sábado, 6 de febrero de 2010

18ª conferencia. La fijación al trauma, lo inconciente

Señoras y señores: La última vez dije que no queríamos proseguir nuestro trabajo partiendo de nuestras dudas, sino de nuestros descubrimientos. Todavía no hemos formulado dos de las conclusiones más interesantes que se derivan de los dos análisis que presentamos como paradigmas.

La primera: Las dos pacientes nos hacen la impresión de estar fijadas a un fragmento determinado de su pasado; no se las arreglan para emanciparse de él, y por ende están enajenadas del presente y del futuro. Están metidas ahí, dentro de su enfermedad, como antaño era costumbre retirarse a un claustro para sobrellevar un aciago destino. Para nuestra primera paciente, fue su casamiento, desistido en la realidad, el que le deparó esa desventura. A través de sus síntomas prosigue el proceso con su marido; aprendimos a comprender aquellas voces que alegan en favor de él, lo disculpan, lo enaltecen, lamentan su pérdida. Aunque ella es joven y deseable para otros hombres, ha recurrido a todas las precauciones reales e imaginarias (mágicas) para guardarle fidelidad. No se muestra ante ojos ajenos, descuida su aspecto.

También es incapaz de levantarse con presteza de un sillón en que se ha sentado(25), y se niega a firmar con su nombre; no puede hacer regalos, para lo cual aduce la motivación de que nadie debería recibir nada de ella.

En el caso de nuestra segunda paciente, la joven soltera, fue un vínculo erótico con el padre, establecido en los años anteriores a la pubertad, el que cumplió ese papel en su vida. También había extraído para sí la conclusión de que no podía casarse mientras estuviera tan enferma. Podemos conjeturar que se puso tan enferma para no tener que casarse, y permanecer junto al padre.

No tenemos derecho a esquivar esta pregunta: ¿Cómo, por qué vías y en virtud de qué motivos se llega a una actitud tan rara y desventajosa para la vida?, suponiendo, desde luego, que esta conducta sea un carácter universal de la neurosis y no una peculiaridad de estas dos enfermas. Pero, de hecho, es un rasgo universal, y aun de notable importancia práctica, de las neurosis. La primera paciente histérica de Breuer había quedado fijada, de manera similar, a la época en que cuidaba a su padre gravemente enfermo. Después, y a pesar de su restablecimiento, en cierto aspecto permaneció segregada de la vida; quedó, por cierto, sana y capaz de rendimiento, pero se apartó del destino normal en la mujer(26). En cada uno de nuestros enfermos el análisis nos permite discernir que, dentro de los síntomas de su enfermedad y por las consecuencias que de estos dimanan, se han quedado rezagados en cierto período de su pasado. Y en la abrumadora mayoría de los casos han escogido una fase muy temprana de la vida, una época de su infancia y hasta, por risible que pueda sonar esto, de su período de lactancia.

La analogía más inmediata con esta conducta de nuestros neuróticos la ofrecen enfermedades como las que la guerra provoca ahora con particular frecuencia: las llamadas neurosis traumáticas. Desde luego, también antes de la guerra las hubo, luego de catástrofes ferroviarias y otros terribles peligros mortales. Las neurosis traumáticas no son, en su fondo, lo mismo que las neurosis espontáneas que indagamos analíticamente y solemos tratar; todavía no hemos logrado someterlas a nuestros puntos de vista; espero poder aclararles alguna vez la raíz de esta restricción (ver nota(27)). Pero en un aspecto nos es lícito destacar una concordancia plena. Las neurosis traumáticas dan claros indicios de que tienen en su base una fijación al momento del accidente traumático. Estos enfermos repiten regularmente en sus sueños la situación traumática (VER NOTA********** (28)); cuando se presentan ataques histeriformes, que admiten un análisis, se averigua que el ataque responde a un traslado total [del paciente] a esa situación. Es como si estos enfermos no hubieran podido acabar con la situación traumática, como si ella se les enfrentara todavía a modo de una tarea actual insoslayable (VER NOTA**********(29)); y nosotros tomamos esta concepción al pie de la letra: nos enseña el camino hacia una consideración, llamémosla económica, de los procesos anímicos . Más: la expresión «traumática» no tiene otro sentido que ese, el económico. La aplicamos a una vivencia que en un breve lapso provoca en la vida anímica un exceso tal en la intensidad de estímulo que su tramitación o finiquitación {Aufarbeitung} por las vías habituales y normales fracasa, de donde por fuerza resultan trastornos duraderos para la economía energética.

