemente sobre su infancia, y, en tercero, de las inferencias, construcciones y recuerdos inconcientes traducidos a lo conciente que son fruto de los psicoanálisis con neuróticos.
 
El hecho de que la primera de esas tres fuentes no haya brindado por sí sola todo lo digno de saberse tiene su fundamento en la conducta de los adultos hacia la vida sexual infantil. Si uno no atribuye a los niños actividad sexual alguna, tampoco se tomará el trabajo de observarla, y por otra parte sofocará de ella las exteriorizaciones que resultaren llamativas. Por eso son muy limitadas las oportunidades de aprovechar esta fuente, la más explícita y generosa. Y en cuanto a lo que proviene de comunicaciones espontáneas de adultos acerca de sus recuerdos infantiles concientes, está expuesto en grado sumo a la objeción de que pudieron falsificarse en la visión retrospectiva, y por añadidura se los apreciará bajo el punto de vista de que los testigos se volvieron neuróticos después.
 
El material del tercer origen es alcanzado por todas las impugnaciones que suelen plantearse a la confiabilidad del psicoanálisis y a la seguridad de las conclusiones de él extraídas; no cabe examinar aquí la legitimidad de ese juicio; sólo aseveraré que todo el que conozca y practique la técnica psicoanalítica obtendrá una amplia confianza en sus resultados.
 
No puedo garantizar que mis conclusiones sean completas; sólo puedo dar cuenta del cuidado que he puesto para obtenerlas.
 
Un difícil problema consiste en decidir hasta dónde es lícito presuponer para todos los niños, o sea, para cada niño individual, lo que aquí se informará sobre ellos en general. La presión pedagógica y la diversa intensidad de la pulsión sexual posibilitarán sin duda grandes variaciones individuales en la conducta sexual del niño, sobre todo en cuanto al momento en que emerge el interés sexual infantil.
 
Por eso no he articulado mi exposición siguiendo épocas sucesivas de la infancia, sino que he sintetizado lo que en diferentes niños adquiere vigencia ora más temprano, ora más tarde. Pero estoy convencido de que ningún niño -al menos ninguno con plenas dotes de sensibilidad o intelecto- puede dejar de ocuparse de los problemas sexuales en los años anteriores a la pubertad.
 
No atribuyo gran valor a la objeción de que los neuróticos serían una clase particular de seres humanos señalados por una disposición degenerativa, y que por ello no se podría extraer, de su vida infantil, -conclusiones respecto de la infancia de otros. Los neuróticos son seres humanos como los demás, no hay una frontera tajante entre ellos y los normales, y no siempre es fácil distinguirlos en su infancia de quienes luego serán sanos. Es uno de los más valiosos resultados de nuestras indagaciones psicoanalíticas que sus neurosis no tienen un contenido psíquico particular, propio y exclusivo de ellos, sino que, como lo ha expresado C. G. Jung, enferman a raíz de los mismos complejos con que luchamos nosotros, los sanos. La diferencia sólo reside en que los sanos saben dominar esos complejos sin sufrir perjuicios grandes, registrables en la práctica, mientras que los neuróticos consiguen sofocarlos pero al precio de unas costosas formaciones sustitutivas; vale decir que fracasan en la práctica. En la infancia, desde luego, neuróticos y normales están mucho más próximos entre sí que más adelante en su vida, de modo que yo no puedo considerar un error de método el utilizar las comunicaciones de neuróticos acerca de su infancia en unos razonamientos por analogía sobre la vida infantil normal. Pero como los que después serán neuróticos traen hartas veces en su constitución una pulsión sexual particularmente intensa y una inclinación a su madurez temprana, a su prematura exteriorización, nos posibilitarán discernir muchas cosas en el quehacer sexual infantil de una manera más flagrante y nítida que lo que nuestra capacidad de observación, ya embotada de suyo, nos permitiría ver en otros niños. Por lo demás, el real valor de estas comunicaciones provenientes de neuróticos adultos sólo se apreciará si uno, siguiendo el ejemplo de Havelock Ellis, se toma el trabajo de recopilar también los recuerdos infantiles de adultos sanos. (2)
 
Debido a circunstancias externas e internas poco propicias, las comunicaciones que siguen se refieren predominantemente al desarrollo sexual de uno de los sexos, a saber, el masculino. Ahora bien, el valor de una recopilación como la que intento aquí no necesita ser sólo descriptivo. La noticia acerca de las teorías sexuales de los niños, tal como ellas se configuran en el pensar infantil, puede resultar interesante en diversos contextos; también -cosa sorprendente- para entender los mitos y cuentos tradicionales. Y resulta indispensable para la concepción de las neurosis mismas, en las cuales estas teorías infantiles conservan vigencia y cobran un influjo que llega a comandar la configuración de los síntomas.
 
