sábado, 26 de noviembre de 2016

LA DINÁMICA DE LA TRANSFERENCIA (1912)





Nota introductoria:

      Pese a que Freud incluyó este trabajo (publicado en enero de 1912) en la serie sobre técnica, por su naturaleza es más bien un examen teórico del fenómeno de la trasferencia y de la forma en que opera en el tratamiento psicoanalítico. Freud ya había abordado la cuestión en algunas breves puntualizaciones al final del historial clínico de «Dora» (1905e [1901f), AE, 7, págs. 101-3; la trató con mucho mayor extensión en la 27º y la 28º de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, págs. 402-13; y, hacia el fin de su vida, hizo varios comentarios importantes al respecto en «Análisis terminable e interminable» (1937c).

James Strachey

Anotaciones y fotos José Luis González Fernández

     El tema de la «trasferencia», difícil de agotar, ha sido tratado brevemente en esta publicación por W. Stekel [1911d] de manera descriptiva. Yo querría añadir aquí algunas puntualizaciones a fin de que se comprenda cómo ella se produce necesariamente en una cura psicoanalítica y alcanza su consabido papel durante el tratamiento.

     Aclarémonos esto: todo ser humano, por efecto conjugado de sus disposiciones innatas y de los influjos que recibe en su infancia, adquiere una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, o sea, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse. (1) Esto da por resultado, digamos así, un clisé (o también varios) que se repite -es reimpreso- de manera regular en la trayectoria de la vida, en la medida en que lo consientan las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos de amor asequibles, aunque no se mantiene del todo inmutable frente a impresiones recientes. Ahora bien, según lo que hemos averiguado por nuestras experiencias, sólo un sector de esas mociones determinantes de la vida amorosa ha recorrido el pleno desarrollo psíquico; ese sector está vuelto hacia la realidad objetiva, disponible para la personalidad conciente, y constituye una pieza de esta última. Otra parte de esas mociones libidinosas ha sido demorada en el desarrollo, está apartada de la personalidad conciente así como de la realidad objetiva-, y sólo tuvo permitido desplegarse en la fantasía o bien ha permanecido por entero en lo inconciente, siendo entonces no consabida para la conciencia de la personalidad. Y si la necesidad de amor de alguien no está satisfecha de manera exhaustiva por la realidad, él se verá precisado a volcarse con unas representaciones expectativa libidinosas hacia cada nueva persona que aparezca, y es muy probable que las dos porciones de su libido, la susceptible de conciencia y la inconciente, participen de tal acomodamiento.
     
     Es entonces del todo normal e inteligible que la investidura libidinal aprontada en la expectativa de alguien que está parcialmente insatisfecho se vuelva hacia el médico. De acuerdo con nuestra premisa, esa investidura se atendrá a modelos, se anudará a uno de los clisés preexistentes en la persona en cuestión o, como también podemos decirlo, insertará al médico en una de las «series» psíquicas que el paciente ha formado hasta ese momento. Responde a los vínculos reales con el médico que para semejante seriación se vuelva decisiva la «imago paterna» -según una feliz expresión de Jung (1911-12, pág. 164)-. Empero, la trasferencia no está atada a ese modelo; también puede producirse siguiendo la ¡mago materna o de un hermano varón. Las particularidades de la trasferencia sobre el médico, en tanto y en cuanto desborden la medida y la modalidad de lo que se justificaría en términos positivos y acordes a la ratio, se vuelven inteligibles si se reflexiona en que no sólo las representaciones expectativa concientes, sino también las rezagadas o inconcientes, han producido esa trasferencia.