Esta analogía no puede sino tentarnos a llamar traumáticas también a aquellas vivencias a las que nuestros neuróticos aparecen fijados. Esto nos prometería brindarnos una condición simple para la contracción de neurosis. La neurosis sería equiparable a una enfermedad traumática y nacería de la incapacidad de tramitar una vivencia teñida de un afecto hiperintenso. Y así rezaba, en realidad, la primera fórmula con la cual Breuer y yo, en 1893-95, dimos razón teórica de nuestras nuevas observaciones (30). Un caso como el de nuestra primera paciente, el de la joven separada de su marido, se adecua muy bien a esta concepción, No ha podido consolarse de la imposibilidad de consumar su matrimonio y quedó pendiente de ese trauma. Pero ya nuestro segundo caso, el de la muchacha fijada a su padre, nos enseña que la fórmula no es suficientemente inclusiva. Por una parte, un enamoramiento así de una niñita hacia su padre es algo tan común y tan a menudo superable que la designación «traumático» perdería todo su contenido; por otra parte, la historia de la enferma nos enseña que esta primera fijación erótica pareció al principio pasajera e inocua, y sólo varios años más tarde volvió a salir a la luz en los síntomas de la neurosis obsesiva. Prevemos entonces ahí unas complicaciones, una mayor riqueza en las condiciones de contracción de la enfermedad, pero entrevemos también que el punto de vista traumático acaso no sea abandonado por erróneo; tendrá que ser incluido en algún otro y subordinado a él.

Aquí abandonamos de nuevo el camino que habíamos emprendido. Por ahora no nos lleva más lejos, y tenemos muchísimas cosas que aprender antes de poder proseguirlo correctamente (ver nota (31)). Observemos todavía, sobre el tema de la fijación a una determinada fase del pasado, que un hecho así rebasa con mucho las neurosis. Toda neurosis contiene una fijación de esa índole, pero no toda fijación lleva a la neurosis, ni coincide con ella, ni se produce a raíz de ella. Un modelo paradigmático de fijación afectiva a algo pasado es el duelo, que además conlleva el más total extrañamiento del presente y del futuro. Pero, a juicio de los legos, el duelo se distingue tajantemente de la neurosis. No obstante, hay neurosis que pueden definirse corno una forma patológica del duelo (32).

Ocurre también que ciertos hombres, por obra de un suceso traumático que conmueve los cimientos en que hasta entonces se sustentaba su vida, caen en un estado de suspensión que les hace resignar todo interés por el presente y el futuro, y su alma queda atrapada en el pasado, ocupándose de él como petrificada. Pero no necesariamente estos desventurados devienen neuróticos. No concedamos, entonces, importancia excesiva para la caracterización de la neurosis a este solo rasgo, por regular y significativo que sea.

Pasemos ahora al segundo resultado de nuestros análisis; a este no tendremos que imponerle una restricción con posterioridad. De nuestra primera paciente comunicamos la acción obsesiva carente de sentido que ejecutaba, así como el recuerdo de su vida íntima, que contó a propósito de aquella. Ahora bien, después indagamos el nexo entre ambas cosas y colegimos, a partir de esta vinculación con el recuerdo, el propósito de la acción obsesiva. Pero hay un factor que dejamos por completo de lado, aunque merece toda nuestra atención. Todo el tiempo en que repitió la acción obsesiva, la paciente no sabía que esta la anudaba con aquella vivencia.