Si pudiéramos considerar con ojos nuevos las cosas de esta Tierra, renunciando a nuestra corporeidad, como unos seres dotados sólo de pensamiento que provinieran de otros planetas, acaso nada llamaría más nuestra atención que la existencia de dos sexos entre los hombres, que, tan semejantes como son en todo lo demás, marcan sin embargo su diferencia con los más notorios indicios. Ahora bien, no parece que también los niños escojan este hecho básico como punto de partida para sus investigaciones sobre problemas sexuales. Puesto que tienen noticia de padre y madre hasta donde llega su recuerdo, toman su presencia como una realidad ya no susceptible de ulterior indagación, y de igual modo se comporta el varoncito hacia una hermanita de quien lo separe la escasa diferencia de uno o dos años de edad. El esfuerzo de saber de los niños en modo alguno despierta aquí de una manera espontánea, por ejemplo a consecuencia de una necesidad innata de averiguar las causas, sino bajo el aguijón de las pulsiones egoístas que los gobiernan: cuando -acaso cumplido el segundo año de vida- los afecta la llegada de un nuevo hermanito. Aquellos niños que no han recibido un huésped así en su propia casa pueden empero ponerse en tal situación por las observaciones que hagan en otros hogares. El retiro de asistencia por los padres, experimentado o temido con razón, la vislumbre de que se estará obligado a compartir para siempre todo bien con el recién llegado, tienen por efecto despertar la vida de sentimientos del niño y aguzar su capacidad de pensar. El niño mayor exterioriza una sincera hostilidad hacia los competidores; esta se abre paso en sus juicios inamistosos sobre ellos, en desearles «que la cigüeña se los lleve de vuelta y cosas de parecido tenor; y en ocasiones hasta les hace cometer pequeños atentados en perjuicio del que yace inerme en la cuna. Por regla general, una mayor diferencia de edad debilita la expresión de esa hostilidad primaria; de igual modo, en años más tardíos, y si faltan hermanitos, puede prevalecer el deseo de tener un compañerito de juegos, tal como el niño ha podido observarlo en otros hogares.
 
Entonces, bajo la incitación de esos sentimientos e inquietudes, el niño pasa a ocuparse del primer, grandioso problema de la vida, y se pregunta «de dónde vienen los hijos?»; claro que al comienzo la pregunta reza: «¿De dónde ha venido este hijo molesto?». Uno cree percibir el eco de este primer interrogante en muchísimos enigmas del mito y de la saga; la pregunta misma, como todo investigar, es un producto del apremio de la vida, como si al pensar se le planteara la tarea de prevenir la recurrencia de un suceso tan temido. Supongamos, no obstante, que el pensar del niño se emancipe pronto de su incitación y prosiga su trabajo como una pulsión autónoma de investigar. Si el niño no está ya demasiado amedrentado, tarde o temprano emprenderá el camino más próximo y demandará una respuesta a sus padres o a las personas encargadas de su crianza, que para él significan la fuente del saber. Pero ese camino fracasa. Recibe una respuesta evasiva, o una reprimenda por su apetito de saber, o lo despachan con alguna información de cuño mitológico que en los países de lengua alemana es: «La cigüeña trae a los hijos, y los saca del agua». Los niños descontentos con esta solución, y que le oponen enérgica duda, son muchos más -tengo razones para suponerlo- de lo que sospechan sus padres, sólo que no siempre lo confesarán con franqueza. Sé de un varoncito de tres años que tras recibir ese esclarecimiento fue echado de menos, para desesperación de su niñera, y lo encontraron a la orilla del gran estanque del castillo adonde había ido en su ansia de ver a los niños en el agua; conozco de otro que no pudo consentir a su incredulidad sino el tímido enunciado de que él lo sabía mejor: no es la cigüeña la que trae a los hijos, sino. . . la garza. De muchas comunicaciones paréceme desprenderse que los niños rehusan creencia a la teoría de la cigüeña; a partir de este primer engaño y rechazo alimentan desconfianza hacia los adultos, adquieren la vislumbre de algo prohibido que los «grandes» desean mantenerles en reserva y por eso rodean de secreto sus ulteriores investigaciones. Pero así han vivenciado también la primera ocasión de un «conflicto psíquico», pues unas opiniones por las que sienten una predilección pulsional, pero no son «correctas» para los grandes, entran en oposición con otras sustentadas por la autoridad de los grandes pero que a ellos mismos no les resultan gratas. Desde este conflicto psíquico puede desenvolverse pronto una «escisión psíquica»; una de las opiniones, la que conlleva el ser «bueno», pero también la suspensión del reflexionar, deviene la dominante, conciente; la otra, para la cual el trabajo de investigación ha aportado entretanto nuevas pruebas que no deben tener vigencia, deviene sofocada, «inconciente».
 