     No correspondería decir ni cavilar más sobre esta conducta de la trasferencia si no quedaran ahí sin esclarecer dos puntos que poseen especial interés para el psicoanalista. En primer lugar, no, comprendemos que la trasferencia resulte tanto más intensa en personas neuróticas bajo análisis que en otras, no analizadas; y en segundo lugar, sigue constituyendo un enigma por qué en el análisis la trasferencia nos sale al paso como la más fuerte resistencia al tratamiento, siendo que, fuera del análisis, debe ser reconocida como portadora del efecto salutífero, como condición del éxito. En este sentido, hay una experiencia que uno puede corroborar cuantas veces quiera: cuando las asociaciones libres de un paciente se deniegan, en todos los casos es posible eliminar esa parálisis aseverándole que ahora él está bajo el imperio de una ocurrencia relativa a la persona del médico o a algo perteneciente a él. En el acto de impartir ese esclarecimiento, uno elimina la parálisis o muda la situación: las ocurrencias ya no se deniegan; en todo caso, se las silencia.

     A primera vista, parece una gigantesca desventaja metódica del psicoanálisis que en él la trasferencia, de ordinario la más poderosa palanca del éxito, se mude en el medio más potente de la resistencia. Pero, si se lo contempla más de cerca, se remueve al menos el primero de los dos problemas enunciados. No es correcto que durante el psicoanálisis la trasferencia se presente más intensa y desenfrenada que fuera de él. En institutos donde los enfermos nerviosos no son tratados analíticamente se observan las máximas intensidades y las formas más indignas de una trasferencia que llega hasta el sometimiento, y aun la más inequívoca coloración erótica de ella. Una sutil observadora como Gabriele Reuter lo ha pintado en un maravilloso libro, para un tiempo en que apenas existía psicoanálisis alguno; en ese libro se traslucen las mejores intelecciones sobre la esencia y la génesis de las neurosis. Así, no corresponde anotar en la cuenta del psicoanálisis aquellos caracteres de la trasferencia, sino atribuírselos a la neurosis.

     En cuanto al segundo problema -por qué la trasferencia nos sale al paso como resistencia en el psicoanálisis-, aún no lo hemos tocado. Ahora, pues, debemos acercarnos a él. Evoquemos la situación psicológica del tratamiento: Una condición previa regular e indispensable de toda contracción de una psiconeurosis es el proceso que Jung acertadamente ha designado como «introversión» de la libido. (2)

     Vale decir: disminuye el sector de la libido susceptible de conciencia, vuelta hacia la realidad, y en esa misma medida aumenta el sector de ella extrañada de la realidad objetiva, inconciente, que si bien puede todavía alimentar las fantasías de la persona, pertenece a lo inconciente. La libido (en todo o en parte) se ha internado por el camino de la regresión y reanima las imagos infantiles. (3) Y bien, hasta allí la sigue la cura analítica, que quiere pillarla, volverla de nuevo asequible a la conciencia y, por último, ponerla al servicio de la realidad objetiva. Toda vez que la investigación analítica tropieza con la libido retirada en sus escondrijos, no puede menos que estallar un combate; todas las fuerzas que causaron la regresión de la libido se elevarán como unas «resistencias» al trabajo, para conservar ese nuevo estado. En efecto, si la introversión o regresión de la libido no se hubiera justificado por una determinada relación con el mundo exterior (en los términos más universales: por la frustración de la satisfacción), (4) más aún, sí no hubiera sido acorde al fin en ese instante, no habría podido producirse en modo alguno. Empero, las resistencias de este origen no son las únicas, ni siquiera las más poderosas. La libido disponible para la personalidad había estado siempre bajo la atracción de los complejos inconcientes (mejor dicho: de las partes de esos complejos que pertenecían a lo inconciente) y cayó en la regresión por haberse relajado la atracción de la realidad. Para liberarla es preciso ahora vencer esa atracción de lo inconciente, vale decir, cancelar la represión {esfuerzo de desalojo} de las pulsiones inconcientes y de sus producciones, represión constituida desde entonces en el interior del individuo. Esto da por resultado la parte con mucho más grandiosa de la resistencia, que hartas veces hace subsistir la enfermedad aunque el extrañamiento respecto de la realidad haya vuelto a perder su temporario fundamento. El análisis tiene que librar combate con las resistencias de ambas fuentes. La resistencia acompaña todos los pasos del tratamiento; cada ocurrencia singular, cada acto del paciente, tiene que tomar en cuenta la resistencia, se constituye como un compromiso entre las fuerzas cuya meta es la salud y aquellas, ya mencionadas, que las contrarían.