El nexo entre ambas permanecía oculto para ella; y en verdad, no podía sino responder que no conocía las impulsiones que la llevaban a hacer eso. Entonces, bajo la influencia del trabajo de la cura, le sucedió de pronto descubrir aquel nexo y poder comunicarlo. Pero todavía seguía sin saber nada del propósito a cuyo servicio ejecutaba la acción obsesiva, el propósito de corregir un fragmento penoso del pasado y de poner al hombre a quien ella amaba en un pedestal más alto. Costó bastante tiempo y mucho esfuerzo que ella cayera en la cuenta y me concediera que un motivo así, y sólo él, pudo haber sido la fuerza impulsora de la acción obsesiva.

El nexo con la escena que siguió a la desdichada noche de bodas y el tierno motivo de la enferma, conjugados, proporcionan lo que hemos llamado el «sentido» de la acción obsesiva. Pero este sentido, en sus dos direcciones (el «desde dónde» y el «hacia dónde»), le era desconocido mientras ejecutaba aquella acción. Por tanto, habían actuado en ella procesos anímicos cuyo efecto fue, justamente, la acción obsesiva; había percibido este efecto dentro de un estado anímico normal, pero ninguna de sus precondiciones anímicas llegó a conocimiento de su conciencia. Se había comportado en todo como aquel hipnotizado a quien Bernheim impartió la orden de abrir un paraguas en la sala del hospital cinco minutos después de despertarse; y despierto, la cumplió, pero no supo indicar motivo alguno para su acción (VER NOTA**********(33)). Un conjunto de circunstancias de esa índole es el que tenemos en vista cuando hablamos de la existencia de procesos anímicos inconscientes. Podemos lanzar un universal desafío a que nos den una explicación científica más correcta de ese conjunto de circunstancias; tan pronto como alguien lo logre, de buena gana renunciaremos a suponer la existencia de procesos anímicos inconscientes. Pero, hasta entonces, nos atendremos a ese supuesto, y con un resignado encogimiento de hombros tacharemos de inconcebible que se pretenda objetarnos que lo inconciente no es aquí nada real en el sentido de la ciencia, sino un expediente, une façon de parler. ¡Algo no real de lo cual surgen efectos tan realmente palpables como una acción obsesiva!

En el fondo, con esto mismo nos topamos en el caso de nuestra segunda paciente. Ella ha estatuido un mandato: la almohada no debe entrar en contacto con el respaldo de la cama; tiene que obedecerle, pero no sabe de, dónde viene, qué significa ni los motivos a que debe su imperio. En cuanto a su ejecución, lo mismo da que ella lo considere como algo indiferente, se rebele y se enfurezca contra él, o se proponga transgredirlo. El mandato tiene que ser obedecido, y en vano busca ella el porqué. Empero, es preciso admitirlo, en estos síntomas de la neurosis obsesiva, en estas representaciones e impulsos que emergen no se sabe de dónde, que se muestran tan resistentes a todas las influencias de la vida del alma, normal en lo demás; que hacen al enfermo mismo la impresión de que serían unos huéspedes forzosos oriundos de un mundo extraño, cosas inmortales que se han mezclado en el ajetreo de los mortales; en ellos, entonces, está nítidamente dada la referencia a una comarca particular de la vida anímica, a una comarca separada de las otras. Desde ellos parte un camino que infaliblemente lleva a convencerse de la existencia de lo inconciente dentro del alma, y por eso mismo la psiquiatría clínica, que no conoce más que una psicología de la conciencia, no sabe qué hacer con ellos, si no es presentarlos como los indicios de un modo particular de degeneración. Desde luego, las representaciones y los impulsos obsesivos no son ellos mismos inconscientes, como tampoco se sustrae de la percepción conciente la ejecución de las acciones obsesivas. No habrían devenido síntomas si no hubiesen irrumpido hasta la conciencia. Pero sus precondiciones psíquicas, que discernimos mediante el análisis, así como los nexos dentro de los cuales los insertamos por vía de la interpretación, son inconscientes, al menos hasta el momento en que por el trabajo del análisis logramos que el enfermo tome conciencia de ellos.