Queda de esta manera constituido el complejo nuclear (3) de la neurosis.
 
Hace poco, por el análisis de un varoncito de cinco años (4), que su padre emprendió con él y luego me entregó para su publicación, obtuve la prueba irrefutable de una intelección sobre cuyo rastro hacía ya tiempo que me había puesto el psicoanálisis de adultos. Ahora sé que la alteración de la madre durante el embarazo no escapa a los penetrantes ojos del niño, y él es bien capaz de establecer algún tiempo después el nexo correcto entre el engrosamiento del vientre materno y la aparición del hijo. En el caso mencionado, el varoncito tenía tres años y medio cuando nació su hermana, y cuatro años y tres cuartos cuando por unas alusiones inequívocas dejó traslucir su mejor saber. Ahora bien, ese temprano discernimiento se mantendrá siempre en secreto, y luego será reprimido y olvidado en conexión con los ulteriores destinos de la investigación sexual infantil.
 
Por tanto, la «fábula de la cigüeña» no se cuenta entre las teorías sexuales infantiles; es, al contrario, la observación de los animales, tan poco escondedores de su vida sexual y de quienes el niño se siente tan afín, la que refuerza su incredulidad. Con el discernimiento de que el hijo crece en el vientre de la madre, adquirido por el niño de una manera autónoma, estaría sobre el camino correcto para solucionar el primer problema en que prueba su capacidad de pensar. Pero en ulteriores pasos es inhibido por una ignorancia que no se deja sustituir, y por falsas teorías que el estado de su propia sexualidad le impone.
 
Estas falsas teorías sexuales que ahora elucidaré poseen, todas, un curiosísimo carácter. Aunque grotescamente falsas, cada una de ellas contiene un fragmento de la verdad, y son análogas en este aspecto a las soluciones tildadas de «geniales» que los adultos intentan para los problemas del universo cuya dificultad supera el intelecto humano. Lo que hay en esas teorías de correcto y acertado le explica por su proveniencia de los componentes de la pulsión sexual, ya en movimiento dentro del organismo infantil. En efecto, tales supuestos no han nacido del albedrío psíquico ni de unas impresiones casuales, sino de las objetivas necesidades de la constitución psicosexual; por eso podemos hablar de teorías sexuales típicas en los niños, y por eso hallamos las mismas opiniones erróneas en todos los niños cuya vida sexual nos resulta accesible.
 
La primera de estas teorías se anuda al descuido de las diferencias entre los sexos, que al comienzo de estas consideraciones destacamos como característico del niño. Ella consiste en atribuir a todos los seres humanos, aun a las mujeres, un pene, como el que el varoncito conoce en su cuerpo propio. justamente en aquella constitución sexual que nos vemos precisados a reconocer como «normal», el pene es ya en la infancia la zona erógena rectora, el principal objeto sexual autoerótico, y es lógico que la alta estima de que goza se refleje en la incapacidad para representarse sin ese esencial ingrediente a una personalidad parecida al yo. Si el varoncito llega a ver los genitales de una hermanita, sus manifestaciones evidencian que su prejuicio ya ha adquirido fuerza bastante para doblegar a la percepción (5); no comprueba la falta del miembro, sino que regularmente dice, a modo de consuelo y conciliación: «Ella tiene ... pero todavía es chiquito; claro es que cuando ella sea más grande le crecerá (6)». La representación de la mujer con pene retorna aun más tarde en el soñar del adulto: en estado de excitación sexual nocturna derriba a una mujer, la desnuda y se dispone al coito, pero de pronto la visión del miembro plenamente formado en lugar de los genitales femeninos interrumpe el sueño y la excitación. Los numerosos hermafroditas de la Antigüedad clásica son fiel reflejo de esta representación infantil antaño universal; se puede observar que ella no ofende a la mayoría de los hombres normales, mientras que las formaciones hermafroditas de los genitales realmente admitidas por la naturaleza casi siempre excitan el máximo horror.
 