     Pues bien: si se persigue un complejo patógeno desde su subrogación en lo conciente (llamativa como síntoma, o bien totalmente inadvertida) hasta su raíz en lo inconciente, enseguida se entrará en una región donde la resistencia se hace valer con tanta nitidez que la ocurrencia siguiente no puede menos que dar razón de ella y aparecer como un compromiso entre sus requerimientos y los del trabajo de investigación. En este punto, según lo atestigua la experiencia, sobreviene la trasferencia. Si algo del material del complejo (o sea, de su contenido) es apropiado para ser trasferido sobre la persona del médico, esta trasferencia se produce, da por resultado la ocurrencia inmediata y se anuncia mediante los indicios de una resistencia -p. ej., mediante una detención de las ocurrencias-. 

     De esta experiencia inferimos que la idea trasferencial ha irrumpido hasta la conciencia a expensas de todas las otras posibilidades de ocurrencia porque presta acatamiento también a la resistencia. Un proceso así se repite innumerables veces en la trayectoria de un análisis. Siempre que uno se aproxima a un complejo patógeno, primero se adelanta hasta la conciencia la parte del complejo susceptible de ser trasferida, y es defendida con la máxima tenacidad. (5)

     Vencida aquella parte, los otros ingredientes del complejo ofrecen ya pocas dificultades. Mientras más se prolongue una cura analítica y con más nitidez haya discernido el enfermo que unas meras desfiguraciones del material patógeno no protegen a este de ser puesto en descubierto, tanto más consecuente se mostrará en valerse de una modalidad de desfiguración que, manifiestamente, le ofrece las máximas ventajas: la desfiguración por trasferencia. Estas constelaciones se van encaminando hacia una situación en que todos los conflictos tienen que librarse en definitiva en el terreno de la trasferencia.

   
  Así, en la cura analítica la trasferencia se nos aparece siempre, en un primer momento, sólo como el arma más poderosa de la resistencia, y tenemos derecho a concluir que la intensidad y tenacidad de aquella son un efecto y una expresión de esta. El mecanismo de la trasferencia se averigua, sin duda, reconduciéndolo al apronte de la libido que ha permanecido en posesión de imagos infantiles; pero el esclarecimiento de su papel en la cura, sólo si uno penetra en sus vínculos con la resistencia.

     ¿A qué debe la trasferencia el servir tan excelentemente como medio de la resistencia? Se creería que no es difícil la respuesta. Es claro que se vuelve muy difícil confesar una moción de deseo prohibida ante la misma persona sobre quien esa moción recae. Este constreñimiento da lugar a situaciones que parecen casi inviables en la realidad. Ahora bien, esa es la meta que quiere alcanzar el analizado cuando hace coincidir el objeto de sus mociones de sentimiento con el médico. Sin embargo, una reflexión más ceñida muestra que esa aparente ganancia no puede proporcionarnos la solución del problema. Es que, por otra parte, un vínculo de apego tierno, devoto, puede salvar todas las dificultades de la confesión. En circunstancias reales análogas suele decirse: «Ante ti no me avergüenzo, puedo decírtelo todo». Entonces, la trasferencia sobre el médico podría igualmente servir para facilitar la confesión, y uno no comprende por qué la obstaculiza.