Agreguemos ahora que ese conjunto de circunstancias, comprobado en nuestros dos casos, se corrobora en todos los síntomas de todas las afecciones neuróticas; siempre y dondequiera, el sentido de los síntomas es desconocido para el enfermo, y el análisis muestra por lo regular que estos síntomas son retoños de procesos inconscientes que, empero, bajo diversas condiciones favorables, pueden hacerse concientes. De tal modo, comprenderán ustedes que en el psicoanálisis no podamos prescindir de lo anímico inconciente y estemos habituados a operar con ello como con algo sensorialmente aprehensible. Pero al mismo tiempo comprenderán, quizá, cuán inaptos para emitir juicio en esta materia son todos aquellos que sólo conocen lo inconciente como concepto, que nunca lo han analizado, nunca han interpretado sueños ni traspuesto síntomas neuróticos en un sentido y un propósito. Formulémoslo de nuevo, atendiendo a nuestros fines: La posibilidad de dar a los síntomas neuróticos un sentido por medio de la interpretación analítica es una prueba inconmovible de la existencia -o, si lo prefieren, de la necesidad de suponer la existencia- de procesos anímicos inconscientes.

Pero esto no es todo. Gracias a un segundo descubrimiento de Breuer, que me parece todavía de más rico contenido y que él realizó sin colaboración de nadie, aprendemos otra cosa sobre el vínculo entre lo inconciente y los síntomas neuróticos. El sentido de los síntomas es por regla general inconciente; pero no sólo eso: existe también una relación de subrogación entre esta condición de inconciente y la posibilidad de existencia de los síntomas, Enseguida comprenderán lo que quiero decir. Pretendo sostener, con Breuer, lo siguiente: Toda vez que tropezamos con un síntoma tenemos derecho a inferir que existen en el enfermo determinados procesos inconscientes, que, justamente, contienen el sentido del síntoma. Pero, para que el síntoma se produzca, es preciso también que ese sentido sea inconciente.

De procesos concientes no se forman síntomas; tan pronto como los que son inconscientes devienen concientes, el síntoma tiene que desaparecer. Aquí disciernen ustedes, de un golpe, una vía de acceso a la terapia, un camino para hacer desaparecer síntomas. Y de hecho, por este camino Breuer restableció a su paciente histérica, vale decir, la liberó de sus síntomas; halló una técnica para hacerle llevar a la conciencia los procesos inconscientes que contenían el sentido del síntoma, y los síntomas desaparecieron.

Este descubrimiento de Breuer no fue el resultado de una especulación, sino de una feliz observación, facilitada por la colaboración de la enferma (VER NOTA**********(34) ). Ahora no se atormenten ustedes para comprenderlo reconduciéndolo a algo diverso, ya conocido; deben reconocer en él un nuevo hecho fundamental, con cuyo auxilio podrá alcanzarse la explicación de muchas otras cosas. Permítanme, por eso, que les repita lo mismo expresándolo de otras maneras.

La formación de síntoma es un sustituto de algo diverso, que está interceptado. Ciertos procesos anímicos habrían debido desplegarse normalmente hasta que la conciencia recibiese noticia de ellos. Esto no ha acontecido, y a cambio de ello, de los procesos interrumpidos, perturbados de algún modo, forzados a permanecer inconscientes, ha surgido el síntoma. Por tanto, ha ocurrido algo así como una permutación; si se logra deshacerla, la terapia de los síntomas neuróticos habrá cumplido exitosamente su tarea.

El hallazgo de Breuer es todavía hoy la base de la terapia psicoanalítica. El enunciado según el cual los síntomas desaparecen cuando se logra que se hagan concientes sus precondiciones inconscientes fue corroborado por toda la investigación ulterior, si bien después, cuando se ensayó su aplicación práctica, se tropezó con las más asombrosas e inesperadas complicaciones. Nuestra terapia opera del siguiente modo: muda lo inconciente en conciente; y sólo produce efectos cuando es capaz de ejecutar esta mudanza.