Si esta representación de la mujer con pene se ha «fijado» en el niño, si ella resiste todos los influjos de la vida posterior y vuelve incapaz al varón de renunciar al pene en su objeto sexual, entonces el individuo, aun siendo normal su vida sexual en los demás aspectos, se verá precisado a convertirse en un homosexual, a buscar sus objetos sexuales entre hombres que por otros caracteres somáticos y anímicos recuerden a la mujer. (7) La mujer verdadera, como más tarde la ha discernido, permanece imposible para él como objeto sexual pues carece del encanto {Reiz} sexual esencial, y aun, en conexión con otra impresión de la vida infantil, acaso sienta horror hacia ella. El niño gobernado en lo principal por la excitación del pene ha solido procurarse placer estimulándolo con la mano; sus padres o las personas encargadas de su guarda lo han pillado, y lo aterrorizaron con la amenaza de que le sería cortado el miembro. El efecto de esta «amenaza de castración» es, en su típico nexo con la estima que se tiene por esta parte del cuerpo, superlativa y extraordinariamente profundo y duradero. Sagas y mitos dan testimonio del tumulto en la vida de los sentimientos infantiles, del espanto que se anuda al complejo de castración (8), que incluso más tarde es recordado por la conciencia con la correspondiente revuelta. Los genitales de la mujer, percibidos luego y concebidos como mutilados, recuerdan aquella amenaza y por eso despiertan en el homosexual horror en vez de placer. Y en esa reacción ya no puede modificarse nada si el homosexual aprende de la ciencia que no anda tan errado el supuesto infantil de que también la mujer posee un pene. La anatomía ha discernido en el clítoris, dentro de la vulva femenina, un órgano homólogo al pene, y la fisiología de los procesos sexuales ha podido agregar que ese pene pequeño, y que ya no crecerá, se comporta de hecho en la infancia de la mujer como un pene genuino y cabal, se convierte en la sede de unas excitaciones movidas al tocarlo, su estimulabilidad presta al quehacer sexual de la niña un carácter masculino, y hace falta una oleada represiva en la pubertad para que, por remoción de esta sexualidad masculina, surja la mujer. Enseña también la ciencia que muchas mujeres tienen menoscabada su función sexual porque esa excitabilidad del clítoris persiste tenazmente, lo cual las vuelve anestésicas en el coito, o porque la represión ha sido hipertrófica, de suerte -que su efecto es cancelado en parte por una formación sustitutiva histérica; nada de esto refuta la teoría sexual infantil de que la mujer, como el hombre, posee un pene. (9)
 
En la niña pequeña se puede observar fácilmente que comparte por entero aquella estimación de su hermano. Desarrolla un gran interés por esa parte del cuerpo en el varón, interés que pronto pasa a estar comandado por la envidia. Se siente perjudicada, hace intentos de orinar en la postura posibilitada al varón por la posesión del pene grande, y cuando exterioriza el deseo: «Preferiría ser un muchacho», nosotros sabemos cuál es la falta que ese deseo está destinado a remediar.
 
Si el niño pudiera seguir las indicaciones que parten de la excitación del pene se aproximaría un trecho a la solución de su problema. Que el niño crezca en el vientre de la madre no es, evidentemente, explicación suficiente. ¿Cómo llega ahí adentro? ¿Qué es lo que da el primer empuje a su desarrollo? Es probable que el padre tenga algo que ver; en efecto, él mismo declara que el niño es su hijo también. (10) Por otro lado, el pene ha tenido sin ninguna duda su participación en estos procesos que no se alcanzan a colegir, pues lo atestigua con su coexcitación a raíz de todo ese trabajo de pensamiento. Con esa excitación se conectan unas impulsiones que el niño no se sabe interpretar, unos impulsos oscuros a un obrar violento, a penetrar, despedazar, abrir en alguna parte un agujero.
 