     La respuesta a esta pregunta, planteada aquí repetidas veces, no se obtendrá mediante ulterior reflexión, sino que es dada por la experiencia que uno hace en la cura a raíz de la indagación de las particulares resistencias trasferenciales. Al fin uno cae en la cuenta de que no puede comprender el empleo de la trasferencia como resistencia mientras piense en una «trasferencia» a secas. Es preciso decidirse a separar una trasferencia «positiva» de una «negativa», la trasferencia de sentimientos tiernos de la de sentimientos hostiles, y tratar por separado ambas variedades de trasferencia sobre el médico. Y la positiva, a su vez, se descompone en la de sentimientos amistosos o tiernos que son susceptibles de conciencia, y la de sus prosecuciones en lo inconciente. De estos últimos, el análisis demuestra que de manera regular se remontan a fuentes eróticas, de suerte que se nos impone esta intelección: todos nuestros vínculos de sentimiento, simpatía, amistad, confianza y similares, que valorizamos en la vida, se enlazan genéticamente con la sexualidad y se han desarrollado por debilitamiento de la meta sexual a partir de unos apetitos puramente sexuales, por más puros y no sensuales que se presenten ellos ante nuestra autopercepción conciente. En el origen sólo tuvimos noticia de objetos sexuales; y el psicoanálisis nos muestra que las personas de nuestra realidad objetiva meramente estimadas o admiradas pueden seguir siendo objetos sexuales para lo inconciente en nosotros.

     La solución del enigma es, entonces, que la trasferencia sobre el médico sólo resulta apropiada como resistencia dentro de la cura cuando es una trasferencia negativa, o una positiva de mociones eróticas reprimidas. Cuando nosotros «cancelamos» la trasferencia haciéndola conciente, sólo hacemos desasirse de la persona del médico esos dos componentes del acto de sentimiento; en cuanto al otro componente susceptible de conciencia y no chocante, subsiste y es en el psicoanálisis, al igual que en los otros métodos de tratamiento, el portador del éxito. En esa medida confesamos sin ambages que los resultados del psicoanálisis se basaron en una sugestión; sólo que por sugestión es preciso comprender lo que con Ferenczi (1909) hemos descubierto ahí: el influjo sobre un ser humano por medio de los fenómenos trasferenciales posibles con él. Velamos por la autonomía última del enfermo aprovechando la sugestión para hacerle cumplir un trabajo psíquico que tiene por consecuencia necesaria una mejoría duradera de su situación psíquica.

     Puede preguntarse, aún, por qué los fenómenos de resistencia trasferencial salen a la luz sólo en el psicoanálisis, y no en un tratamiento indiferente, por ejemplo en institutos de internación. La respuesta reza: también allí se muestran, sólo que es preciso apreciarlos como tales. Y el estallido de la trasferencia negativa es incluso harto frecuente en ellos. El enfermo abandona el sanatorio sin experimentar cambios o aun desmejorado tan pronto cae bajo el imperio de la trasferencia negativa. 

     Y si en los institutos la trasferencia erótica no es tan inhibitoria, se debe a que en ellos, como en la vida ordinaria, se la esconde en lugar de ponerla en descubierto; pero se exterioriza con toda nitidez como resistencia contra la curación, no por cierto expulsando del instituto a los enfermos -al contrario, los retiene ahí-, sino manteniéndolos alejados de la vida. En efecto, para la curación poco importa que el enfermo venza dentro del sanatorio esta o estotra angustia o inhibición; lo que interesa es que también en la realidad objetiva de su vida se libre de ellas.

     La trasferencia negativa merecería un estudio en profundidad, que no puede dedicársele en el marco de estas elucidaciones. En las formas curables de psiconeurosis se encuentra junto a la trasferencia tierna, a menudo dirigida de manera simultánea sobre la misma persona. Para este estado de cosas Bleuler ha acuñado la acertada expresión de «ambivalencia (6). Una ambivalencia así de los sentimientos parece ser normal hasta cierto punto, pero un grado más alto de ella es sin duda una marca particular de las personas neuróticas. El temprano «divorcio de los pares de opuestos» parece ser característico de la vida pulsional en la neurosis obsesiva, y constituir una de sus condiciones constitucionales. La ambivalencia de las orientaciones del sentimiento es lo que mejor nos explica la aptitud de los neuróticos para poner sus trasferencias al servicio de la resistencia. Donde la capacidad de trasferir se ha vuelto en lo esencial negativa, como es el caso de los paranoicos, cesa también la posibilidad de influir y de curar.