Debo hacer, y enseguida, una pequeña digresión para evitarles el riesgo de que imaginen demasiado fácil este trabajo terapéutico. De acuerdo con las puntualizaciones que hicimos hasta aquí, la neurosis sería la consecuencia de una suerte de ignorancia, del no saber sobre unos procesos anímicos acerca de los que uno debería saber. Así nos acercaríamos mucho a conocidas doctrinas socráticas según las cuales los vicios mismos descansan en una ignorancia. Ahora bien, el médico experimentado en el análisis colegirá por regla general muy fácilmente las mociones anímicas que han permanecido inconscientes en el individuo enfermo. Entonces, no podría serle difícil curar al enfermo liberándolo de su ignorancia por la comunicación de ese saber suyo. Al menos una parte del sentido inconciente de los síntomas se tramitaría con facilidad de esa manera; del otro sector, del nexo de los síntomas con las vivencias del paciente, el médico no puede colegir mucho, es verdad: no conoce estas vivencias, tiene que esperar hasta que el enfermo se acuerde de ellas y se las cuente. Pero también para esto se hallaría en muchos casos un sustituto. Sería posible averiguar estas vivencias entre los parientes del enfermo, quienes muchas veces estarán en condiciones de individualizar las que tuvieron eficacia traumática y aun, quizá, de comunicar vivencias de las que el enfermo nada sabe porque ocurrieron en años muy tempranos de su vida. La conjunción de estos dos procedimientos, entonces, prometería aventar la ignorancia patógena del enfermo en breve tiempo y con poco trabajo.

¡Sí, cuando se puede! Hemos hecho sobre este punto experiencias para las cuales al comienzo no estábamos preparados. Hay saberes y saberes; existen diversas clases de saber que en manera alguna pueden equipararse en lo psicológico. «Il y a fagots et fagots» {«Hay atados y atados de leña»}, se dice en un pasaje de Moliére (35). El saber del médico no es el mismo que el del enfermo, y no puede manifestar los mismos .efectos. Cuando el médico trasfiere su saber al enfermo comunicándoselo, esto no da resultado alguno. No; sería incorrecto decirlo así. No tiene el resultado de cancelar los síntomas, sino este otro, el de poner en marcha el análisis (manifestaciones de desacuerdo de parte del paciente son, a menudo, los primeros indicios de que esto último ha ocurrido). El enfermo sabe, entonces, algo que no sabía, el sentido de su síntoma, y, no obstante, lo sabe tan poco como antes. Aprendemos así que hay más de una clase de ignorancia, Para ver dónde residen las diferencias tendremos que profundizar un poco nuestros conocimientos psicológicos (VER NOTA********** (36)). Sin embargo, sigue siendo correcto nuestro enunciado de que los síntomas cesan tan pronto se sabe su sentido. Agreguemos, únicamente, que ese saber tiene que descansar en un cambio interior del enfermo, tal como sólo se lo puede producir mediante un trabajo psíquico con una meta determinada. Tropezamos en este punto con problemas que enseguida se nos resumirán corno los de una dinámica de la formación de síntoma.

¡Señores míos! Ahora tengo que hacerles esta pregunta: ¿No les suena acaso demasiado oscuro y complicado lo que les digo? ¿No los confunde que tan a menudo me retracte y haga salvedades, urda unos pensamientos para abandonarlos enseguida? Me pesaría si así fuese. Pero siento fuerte aversión por las simplificaciones que se hacen a costa de sacrificar la verdad; no me parece malo que ustedes reciban la impresión cabal de nuestro objeto en su múltiple y enrevesada naturaleza; por otra parte, me digo, no es perjudicial que sobre cada punto yo les comunique más de lo que ustedes pueden apreciar por el momento. Bien sé que todo oyente o lector corrige en su pensamiento lo que se le ofrece, lo abrevia, lo simplifica y espiga lo que querría retener. Hasta cierto punto es verdad que es más lo que queda cuando hubo abundancia. Confío en que a pesar de todos los accesorios hayan captado ustedes con claridad lo esencial de mis comunicaciones acerca del sentido de los síntomas, acerca de lo inconciente y del vínculo entre ambos. Sin duda han comprendido también que nuestro ulterior empeño marchará en dos direcciones; apuntará a averiguar, en primer lugar, cómo los hombres enferman, cómo pueden llegar a esa actitud de vida que es la neurosis, lo cual constituye un problema clínico; y en segundo lugar, cómo se desarrollan desde las condiciones de la neurosis los síntomas patológicos, lo cual sigue siendo un problema de la dinámica del alma. Para esos dos problemas tiene que existir también, en alguna parte, un punto de convergencia.