Pero cuando el niño parece estar así en el mejor camino para postular la existencia de la vagina y atribuir al pene del padre esa penetración en la madre como aquel acto por el cual se engendra el hijo en el vientre materno, en ese punto la investigación se interrumpe, desconcertada, pues la obstaculiza la teoría de que la madre posee pene como un varón, y la existencia de la cavidad que acoge al pene permanece ignorada para el niño. Con facilidad se admitirá que el carácter infructuoso de ese empeño del pensamiento contribuye luego a su desestimación y olvido. Ahora bien, este cavilar y dudar se volverá arquetípico para todo trabajo posterior del pensar en torno de problemas, y el primer fracaso ejercerá por siempre un efecto paralizante. (11)
 
Su ignorancia de la vagina posibilita al niño convencerse también de la segunda de sus teorías sexuales. Si el hijo crece en el vientre de la madre y es sacado de ahí, ello ocurrirá por la única vía posible: la abertura del intestino. Es preciso que el hijo sea evacuado como un excremento, tina deposición. Si años más tarde este problema es asunto de meditación solitaria o de conversación entre dos niños, tal vez sobrevenga el expediente de que el hijo sale por el ombligo que se abre, o que cortan el vientre para sacarlo, como sucede con el lobo en el cuento «Caperucita Roja». Estas teorías se enuncian de manera expresa y luego se las recuerda también concientemente; ya no contienen nada chocante. En efecto, los mismos niños han olvidado por completo que en años anteriores creyeron en otra teoría del nacimiento, que ahora tropieza con el obstáculo de la represión, sobrevenida entre tanto, de los componentes sexuales anales. En aquella época la deposición de las heces era algo de lo que se podía hablar sin horror en el cuarto de los niños; el niño todavía no estaba tan lejos de sus inclinaciones coprófilas constitucionales; no era ninguna degradación haber venido al mundo como un montón de caca, aún no execrado por el asco. La teoría de la cloaca, válida para tantos animales, era la más natural y la única que podía imponérsele al niño como probable.
 
Entonces no era sino consecuente que el niño no concediera a la mujer el doloroso privilegio de parir. Si los. hijos nacían por el ano, el varón podía parir igual que la mujer. Así, el muchacho podía fantasear que él mismo concebía hijos, sin que por eso pudieran imputársele inclinaciones femeninas. (12) De ese modo, no hacía más que activar su erotismo anal todavía vivaz.
 
Si en años posteriores de la infancia la teoría de la cloaca, relativa al nacimiento, se conserva en la conciencia -lo cual en ocasiones sucede-, ella conlleva una solución, que no es más la originaria, para la pregunta por la génesis de los hijos. Ocurre, pues, como en los cuentos tradicionales: uno come algo determinado y entonces concibe un hijo. Los enfermos mentales reaniman después esta teoría infantil sobre el nacimiento. La maniática, por ejemplo, conduce al médico que la visita hasta un montoncito de caca que ha depuesto en un ángulo de su celda, y le dice riendo: «Es el hijo que he parido hoy».
 
La tercera de las teorías sexuales típicas se ofrece a los niños cuando, por alguno de los azares hogareños, son testigos del comercio sexual entre sus padres, acerca del cual, en ese caso, pueden recibir sólo unas percepciones harto incompletas. Pero cualquiera que sea la pieza de ese comercio que entonces observen, la posición recíproca de las dos personas, los ruidos que hacen o ciertas circunstancias secundarias, siempre llegan a lo que podríamos llamar la misma concepción sádica del coito: ven en él algo que la parte más fuerte le hace a la más débil con violencia, y lo comparan, sobre todo los varoncitos, con una riña como las que conocen del trato entre niños, y que por cierto no dejan de ir contaminadas por una excitación sexual. No he podido comprobar que los niños discernieran en este hecho entre sus padres, por ellos observado, la pieza que. les faltaba para solucionar el problema de los hijos; a menudo pareció como si ese nexo fuera desconocido por los niños justamente por su interpretación del acto de amor como violencia. Pero esta concepción impresiona, a su vez, como un retorno de aquel oscuro impulso al quehacer cruel que se anudó a la excitación del pene a raíz de la primera reflexión acerca del enigma de la procedencia de los hijos.
 