     Con todas las consideraciones que llevamos hechas sólo ,hemos apreciado una parte del fenómeno trasferencial. Debemos prestar atención a otro aspecto del mismo asunto,, Quien haya recogido la impresión correcta sobre cómo el analizado es expulsado de sus vínculos objetivos {real} con el médico tan pronto cae bajo el imperio de una vasta resistencia trasferencial; cómo luego se arroga la libertad de descuidar la regla fundamental del psicoanálisis, (7) según la cual uno debe comunicar sin previa crítica todo cuanto le venga a la mente; cómo olvida los designios con los que entró en el tratamiento, y cómo ahora le resultan indiferentes unos nexos lógicos y razonamientos que poco antes le habrían hecho la mayor impresión; esa persona, decimos, sentirá la necesidad de explicarse aquella impresión por otros factores además de los ya consignados, y de hecho esos otros factores no son remotos: resultan, también ellos, de la situación psicológica en que la cura ha puesto al analizado.

     En la pesquisa de la libido extraviada de lo conciente, uno ha penetrado en el ámbito de lo inconciente. Y las reacciones que uno obtiene hacen salir a la luz muchos caracteres de los procesos inconcientes, tal como de ellos tenemos noticia por el estudio de los sueños. Las mociones inconcientes no quieren ser recordadas, como la cura lo desea, sino que aspiran a reproducirse en consonancia con la atemporalidad y la capacidad de alucinación de lo inconciente. (8) Al igual que en el sueño, el enfermo atribuye condición presente y realidad objetiva a los resultados del despertar de sus mociones inconcientes; quiere actuar {agieren} sus pasiones sin atender a la situación objetiva {real}. El médico quiere constreñirlo a insertar esas mociones de sentimiento en la trama del tratamiento y en la de su biografía, subordinarlas al abordaje cognitivo y discernirlas por su valor psíquico. Esta lucha entre médico y paciente, entre intelecto y vida pulsional, entre discernir y querer «actuar», se desenvuelve- casi exclusivamente en torno de los fenómenos trasferenciales. Es en este campo donde debe obtenerse la victoria cuya expresión será sanar duraderamente de la neurosis. Es innegable que domeñar los fenómenos de la trasferencia depara al psicoanalista las mayores dificultades, pero no se debe olvidar que justamente ellos nos brindan el inapreciable servicio de volver actuales y manifiestas las mociones de amor escondidas y olvidadas de los pacientes; pues, en definitiva, nadie puede ser ajusticiado in absentia o in effigie. (9)

Notas:

1) Debemos defendernos en este lugar del reproche, fruto de un malentendido, de que soslayamos la significación de los factores innatos (constitucionales) por haber puesto de relieve las impresiones infantiles. Semejante reproche brota de la estrechez de la necesidad causal de los seres humanos, que, en oposición al modo en que de ordinario está plasmada la realidad, quiere darse por contenta con un único factor causal. El psicoanálisis ha dicho mucho sobre los factores accidentales de la etiología, y poco sobre los constitucionales, pero ello sólo porque acerca de los primeros podía aportar algo nuevo, mientras que respecto de los segundos en principio no sabía más que lo que corrientemente se sabe. Nos negamos a estatuir una oposición de principio entre las dos series de factores etiológicos; más bien, suponemos una regular acción conjugada de ambas para producir el efecto observado. [disposición y azar] determinan el destino de un ser humano; rara vez, quizá nunca, lo hace uno solo de esos poderes. La distribución de la eficiencia etiológica entre ellos sólo se podrá obtener individualmente y en cada caso. La serie dentro de la cual se ordenen las magnitudes cambiantes de ambos factores tendrá también, sin duda, sus casos extremos. Según sea el estado de nuestros conocimientos, apreciaremos de manera diversa la parte de la constitución o del vivenciar en el caso singular, y nos reservamos el derecho de modificar nuestro juicio cuando nuestras intelecciones cambien. Por otro lado, uno podría atreverse a concebir la constitución misma como el precipitado de los efectos accidentales sufridos por la serie infinitamente grande de los antepasados.
2) Aunque muchas manifestaciones de Jung parecen insinuar que él vio en esta introversión algo característico de la dementia praecox y que en otras neurosis no entra en cuenta de igual modo. [Parece ser esta la primera oportunidad en que Freud empleó el término «introversión» en una de sus obra publicadas. Fue acuñado por Jung (1910c, pág. 38); pero es probable que esta crítica de Freud apunte a otra obra de Jung (1911-12, págs. 135-6n.). Se hallarán ulteriores comentarios sobre el uso de este término por Jung en «Sobre la iniciación del tratamiento» (1913c), en «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág. 72, y en la 23º de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág. 341. En sus escritos posteriores, Freud rara vez empleó el vocablo.
3) Más cómodo sería decir que ella ha reinvestido los «complejos» infantiles. Pero sería incorrecto; únicamente se justificaría si se enunciara «las partes inconcientes de esos complejos». - Lo extraordinariamente intrincado del tema que aquí se trata tienta a uno a internarse en la consideración de cierto número de problemas contiguos cuya aclaración, en verdad, sería previa para poder discurrir con palabras inequívocas sobre los procesos psíquicos que es preciso describir aquí; Tales problemas son, entre otros: el recíproco deslinde de introversión y regresión, la inserción de la doctrina de los complejos en la teoría de la libido, los vínculos del fantaseo con lo conciente y lo inconciente, así como con la realidad. No hace falta disculparse por haber resistido aquella tentación en este lugar. - Sobre el término «imago», empleado aquí y supra, véase mi comentario en «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, pág. 173, n. 23.
4) Se hallará un examen completo de esto en «Sobre los tipos de contracción de neurosis» (1912c)
5) De lo cual, empero, no es lícito inferir en general una particular significatividad patógena del elemento escogido para la resistencia trasferencial. Si en el curso de una batalla se lucha con particular encarnizamiento por la posesión de cierta iglesita o de una sola granja, no se debe suponer que la iglesia sea un santuario nacional ni que la casa esconda el tesoro del ejército. El valor de los objetos puede ser meramente táctico, y puede tener vigencia para una batalla sola. - Acerca de la resistencia trasferencial, véase también «Sobre la iniciación del tratamiento» (1913c)
6) Bleuler (1911, págs. 43-4 y 305-6). - Véase la alocución sobre la ambivalencia pronunciada por él en Berna (1910b), de la cual se informa en Zentralblatt für Psychoanalyse, 1, pág. 266. - Stekel había propuesto para el mismo fenómeno el término «bipolaridad». - Parece ser esta la primera vez que Freud menciona la palabra «ambivalencia», utilizada por él ocasionalmente en un sentido distinto que el de Bleuler, para describir la presencia simultánea de mociones activas y pasivas. Véase una nota mía en «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, pág. 126, n. 26.
7) Es esta una de las primeras menciones de la frase, que había aparecido ya en la tercera de las Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910a), AE, 11, pág. 28. Desde luego, la idea es de antigua data; se la expresa, verbigracia, en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 101-2, y, en términos básicamente idénticos, en «Sobre la iniciación del tratamiento» (1913c), donde Freud examina la cuestión en una larga nota al pie. Véase también «El método psicoanalítico de Freud» (1904a), AE, 7, pág. 239.
8) Esto se esclarece en un trabajo posterior, «Recordar, repetir y reelaborar» (1914g).
9) Hay una puntualización semejante en «Recordar, repetir y reelaborar

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