 Por lo demás, hoy no proseguiré con esto. Pero como nuestro tiempo no ha expirado todavía, me propongo llamar la atención de ustedes sobre otro carácter de nuestros dos análisis, cuya apreciación cabal, de nuevo, sólo más tarde se alcanzará: las lagunas del recuerdo o amnesias. Dijimos que la tarea del tratamiento psicoanalítico puede condensarse en esta fórmula: trasponer en conciente todo lo inconciente patógeno. Ahora quizá les asombre enterarse de que esa fórmula puede sustituirse también por esta otra: llenar todas las lagunas del recuerdo del enfermo, cancelar sus amnesias. Es que vendría a significar lo mismo. Así, se atribuye considerable importancia a las amnesias del neurótico para la génesis de sus síntomas. Pero si ustedes consideran el caso que motivó nuestros primeros análisis, no hallarán justificada esta apreciación de la amnesia. La enferma no ha olvidado la escena a que se anuda su acción obsesiva; al contrario, conserva un vívido recuerdo de ella, y en la génesis de este síntoma no hay en juego ninguna otra cosa olvidada. Menos clara, aunque en un todo análoga, es la situación en el caso de nuestra segunda paciente, la muchacha del ceremonial obsesivo. En verdad, tampoco ella ha olvidado su comportamiento de la infancia, el hecho de que se empecinaba en que permaneciesen abiertas las puertas entre el dormitorio de sus padres y el suyo, y el hecho de que desalojaba a su madre de su lugar en la cama matrimonial; se acuerda de eso con mucha nitidez aunque vacilantemente y de mala gana. Lo único llamativo para nosotros es que la primera paciente no advirtió ni una sola vez, de las tantas que llevó a cabo su acción obsesiva, su similitud con la vivencia consecuente a la noche de bodas, y que este recuerdo tampoco le acudió cuando fue exhortada, por preguntas directas, a que rebuscase la motivación de su acción obsesiva.

Lo mismo vale para la muchacha, en quien el ceremonial y sus ocasiones, por añadidura, iban referidos a una situación idéntica que se repetía todos los días a la hora de acostarse (VER NOTA**********(37)). En ninguno de los dos casos existe una amnesia genuina, una falta de recuerdo, sino que se ha interrumpido la conexión que estaría llamada a provocar la reproducción, la re-emergencia en el recuerdo. Una perturbación así de la memoria basta para la neurosis obsesiva; en el caso de la histeria las cosas ocurren de otra manera. Esta última neurosis si singulariza la mayoría de las veces por vastísimas amnesias. En general, el análisis de todo síntoma histérico singular nos lleva hasta una cadena íntegra de impresiones vitales; cuando estas regresan, el paciente consigna de manera expresa que habían sido olvidadas hasta ese momento. Esta cadena se remonta, por una parte, a los primerísimos años de vida, de suerte que la amnesia histérica se deja reconocer como prosecución directa de la amnesia infantil que a nosotros, las personas normales, nos oculta los comienzos de nuestra vida anímica. Por otra parte, nos enteramos de que también las vivencias más recientes de los enfermos pueden caer en el olvido, y, en particular, las ocasiones en que la enfermedad ha estallado o se ha reforzado son roídas, cuando no tragadas del todo, por la amnesia. Por lo común, del cuadro íntegro de un recuerdo reciente de esa clase desaparecen detalles importantes o son sustituidos por falseamientos del recuerdo. Y aun sucede (también por lo común, repitámoslo) que poco antes de la terminación de un análisis emerjan ciertos recuerdos de, vivencias recientes que se retuvieron hasta entonces y que habían dejado sensibles lagunas dentro de la trabazón.