Tampoco cabe desconocer la posibilidad de que ese temprano impulso sádico, que estuvo a punto de dejar colegir el coito, emergiera bajo el influjo de unos oscurísimos recuerdos del comercio entre los padres, recuerdos para los cuales el niño había recogido el material, sin valorizarlo entonces, cuando en sus primeros años de vida compartía el dormitorio con aquellos. (13)
 
La teoría sádica del coito, que aislada despista donde podría haber aportado una corroboración, es también ella la expresión de uno de los componentes sexuales innatos, impresos con mayor o menor intensidad según los niños, y por eso mismo lleva razón en un cierto tramo, colige en parte la esencia del acto sexual y la «lucha entre los sexos», que lo precede. No es raro que el niño pueda refirmar esta concepción suya mediante unas percepciones accidentales que él aprehende en parte de manera correcta, en parte otra vez falsamente, y aun en sentido opuesto. En muchos matrimonios es común que la esposa se revuelva de hecho contra el abrazo conyugal, que no le aporta placer alguno y le trae el peligro de un nuevo embarazo, y así es posible- que la madre depare al niño a quien considera dormido -o que se hace el dormido- una impresión que sólo podría interpretarse como una defensa contra una acción violenta. Otras veces, aun, el matrimonio entero brinda al atento niño el espectáculo de una querella continua, que se expresa en palabras airadas y ademanes inamistosos, y entonces a él no podrá asombrarle que esa querella persista también de noche y se zanje con los mismos métodos que el niño está acostumbrado a emplear en su trato con sus hermanitos o sus compañeros de juego.
 
Y como confirmatorias de su concepción ve el niño unas huellas de sangre que eventualmente descubre en la cama o la ropa interior de la madre. Son para él pruebas de que a la noche se ha vuelto a producir una embestida así del padre sobre la madre, mientras que nosotros interpretaríamos la misma huella de sangre fresca más bien como indicio de una pausa en el comercio sexual. Muchos casos de «horror a la sangre» en los neuróticos, de otro modo inexplicados, hallan su esclarecimiento dentro de este nexo. Otra vez, el error del niño recubre una partícula de verdad; bajo ciertas circunstancias, consabidas, los rastros de sangre se aprecian ciertamente como signo de que se ha iniciado un comercio sexual.
 
En conexión más laxa con el problema de saber de dónde vienen los hijos, el niño se ocupa en averiguar la esencia y el contenido de lo que llaman «estar casado», y responde a esa cuestión de diversos modos, según sea la conjunción entre percepciones casuales hechas en los padres y sus propias pulsiones todavía teñidas de placer. Lo único común a tales respuestas parece ser prometerse del estar casado una satisfacción placentera y la remoción de la vergüenza. La concepción más frecuente que yo he hallado reza: «orinar cada uno en presencia del otro»; una variante que suena como si simbólicamente quisiera expresar un plus de saber: «el marido orina en la bacinilla de la esposa». Otras veces el sentido de estar casados se sitúa en lo siguiente: «mostrarse recíprocamente la cola» (sin avergonzarse). En un caso en que la educación había conseguido posponer la averiguación de lo sexual por un lapso particularmente largo, la niña de catorce años, ya menstruante, por incitación de sus lecturas dio en la idea de que estar casado consistía en una «mezcla de la sangre», y como su propia hermana aún no tenía el período, la concupiscente ensayó un atentado en una visitante que, según le había confesado, empezaba a menstruar, a fin de constreñirla a esa «mezcla de sangres».
 
Las opiniones infantiles sobre la naturaleza del matrimonio, no rara vez conservadas por el recuerdo conciente, poseen un gran valor significativo para la sintomatología de una neurosis luego contraída. Primero se procuran expresión en los juegos infantiles en que se hace con otro lo que constituye el estar casado, y en algún momento posterior el deseo de estarlo puede escoger la forma de expresión infantil para aflorar en una fobia al comienzo irreconocible, o en un síntoma correspondiente. (14)
Serían estas las más importantes entre las teorías sexuales típicas producidas espontáneamente en los primeros años de la infancia, sólo bajo el influjo de los componentes pulsionales sexuales. Sé que no he obtenido un material completo ni he establecido un nexo sin lagunas con el resto de la vida infantil. Aquí sólo puedo hacer unos agregados dispersos que todo especialista habría echado de menos. Así, por ejemplo, la significativa teoría de que se recibe un hijo a través de un beso, que deja traslucir desde luego el predominio de la zona erógena bucal. De acuerdo con mi experiencia, esta teoría es exclusivamente femenina y muchas veces produce efecto patógeno en muchachas cuya investigación sexual experimentó las más poderosas inhibiciones en la infancia. Una de mis pacientes había llegado por una percepción casual a la teoría de la «couvade», que, como se sabe, es costumbre general en muchos pueblos y probablemente lleva el propósito de contradecir la duda en la paternidad, que nunca se puede eliminar por completo. Un tío un poco raro había permanecido en casa tras el nacimiento de su propio hijo, y recibía a las visitas con ropa de cama; así, ella hizo la inferencia de que en un nacimiento tomaban parte los dos padres y tenían que meterse ambos en cama.
 