Tales deterioros de la capacidad de recordar son, como dijimos, característicos de la histeria; en esta se presentan, en calidad de síntomas, estados (los ataques histéricos) que no suelen dejar en el recuerdo huella alguna. Si en la neurosis obsesiva las cosas son diversas, ustedes podrían inferir que esas amnesias son un carácter psicológico de la alteración histérica y no un rasgo universal de las neurosis. La importancia de esta diferencia quedará restringida por la siguiente consideración. En el «sentido» de un síntoma conjugamos dos cosas: su «desde dónde» y su «hacia dónde» o «para qué», es decir, las impresiones y vivencias de las que arranca, y los propósitos a que sirve. El «desde dónde» de un síntoma se resuelve, pues, en impresiones venidas del exterior, que necesariamente fueron una vez concientes y después pueden haber pasado a ser inconscientes por olvido. El «para qué» del síntoma, su tendencia, es todas las veces, empero, un proceso endopsíquico que puede haber devenido conciente al principio, pero también puede no haber sido conciente nunca y haber permanecido desde siempre en el inconciente. Por eso no es muy importante que la amnesia haya hecho presa también del «desde dónde», de las vivencias sobre las cuales se apoya el síntoma, como acontece en el caso de la histeria; el «hacia dónde», la tendencia del síntoma, que desde el comienzo puede haber sido inconciente, es lo que funda su dependencia respecto del inconciente, que, por cierto, no es menos sólida en la neurosis obsesiva que en la histeria.

Ahora bien, al poner así de relieve lo inconciente dentro de la vida del alma, hemos convocado a los más malignos espíritus de la crítica en contra del psicoanálisis. No se maravillen ustedes, y tampoco crean que la resistencia contra nosotros se afianza sólo en la razonable dificultad de lo inconciente o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias que lo demuestran. Yo opino que viene de algo más hondo. En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se 'ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin, Wallace y sus predecesores, no sin la más encarnizada renuencia de los contemporáneos. Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconcientemente en su alma. Tampoco fuimos nosotros, los psicoanalistas, los primeros ni los únicos en hacer este llamado a mirar dentro de la propia casa; pero parece estarnos deparado sustentarlo con gran insistencia y corroborarlo con un material empírico al alcance de cualquiera. De ahí el rechazo general a nuestra ciencia, el descuido por todos los miramientos de la urbanidad académica y el hecho de que la oposición se haya sacudido todos los frenos que impone la lógica imparcial (VER NOTA**********(38) ); y a esto se suma, como pronto escucharán ustedes, que estamos destinados a turbar la paz de este mundo todavía de otras maneras.


NOTAS

25 (Freud describió y explicó con más detalle el síntoma en otro informe sobre este caso (1907b), AE, 9, pág. 104.)

26 [Anna O. no contrajo matrimonio. Cf. Jones (1953, págs.247-8).]

27 [En la 24ª conferencia vuelve a hacerse referencia a las neurosis traumáticas. Freud pudo luego esclarecer mejor las neurosis de guerra (1919d).]

28 [Este punto, en particular, fue retomado por Freud en su primer estudio sobre la «compulsión de repetición», pocos años después. Véase Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 13 y 22-3.]

29 [Esto ya había sido reconocido en la sección IV de Breuer y Freud, «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos: comunicación preliminar» (1893a), AE, 2, pág. 40.]

30 [Véase ibid., en especial los dos últimos párrafos de la sección II, AE, 2, pág. 37.]

31 [Este tema es retomado en la 22ª conferencia.]

32 [Véase sobre esto el trabajo metapsicológico «Duelo y melancolía» (1917e), que se publicó luego de haber pronunciado la presente conferencia pero había sido escrito dos años antes. Una breve alusión a la melancolía aparece en la 26° conferencia.]

33 [Freud describió con mucho más detalle este episodio, al que asistió personalmente, en su último trabajo, inconcluso,«Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis» (1940b).]

34 [Breuer describe cómo aconteció el hecho al reseñar el caso de Anna O., en Estudios sobre la histeria (1895), AE, 2, págs. 58-9.]

35 [Le médecin malgré lui, acto I, escena 5.]

36 [Se vuelve sobre esta cuestión en la 27° conferencia, pág. 397.]

37 [O sea, el hecho de que su padre y su madre durmieran juntos.]

38 [Freud se había explayado, sobre este punto en «Una dificultad del psicoanálisis» (1917a), AE, 17, págs. 131 y sigs.

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