Hacia el décimo o undécimo año sobreviene la comunicación de las cosas sexuales a los niños. Un niño criado en condiciones sociales más desinhibidas, o que haya encontrado una oportunidad más feliz para observar, comunica a otros lo que sabe porque ello le permite sentirse maduro y superior. Lo que los niños averiguan de ese modo es casi siempre lo correcto, vale decir, se les revela la existencia de la vagina y su destinación, pero en lo demás estos esclarecimientos que ellos se proporcionan unos a otros no rara vez van mezclados con falsedades, inficionados por relictos de las teorías sexuales infantiles más antiguas. Casi nunca son completos ni suficientes para la solución del viejo problema. Así como antes la ignorancia de la vagina, ahora la del semen estorba la intelección de los nexos. El niño no puede colegir que del miembro sexual masculino se evacue otra sustancia que la orina, y en ocasiones una «doncella inocente» se muestra todavía indignada la noche de bodas por el hecho de que el marido le haya «orinado adentro». Ahora bien, a estas comunicaciones sobrevenidas en los años de la pubertad sigue un nuevo ímpetu subvirtiente de la investigación sexual infantil; pero las teorías que los niños crean entonces ya no presentan el sello típico y originario que era característico de las teorías primarias de la infancia temprana, en un tiempo en que los componentes sexuales infantiles podían imponer, de una manera desinhibida y sin mudanza, su expresión en teorías. Esos posteriores empeños del pensamiento para solucionar el enigma sexual no me han parecido dignos de recopilarse, y además son muy escasos los títulos que pueden reclamar en materia de significación patógena. Su diversidad depende en primera línea, desde luego, de la naturaleza del esclarecimiento recibido; su significatividad reside más bien en que vuelven a despertar las huellas, devenidas inconcientes, de aquel primer período del interés sexual, de suerte que no rara vez se anuda a ellos un quehacer sexual masturbatorio y algún desasimiento afectivo respecto de los padres. De ahí el juicio anatematizador de los educadores, para quienes semejante esclarecimiento en esos años «corrompe» a los niños.
 
Unos pocos ejemplos bastarán para mostrar qué elementos suelen filtrarse en estas postreras cavilaciones de los niños sobre la vida sexual. Una muchacha ha escuchado decir a sus compañeras de colegio que el marido da un huevo a la esposa, que esta empolla en su vientre. Un varoncito que también ha escuchado hablar del huevo identifica ese «huevo» con el testículo, que vulgarmente recibe idéntico nombre, y se quiebra la cabeza pensando cómo el contenido de los testículos puede renovarse de continuo. Los esclarecimientos rara vez alcanzan para prevenir incertidumbres esenciales acerca de los procesos genésicos. Así es como las muchachas pueden dar en la expectativa de que el comercio sexual acontece de una vez para siempre, pero dura largo tiempo, veinticuatro horas, y de esa única vez provienen en serie todos los hijos. Uno creería que determinado niño adquirió la noticia sobre los procesos reproductores en ciertos insectos; pero esta conjetura no se corrobora, la teoría aparece como una creación autónoma. Otras niñas descuidan el período de embarazo, la vida en el vientre materno, y suponen que el niño es dado a luz inmediatamente tras la noche del primer comercio. Marcel Prévost ha elaborado en una placentera historia, en sus Lettres de femmes este error de las vírgenes. Difícil de agotar, y acaso interesante, en general, es el tema de esta investigación sexual tardía de los niños o de adolescentes retenidos en el estadio infantil; pero es ajeno a mi interés, y sólo debo poner de relieve todavía que en ella los niños producen muchas cosas desacertadas, destinadas a contradecir un discernimiento más antiguo, mejor, pero reprimido y devenido inconciente.
 
Tiene su valor, asimismo, la manera en que los niños se conducen hacia las comunicaciones que les llegan. En muchos, la represión de lo sexual se ha propagado hasta el punto de que no quieren escuchar nada, y estos consiguen también permanecer ignorantes hasta edad tardía; ignorantes en apariencia, al menos, hasta que en el psicoanálisis de los neuróticos sale a la luz el saber proveniente de la primera infancia. Conozco también dos muchachos de entre diez y trece años que prestaron oídos, sí, al esclarecimiento sexual, pero dieron a su informante esta respuesta desautorizadora: «Es posible que tu padre y otra gente hagan eso, pero de mi padre yo sé de cierto que jamás lo haría». (15) Por diverso que sea este comportamiento posterior de los niños hacia la satisfacción del apetito de saber sexual, respecto de su primera infancia tenemos derecho a suponer una conducta enteramente uniforme y a creer que en ese tiempo se afanaron con el máximo celo por averiguar qué hacían juntos los padres, y de dónde, pues, salen los hijos.
 
Notas:
 
1) Freud aludió a ellas en la misma reunión de la Sociedad Psicoanalítica de Viena (el 13 de febrero de 1907) en que leyó la carta citada en su trabajo sobre «El esclarecimiento sexual del niño» (1907c)
2) Cf. Havelock Ellis, 1903, «Apéndice B». Freud había examinado estos relatos en una nota al pie de sus Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 173.
3) Poco después de escribir este trabajo -p. ej., en el historial clínico del «Hombre de las Ratas» (1909d), AE, 10, pág. 163n-, Freud ya utilizaba esta expresión como equivalente de lo que al poco tiempo (en «Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre» (1910h), AE, 11, pág. 164) denominaría «complejo de Edipo». En el presente párrafo, donde aparece por primera vez, «complejo nuclear» tiene una connotación más amplia.
4) El caso del pequeño, Hans (1909b), publicado no mucho después que el presente artículo.
5) Esta «percepción falsificada» o, como luego la llamaría Freud, «desmentida» pasó a ser mucho más tarde el fundamento de importantes disquisiciones teóricas. Véase en particular el trabajo sobre el fetichismo (1927e) y el capítulo VIII del Esquema del psicoanálisis (1940a), publicado póstumamente.
6) Hay una observación casi idéntica en el historial del pequeño Hans (1909b), AE, 10, pág. 12.
7) Freud volvió sobre esto en el historial del pequeño Hans.
8) Primera aparición de la frase en una obra impresa. La idea de la amenaza de castración figura en La interpretación de los sueños ( 1900a) en un solo lugar (AE, 5, pág, 606),
9) Cf. Tres ensayos (1905d), AE, 7, págs. 201-2. Algo de esto había sido anticipado mucho antes, en una carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897 (Freud, 1950a, Carta 75), AE, 1, pág. 312.
10) Cf. «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (1909b). AE, 10, págs. 107-8
11) Esta última oración fue citada por Freud en una nota al pie de su estudio sobre Leonardo (1910c), AE, 11, pág. 74, donde examinó este mismo tema, que ya antes había sido abordado por él en «El esclarecimiento sexual del niño» (1907c)
12) Una puntualización semejante encontramos en el historial del pequeño Hans (1909b), AE, 10, pág. 77, n. 52. No fue sino más tarde, especialmente en el análisis del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, p. ej., pág. 75, cuando Freud llamó la atención sobre el estrecho vínculo que existe entre el erotismo anal y una actitud femenina.
13) Restif de la Bretonne, en su libro autobiográfico Monsieur Nicolas (1794), confirma este malentendido sádico del coito al relatar una impresión de su cuarto año de vida. - [Esta cuestión fue sometida a prolongado examen unos diez años más tarde, en el historial clínico del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, esp. págs, 47 y sigs.
14) Los juegos infantiles significativos para la neurosis posterior son los de «jugar al doctor» y «jugar al papá y la mamá».
15) Freud volvió a consignar la anécdota en su trabajo algo posterior «Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre» (1910b), AE, 11, pág. 164, donde se hallarán ulteriores consideraciones en torno de este tema.

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